Capítulo 2

 

El horizonte para mí es una línea azulada, salada por el mar. Desde allí observo cómo los astros más potentes aparecen y desaparecen en función de parámetros exactos y bien definidos. Los imponentes reflejos atraviesan el agua hasta llegar a mí. Bailo con el Sol y la Luna en concordia marina. Cada vez que puedo y no hay peligro a la vista, emerjo a la superficie con el fin de saludarlos; muevo mi lomo y cola con ahínco. Aunque mi naturaleza es propiedad del mar, estoy casi segura de que tiempo ha, durante los orígenes del Planeta, mis antepasados fueron la propia masa de donde emulsionó y nació más tarde la Tierra. Y es que… ¡A pesar de que soy incapaz de pisar la superficie debido a mi fisonomía, poseo clarísimos conocimientos sobre toda la realidad que habita en la Tierra! ¡Sí! ¡Pese a ser animal marino conozco cada palmo inalcanzable, impenetrable, invisible en su esencia; sé a ciencia cierta lo que a los humanos rodea!

 

¡Tremenda batalla tiene lugar! Tierra atravesada por el eje de dos meridianos, precisos y en equilibrio, ¿cómo tú, tan perfecta, sufres de la deformación de los muros?...

 

Soy un ser privilegiado, me sumerjo por la esfera terráquea sin toparme con ninguna barrera. Allí donde la oscuridad de los océanos es fría y húmeda, allí donde nadie puede seguir mi rastro; allí, sobrevivo. Es un placer inimaginable vivir en un mundo como el mío, acuoso e impermeable a las particiones. Cuando asomo por la costa siento gran curiosidad. Los seres racionales suelen ser de mente disoluta, despistada, con facilidad se dispersan; son débiles al instinto. Incluso las almas más cándidas son víctimas de la naturaleza más impulsiva.

 

Desde mi nacimiento mi espíritu es pacífico. Mato para alimentarme. Mis víctimas: seres minúsculos que mis ojos no pueden percibir. Es mi hocico el que los detecta, es mi desmedida boca la que los atrapa y es mi estómago quien los digiere. Mi cuerpo es el culpable de su muerte, no mi espíritu. Nunca he vivido confrontación alguna, ni mi familia ha sucumbido a ninguna guerra. Esto no quiere decir que esté libre de sufrimiento. En algún momento he sentido una fría corriente recorrer mi enorme cuerpo. Dicha masa acuosa ha sido lluvia con anterioridad y ha podido ver desde el cielo miles de humanos morir en plena batalla. Chocó contra el suelo y empapó la sangre de las víctimas. La naturaleza fue quien depuró las gotas rojizas en vapor y, más tarde, de nuevo en lluvia. Se precipitó salada en el mar. Su frialdad llegó a mí como sutil testimonio de la masacre acaecida.

 

Únicamente la línea donde el cielo y el mar se unen es libre a las miles de franjas fronterizas que ostenta la Tierra. La división del horizonte comienza donde el meridiano superior y azulado toma contacto con el suelo firme. Me duele ver cómo la carne terrenal es troceada en un reparto sin sentido, y me reconforta pensar que el agua que me rodea nunca podrá resquebrajarse de la misma forma. Los humanos, no contentos con la segmentación, han iniciado la ardua tarea de establecer normas sobre las fronteras, tantas como olas hay en el mar. Dichos preceptos no son pasajeros.

 

Yo adoro la tierra y, más concretamente, la Península de Cenk. He nacido cerca de su costa. Está rodeada por una grandísima muralla de madera, muy astillada a causa de superponer, una y otra vez, los mismos cotos. Suelo acercarme al litoral, pues es gran el interés que despiertan en mí sus habitantes. Mientras nado por aguas profundas, donde las raíces se desintegran y la densidad de la sal destrozaría cualquier rastro de resina, en la superficie, negativas y límites abarrotan las vidas de los pobladores. En Cenk, la ausencia de libertad da lugar a una supervivencia enjaulada, donde la vida de los habitantes posee escasos lujos -reservado a unos pocos- y numerosos temores.

