Capítulo 6

 

Sagrado es el lodo blanco que cubre el cuerpo del Jefe Yugan; su complexión es puro músculo; la piel, fibra contráctil. No existe palmo de carne entregada a la pereza. Corpulento, alto, de hombros y espalda ancha. El fango sagrado disfruta en el Mezart de una superficie corpórea sin obstáculos, fruto del afeitado matutino.

 

A simple vista, Yugan asemeja una estatua de mármol, que cobra sobrenatural vida cuando la masa muscular activa el esqueleto. La viscosidad de los ojos color azabache y la rojez sanguínea de la cavidad bucal le hacen humano. Elegancia, sinuosidad y rectitud acompañan cada uno de sus movimientos.

 

Sagrada, asimismo, es la flecha blanca que transporta en secreta comitiva desde la ciénaga hasta el Anfiteatro Marabunta.

 

A su vuelta todos los súbditos de la Tribu le recibirán con la esperanza de que el arma continúe sin rastro de sangre.

 

••••••

 

Succino limpia los borrones verdes y malvas desparramados por el suelo, despeinada y empapada en sudor. Decide tomar un baño. Desnuda, arrastra la pesada bañera de cerámica bajo los rayos de sol que, débiles, traspasan el tragaluz de la celda. Vierte agua fría hasta que la tina rebosa, echa varios aceites con olor a hierba. Sentada en el borde de la bañera juega con el agua mientras espera que el calor del sol eleve la temperatura del bálsamo. Transcurrido un tiempo, hunde el cuerpo en el fluido. Cierra los ojos y aguanta la respiración. Es uno de los pequeños placeres que se permite a lo largo del día. Sumergida reconoce las terminaciones nerviosas de la piel; débiles imágenes de un prematuro nacimiento aparecen en su mente, la conducen a la raíz del alma. En cuanto emerge apenas recuerda tales sensaciones, el tacto es subyugado por su agudísimo sentido auditivo. De pie, las gotas aromatizadas recorren su cuerpo, eleva las manos y observa el descenso del líquido hacia la punta de los dedos. Las partículas se resisten a descender escondidas bajo las palmas; finalmente, caen suavemente dentro de la bañera.

 

Detecta el eco de unos pasos, los reconoce de inmediato: es Cilnio acercándose. De un salto sale de la pila, pisa el suelo encharcado. Se esconde tras el vestidor y cubre el cuerpo con una bata lila que prende de una de las esquinas; coge también una toalla, que utiliza para enrollar la larga melena. Todavía no se ha abrochado del todo la prenda cuando Cilnio entra. Viste un suntuoso traje color turquesa, un chaleco de seda magenta destaca sobre el blanco inmaculado de una camisa ribeteada mediante nobles encajes. Un enorme sombrero azul, bordado a base de rombos y cenefas color púrpura, oculta el rudo rostro. Calza unas botas negras, del cinto del pantalón cuelga una espada de minuciosa orfebrería, una esmeralda remata la empuñadura de plata. Se aproxima a grandes zancadas hacia la cómoda, agarra una margarita color malva de un pequeño jarrón. Los latidos de Succino se aceleran, le invade un quebradizo y débil desasosiego; endereza el cuerpo, centra la mirada al frente, el corazón se acostumbra, poco a poco, al miedo.

 

Sale con paso firme de detrás del biombo, se aproxima a Cilnio.

 

—¿Ha cenado ya? —pregunta éste mientras le retira la toalla de la cabeza.

 

—No.

 

El mentor esparce el oscuro cabello sobre la frágil espalda femenina; empapado, gotea. Los poderosos brazos giran a Succino frente a un espejo cubierto por un manto de seda negro.

 

—Hoy es un gran día… —anuncia Cilnio mientras le atusa el cabello—: Somos nómadas, querida, con nuestro espectáculo creamos la atmósfera de la inconsciencia, eclipsamos a las personas —Se recrea—: La vida es un caminar por senderos de gloria, los aplausos de los espectadores nos proveen de la energía necesaria, hay que crear alrededor de ésta, nuestra familia, una realidad sobre férreos pilares, fundamentados en la seguridad, la lealtad y el deleite de los sentidos. ¡Usted misma viviría mejor si no existiera tanto temor a nuestro alrededor!... —La sujeta del mentón y le susurra al oído—: Imagine por un momento una vida llena de valentía, serenidad, donde podría mostrarse sin tapujos. ¿Lo imagina?... —La besa en el lóbulo de la oreja—: He de decirle entusiasmado que ese día ha llegado. —Retira la capa negra del cristal, el marco es de oro macizo—. ¡Por primera vez podrá ver su rostro! —Succino, asustada, cierra los ojos, Cilnio le anima—: ¡No sea tímida! No hay muchas personas que puedan reflejarse en este espejo, en un tiempo pasado fue propiedad de una gran Reina.

