Capítulo 19
Eric es muy consciente de la imperfección en los humanos, cuando tenía siete años le atormentaba sentir odio, envidia o egoísmo; tales instintos fluían en él como una cometa vuela por efecto del viento durante unos segundos para, poco después, caer en picado. El aire enseguida tornaba plácido. Su ser siempre estuvo marcado por culpas de vientos calmados, mientras percibía cómo otros sufrían ventiscas de espíritu, dominados por el rencor a la opresión, o eran cumplidores de principios desalmados. Sin embargo, hoy, una negra borrasca hace acto de presencia en su espíritu, el odio al que todo este tiempo se ha resistido se acrecienta en su interior.
Eric penetra en el bosque durante la alborada, recoge una de las cajas con la recolecta -la más espaciosa- y carga con ella de vuelta a la choza. La vacía selectivamente. Varias moreras –de unos cincuenta centímetros de altura- están preparadas para ser trasplantadas a tiempo en el vivero, las coloca dentro a modo de jergón. Se acerca al lecho donde Marta duerme profundamente, la agarra sin despertarla y la introduce con sumo cuidado. Asegura el cuerpo a la base con una cuerda, comprueba la sujeción dando pequeños tirones. <<Así no se moverá. —No cierra la arqueta—. Esperaré hasta el último momento>>. Se viste con el uniforme de faena -un buzo de cuerpo entero confeccionado en lona azul- y ata al cinto el machete que emplea para retirar las malas hierbas. Acaricia la punta del arma: <<Bien afilada…>>. Vigila entre las rendijas de la ventana; apenas respira, alerta ante cualquier movimiento en el estrecho sendero que conduce a la entrada de la cabaña -muy embarrado debido a la humedad de la zona y el rocío de la mañana-. El sudor no cesa de gotearle de la frente, sopla un viento huracanado.
El vuelo de un grupo de hojas de morera acompaña el avance de una treintena de soldados al otro lado del mohoso vano; se aproximan en horizontal hacia la cabaña dando grandes zancadas. Hacen temblar los cristales. Eric se retira de la ventana temeroso de ser descubierto antes de tiempo. <<Haz como si no los hubieras visto>>, se dice para sí. Termina de cubrir a Marta con el resto de moreras y sella la caja con varios listones de madera. Levanta el arcón sobre la cabeza muy despacio, no quiere sobresaltarla, recuerda las palabras de su madre: “Evita cualquier sufrimiento a Marta, temo que un día quede prisionera de su imaginación”. Respira hondo y sale con paso firme por la puerta, rehúye mirar al frente para no ser consciente del peligro al que se enfrenta. Cuando ha avanzado unos diez metros escucha el sonido de treinta gatillos, una desagradable voz le ordena:
—Identifíquese.
Algo deslumbra a Eric, distingue una hilera violácea: sobre el pecho de los uniformados brilla un extraño símbolo en forma de Semicírculo Dorado.
—Eric —contesta entrecortado.
Las escopetas cargan, preparadas para el fogonazo.
—Nombre y raíz —insta el soldado de voz desagradable mientras escupe tabaco. Eric fija la mirada en él: es alto, de piel oscura y morro torcido, le falta un ojo, se aproxima amenazante apuntándole con la escopeta, viste uniforme de coronel.
—Eric Jarap —contesta.
—Bien, Eric Jarap, queda desprovisto de su libertad ambulatoria mientras sea sometido al interrogatorio. Al mínimo gesto de rebelión morirá.
—Entendido.
—¡No conteste hasta que yo se lo ordene!
Una gota de sudor fluye sobre el ojo izquierdo del Jarap.
—¿Sospecha el motivo de nuestra presencia aquí?
—Lo ignoro.
—¡Je!: “¡Lo ignoro!” —imita la voz de Eric, burlón—. ¿Habéis oído chicos? —Le mira furioso—. ¡Conteste con monosílabos a menos que se le permita emitir más de una palabra! ¡Solo diga sí o no, no admito expresiones impropias del submundo del que proviene! ¿Me oye? —Le infringe varios golpecitos en el pecho con la punta del arma—. ¡No hemos venido a perder el tiempo! Repito. ¿Sospecha el motivo de nuestra presencia?
