Capítulo 44
Méridi siente una metálica presión en los tobillos y las muñecas. Medior y Cilnio la han encadenado a un cepo de tortura en lo más profundo del Taller de Restauración, tiene la cabeza inmovilizada. Arponei sujeta un finísimo puñal a dos milímetros de la retina derecha de la joven diosa, la punta minúscula semeja la boca de una araña venenosa.
—¿Ve esto de aquí? —Méridi no pestañea, teme que el ojo acabe rasgado por el afilado vértice—. Medior ha revestido el filo con polvos de cuarzo y esmeril, gracias a este utensilio sus ojos serán rasgados y mejorados con el hilo dorado. ¡Se convertirá en uno de nosotros a pesar de su obcecada resistencia!
—Su odioso destello… ¡No lo quiero!
—¡No sea insensata! ¡Piénselo!... Cante para mí y el suplicio que le espera no será necesario. —Calienta la esencia de oro sobre un pequeño fogón de leña.
—¡Suéltenme! —Méridi se revuelve—. ¡Jamás estaré a su servicio!
Medior la amordaza
—¡Cantará para nosotros, quiera o no quiera! —Arponei sostiene la sombra del utensilio sobre la sien derecha.
Cilnio se tapa la cara bajo los pliegues de la toga: <<Es por su bien>>, reza.
Arponei asesta la primera y diminuta incisión en el aladar derecho, alcanza la mácula del ojo. De súbito, Méridi deja de distinguir los objetos que la rodean. La punta avanza hacia la retina, el tejido se resquebraja y las imágenes proyectadas en la membrana se pierden en la oscuridad. La aguja atraviesa el cristalino hasta romper el iris, el ámbar queda emparedado bajo el puñal. <<¡Por fin la mitad de su destello ámbar ha desaparecido!>>, se felicita Arponei. Un reguero de sangre empapa la blancura del vestido, Medior frena la hemorragia presionando la parte inferior del ojo con un trapo empapado en agua fría.
Méridi respira convulsa, no grita, no aúlla, no canta. A pesar de las ganas... Siente repugnancia al oler el aliento corrupto del hombre que la manosea la cara. <<¡Oh, vuelve, elixir de ámbar gris, llévame lejos de aquí!>>
—¡Deténgase, por favor! —Cilnio interrumpe, de pronto, a Arponei.
—¿Qué quiere ahora? —pregunta éste exasperado.
—No es mi intención malograr la operación… Créame… es solo que…. Son muchos años a cargo de Méridi… Compréndalo… Yo podría… Bueno… Podría… ¡Me duele verla así…
—¡Usted y yo sabemos de lo que es capaz de hacer! ¿A qué vienen ahora estos escrúpulos?
—Solo quiero que ella esté más tranquila. ¡Mire cómo respira! ¡Está temblando! ¡No es digno para la Diosa que ostenta nuestro Tratado!... Mientras termina la intervención, si está de acuerdo, relataré uno de mis viajes. Méridi siempre me pide que cuente alguna de mis historias cuando está intranquila... ¡Le hará bien!…
Arponei posa el puñal sobre la mesa de restauración, frunce el ceño:
—… ¡Está bien!… Pero tendrá que contarle una historia que yo elija, ¿de acuerdo? —Mira a Medior, cómplice.
Cilnio empieza a arrepentirse de su propuesta.
—A ver… Déjeme pensar. ¡Sí, ya está! `La Isla de la Familia de Verna´. ¿Conoce la historia, verdad, Cilnio? ¡Comience a relatarla tal y como todos la conocemos!
—No me parece apropiada.
—¡Ni en un momento tan crucial como éste ha sido capaz de controlar su afán de protagonismo, no se lamente ahora! ¡Dé rienda suelta a su lengua! —Arponei acaricia el cabello de la joven diosa—. Escuche bien, Méridi, pues el de ahora es un relato verídico y detallado, le interesará mucho escucharlo.
