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Alfonso VIII

MIENTRAS los almohades consignen unificar el sur musulmán bajo un solo poder y una sola religión, en el norte son los reinos cristianos los que se fragmentan. El emperador Alfonso VII, rey de Castilla y de León al que rendían vasallaje los demás reinos cristianos, muere en 1157. En su testamento, divide León y Castilla entre sus dos hijos, una decisión que provocó innumerables guerras durante el siguiente medio siglo; conflictos domésticos al fin y al cabo, porque todos los reyes contendientes formaban parte de una misma gran familia en permanente pugna por el poder.

La madeja de relaciones de parentesco en el norte cristiano es tan compleja como reveladora: las alianzas matrimoniales eran, junto a la guerra, la principal herramienta para la política. Una advertencia de los autores al lector: es muy probable que se pierda, en el siguiente párrafo, en las enrevesadas ramas de este árbol genealógico, tan cruzado en permanente consanguinidad que sorprende que el primer rey «embrujado» o «hechizado» fuese el Austria Carlos II, varios siglos después. No hace falta que se quede con los detalles, sólo con un dato. En 1172, cuando cae el rey Lobo Mardanis y los almohades unifican por fin el sur musulmán, en el norte hay cinco reinos cristianos: Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón; los cinco reyes son familia. De oeste a este, el mapa político (y genético) del norte cristiano en ese año estaba tal que así:

En Portugal gobierna su primer rey: Alfonso I, nieto del difunto Alfonso VI de León, hijo de su bastarda Teresa. En León, Fernando II, que está casado con la hija del rey portugués, que también es su primo lejano, a través de Alfonso VI, su bisabuelo, y también por la vía de su abuelo, Raimundo de Borgoña, que era primo tercero del padre del rey portugués, Enrique de Borgoña. En Castilla ya reina el joven Alfonso VHI, sobrino de Fernando II de León, tataranieto de Alfonso VI y bisnieto de Raimundo de Borgoña. En Navarra, manda el hermano de la madre de Alfonso VIII: Sancho VI, que además está casado con la tía por parte de padre del rey castellano, Sancha de Castilla y Barcelona. Y en el trono de la Corona de Aragón se sienta Alfonso II, que es primo de los reyes de León y de Castilla a través de su tía, Berenguela, la primera esposa de Alfonso VII, hermana del conde de Barcelona Ramón Berenguer IV. Y por si esto fuera poco, el rey aragonés Alfonso II va y se casa poco después con otra tía del rey castellano, hermana del rey leonés: Sancha de Castilla y Polonia, que también era hermanastra, por parte de padre, de la otra Sancha, la reina de Navarra.

Todo quedaba en la misma casa. Pero la real familia hispana y sus cinco tronos no estaba en estos años como para compartir cena por Navidad. A pesar de tanto parentesco, el reinado de Alfonso VIII, el protagonista de este capítulo, estuvo plagado de conflictos con los demás reinos, aliados en varias ocasiones con los propios almohades contra el rey castellano; unas enrevesadas alianzas donde las bodas en familia jugaron un papel fundamental. Pero, antes de continuar con Alfonso VIII, volvamos al testamento de su abuelo, Alfonso VII.

Nunca sabremos la razón exacta por la que el último Imperator totius Hispaniae de León volvió a dividir otra vez su herencia entre sus dos hijos, como ya habían hecho antes Sancho III de Navarra, su hijo Fernando I y también, en menor medida, Alfonso VI. Muchos historiadores creen que de nuevo fue una mala idea. Otros defienden que no, que en realidad Alfonso VII lo hizo bien, ya que su imperio era sólo una ficción de escasa utilidad práctica, y que por eso decidió acabar con él. Fueran cuales fuesen sus motivos, lo cierto es que tras su muerte, en 1157, Castilla y León volvieron a ser dos reinos independientes. Alfonso VII reparte sus coronas entre sus dos únicos hijos varones. A Sancho III, el primogénito, le corresponde Castilla y Toledo. Mientras que su hermano, Fernando II, hereda León y Galicia.