 

¡Ay! (Suspira)... Los ciudadanos de Cenk sienten pavor si atisban mis aletas asomar por la costa. Y es que corren un gran número de leyendas terroríficas, transmitidas de generación en generación, donde los animales como yo, cuyos cuerpos se conservan en el formol de los océanos, somos descritos como los auténticos verdugos de sus desgracias.

 

Como muestra de respeto y temor, el consistorio de Cenk ordena botar periódicamente fastuosos navíos desde el grandioso puerto de la metrópoli. Es la ofrenda a las fieras de los océanos. En los barcos navegan capitanes, contramaestres y tripulantes con vidas desahuciadas por tragedias personales; o los condenados por actos “inmorales”. Dicen que, tras el viaje, regresan a tierra locos y ciegos por el horror que han visto.

 

Las normas sobre estas travesías son claras y estrictas: la expedición por mar no puede prolongarse más de un mes y seis días. Según la Leyenda de Cenk, es el tiempo que tardó el primer náufrago en llegar a la Península desde un punto perdido del océano. Un monstruo marino lo arrojó de sus tripas con el único fin de observar, divertido, su ahogamiento. El héroe, conocido como el audaz Frenk, perteneciente a la Dinastía Arponei, se dejó llevar por la corriente con paciencia. Se alimentó durante días de los pequeños peces que atrapaba ágilmente con la boca. Casi moribundo, con la piel y la carne a punto de deshacerse en la marea, chocó contra la abrupta costa de la Península. Fue un prodigio que sobreviviera. Cuando despertó, los primitivos pobladores de Cenk le recompensaron desposándole con la indígena más bella. Dicen que los ojos de Frenk brillaban como el oro, pues su espíritu era puro y valeroso. A partir de entonces, se fundó la estirpe de los Vigías Dorados…

 

Las embarcaciones de estas travesías son abastecidas con el agua dulce y las provisiones necesarias para treinta y seis días. Emprenden un camino hacia lo inexplorado… Nadie conoce bitácora alguna que describa los centenares de viajes realizados. Numerosos faros se hallan diseminados por toda la costa de la Península. Además de servir de orientación en la noche, son vivienda de fareros duchos en la reproducción sobre lienzo de los barcos que emprenden el viaje. En cada atalaya resplandeciente se ha creado un archivo pictórico de las embarcaciones que se han adentrado en el océano y han sobrevivido o no a él. Cada artista-farero, transcurrido un año, emigra a otra torre para aportar sus conocimientos al que le precede y, así, perfeccionar la técnica. Los lienzos de los barcos que navegan fuera del límite de los treinta y seis días son recubiertos con una tinta gelatinosa, azulada y transparente. Es el estigma del azul culpable.

 

Las compuertas de los diques en la ciudad portuaria tienen prohibido la entrada de estas embarcaciones proscritas, pues son consideradas navíos fantasmas: recordatorios de una tripulación que un día se hizo a la mar y quedó prisionera de ella. Si osan acercarse al rompeolas de la Península son atacadas con gran virulencia, hay grandes ballestas y catapultas dispuestas estratégicamente a lo largo del litoral con la misión de destruir cualquier nave infectada por el azul de los océanos.

 

A lo largo de todos estos años son centenares los marineros que han perecido ahogados a la deriva, perdidos en una ruta ignominiosa, muertos de hambre y de locura. Un osario humano y un cementerio de barcos rodean la Península de Cenk. Muchas veces, por lástima, me acerco a las embarcaciones y muestro mi lomo. Sé que uno de los grumetes, hambriento y desesperado, incitará a sus compañeros para darme caza. ¡No se preocupen por mí, soy maestra en esquivar ballestas! ¡Suelo guiarles a un banco de doradas, viejas y ancianas, en los últimos días de su vida!

