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El románico

EL CAMINO de Santiago no sólo trajo al norte cristiano de la península a peregrinos, mercaderes, dinero, cambistas, salteadores de caminos, frailes mendicantes, vendedores de reliquias y de bulas, sanadores, prostitutas, protoautores de guías turísticas, ideas nuevas, la lírica provenzal, la reforma cluniacense o un impulso vital a las villas y ciudades de su recorrido. Trajo también, en el siglo XI, el románico. Fue el primer arte internacional de la historia, en una Europa ya fragmentada en diferentes naciones, culturas y lenguas; y fue además el primero concebido casi por completo como una manifestación religiosa, como un acto de fe y de evangelización. Y de propaganda, de marketing interior y exterior: lo necesitaban mucho aquellas civilizaciones fronterizas y enemigas de otros credos, de otras concepciones del mundo. El arte, en uno y otro lado de la frontera, pasaba así a ser también una herramienta en el conflicto, un arma de la propia guerra.

El románico había surgido en las regiones de la Europa cristiana más desarrolladas económicamente: Lombardía, Borgoña, Normandía… La prosperidad material, el aumento demográfico y la espiritualidad desatada con los terrores del milenio provocaron en esas zonas toda una fiebre constructora de edificios religiosos, de iglesias y catedrales, de monasterios y cenobios. Había además que albergar a un número mayor de fieles, la población ha crecido. Se aprovecha la construcción de los nuevos templos para instruirlos y adoctrinarlos. Como la inmensa mayoría de ellos no sabe leer, las iglesias románicas se conciben como un curso intensivo de religión. Las piedras se expresan como un libro abierto.

Las primeras construcciones lombardas aún usaban materiales pobres, pero pronto las paredes hechas de cantos y de barro son sustituidas por fuertes muros de piedra escuadrada, aunque no tallada. La cubierta de madera, demasiado expuesta a incendios, también se cambia por otra de sillares de piedra, algo más pequeños que los de los muros. Dado que la nueva cubierta va a pesar mucho más, se modifica también la estructura general de la iglesia y se refuerza con contrafuertes o con columnas. La planta es en cruz latina, con una nave más larga y otra transversal, el transepto, trazada a una proporción de tres cuartos sobre la primera, como la tradición dice que fue la cruz de Cristo. Los brazos laterales acaban en ábsides semicirculares, y en el ábside central, por detrás del altar mayor, se genera un pasillo también semicircular para que los devotos puedan acercarse a venerar las imágenes sagradas y especialmente las reliquias, que en aquellos tiempos ya vimos que se están convirtiendo en unos productos comerciales muy valiosos que se multiplican como por arte de ensalmo.

Las iglesias se orientan hacia el este, por donde sale el sol, la luz de Cristo, y cada zona, cada elemento, es una metáfora religiosa. La bóveda es el cielo. El claustro, la Jerusalén celestial. Las ventanas, los doctores de la Iglesia; y los cristales, sus doctas enseñanzas. Las columnas son los obispos y abades, las vigas son los príncipes y los nobles, las tejas son los soldados, las tropas protectoras, y el pavimento es el conjunto del pueblo, losa a losa, fiel a fiel. El espacio interior se organiza y jerarquiza como si fuera el cuerpo de Cristo: la nave está ocupada por los fieles, y tras el crucero donde coinciden la nave principal y el transepto —a menudo resaltado por una cúpula— se halla el ábside, el centro de la liturgia, el sacerdote, justo en el lugar donde Cristo apoyaba la cabeza en la cruz.

Los pórticos se llenan de esculturas y las columnas de capiteles que representan escenas religiosas o profanas casi siempre edificantes, pero no sólo fervorosas, también humorísticas u obscenas o admonitorias o aterradoras. Hay ángeles, pero también demonios; corderos, pero también lobos. Caballeros y siervos. Santos rezando o parejas copulando. Vírgenes fervorosas y dueñas exhibicionistas.