La división que establece Alfonso VI reconoce de forma implícita que Castilla es la corona más valiosa de su patrimonio. Por eso se la queda el primogénito, a pesar de que León había sido durante siglos la capital hegemónica. Sin embargo, la división en el oeste, con el nuevo Reino de Portugal rivalizando con León, y la expansión hacia el sur de Castilla, el eje entre Burgos y Toledo, cambia definitivamente el orden en el mapa. El Reino de Castilla que renace independiente en 1157 tiene poco que ver con el pequeño condado del siglo X. Ahora es la primera potencia política y militar de entre todos los reinos cristianos. Cuando en 1230 vuelven a unirse ambos tronos, con Fernando III, ya de forma definitiva, León será sólo un reino más, dentro de otra unidad política mayor: la Corona de Castilla.

Sin embargo, el primer rey de esta renacida Castilla independiente no duró gran cosa. Sancho III sólo pudo reinar durante un año y diez días, hasta su muerte, en plena juventud, con veinticinco años. Aunque, en ese breve tiempo, tomó muchas decisiones trascendentales para el futuro de toda la península.

Para empezar, hizo el regalo del siglo a su primo carnal, el recién nacido Alfonso II de Aragón: le devolvió el Reino de Zaragoza, que había tomado su padre, Alfonso VII, tras la muerte de Alfonso I el Batallador, en 1134. La titularidad de esa plaza no era un asunto menor: Zaragoza era la llave para la expansión hacia al sur de Aragón. Castilla llevaba en la ciudad veintitrés años, mientras que Aragón, que la había tomado de los musulmanes a finales de 1118, sólo la había podido mantener durante dieciséis años. Nunca sabremos qué habría pasado sin ese generoso gesto. Probablemente Zaragoza habría vuelto a manos aragonesas de todas formas con la muerte de Sancho III y la debilidad posterior de Castilla. Pero sin duda la historia habría sido radicalmente distinta si Zaragoza, y en consecuencia su zona de expansión por el sur, hubiese permanecido en manos de los castellanos. Inexplicablemente, a Sancho III ni siquiera le han puesto una calle en la ciudad de Zaragoza.

El breve rey castellano también tomó otra decisión trascendental: el Tratado de Sahagún, un acuerdo que traería cola varias décadas después. En la primavera de 1158, Sancho III moviliza a su ejército hasta la frontera con León, donde invade algunas pequeñas villas del reino vecino, en respuesta de la petición de ayuda de un noble leonés: el conde Ponce de Cabrera, que se había refugiado en Castilla tras un conflicto con su nuevo rey. En Sahagún (que entonces pertenecía a Castilla, y no a León), Sancho III hace llamar a su hermano, que acude rápido para parlamentar. Fernando II llega antes de lo previsto y sorprende al castellano Sancho en la comida. Ambos hermanos comparten la mesa y en la sobremesa llegan a un acuerdo.

Fernando II le pide que no invada su reino, y a cambio incluso se ofrece a rendirle vasallaje. Pero Sancho III rechaza la oferta, mas sí le pide que restituya en sus dominios al conde Ponce de Cabrera. Y allí mismo, en Sahagún, se firma un acuerdo por el que ambos hermanos se nombran mutuamente herederos de sus respectivos reinos, en caso de que no existiese un descendiente legítimo; un pacto que también valía para sus hijos y nietos.

Los dos hermanos acuerdan otro punto más en su encuentro de Sahagún: invadir Portugal y repartirse ese reino, que apenas acababa de nacer por el error de Alfonso VI que dejó a su hija ilegítima Teresa ese condado. Pero Portugal tuvo suerte otra vez. Poco después muere Sancho III, un inesperado acontecimiento que pospone esa guerra y permite al nuevo reino portugués crecer y consolidarse. Castilla no estaba como para invasiones.

Al rey muerto le sucedió un niño de dos años y nueve meses: el infante Alfonso, su único hijo. La madre del desvalido heredero, la reina Blanca Garcés de Pamplona, también había fallecido unos meses después del parto, así que el futuro Alfonso VIII estaba prácticamente sólo en el mundo, rodeado de una familia —los demás reyes cristianos— muy poco dada a sentimentalismos con los huerfanitos cuando el primer trono de la península estaba en juego. Si el niño hubiese fallecido —algo bastante habitual en la época, dada la alta mortalidad infantil—, el Reino de Castilla habría pasado a Fernando II, a manos del rey de León, según las condiciones pactadas en Sahagún. Contra pronóstico, Alfonso VIII no sólo conseguiría reinar, sino que se impuso a todos ellos y mantuvo el poder durante cincuenta y seis años: fue uno de los reinados más largos de la historia.