—No.
—Así está mejor, mequetrefe. —A los soldados—: ¿verdad muchachos? — Ríen metálicos. Inquiere—: ¿A dónde se dirige? Dos palabras.
—A Morera
—Así me gusta, animal obediente —agudiza el tono de voz—. ¿Ha visto a Margaret Jarap y a Marta Jarap?
—No.
—¡Miente! —Le golpea a la altura del hígado con la culata del fusil.
Eric pierde el equilibrio dejando caer la caja; aunque intenta amortiguar el golpe con la punta de los dedos, todo el peso del arcón choca contra el suelo, la tapa se rompe dejando al descubierto las hojas de morera. Aguanta las lágrimas de rodillas en el suelo, treinta sonrisas cargadas con balas concentran la mira asesina sobre él. El coronel revuelve con el cañón el interior de la caja.
—Mmmmm…. Morera fresca. ¡Así que es verdad…! —Se inclina hacia él—. Bien, rata, bien. Tiene suerte… No soy impetuoso a la hora de exterminar un operario de la plantación. ¡Se ha librado de una buena! —Le agarra de las manos, el rostro se transforma en careta de bufón sádico; abre el zurrón y extrae un puñal: comienza a rajar las palmas de Eric—. ¡Hoy le va a costar hacer su trabajo más de la cuenta! ¡Je! ¡Ni se le ocurra gritar o se arrepentirá de por vida! —Infringe varias punzadas más—. ¡Escúcheme bien! —Aproxima la boca a la oreja—. En Cenk no queremos mentirosos bastardos, todas las precauciones que tome no serán suficientes, ¿me oye? Si oculta a la fulana de su madre o de su hermanita, le acabaremos descubriendo. ¡Todos terminarán degollados por el mismo cuchillo que ha abierto ahora la carne de sus asquerosas manos! ¿Ha entendido? —Retrocede gélido—. Le estaremos vigilando… —De espaldas—. Recoja sus cosas y márchese.
Eric recupera la caja del suelo temblando, comprueba de reojo que todos los tallos de morera están en su sitio. << Hice un buen trabajo con la sujeción de las cuerdas, las plantas no se han soltado. —Coloca la arqueta sobre la cabeza—. ¡Ojalá mi hermana sea presa de uno de sus sueños, y la quietud bajo las hojas no signifique ningún daño en su frágil cuerpo>>. Supera la fila de uniformados.
—No tan rápido, ratilla inmunda… —el coronel advierte.
La sangre de Eric se hiela, detiene el paso sin darse la vuelta.
—¿No me da las gracias por ser tan benevolente, gusano miserable?
—Gra…gracias —tartamudea, aprieta la caja contra la cabeza, está preparado para salir corriendo en cualquier momento. Las heridas de las manos empapan de sangre la madera y parte del rostro.
El soldado se acerca y le echa el aliento sobre la nuca:
—Dos palabras.
—Gracias, Señor.
—Bien, así me gusta… Recuerde, seremos su sombra. —Le golpea el pecho con el puño—. ¿Cuál es su deber ahora?
—Trabajar —balbucea.
Las risitas de los uniformados se activan sobre los resortes de las escopetas.
—Más le vale, uno de mis hombres le acompañará hasta su puesto de trabajo. Eric Jarap, no debe curarse las heridas, la sangre que derrame hoy es la moneda de cambio para preservar su derecho a la vida.
Pero a Eric no le preocupa lo más mínimo el intenso dolor o la sangre que emana a borbotones de las manos, solo desea percibir algún murmullo o hálito de vida del interior de la caja. Angustiado emprende junto al centinela el camino hacia la plantación, situada en la parte oriental de Cenk. En esa zona se encuentra el sector de riego permanente, su distrito oficial como recolector. Acelera el ritmo, quiere llegar al destino cuanto antes y librase de la vigilancia del soldado.