En cada zona el románico asimila elementos de procedencia diferente: latina, oriental, bizantina, siria, persa, árabe, celta, germánica, normanda… En la península, el arte románico es muy rico por muy variado, con influencias no sólo lombardas o francesas, también visigodas e islámicas. Estas últimas dan en parte el mudéjar, con construcciones en mampostería y ladrillo en vez de piedra. Además, el románico había tenido aquí un prólogo que le imprime carácter, el arte prerrománico del primitivo reino astur, y unos frutos tempranos en el Pirineo catalán, oscense y navarro, con joyas como los monasterios de San Pedro de Roda, Ripoll, San Juan de la Peña y Leire; las iglesias del valle del Boí, Santa María de Eunate o San Miguel de Estella; la catedral de Jaca o el castillo de Loarre.

A Castilla, la Castilla variable que anda uniéndose y separándose de León, el románico llega en el XI y se extiende en cientos de iglesias y ermitas durante dos siglos. La basílica de San Isidoro, en la ciudad de León, es uno de sus más tempranos y espectaculares exponentes. Como ya adelantamos, hacia 1056 el rey Fernando I, que acababa de unir por primera vez los dos reinos, y la reina Sancha mandan tirar el viejo monasterio de San Juan Bautista, hecho de materiales pobres, levantar en el lugar un templo en piedra labrada y reconstruir el panteón real en el que descansaban algunos de sus ilustres antepasados. El resultado es espectacular, y no sólo arquitectónico, pues incluye también valiosas esculturas en los nuevos capiteles y pinturas murales en el panteón. Para dignificarlo aún más, se traen desde la musulmana Sevilla los restos de san Isidoro, y se da a toda la nueva basílica el nombre del obispo hispalense.

Bastante más al oeste, en Galicia, surgió otra joya del románico peninsular, para muchos la mejor de todas no sólo por su valor artístico, sino por el simbólico: la catedral de Santiago. Como tantas obras arquitectónicas en aquellos tiempos medievales, se emplearon siglos en construirla, y mezcla en su fábrica diferentes estilos bajo distintos maestros de obras que atendían a distintas modas. Pero, sobre todo, es románica, en sus cómos, en sus detalles técnicos, y en sus porqués: responde más que ningún otro edificio de la época a los fines ideológicos perseguidos por ese arte que es al tiempo una manifestación religiosa en sí mismo y un símbolo y un alarde frente a otros credos. En esto, la catedral de Santiago cuenta con tres refuerzos arguméntales supremos. Uno: se levanta sobre la tumba donde presuntamente yace un apóstol, es decir, un líder religioso de primer nivel porque estuvo en contacto directo con Cristo, con Dios. Dos: el apóstol se convierte en un icono y un estandarte en la guerra contra los miembros de otra religión. Y tres: la tumba del apóstol y la propia catedral son el punto final de una peregrinación religiosa que presuntamente transforma a las personas, convierte a los pecadores penitentes en hombres nuevos, y que con certeza provoca cambios profundos en los pueblos y en las naciones, cambios políticos, económicos y sociales.

Como templo concebido para albergar masas ingentes de peregrinos, de fieles que llegan para hacer penitencia por sus pecados, Santiago los recibe con una detallada descripción en piedra del Juicio Final, el pórtico de la Gloria. Es la obra cumbre de la escultura románica, y una de las pocas de cuyo autor conocemos el nombre: Mateo. Dejó su firma en la misma fachada, en una inscripción, e incluso puede que un autorretrato en piedra, el Santo dos Croques. Estuvo Mateo muy bien pagado, según un documento del 23 de febrero de 1168 que emite el rey de entonces, Fernando II: «Como pensión te doy y concedo a ti, maestro Mateo, que posees la primacía y el magisterio de la obra del citado apóstol, cada año la percepción de dos marcos a la semana, sobre mi mitad de moneda de Santiago, y que lo que falte una semana sea suplido la otra, de manera que esta percepción te represente 100 morabotinos anuales. Esta pensión, este don, te doy durante toda tu vida, para que siempre la tengas…».

Una vez dentro del templo, los hombres nuevos purificados por el viaje iniciático se encuentran con la plasmación de otras dos ofertas claves del arte románico: un crucero enorme, donde cabe todo el pueblo de Dios, y una girola amplia para acercarse a la tumba del apóstol, al icono y la reliquia por antonomasia del mundo cristiano.