—¡Arponei! —implora Cilnio
—¡Usted es el mismísimo protagonista! —se burla—. ¿Qué más quiere? ¡Cuéntelo con todo tipo detalle! Si no lo hace, ordenaré matar a su hijo nada más llegue a Nordiph.
Cilnio coge de la mano a Méridi.
—Méridi, ¿sigue ahí? —Ésta asiente sin apenas fuerzas—. Después de todo, no me parece tan mala idea. Muchas veces usted misma me ha pedido que fuera sincero. Se lo debo. Hoy así lo haré, hablaré de lo que tantas veces me ha reclamado: hablaré de su pasado.
—¡Comience el relato de una dichosa vez! ¡No podemos esperar más o se acabará desangrando! —apremia Medior.
Méridi ríe trastornada, para ella la hemorragia es un mal menor; no existe fábula que anestesie el dolor infringido en una disección ocular como ésa.
Cilnio comienza a relatar:
—En uno de mis largos viajes como cartero real conocí a la Familia Verna, dedicada a la recolección de algas en una islita al oeste de Cenk, conocida por todos como la Isla Mourot. Debía realizar un estudio riguroso de las características del lugar, pues era un punto estratégico para los intereses de la Península; el perímetro lo conformaba un Cementerio de Ballenas. Pues bien, aquella familia era la única que residía en la bahía natural, vivían de la recolecta de algas. ¡Cargaban nada más y nada menos que cien kilos del vegetal marino en una semana, desde la orilla hasta un pequeño embarcadero! Fui acogido hospitalaria y abiertamente por cada uno de los miembros, con ellos recolectaba el vegetal buceando entre los bosques de Huiro, en función de las mareas.
La respiración de Méridi se relaja, Arponei infringe otra abertura en la retina izquierda.
—El padre, más o menos de mi edad, poseía una admirable morfología, tenía la piel tan oscura que se confundía con el color de la madera. Hablaba con monosílabos, a todas horas añoraba el silencio que fluía bajo el agua y que a él tanto le sosegaba, solo el viento a media mañana parecía imbuirle en la misma calma… La madre era de estatura media, una mujer de complexión fuerte, nariz chata y boca carente de incisivos. Me ofrecía una risita cuando cualquier cosa le preguntaba y la respuesta desconocía, acostumbrada a dar las cosas por sentado. “¿Por qué untas este aceite en el reverso de las algas?”, una sonrisa. “¿Por qué extraes la savia de esta planta y la reduces en el fuego?”, una sonrisa. “¿Cómo llamáis a este crustáceo?”, una sonrisa… Sus extremidades eran extrañamente gruesas y zurcía con igual maestría los calcetines que las redes de pesca. Tenían cuatro hijos varones, el mismo moreno aceituno de piel, de ojos rasgados y mandíbula prominente. Corrían livianos como juncos por la arena, nadaban escurridizos como anguilas en las profundidades marinas. Más habladores que los padres, estaban sedientos de saber acerca de otras tierras más extensas que aquella casi desierta. Pero por lealtad a la familia, nunca vi en ellos un atisbo de querer marchar de allí. Conviví, recolecté y buceé con ellos durante meses, me enamoré de aquella isla.
—¡No abuse de mi confianza! —advierte el ballenero.
—¡Sí, por qué no decirlo, me enamoré de la Isla Mourot! ¿No quería que fuera exacto, Arponei? ¡Lo estoy siendo!... Nunca había estado en un paraíso tan bello, Méridi, se lo juro. ¡Y solo era el preámbulo de lo que después vendría! ¡Allí existían todo tipo de conchas, caracolas, erizos…! ¡Incluso estrellas de mar, cangrejos y tortugas! ¡Ah! ¡También dientes de tiburón!... Por lo que me explicó la familia, abundaban en la zona. ¡Todos esos animales nunca me hicieron daño, aunque marinos eran!
—¡Se la está jugando!