Su infancia no fue fácil. Su padre moribundo había dispuesto que el regente de Castilla y tutor del niño rey hasta que cumpliese los catorce años —hasta que fuese capaz de montar a caballo, que era lo que marcaba la mayoría de edad— fuese el anciano noble burgalés Gutierre Fernández de Castro. Los Castro eran una de las principales familias aristócratas castellanas, y Gutierre, el regente, había sido antes el ayo (tutor) del propio Sancho III. Pero frente a los Castro había otra familia noble tan poderosa o más: la casa de los Lara, los hermanos Manrique, Álvaro y Nuño Pérez de Lara. Con ellos, también colaboraba su hermanastro por parte de madre: García de Aza, un noble que era hijo del primer matrimonio de la madre de los Lara con García Ordóñez, aquel conde leonés archienemigo del Cid que murió en la batalla de Uclés junto al único hijo de Alfonso VI, el infante mestizo Sancho Alfónsez.

Pocos meses después de morir Sancho III, los tres hermanos Lara y su hermanastro presionaron a Gutierre Fernández de Castro para que les entregase la tutela del cotizado infante. El anciano cedió con una condición: que, si lo deseaba, podría reclamar en cualquier momento la custodia de Alfonso. De ese modo el mayor de los Lara, Manrique, se quedó con la regencia del reino y su hermanastro, García de Aza, con la tutela del futuro rey.

Manrique Fernández de Lara pronto se hizo con todos los resortes del poder: no sólo con la regencia, sino también con la tutela directa del niño, que consiguió gracias a la tacañería de su hermanastro mayor. En 1160, García de Aza se quejó a los Lara de lo caro que resultaba la crianza del pequeño Alfonso, una oportunidad que Manrique aprovechó para ofrecerse, astutamente, a correr con todos los gastos a cambio de la custodia del futuro rey. García de Aza aceptó.

Al poco tiempo, al ver cómo los Lara se aprovechaban del poder para sus propios asuntos, Gutierre reclamó la vuelta del niño, pero los Lara no sólo no cumplieron con el acuerdo, sino que se burlaron de la ingenuidad del patriarca de los Castro. El resultado fue una intermitente guerra civil entre ambas familias, las más importantes de Castilla en esa época, que aprovechó el monarca de León, Fernando II, para meter la cuchara en los asuntos del reino de su sobrino. El leonés llegó a Castilla llamado por los Castro, que pidieron su ayuda frente a los Lara.

Como consecuencia de la guerra civil con los Lara, el líder de los Castro, Fernando Rodríguez de Castro, sobrino de Gutierre, acabaría abandonando Castilla para entrar al servicio del rey de León como su mayordomo real. Aquel cambio de bando no sería el primero: ese mismo noble después combatiría junto a los almohades y la historia de su linaje es otra prueba más de las extrañas alianzas de la época, tan distintas de la idealizada imagen posterior de la llamada reconquista. Fernando Rodríguez de Castro se casó con una hija bastarda del emperador Alfonso VII, Estefanía Alfonso, con la que tuvo varios hijos. En 1180 la asesinó: sospechaba —o tal vez tenía la certeza, no lo sabemos— que su mujer le era infiel. El hermanastro de la difunta, el rey de León Fernando II, perdonó el asesinato sin tomar ninguna represalia. Por razones desconocidas, fue después desterrado y murió en el norte de África, en el actual Marruecos.

La vida de su hijo y heredero, Pedro Fernández de Castro, fue todavía más atribulada. Este caballero, que a través de su madre asesinada era primo carnal de Alfonso VIII, combatió en una de las principales batallas de la época: la de Alarcos. Pero lo hizo contra los cristianos que mandaba su primo, el rey castellano. El Castro combatía en el bando musulmán. Para rematar la historia, el hijo de Pedro Fernández de Castro, Alvar Pérez de Castro, acabaría siendo uno de los principales generales del castellano Fernando III en la conquista de las ciudades de Al-Ándalus, unos reinos que conocía bien porque, al igual que su padre y que su abuelo, también él había combatido antes del lado de los almohades. La familia de los Castro, cuyo origen está en el pueblo burgalés de Castrojeriz, fue después rehabilitada. Sus herederos llegaron a ser grandes de España, virreyes en América, y hoy sus títulos están en manos de la duquesa de Alba.