A partir de mediados del siglo XI, tras la muerte de Almanzor y la fragmentación de Al-Ándalus en docenas de taifas, los territorios cristianos encuentran en el cobro de parias un modo de vida, una nueva economía. Esa riqueza, y otras como la que generan los primeros burgos y villas y la del comercio nacido al calor del Camino de Santiago, dan un gran impulso a la extensión del arte románico en las tierras de Castilla. Cientos de iglesias parroquiales y de pequeñas ermitas son levantadas esos años en el nuevo estilo arquitectónico. Muchas de ellas, en poblaciones nuevas o en otras que acaban de ser refundadas con la repoblación de las tierras ocupadas por los cristianos en su camino hacia el sur. En el numeroso, valioso y variado conjunto, destacan algunas joyas muy singulares, como la catedral de Zamora y la catedral vieja de Salamanca; la colegiata de Toro; las murallas de Ávila; las iglesias de Santo Domingo y de San Juan de Duero, en Soria; la de la Antigua, en Valladolid; la de San Martín de Frómista, en Palencia, justo al borde del Camino; la concentración de pequeños templos de la montaña palentina, más la sorprendente extensión erótica en la cercana Cervatos, hoy cántabra, y los monasterios burgaleses de Silos y de Arlanza.

La catedral de Zamora es valiosa, entre otros motivos, por dos que la singularizan. Por su cimborrio, la construcción en forma de torre que da realce al crucero y que se ha convertido en el símbolo de la ciudad, con su tambor de dieciséis ventanas y su decoración exterior de escamas, hasta entonces sólo vista en algunas iglesias turcas y en Poiters, de donde quizás se inspiró el maestro de obras. Y por la extrema celeridad con que se hizo el edificio, en sólo veintitrés años, de 1151 a 1174, lo que supone que probablemente hubo un solo maestro de obras y le da a la catedral una unidad de estilo poco usual en aquella época. Del maestro de la catedral de Zamora no se conoce el nombre, pero se cree que era de origen francés y que influyó en sus colegas de otras grandes edificaciones de la zona, como la colegiata de Toro, la catedral vieja de Salamanca y la seo de Plasencia, todas ellas también con cimborrios de los llamados bizantinoleoneses.

En la colegiata de Toro, cuyas obras fueron mucho más lentas, hubo al menos dos maestros y se usaron dos distintos materiales: piedra caliza, más clara, en una primera, y después piedra arenisca, de tonalidades rojizas. El cimborrio, que en Zamora veía cómo competía con él la alta torre del Salvador, de cuarenta y cinco metros, se destaca más en el cuerpo de la colegiata de Toro. Este templo cuenta además con otras dos singularidades: el pórtico de la Majestad, que aún conserva la policromía original con que fue levantado, y una estatua del siglo XII que representa a la Virgen embarazada, cosa infrecuente siempre, y mucho más en esos años.

A la catedral de Santa María, en Salamanca, la catedral vieja, se la llama así porque muy cerca hay otra, la nueva, la de la Asunción de la Virgen, levantada en estilos gótico tardío y barroco. Cuando se pusieron a construir la segunda, los salmantinos estuvieron a punto de derribar la primera. Por suerte no lo hicieron. La vieja es ecléctica, mezcla estilos. Comenzó a hacerse a finales del periodo del románico y se concluyó cuando ya estaba más que maduro el gótico. Cuando en 1102 tomaron la ciudad las tropas cristianas, con Raimundo de Borgoña, yerno de Alfonso VI, al frente, lo primero que hacen es repoblarla con francos, gallegos, castellanos de las tierras bajas y de la Sierra de la Demanda, portugueses y mozárabes; restaurar la diócesis, nombrar un obispo —Jerónimo de Perigord— y arrancar las obras de la catedral. Se nota que fue construida en una zona de frontera: aún hoy tiene un cierto aire de fortaleza, aunque han desaparecido las almenas que hubo en la torre Mocha y en la cubierta de la nave. El cimborrio, que por dentro parece una naranja abierta con ocho gajos, por fuera está también, como en Zamora, decorado con piedras en forma de escamas. Los salmantinos lo llaman la torre del Gallo, porque lo corona una veleta con la forma de este animal.

