Capítulo 33

 

El cochero aproxima el carromato a la ciénaga bajo una nube de moscas, deja caer el peso muerto de la correa entre las manos con semblante aburrido, el viento asurado amodorra sus sentidos. Pronto atisba las primeras cabezas y vísceras volar, despierta del letargo y azuza a los caballos para que frenen a las puertas del poblado. Acude a la parte trasera del carromato, abre la verja y apremia a los prisioneros a puntapiés para que desciendan; los distribuye en distintas celdas dispuestas a pocos metros. Encierra a Margaret en una de las jaulas que usan los caníbales para desangrar los cuerpos desmembrados y huye del perímetro pantanoso a toda velocidad. El carromato pronto es una pulga en la vereda.

 

Margaret apenas conserva circulación en los tobillos y las muñecas, le aprietan mucho las cadenas. Tras los barrotes, las espadas de la Espiral brindan resistencia al canibalismo: parten rodillas, sesgan cuellos, atraviesan vértebras. Intenta diferenciar a Víctor entre las siluetas azuladas. Entrañas sangrantes riegan el campo de batalla convirtiendo el añil en violáceo. Uno de los caníbales se aproxima a la celda; la tejedora cierra los párpados, pero a los pocos segundos los abre: guarda la esperanza de ver a Víctor en el fragor de la lucha aunque sea por última vez en la vida. Nota un fuerte tirón en el brazo derecho, el Mezart ha arrancado las cadenas que la aprisionan destrozándole el húmero y la precipita fuera de la jaula. Margaret no grita, teme excitar el espíritu asesino que asoma en los ojos de su captor.

 

El salvaje la hace rodar por el barro, la tiende boca arriba, la olfatea, detiene el hambre en los senos.

 

De súbito, un fuerte golpe lanza al antropófago a diez metros de la jaula, cae sobre el lodo boca abajo. Víctor atraviesa el costado derecho del Mezart con la espada. Rápidamente, toma a su mujer en brazos y la conduce detrás de un montículo de tinajas.

 

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —Se funden en un fuerte abrazo —. ¿Qué ha sucedido?

 

—¡Oh, Víctor! ¡Todo se ha complicado! —Margaret balbucea—. ¡Méridi no es Méridi, es una chiquilla que es diosa sin querer serlo! Enamorada… ¡Maté!… Existe resurrección…—Clama—: ¡Mis hijos!

 

—Cálmate, si me hablas tan alterada no podré entenderte.

 

—Creo que nos conoce. ¡A todos!

 

El líder de la Espiral se percata del desgarrón en el hombro.

 

—Debemos entablillar este brazo cuanto antes, si no lo perderás.

 

—No hay secretos para ella... ¡Se metió en mi alma y en mi mente! —Se aferra a Víctor—. ¡No me dejes sola otra vez!

 

—El dolor físico es el que te lleva a este estado de locura momentánea… Mandaré a uno de mis hombres que traiga los caballos. ¡Saldrás custodiada por él de esta pesadilla! A unas veinte millas de aquí hemos levantado un pequeño campamento. —La besa en la frente—. Pronto estarás curada y a salvo. Hablará entonces la razón en ti. —Extrañado, se palpa la espalda: un intenso dolor asciende desde el riñón extendiéndose por su columna vertebral; la piel, después, las vértebras, se resquebrajan.

 

Víctor cae de rodillas con Margaret en brazos. La tejedora descubre horrorizada a Yugan devorando al padre de sus hijos. Tarte y Matista, nada más oír los gritos, acuden en su ayuda junto a otros dos guerreros. Agarran a Yugan por los brazos y los muslos. El Jefe de los Mezart, pese a los golpes y las estocadas, no abandona a la presa; cegado por el rencor, muerde las entrañas, perforando en distintos puntos los intestinos. Cuando los tirones de Tarte y Matista están a punto de despojarle de Víctor, lo sacude contra una roca del suelo para, acto seguido, despedirlo por los aires con todas sus fuerzas.

 

—¿Y bien?... —Se gira desafiante hacia el cuarteto de la Espiral—. ¿Qué quieren de mí?

 

••••••

 

La virulencia del Jefe Mezart es implacable, el rencor multiplica su fuerza, devorando uno a uno los corazones de los cuatro rebeldes. El ataque es tan repentino que Tarte y Matista, durante unos segundos, respiran con vida, conscientes del hueco en el pecho.

 

Yugan mira en derredor, su reino cenagoso y blanquecino ha sido destruido, en él, no encuentra resquicio de la sagrada tonalidad. En su interior convulsiona odio mordaz: <<Sería capaz de matar a diez hombres de un solo bocado. ¡Mi Reino! Durante cientos de años los Mezart hemos sido dominadores en esta sagrada ciénaga. ¡Solo han bastado escasas horas y un puñado de rebeldes para ser derrotados!...>>. Otea la muralla que rodea la ciudad portuaria, el cielo noctámbulo embellece la silueta de casas adobadas: <<Méridi, bruja marina, algo tiene que ver con el fin de mi ciénaga… Estoy casi seguro de ello. Mi hombría, mi espíritu batallador quebró al escuchar aquel canto y ahora mi tribu paga las consecuencias… Esa mujer que ahora disfruta de todas las comodidades en la Fortaleza Rojiza debilitó todos mis sentidos....>>. Relame el corazón de la última víctima: <<Si de mi Reino nada queda, haré que nadie más disfrute de otros vasallajes>>. En el lodo oscurecido intuye empapada la sangre de sus ancestros: << ¡Los he fallado! —Mira embrutecido al vacío—. La venganza es mi destino>>. Pisa con ahínco la tierra de sangre y vísceras, a los pocos segundos, ordena a los caníbales que quedan con vida que se reúnan a su alrededor:

 

—Asaltaremos por sorpresa la metrópoli ¡Todos, sin excepción en Cenk, sufrirán el mismo menoscabo que nuestro Reino! ¡Lo que más aprecian les será arrebatado!

 
La península de las ballenas
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