Medior toma el mango del puñal bajo la túnica.
El mentor ni se inmuta:
—¡Usted mismo lo sabe! —Se dirige a Arponei—. ¡Estuvo allí y lo vio igual que yo! ¡No eran monstruos marinos!
—¿También usted se rebela contra mí hoy? —le reprocha el ballenero, introduce por completo la pequeña daga impregnada en cuarzo.
Méridi pierde más sangre, echa la lengua hacia atrás para aplacar un grito.
—¡Allí había un mar de mil colores debido al variado número de especies de algas que coexistían en el fondo marino! ¡Algas rojas con talos púrpuras, o las Bangiales color ocre, algas pardas y, mis preferidas, las bellísimas Vangai, de color verde que convertían el mar en verdaderos vergeles! Entre estas últimas la encontré a usted, Méridi. Tendría unos dos años.
Méridi da un respingo, el último resquicio de ámbar se diluye fuera de ella.
—No daba crédito a lo que estaba viendo, allí estaba, un bebé pataleando boca abajo, haciendo burbujas con la boca en el agua sumergida. Se lo conté a la comuna de recolectores y no se sorprendieron, es más, me explicaron que sabían de su existencia, y que había llegado a esa orilla flotando con apenas días. Me mostraron, sigilosos, cómo vivía: se alimentaba de algas, dormía, reía y lloraba en contacto con el mar a todas horas. Buceaba sin necesidad de oxígeno más de la mitad del día... Pensé en matarla de inmediato; no cabía duda, era la Hija del temido mar. El día que había escogido para ejecutarla, la oí tararear una peculiar melodía. ¡Siendo tan chiquita! El mar que nos rodeaba entró en calma pacífica. Yo también quedé cautivado… Al son de su voz algo mágico sucedió en mi ser y en la naturaleza. Me sorprendió espiándola escondido detrás del esqueleto de una ballena, no la asusté en absoluto, me miró a los ojos y sonrió. Ningún daño me hizo siendo tan poderosa como era. Vino a abrazarme con candor, sentí tal paz que comprendí que no podía ser enemiga de los humanos. Durante días la estuve vigilando –nunca me ha gustado sacar conclusiones precipitadas, bien lo sabe- y descubrí que, cada vez que cantaba, sus necesidades de supervivencia eran satisfechas por la naturaleza. Si tiritaba de frío porque había tormenta, cantaba, y el Sol brillaba más que nunca; si la marea y el viento desvelaban su sueño, con solo emitir una suave melodía, la ventisca y los relámpagos guardaban silencio; cuando estaba hambrienta, murmuraba leve armonía, y las algas más nutritivas se aproximaban como un imán a la orilla para alimentarla hasta el hartazgo. Y, así, un sinfín de situaciones… Los hijos de la Familia Verna la adoraban y usted a ellos, respetaban su forma de vida como a la naturaleza. —Cilnio pierde fuerza en la voz—. No hice yo así lo mismo…
—¡No se detenga! —incita Arponei—. ¡Viene la mejor parte! ¡Cuente! ¡Cuente! —Divertido—. Quiero oír cómo finaliza la historia con todo tipo de detalles, así, ensartaré el oro en la retina de manera más precisa. —Pero Cilnio es incapaz de seguir hablando, el ballenero le recrimina—: ¿Esas tenemos?...
—¡No!... ¡Solo se me ocurrió!... ¡Solo se me ocurrió! —solloza el mentor—. ¡No podía seguir en la playa tan libre! Debía, debía… ¡Educarla! ¡Yo la enseñé a hablar! ¡Todo lo que sabe me lo debe a mí! La he cuidado lo mejor que he podido... ¡La protegí!