El mismo Raimundo de Borgoña que repobló Salamanca inició la construcción de las murallas de Ávila, a finales del siglo XI, probablemente sobre parte de los restos de un antiguo muro romano. Las murallas son inmensas —dicen los abulenses que las mayores del mundo que se conservan tras la Muralla China—, y se muestran hoy en buen estado pese a sus novecientos años de vida. Tienen 2.516 metros de perímetro, 2.500 almenas, 88 torreones y 9 puertas. Los muros, 12 metros de altura media y 3 de grosor. La piedra es granito gris y negro, en parte procedente de construcciones anteriores, como la necrópolis romana. La tradición atribuye la dirección de las obras a dos «maestres de jometría, oficiales de fabricar e piedras tallar»: el romano Casandro Coionio y el francés Florín de Pituenga; y hay quien añade a un tercero, el navarro Alvar García.

La iglesia de Santo Domingo, en Soria, en realidad no se ha llamado así hasta hace poco más de un siglo. Antes era Santo Tomé. Fue fundada a comienzos del siglo XII, ampliada a finales de esa misma centuria por los reyes Alfonso VIII y su esposa Leonor de Plantagenet y vuelta a ampliar en el XVI en estilo renacentista. La segunda de esas fases, plenamente románica, es la más valiosa. Sobre todo, la fachada, que se hizo a imitación de la de Nuestra Señora de Poitiers, en Aquitania, de donde procedía la reina Leonor, y probablemente por maestros y canteros llegados desde allí. Y en la fachada, en especial la portada, toda una exhibición de escultura muy trabajada, perfecta en sus detalles, y que se conserva extraordinariamente bien porque hasta hace poco estaba protegida de las inclemencias meteorológicas por un tejadillo. «Su distribución decorativa es la más rica, la más homogénea y armoniosa de la península, y no reconoce como más bella ni a la de Ripoll», afirma Juan Antonio Gaya Nuño, soriano, sí, pero uno de los críticos de arte más prestigiosos de nuestra historia. El pantocrátor del frontón de Santo Domingo, uno de los cinco únicos en el mundo en que Cristo no está sentado sobre la Virgen, sino sobre el Padre, y los capiteles y las cuatro arquivoltas labradas son casi una completa historia de la religión, un libro de piedra para instruir a los analfabetos fieles.

El principal mérito del otro lugar soriano, San Juan de Duero, es su calidad y su rareza: el infrecuente interior que nos encontraremos en la iglesia y, sobre todo, lo insólito del claustro. En la iglesia, a cada lado del presbiterio, hay dos templetes de piedra, dos especies de baldaquinos, de modo que se podía ocultar el sacerdote en el momento de la consagración, como se hacía en el rito griego. Quizás se deba a que todo el recinto era parte de un monasterio fundado en la primera mitad del siglo XII por la orden militar de los hospitalarios de san Juan de Jerusalén, luego conocida como orden de Malta, que procedía de Tierra Santa.

La originalidad del claustro se la dan la irregularidad de sus lados, que forman un cuadrilátero imperfecto con las esquinas achaflanadas, y sobre todo la variedad de sus arquerías. Cambian a la mitad de cada lado, y en una zona hay arcos de medio punto, los más frecuentes en el románico; en otra, arcos túmidos, una variedad del arco de herradura apuntando una ojiva; en una tercera, arcos entrecruzados secantes, y en una cuarta, arcos entrecruzados tangentes. También los basamentos de cada zona de arcos son diferentes. El conjunto, ahora sin techumbre, no es un pastiche pese a la mezcla, sino un recinto irrepetible y evocador. Al poeta Gustavo Adolfo Bécquer le inspiró una de sus leyendas más célebres, El monte de las ánimas.

Si original es el claustro de San Juan de Duero, no lo es menos la iglesia de Santa María de la Antigua, en el centro de Valladolid. Al menos, su esbelta torre y su galería porticada, los principales elementos románicos, porque casi todo el resto es gótico, muy influido por la catedral de Burgos, o una reconstrucción completa que imita gótico y se hizo hace menos de un siglo. La iglesia original probablemente la funda Pedro Ansúrez, el repoblador de la ciudad, a finales del siglo XI; la torre quizás se completa un siglo después. El edificio siempre tuvo mala salud, amenazó ruina y desplome varias veces. La cimentación era deficiente, tal vez porque debajo pasaba uno de los ramales del río Esgueva, y el eje del templo está ligeramente desviado respecto a la torre y el pórtico románicos. Aun así, la torre de cuatro pisos y el chapitel apiramidado de teja que la remata, levemente irregular en su punta, componen uno de las más bellos skylines de Castilla.