 

••••••

 

… La Península es un rompeolas gigante, un férreo muro de roble esmaltado por capas y capas de barniz, que evita que el salitre y el fuerte oleaje erosionen la costa. Las numerosas atalayas de luz orientadas al mar iluminan el interior durante la noche de manera intermitente.

 

Los Vigías Dorados... En sus ojos uno puede divisar una finísima línea dorada. Nace en la pupila, recorre el iris y el cristalino, y se prolonga sobre la carne hasta la sien. El efecto se consigue durante la lactancia de los bebés, pues la leche materna es mezclada con minúsculas partículas de oro, procedentes de las Minas de Morbín. Los Vigías Dorados son educados desde bien pequeños en la disciplina de saciar riquezas sin reparar en moralidades. Poseen las armas y la fuerza. Viven confinados en una Ciudadela de oro rojiza, en lo más alto de la metrópoli portuaria de Cenk. Desde allí controlan el Horizonte Dorado, acomodados en grandiosos tronos donde apoyar, todos y cada uno de ellos, la ambición que marca su carácter. No hace mucho mantenían encarnizada lucha por ganar el sitial más poderoso; sin embargo, han tenido que unir sus fuerzas, el temor al mar se ha ido enquistando en su ser subyugando cualquier otra pretensión. Aunque provienen de una estirpe que disfruta de innumerables privilegios, viven atormentados por la fuerza de los océanos.

 

También sé de las aldeas llamadas “Lugares Blancos”, unidas entre sí por senderos de barro de color inmaculado. Allí viven los vigías de los Horizontes Salados, pertenecientes a la Tribu Mezart. El nombre de “Lugares Blancos” se debe a que sus miembros cubren el cuerpo con un lodo muy particular, que obtienen de una enorme ciénaga situada en el corazón de la Península. El color del barro sobre la piel es de tonalidades blanquecinas. Las paredes, los tejados, los utensilios de caza o cocina, las telas, las esculturas en vasija, todo en las villas de la tribu es recubierto, una y otra vez, por el emplaste sagrado. Los Mezart, nómadas desde los orígenes, llevan consigo varias cajas de cerámica repletas del “lodo mágico” con el que, de forma constante, se rebozan el cuerpo. Creen que gracias a esa sustancia la vida de la tribu es dichosa e imperecedera durante los continuos trasiegos. Todo miembro tiene la obligación de trasladarse de un poblado a otro por los senderos blancos; bajo ninguna circunstancia pueden sobrepasarlos. Solo el Jefe Yugan, acompañado de un reducido séquito, posee el privilegio de salir de las zonas consagradas para dirigirse hacia la Ciudadela Rojiza, con la única misión de informar a los Vigías Dorados sobre las incidencias en el Horizonte Salado. El líder Yugan atesora múltiples pergaminos que relatan en lengua ancestral los horribles males causados por el océano: cómo inmensas olas arrasaron poblaciones enteras; cómo enormes animales marinos devoraron los cuerpos de intrépidos e ingenuos Mezart; cómo muchos navegantes retornaron de los viajes por mar infectados por diabólicos padecimientos que, más tarde, diezmarían a la población.

 

••••••

 

… ¡Ya es hora de que me presente!… Soy Corba, la ballena más grande nunca capturada; mi enorme silueta jamás ha sido detectada por ninguno de los Vigías. ¡Y tened por seguro que mi imagen no será plasmada en las pinturas de ningún farero!

 

Hace años las entrañas de mis congéneres revolvieron las mías y vomité ámbar gris. Tras meses de oxidación en el océano tornó piedra. Perdí la pista de la sustancia confundida entre un montón de algas en un día de tormenta. Sé que logró su destino: emergió del agua bajo otra apariencia y alcanzó tierra firme.

 
La península de las ballenas
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