 

Succino tiembla. Cilnio toma como referencia el reflejo del cristal para colocarle la margarita sobre la oreja izquierda, con la otra mano le eleva el rostro.

 

—¡Mírese, está fantástica! ¡No se nota las horas del viaje en su angelical cara!

 

Pero Succino gira la cabeza, Cilnio, con frialdad mecánica, la suelta.

 

—¡Cómo quiera! ¡Usted siempre tan terca! —Arroja irritado el enorme sombrero azul al suelo, se sienta sobre el diván de ante verde. Tiene la nariz rota y la boca y mandíbula prominentes, los dientes desordenados—. ¡Dese prisa, apenas faltan tres horas para que anochezca!

 

Durante mucho tiempo Succino ansió conocer su apariencia, diferenciar su rostro en los charcos emponzoñados y en las ciénagas, ahora no es ese su anhelo. Da la espalda al suntuoso cristal y se sienta en el tocador sin espejo que ha usado siempre, destapa uno de los frascos de maquillaje e impregna el dedo índice. Conoce cada ángulo y curvatura de sus facciones a la perfección. Hará lo mismo que cada noche antes de salir a escena: los dedos tiñendo de colores la cara ovalada con agilidad, a tientas, marcando los labios, los párpados y los pómulos; el peine de oro alisando la larga cabellera, las manos atando el corsé y calzando los guantes y las medias, atusando los pliegues de la vestimenta. Detiene los dedos sobre el pómulo izquierdo.

 

—¿Por qué sonríe? —le pregunta Cilnio, oscamente.

 

Succino al instante endurece el gesto de los labios.

 

—Por nada. —Posa el tarro de maquillaje—. ¡Deme la espada, ande! Debe de estar incómodo sentado con ella así.

 

—No. ¡Ocúpese de lo suyo! Sabe muy bien que no puedo dejar de estar en guardia.

 

—Sí, sí… Lo sé —contesta con cierto tono de fastidio.

 

—No empecemos... —Cilnio extrae un libro del bolsillo interior de la chaqueta, un cartón grisáceo oculta la portada. Ávido lector, en cada nuevo destino, después de organizar y negociar todo lo necesario para la actuación, acude a la biblioteca del lugar y consigue inéditas publicaciones sobre todo tipo de géneros: historia, geografía, medicina, religión, ciencias ocultas… Embelesa a las autoridades de la población valiéndose de su sabiduría y carisma. Puede orar sobre matemáticas, física y química; disertar sobre religión o laicismo; debatir de política y guerras; hablar de música, literatura, escultura, pintura; dialogar sobre brujería, magia negra, leyendas y rituales; conversar de tierras cercanas y lejanas; hablar sobre la fauna, los animales y vegetales, la astronomía… Capta con inteligencia y rapidez la psicología de las diferentes culturas. Ninguna materia se le resiste, excepto lo relativo al mar, espacio vacío en su sabiduría. Visionario de las mentes, de los espíritus, de las almas, de los miedos, de la felicidad, del futuro. Antes de fundar la <<Compañía Eclipse>> fue cartero real, estuvo al servicio de diferentes reyes. Llegó a representar a jerarcas enfrentados tan solo con meses de diferencia. No fue leal a ninguna estirpe, cambiaba de bando en función de los itinerarios que el mensaje le obligaba a cumplir. Si un envío le desviaba del personal cometido, no tenía reparos en abandonar a monarcas o caballeros en apuros para buscar otra correspondencia más favorable. A pesar de las continuas deslealtades, nadie escatimaba dinero o favores para contratarle, pues la efectividad en sus servicios era asombrosa. Su espada atravesaba cualquier cuerpo que intentara robar la correspondencia. De los prolongados viajes puede narrar mil hazañas, de su eficacia han dependido la guerra o la paz en infinidad de comarcas de la Península. El galope incesante, estar alerta ante cualquier ataque, conservar la vida en peligrosas circunstancias: ésas son sus habilidades. Cilnio, grandullón, manos rudas y robustas -contrastan con la pulcritud de las uñas-, detiene la lectura al acabar el capítulo. Una mancha roja, producto de una refriega de juventud, atraviesa el ojo izquierdo. Inspecciona de soslayo el maquillaje que Succino ha elegido para el espectáculo de esa noche; da un respingo en el asiento, es de color azul marino.

 

Cuentan que el mar que rodea a la Península de Cenk es mágico, allí, el aire de lo divino e inescrutable conduce al infinito.

 

Succino olfatea el aire tras el biombo; antes de llegar a la Península atravesaron la Ruta del Águila y empezó a percibir un aroma salobreño. El azul, desde entonces, ha teñido sus sueños. Echa la cabeza hacia atrás, escruta un resquicio del cielo en la claraboya abierta en el techo, tensiona los hombros para que la caída del vestido sea perfecta.

 
La península de las ballenas
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