Pero volvamos al reinado del niño infante. El rey de León Fernando II no sólo se benefició de la guerra entre los Castro y los Lara para ampliar sus fronteras a costa de Castilla, sino que también se convirtió, durante algunos periodos de la infancia de Alfonso, en el regente del reino de su sobrino. Según la versión del arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada (que, como gran parte de la historia narrada por este tremendo manipulador, hay que coger con pinzas), el rey leonés intentó incluso que el futuro monarca jurase como su vasallo. La ceremonia, según Jiménez de Rada, estaba prevista en Soria, frente al concejo de la ciudad. Pero el pequeño Alfonso, que apenas tenía siete años, se puso a llorar y, con el pretexto de tranquilizarlo y darle algo de comer, se lo llevaron a una casa cercana. Mientras Fernando II esperaba la vuelta de su sobrino, un caballero llamado Pedro Núñez de Fuentermegil cogió al infante y huyó con él a caballo salvando así una vez más el honor de la incipiente Castilla. O eso contó Jiménez de Rada.

Tenga lo que tenga este episodio de real o de inventada leyenda, lo cierto es que Alfonso consiguió sobrevivir a su familia. Tras la muerte de Manrique Fernández de Lara, que falleció en 1164 en Huete, durante una de los escaramuzas dirigidas por Fernando Rodríguez de Castro, la tutela del niño pasó al tercero de los Lara, Nuño Pérez; hasta que al fin, el 11 de noviembre de 1169, cumplió los catorce años y fue coronado rey como Alfonso VIII. Su primera ocupación, una vez en el poder, fue recuperar el terreno que le habían mordido sus parientes tanto en la frontera occidental, la de León, como en la oriental, la de Navarra.

En el este, su tío Sancho VI había aprovechado la infancia de su sobrino para ampliar los dominios de Navarra con la actual La Rioja e incluso con parte de la provincia de Burgos, por la comarca de la Bureba hasta Briviesca. Con la mayoría de edad, Alfonso VIII lanza sus tropas contra Navarra y recupera esas plazas e incluso algunas otras zonas, como Vizcaya, que Castilla había perdido durante el reinado de Urraca I a manos del rey de Navarra y Aragón, Alfonso I el Batallador.

A pesar de la victoria castellana, la disputa fronteriza con Navarra acaba en juicio. En 1176 se firma una tregua y, a falta de un tribunal internacional, Alfonso VIII y Sancho VT acuerdan someterse al veredicto del rey de Inglaterra: Enrique II. El árbitro elegido para solucionar el conflicto es de la confianza de ambos reyes. Es suegro del de Castilla, que está casado con su hija Leonor. Y amigo del de Navarra, que también mantiene buenas relaciones con su hijo, Ricardo Corazón de León. En marzo de 1177, cada reino manda una embajada a Londres, donde Enrique II y su curia escucharán los argumentos de ambas partes. Por si el rey inglés decide resolver el conflicto con un juicio de Dios, con una justa entre dos caballeros, cada comitiva también lleva a un adalid, a un experto guerrero, que tuvo poco trabajo. Dios no tuvo que elegir al suyo y no se llegó a las armas.

Después de escuchar a ambas comitivas, Enrique II ordenó que la frontera volviese a la situación de 1158, donde estaba la línea cuando murió el rey de Castilla Sancho III. La sentencia no gustó a ninguno de los dos reyes. De hecho, ninguno la cumplió: ni Alfonso VIII abandonó las plazas conquistadas más allá de la frontera que le dejó su padre ni Sancho VI renunció a sus reivindicaciones hasta una tregua posterior, en n 79, tras la amenaza de una nueva invasión de Castilla, aliada esta vez con Aragón.