—¡Eh, mucho corre, cucaracha! ¿Acaso quiere que pierda su rastro? ¡Modere la marcha si no quiere que le meta un tiro entre ceja y ceja!
Eric obedece pero mantiene un paso constante, tras media hora de andadura atisba la acequia principal donde circulan las aguas cristalinas que alimentan la plantación. Queda poco para alcanzar la Parcela Preferente, conocida por los agricultores como el “Solar de los Unicornios”. Las leyendas cuentan que entre el denso verdor nació la primera pareja de animales fantásticos. Eric pisa, dolorido, aquel suelo -profundo, suelto y permeable-, el lugar favorito de Marta. Así como Eric es la razón en la familia, su hermana es el ensueño; sobre esa tierra la pequeña ha inventado decenas de fábulas y poemas mientras él araba. Al igual que esa superficie captura con avidez el agua y la sal para nutrir los campos, él desea ser absorbido, desaparecer en el subsuelo con la caja entre las manos por un momento, a espaldas de los ojos malévolos del uniformado, y corroborar que Marta continúa con vida. En la curva del sendero, cuando la cautela está a punto de abandonarle y se dispone a echar a correr aún a riesgo de ser atravesado por un balazo, topan con el capataz de la finca:
—¿Pero qué le ha sucedido? —pregunta alarmado al ver el penoso estado de Eric, que no se atreve a contestar.
—¿Éste es Eric Jarap? —interrumpe el soldado.
—Sí, así es. ¿Qué le ha ocurrido?
—Ha sido sometido al Informe del Escuadrón.
—¿Por qué?
—¡Las preguntas las hago aquí yo! ¿Este hombre de aquí trabaja en esta plantación?
—Sí, doy fe de ello, es uno de mis mejores cosecheros.
—Queda acreditado entonces. Mi cometido finaliza aquí. ¿Capataz Henry Tane?, así indican los registros que manejamos. ¿Es correcto?
—Efectivamente.
—Henry Tane, es usted responsable de que Eric Jarap cumpla un efectivo trabajo para los Vigías Dorados. Cualquier actitud sospechosa o suceso relevante entorno al jornalero debe ser alertado. Su madre, Margaret Jarap, y hermana, Marta Jarap, han quebrantado sus obligaciones al ausentarse del puesto de trabajo en el telar. Infracción supina, condena supina. No queremos que suceda lo mismo con este recolector. Eric Jarap tiene prohibido curarse las heridas, debe rendir cuentas con la sangre que hoy derrame de las manos. Cuanta más sangre, más rápido cumplirá la condena que pende sobre él por culpa de su inmoral familia.
—¡Pero eso repercutirá en la productividad en el trabajo! —intenta mediar el capataz.
—Obedezca las órdenes.
—¡Está bien, está bien! —Tane asiente a regañadientes—. Eric, en su estado será mejor que hoy se emplee en la obtención de la semilla para la próxima siembra, vaya a la sección dos de la plantación. Apoye esa caja aquí, la transportará otro jornalero.
—¡Sin contemplaciones! ¡Qué cargue con ella! —ordena el uniformado—. ¡Es parte de la penitencia!
Eric avanza a todo correr, nunca un castigo fue tan aliviador.