Frómista es hoy una pequeña localidad palentina que en la Edad Media conoció momentos de esplendor, al calor del Camino de Santiago y de la expansión de su judería. En la segunda mitad del XI, Muniadona o Mayor, esposa de Sancho III el Mayor de Navarra y madre del primer rey de Castilla, Fernando I, mandó construir allí la que acabaría siendo una de las principales maravillas del románico en toda la península: el monasterio y la iglesia de San Martín de Tours, un santo francés de origen húngaro que vivió en el siglo IV y tuvo durante siglos un gran predicamento en toda Europa. Es patrón de cientos de poblaciones, de Utrecht a Orense, de Buenos Aires a Torresandino, y protagoniza un famoso cuadro del Greco, San Martín y el mendigo. San Martín de Frómista es grandiosa, grandilocuente incluso, pero de formas perfectas, de volúmenes proporcionados. Algunos de sus elementos son raros en su género: dos torres cilíndricas a los lados de la fachada principal, tres ábsides circulares atrás y un cimborrio no circular, como los que hemos visto antes, sino octogonal.

La hoy provincia de Palencia quizás tenga la mayor concentración de restos románicos de Europa, es decir, del mundo. En su rincón del extremo nororiental, unos sesenta kilómetros al norte de Frómista, ya no es una concentración, es una bendita plaga. En las comarcas de Aguilar de Campoo y Cervera de Pisuerga hay más de cincuenta iglesias, ermitas, monasterios y colegiatas; grandes, medianas o pequeñas. Todas interesantes. La abadía de Santa María la Real y la iglesia de Santa Cecilia, en Aguilar; las iglesias de Cillamayor, Revilla de Santullán y Villanueva de la Torre; la ermita de San Pelayo, en Perazancas; el claustro y la sala capitular del monasterio de San Andrés del Arroyo; el pantocrátor y los doce apóstoles de la iglesia de Moarves de Ojeda… La lista es interminable.

A Cervatos, ya en Cantabria pero cerca de Aguilar, conviene ir avisado de lo que a uno lo espera: un pequeño kamasutra en piedra con escenas de sexo explícito en docenas de canecillos bajo el tejado y en algunos capiteles en las ventanas de la iglesia de San Pedro. Un kamasutra festivo, vitalista, no censurador ni moral. Caricaturas y chistes, no sermones. Señores muy dotados mostrándose a señoras que replican levantándose las sayas y abriéndose de piernas. Cópulas gimnásticas, sexo oral. Probablemente la mejor colección de escultura erótica de la península, y además, casi con policromía natural, porque la piedra tiene vetas de tonos rojizos en algunas zonas.

La explosión sexual en piedra de Cervatos no la encontraremos en la gran joya de la escultura románica, Santo Domingo de Silos. El monasterio burgalés no se fundó con ese nombre. Se llamaba San Sebastián. Era de origen visigótico, medio desapareció con las primeras ocupaciones musulmanas a la zona, resurgió en tiempos de Fernán González, volvió a la ruina con las razias de Almanzor. En 1041 llega al cenobio un líder nuevo fichado fuera por el rey de Castilla, Fernando I. Se llamaba Domingo Manso, había sido prior de San Millán de la Cogolla, entonces en territorio del Reino de Navarra, y se había peleado con el rey, el colérico García Sánchez III, hermano mayor de Fernando I. El rey castellano encargó a Domingo que refundara el monasterio con la ambición de convertirlo en uno de los punteros de Castilla y le dio medios materiales para hacerlo. Y el abad cumplió el encargo y logró los objetivos con creces: puso a los monjes a elaborar códices en el scriptorium, reformó las dependencias monacales y la iglesia prerrománica y comenzó a levantar uno de los claustros más famosos que vieran los siglos. Domingo murió en 1073, y tres años después ya era proclamado santo y el cenobio empezó a captar tanto peregrinos como San Millán. Su sucesor, Fortunio, lo homenajeó dándole su nombre al monasterio, que pasa así a llamarse Santo Domingo de Silos.