Con respecto a la frontera occidental, la de León, su tío Fernando II no renunció a sus conquistas tan fácilmente. La zona en disputa era el Infantazgo, en Tierra de Campos. En sus primeros años de reinado, Alfonso VTII mantiene las buenas relaciones con su tío hasta que en 1178, tras recuperar la frontera Navarra, invade Tierra de Campos y derrota a los leoneses en la batalla de Castrodeza. Al año siguiente, en 1179, Castilla se alía con el rey de Portugal, Alfonso I, para atacar otra vez León. La pinza no funciona: los portugueses son derrotados y por el lado castellano la cosa queda en tablas, sin apenas avances ni tampoco grandes batallas. La guerra entre Sahagún y el Duero —escaramuzas entre nobles de ambos reinos— continúa hasta 1181, cuando Alfonso VIII y Fernando II firman un tratado de paz por el que la frontera vuelve a la línea marcada por el emperador Alfonso VII cuando dividió el reino entre sus hijos.

En 1188 muere Fernando II de León y lo sucede su hijo, Alfonso IX. Sus primeros meses al frente del reino son convulsos. Su madrastra, la reina viuda, intenta que a su marido lo herede su hijo, el infante Sancho. Para evitar que Alfonso VIII aprovechase la ocasión para intervenir en la sucesión, Alfonso IX se reúne con el rey castellano y le ofrece convertirse en su vasallo a cambio de su protección. El leonés, además, se casará con una de las hijas del de Castilla y será investido caballero por su primo. La ceremonia se celebra poco después en Carrión de los Condes. Alfonso IX de León besa la mano de su primo carnal, Alfonso VIII de Castilla, que le arma como caballero ciñéndole la espada y el cinturón militar.

Sin embargo, la prometida alianza se rompe muy pronto. Alfonso VIII permanece un mes más en Carrión de los Condes, donde espera a un ilustre visitante: el duque alemán Conrado, quinto hijo del emperador Federico I Barbarroja, del Sacro Imperio Romano Germánico. Conrado también es nombrado caballero por Alfonso VIII, que lo casa con su primogénita, la infanta Berenguela, y designa a la pareja como sus herederos.

Aquella boda nunca llegó a consumarse, Berenguela apenas tenía ocho años y, cuando Alfonso VIII engendró un hijo varón, el emperador alemán perdió el interés en la alianza, a pesar de la generosa dote. Berenguela solicitó más tarde al Papa la anulación del matrimonio, aunque no fue necesario: Conrado fue asesinado en 1196, al parecer por el marido de una mujer que había sido violada por el alemán. Pero en su momento, en 1188, aquella boda fue un jarro de agua fría para el leonés Alfonso IX, que albergaba la esperanza de ser nombrado heredero de su primo, el rey castellano, si se casaba con una de sus hijas.

El leonés rompe su pacto con Alfonso VIII y busca un nuevo acuerdo con su otro vecino cristiano: el rey de Portugal, del que se hizo vasallo. En 1190, Alfonso IX se casa con su prima, la infanta portuguesa Teresa, hermana del rey portugués, y ambos reinos se alían contra Castilla, un pacto militar al que se suma al año siguiente el Reino de Aragón. Ya era un tres contra uno: los tres reinos se comprometen a no firmar la paz con Castilla por separado y acuerdan también que Aragón iniciará la invasión de Castilla por el este en cuanto León y Portugal ataquen por el oeste. Pero cuando la guerra total parecía inevitable, la intermediación del Papa, en 1194, detiene el ataque y propicia una nueva tregua. El Papa, además, anula la boda entre los primos Alfonso IX y Teresa de Portugal, tachándola de incestuosa: la madre de Alfonso, la portuguesa Urraca, era tía de Teresa. El Papa anuló también todo derecho dinástico a su descendencia, que no fue poca. Alfonso IX tuvo tres hijos con Teresa: dos niñas y un niño.

A pesar de la intervención del Papa, la tregua duró poco. Al año siguiente una terrible derrota castellana complicó aún más la situación de Alfonso VIII: la batalla de Alarcos, en 1195.