—¡Como veo que no va a ser sincero —interrumpe el ballenero—, continuaré yo con el relato, pues ha llegado el momento que más me entusiasma, y con sus incongruencias va a echar todo a perder! Además, Méridi merece saber la verdad antes de transformarse en uno de nosotros. ¿No le parece? —sonríe siniestro—. Cilnio se debía y se debe a mí, ¿comprende? —Retira varios mechones del rostro de Méridi—. Como usted misma lo hará en unos momentos, el oro está a punto de instalarse en sus ojos para siempre. —La joven diosa tiembla a espasmos concatenados—. ¡Verá lo que es debido, será la prolongación de mi cerebro y mis sentidos! —La cabeza y el cuello permanecen rígidos. El ballenero prosigue—: Cilnio era mi fiel cartero, mi servidor, mi asesino, un súbdito fiel y astuto; vio una oportunidad para ascender y fue a por ella. Nos comunicó el hallazgo de un bebé procedente de los océanos. Como supone, di orden de matarla de inmediato, pero su apreciado mentor me convenció para instruirla en base a los preceptos y los deseos de los Vigías Dorados. Cilnio la educó pacientemente, la enseñó a hablar y los modales de los seres civilizados. Era una salvaje, Méridi; sin embargo, aprendió rápido. La educamos a cantar en los escenarios para complacer los sentidos de los humanos, debía mostrar su don cuándo y dónde disponíamos... Y así ha sido desde el día en que su bondadoso Cilnio, ¡ja! decidió llevarla lejos de la Isla Mourot. No fui yo quien lo planeó. —Se acerca al oído—. ¿Sabe qué fue de la Familia Verna? —ríe complacido.
La fragancia de ámbar gris vuelve a Méridi, recuerda los nombres de los recolectores de algas: Patricia y Nodam –la madre y el padre-; Marco, Sheil, Aitor y Patricio –los hijos-. Evoca cómo era su vida entonces: nadaba en dulce armonía como un miembro más de la familia, ayudaba a arrancar los talos de las rocas con la boca, feliz y regordeta. Sus primeros años… Amada y querida. Los Verna respetaban su esencia, nunca pretendieron moldearla en función de sus deseos. Era libre entonces, es prisionera ahora.
Arponei le palpa la frente.
—¿Qué es esta peste? —espeta—. ¡Aj!
Méridi transpira ámbar gris como un caballo desbocado; visualiza con total claridad lo que aconteció en la isla en una noche de tormenta: Cilnio mató a puñaladas, uno a uno, a todos los miembros de la familia de recolectores.
—¡Vamos, Medior,—apremia el ballenero—, debemos inyectarle la esencia de oro antes de que sea tarde!
La joven llora sin lágrimas: <<¡Mi felicidad destruida a manos de quien creí mi mentor y padre!>>. Otro retazo de la infancia le sobreviene, esta vez, se trata de uno de los hermanos: Marcos, su predilecto, sentado en la orilla Norte de la Isla Mourot, la mece en brazos:
“Succino, mi linda Succino… ¡Qué afortunados somos de tenerte con nosotros! ¡Tu sola presencia nos revitaliza, eres un prodigio de la naturaleza! Puedo presumir de que te tuve entre mis manos cuando todavía eras sólida piedra”.
Arponei infiltra la esencia de oro en el ojo derecho, el cepo oprime el cuello de Méridi al borde del ahogo; antes de que los destellos dorados se apoderen de ella, la joven diosa mantiene el espejismo en la cabeza, Marcos no deja de acariciarla y murmurar en su oído: “… Te encontré cuando aún eras ámbar gris, iba buscando el mejor ejemplar de la roca en el Cementerio de Ballenas. Cuando te cogí, tu textura cerosa se deshizo entre mis manos —La besa en la frente—… Pasaste a ser resina sobre la tierra... Ahí empezó tu verdadera existencia”. El rojo sanguíneo deja paso al dorado, Méridi evoca las últimas palabras de Marcos: “Provienes de la entrañas de la ballena más magnífica nunca capturada. A menudo ronda el litoral de esta Isla, su nombre es Corba, esa es tu madre, mi pequeña”.