El caso completo podría estudiarse hoy en las escuelas de negocios: directivo despedido de una gran empresa es fichado por el propietario de una pequeña y arruinada compañía del sector y logra convertir ésta en la líder, con cambio de marca incluido. Y la guinda: el directivo despedido asiste de testigo en primera fila al fracaso y a la muerte de su antiguo jefe a manos de su nuevo empleador, como ya vimos que ocurrió en la batalla de Atapuerca.

El claustro, en el que el propio Domingo fue enterrado, es una joya arquitectónica y tiene en sus 64 capiteles quizás la mejor colección de escultura románica del mundo. Es de temática muy variada, predominan las escenas de la vida de Cristo, pero también hay muchas figuras de animales, algunos de ellos quiméricos (sirenas, centauros, dragones, grifos, arpías), y de vegetales esculpidos al detalle, con filigrana. Los expertos creen que los capiteles son obra de dos talleres diferentes, dirigidos por sendos maestros. Se ignora sus nombres. El segundo maestro no sólo fue un genio de la escultura románica, fue también un innovador: juntó las fustas de cada par de columnas para generar un capitel mayor y dio más volumen, profundidad y movilidad a las figuras. Creó escuela, marcó una tendencia que siguieron después otros canteros castellanos, navarros y aragoneses.

Silos pasó por muchos otros altibajos en su historia. La iglesia románica se perdió; en el siglo XIX estuvo a punto de desaparecer el monasterio al completo, tras la desamortización; en 1970 sufrió un incendio devastador en las celdas de los monjes… pero hoy tiene una vida pujante y recibe multitud de peregrinos culturales que quieren ver el claustro y escuchar canto gregoriano. Pero la historia le fue mucho peor a un monasterio cercano, en la misma zona de Burgos.

El monasterio de San Pedro de Arlanza, vinculado en su fundación a Fernán González, poderosísimo en la Edad Media, es hoy un conjunto de tristes ruinas en parte restauradas y siempre polvorientas. El lugar donde se urdieron algunos de los mitos fundacionales de Castilla, donde un monje anónimo creó el Poema de Fernán González que convierte al conde en un héroe legendario, es ahora pura desolación. De la parte románica, conserva una torre, algunas pilastras y restos de los ábsides de la iglesia y… muchos espacios vacíos: los de multitud de piezas valiosas que fueron trasladadas a otros lugares para protegerlas mejor o directamente expoliadas tras la desamortización, en el siglo XIX.

A la colegiata de la cercana Covarrubias se llevaron los sepulcros de Fernán González y de su mujer Sancha, de más valor simbólico que artístico. A la catedral de Burgos, un sepulcro de gran belleza, dicen que de otra leyenda castellana Mudarra, el hijo de un noble cristiano y de una hermana de Almanzor que vengó a sus hermanastros, los siete infantes de Lara, que habían sido decapitados por su tío don Rodrigo Velázquez de Lara como escarmiento por una supuesta afrenta que éstos habían hecho a su novia, Lambra de Bureba. En el Museo Nacional de Arte de Cataluña, en el Metropolitan de Nueva York y en el Foog de la Universidad de Harvard están los frescos de la sala palatina, del siglo XIII. En la Biblioteca Británica, las Glosas Silenses, que probablemente se escribieron aquí aunque se guardaron durante siglos en el cercano monasterio de Silos. Miles de piedras sillares de las ruinas de Arlanza se usaron para encauzar el río Arlanzón a su paso por Burgos. Miles de pergaminos y de documentos se dispersaron en diferentes bibliotecas públicas o privadas. El valioso becerro del convento, el libro en que se copiaron durante el siglo XII los privilegios del monasterio y muchos detalles de su actividad, pasó con la desamortización a las manos de un vecino, y después a las de un chamarilero y más tarde a la Biblioteca Zabálburu de Madrid y por último, durante la guerra civil española de 1936-1939, desapareció.

Arlanza fue en sus orígenes un símbolo de la nación inventada, de la que recrearon por necesidades políticas o económicas una serie de cronistas y de poetas a finales del siglo XII y durante todo el siglo XIII. Ahora es un símbolo de la nación expoliada, a la que le han quitado casi todas sus señas de identidad, las reales y las ficticias, y buena parte de su patrimonio cultural y artístico.