La frontera sur de Castilla vivía de nuevo un momento caliente. Durante los primeros años del reinado de Alfonso VIII, la resistencia de Mardanis, el llamado rey Lobo, el caudillo de la taifa de Murcia y Valencia, había frenado el primer empuje del imperio almohade. Tras la muerte de Mardanis, en 1172, la presión militar musulmana se desplaza hacia Castilla, pero para entonces el reino independiente había superado el inestable periodo de la minoría de edad de Alfonso VIII y era ya una fuerza pujante. Castilla no sólo no retrocede ante los musulmanes, sino que incluso conquista la ciudad de Cuenca, en 1177; en 1184 toma Alarcón. Y en 1194, tras firmar la paz con León, una cabalgada castellana comandada por el arzobispo de Toledo, Martín de Pisuerga, cruza hasta el Guadalquivir y saquea su ribera hasta llegar a las mismísimas puertas de Sevilla.

La expedición del belicoso arzobispo fue la gota que colmó el vaso del califa, Abu Yusuf Ibn Yakub. El almohade decide pasar al contragolpe contra los castellanos y llama a la yihad, la guerra santa. Cruza el estrecho y en Sevilla reúne un enorme ejército con el que marcha hacia el norte cristiano.

Su objetivo es Alarcos: un castillo que estaba cercano a la actual Ciudad Real, sobre el río Guadiana. Castilla estaba mejorando las defensas de la fortaleza y amurallando un recinto para construir allí una nueva ciudad con la que consolidar su control sobre esa zona fronteriza. Pero las obras aún no estaban terminadas cuando el califa cruza Despeñaperros. Alfonso VIII, consciente de la invasión, lo esperaba en Alarcos. Aunque su aliado, el ejército de León, que viajaba hacia su encuentro, no había llegado aún.

Alfonso VIII comete un terrible error táctico. En lugar de retroceder hacia Toledo y esperar a las tropas de su primo Alfonso IX de León, que estaban en camino, decide entablar batalla allí mismo, a campo abierto frente a las obras de la nueva ciudad, a pesar de que estaba en inferioridad numérica. Fue una mala decisión. Alfonso VIII tal vez no quería compartir batalla con su traicionero primo, o tal vez confiaba en exceso en la potencia de su caballería pesada. El resultado fue, en cualquier caso, desastroso.

El 18 de julio de 1195, el ejército musulmán del califa Yusuf Ibn Yakub barrió al castellano. Las crónicas musulmanas —probablemente tan exageradas como todas las de esta época— hablan de 30.000 bajas cristianas. El rey salvó la vida en una atropellada huida, mientras que otros caballeros castellanos se refugiaron en la fortaleza de Alarcos. De allí sólo saldrían, tras varios días de sitio, gracias a la intermediación de uno de los cristianos que luchaban del lado musulmán: uno de los Castro. Pedro Fernández de Castro, primo de Alfonso VIII, negoció la rendición del castillo a cambio de la vida de los castellanos.

La «rota» de Alarcos, como la llamaron después las crónicas cristianas, fue terrible para Castilla. La frontera sur retrocedió 80 kilómetros frente a los almohades, que tomaron casi todos los castillos de la zona. El ejército castellano fue diezmado, una oportunidad que también aprovecharon sus rivales cristianos, que vieron la ocasión para cobrar viejas deudas. Alfonso VIII quedó así atrapado en una triple pinza: Navarra atacaba por el este; León, por el oeste, y los almohades, por el sur. No sólo era una guerra triple: era casi una triple alianza. Navarra había llegado con los almohades a un acuerdo de neutralidad mientras que las tropas leonesas directamente recibían refuerzos musulmanes. Pedro Fernández de Castro volvió a León, al frente de tropas almohades que se pusieron al servicio del leonés Alfonso IX.

El rey castellano intentó en varias ocasiones negociar una tregua con los musulmanes. Sin éxito: la respuesta almohade fue degollar a los embajadores. En su ayuda sólo acudió un reino cristiano: el de Aragón. Y también el Papa, que dictó excomunión para los reyes que se aliasen con los musulmanes; una amenaza que no hizo mella en el tantas veces excomulgado Alfonso IX. Castilla perdió varias plazas menores en el sur mientras que muchas de sus principales ciudades fueron sitiadas: Toledo, Madrid, Guadalajara… Sus bosques fueron talados. Sus cosechas, quemadas. Pero, a pesar de la triple alianza, la correosa Castilla encajó los mazazos sin llegar a derrumbarse hasta que un golpe de suerte salvó la situación. Uno de los Banu Ganiya, la familia heredera de la dinastía almorávide que aún mantenía el poder en las Baleares, desembarcó en África e inició una revuelta contra los usurpadores almohades, lo que obligó a gran parte de las tropas musulmanas a regresar a África. El califa almohade aceptó al fin la enésima oferta de tregua de Castilla en 1197. Sin la ayuda del poderoso aliado musulmán, tanto Navarra como León también dejaron la guerra.