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Méridi atraviesa una interminable galería de altísimas bóvedas de crucería sostenidas por pilares de oro; los mosaicos y vitrales concatenan unos con otros. Siente un repentino desvanecimiento; una pared de yeso azul le sirve de apoyo, sigue la tonalidad seductora. Accede a una estancia de mármol violáceo; un escritorio repleto de arcones de madera le obstaculiza el paso, lo supera. Penetra en una cripta cuyas paredes muestran pinturas de esqueletos negros, corre sin mirar a los lados hasta unas escaleras de caracol, que desembocan en un gran comedor abarrotado de comida y especias. Jadea, no sabe a ciencia cierta si recorre corporal o mentalmente las estancias del grandioso palacio. Se palpa la frente: <<Ese licor…. Ha hecho de las suyas en mi consciencia>>. Las gotas de sudor le nublan la visión, toma asiento en un banco, echa el cuello hacia atrás; embutidos y ollas de diferentes tamaños cuelgan del techo. Respira profundamente, nadie la persigue, sin embargo, continúa sintiendo presión en el pecho: << ¿Y Polac? ¿Por qué ya no está conmigo?... ¿Polac, dónde estás?>>. Huele a sangre coagulada de embutidos y a baba de caracol, cierra los párpados atrapada por un desvanecimiento.
Despierta, le duele muchísimo la cabeza y la espalda: <<Debo haber perdido el conocimiento un buen rato>>. Sin embargo, han transcurrido tan solo unos minutos. La realidad es todavía borrosa y turbadora; escucha un ruido a su lado, tuerce la cabeza: Polac está sentado junto a ella.
—¿Eres tú Polac? —Le palpa el rostro, trémula de emoción—. ¿Desde cuándo estás aquí?
—Acabo de dar contigo. ¡Estaba tan preocupado por ti!
—¿No eres otro espejismo?
—¡No, soy yo! —Le acaricia el rostro—. ¿Qué haces aquí tan sola?
—… Me perdí sin darme cuenta… —Ríe tímida— ¡Tenía tantas ganas de verte! —Se echa a sus brazos. Aprietan los cuerpos, la cara, los labios.
—Te están buscando —le musita Polac al oído.
—¿Quiénes? —ríe aún etílica—. Yo soy la que te estoy buscando desde hace días, Cilnio me había prometido que estarías en la Sala Medular y no ha sido así.
—Mi padre no ha mentido, a última hora me impidieron el paso, solo podían entrar los firmantes del Tratado. —La besa en la frente.
—Me hubiera sentido mejor contigo allí dentro. ¡Estos días han sido larguísimos sin ti!
—Vamos, marchémonos de esta cocina … —La sacude con dulzura por los hombros—. Los Vigías Dorados están intranquilos, debes disculparte por tu repentina ausencia.
—¿No podemos quedarnos aquí un poco más? Nosotros dos solos, como antes…—Zalamera—. ¿Recuerdas?
—No puede ser Méridi, ahora debes cumplir una serie de obligaciones.
—¿Por qué me llamas Méridi? —Endereza la espalda fuera del regazo—. Para ti siempre he sido Succino y deseo seguir siéndolo ¡No quiero ser Méridi! ¡Me hace daño! Todos a mi alrededor hablan de mí como si fuera una extraña. ¡Y ahora tú te diriges con ese maldito nombre! No me reconozco en lo que representa, ni en lo que todos me piden que sea. ¡Mírame! ¿Crees que soy quién dicen ser? —Las irisaciones de los Vigías Dorados chisporrotean en su mente: <<Están cerca>>. Han dejado de ser esculturas a merced de su canto y avanzan por palacio; desde allí, puede percibir las densas fragancias de sus chillonas túnicas. Se apoya en el torso de Polac.
—Tu aliento huele algún tipo de licor —le reprende éste, Méridi se tapa la boca—. Deja que me ocupé de ti, no disciernes con claridad… Debemos regresar a la Sala Medular.
—No hace falta... —responde la joven con fastidio— Los Vigías Dorados vienen hacia aquí… —Ríe entre dientes—: ¡Pierden la noción del tiempo por mí, quedan petrificados como estatuas por mí, y todavía me siguen como cachorrillos en busca del alimento materno! —Aclama— ¿Qué leche es la de mis senos?
—¡Succino!—grita Polac cubriéndole la boca con las manos; en ese preciso instante, Arponei abre la puerta del comedor, una hilera de Vigías Dorados le siguen los pasos muy de cerca. El joven habla en tono más bajo—: ¡Calla, por lo que más quieras!