La firma de esa paz entre los dos Alfonsos, el VIII de Castilla y el IX de León, incluyó también otra nueva boda, de consecuencias trascendentales. Berenguela, la primera hija del rey castellano y que ya era viuda del duque alemán Conrado, se casó con su primo, el rey de León, que ya se había separado de la infanta portuguesa por la nulidad decretada por el papado. El nuevo matrimonio sería también anulado por el Pontífice, que otra vez lo tachó de incestuoso amenazando de nuevo de excomunión al leonés. Pero entre la boda y la nulidad, la pareja tuvo tiempo de engendrar varios hijos: entre otros, el que más tarde se convertiría en Fernando III, el rey de Castilla que unificaría para siempre su corona con la de León.

La tregua con los almohades firmada en 1197, dos años después de la derrota de Alarcos, duró más de una década. Aunque ambas partes tenían claro que una nueva guerra era inevitable. Ya era una cuestión de fe.

El califa almohade Abu Yusuf ibn Yakub murió poco después, en 1198. Pero en su lecho de muerte, impresionado por la dureza de esa Castilla capaz de aguantar un triple envite sin derrumbarse, advirtió de la amenaza a sus herederos. «Guardaos de elevar sus muros y defender sus fronteras, de organizar sus soldados y de hacer numerosos a sus súbditos», dejo dicho el califa moribundo, que también comparó antes de morir «la península de Al-Ándalus» con una «huérfana» y «huérfanos sus habitantes, los musulmanes».

El temor del califa no era infundado. En el norte, los vientos de la cruzada cada vez soplaban con más fuerza. Lo que en origen habían sido unas guerras de mera supervivencia económica, donde lo religioso era sólo un factor más, se transforma definitivamente en una guerra santa donde el odio es tan fuerte que ya no es posible la paz. El Papa Celestino III, en 1192, predica la cruzada: «No es contrario a la fe católica el mandato de perseguir y exterminar a los sarracenos». El exterminio, a ojos cristianos, estaba justificado porque era una guerra justa, de venganza. La idea de la «reconquista» prende entre los cristianos: vamos a recuperar lo que era nuestro. Sólo puede quedar uno en la península: o ellos o nosotros.

En 1210, los almohades toman Mallorca y terminan así su personal guerra de fe contra los herejes almorávides. La tregua con Castilla se rompe ese mismo año, cuando Alfonso VIII ordena un asentamiento en Moya, en Valencia. La zona estaba casi despoblada, pero el califa almohade lo considera un acto de guerra y en respuesta manda a sus barcos sobre las costas aragonesas.

En ambos bandos se inicia otra vez la espiral de la guerra santa. En el sur, el califa Muhammad An-Nasir, al que los cristianos denominaban Miramamolín, llama a la yihad, y en 1211 concentra todas las fuerzas de su imperio. Las crónicas de la época, probablemente exageradas, hablan de un contingente de 200.000 hombres, algo impensable para el siglo XIII, pero que sirve para dar una dimensión aproximada del gigantesco ejército. Aun quitando un cero, hasta 20.000, sigue siendo una cifra descomunal. En 1211, Miramamolín toma la fortaleza de Salvatierra, un castillo en el sur de la actual provincia de Ciudad Real que había permanecido durante años como una avanzadilla cristiana, en manos de las órdenes militares.

Alfonso VIII, consciente de que ha llegado el momento de responder, cambia el paso de la guerra y se prepara para hacer frente al ejército almohade. Lo convencen en su decisión varios de sus nobles y también el arzobispo de Toledo, que ya es Rodrigo Jiménez de Rada: el vencedor que después escribirá la historia. Hasta entonces, Castilla se había empleado en fortalecer sus defensas, en elevar sus murallas. Tras la toma de Salvatierra, todos los esfuerzos de las ciudades castellanas se dirigen hacia una guerra ofensiva, hacia la inevitable gran batalla campal, que será la definitiva: la de Las Navas de Tolosa.