Capítulo 3

 

Letras emplumadas de color púrpura adornan el exterior de la caravana la <<Compañía Eclipse>>. Numerosas capas de pintura retocan el cartel que anuncia la comitiva teatral. Igual de restaurados están los trozos de madera que conforman el receptáculo del transporte, apuntalados por diferentes clavos. Grandes, pequeños, más o menos profundos, de cabeza redonda o estrellada. Cilnio y su hijo Polac conforman la familia de artistas junto a la joven Succino. La retahíla de listones proceden de distintos árboles -roble, cerezo, pino, abeto o abedul-, recolectados a lo largo de los innumerables viajes de la compañía escénica. Durante las horas diurnas, Polac y Cilnio dan rienda suelta a los látigos sobre cuatro corceles negros, quieren llegar cuanto antes al próximo destino. Succino tiene prohibido salir de la caravana, nadie puede verla antes del espectáculo, ni si quiera intuirla. El compendio vegetal, ensamblado por manos inexpertas en carpintería, da cuerpo a la caravana donde la joven pasa los días desde que tiene uso de razón. Disfraces y ungüentos abarrotan el lecho, el tocador está impregnado de dulzura femenina. Succino siente la vida a través de los trotes y los baches del destartalado carromato, pasa dormida y extenuada la mayor parte del trayecto.

 

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El sendero se vuelve extremadamente abrupto, sobresalta el sueño de Succino, que observa el avance del paisaje entre las rendijas de una pequeña ventana. Captura imágenes diminutas, estrechas y fugaces. Cierra los párpados, cree no soportar las visiones reducidas por más tiempo. Cilnio y Polac siempre hacen parada en los lugares más recónditos, y siempre durante las horas crepusculares. No quieren que ningún curioso espíe los preparativos antes de la representación. Cilnio permite salir a Succino fuera del remolque a partir de media noche. Pocas han sido las ocasiones que han acampado durante el día, solo cuando los jamelgos cabalgan desfallecidos. Da igual cuantos látigos golpeen los lomos de los animales, estos, en inconsciente complot contra Succino, son corredores infatigables.

 

La joven introduce la mano en el suelo del carro, en una hendidura de la madera, la deja muerta y libre en el aire, por ella palpa la tierra. El terreno es fructífero y angosto, repleto de juncos salvajes. Alcanza a coger una piedra, se reincorpora de pie dentro de la caravana y la deposita sobre el reducido camastro. La contempla pensativa: <<Intocable como yo… Igual de dura e inalcanzable>>. Esconde el guijarro bajo la almohada y se recuesta sobre el lecho. Aún queda una larga jornada hasta que llegue la media noche.

 

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Un telar de cuatro palancas confecciona perfectos rombos, sargas, espigas, estrellas y triángulos. Asimismo, otra máquina de cuatro palancas y cuatro cuadros efectúa diseños similares mediante hilos multicolores: rosa, amarillo, azul, negro... Un, dos, tres... Treinta telares verticales componen una hilera en el centro de un gran caserón de piedra. A la izquierda y a la derecha de la fila principal nace, a dos palmos, una disposición de los mismos artilugios, así, hasta crear una escuadra de quince líneas de veinte. Miles de hilos de seda, prisioneros del trabajo en cadena, se entrelazan sin descanso. Cada mecanismo es activado por las manos y los pies de una tejedora y su correspondiente hija; en total, una plantilla de quinientas obreras elabora maravillosas telas. Las ocho extremidades de cada pareja de artesanas se mueven de manera ágil y sincronizada, manipulan el complicado entramado de hebras como si fueran las patas de una araña. Las progenitoras tejen dentro de un esqueleto cuadrado de madera, muy concentradas, mientras las hijas les facilitan los utensilios necesarios para el trenzado: el cuchillo con el que cortar el hilo una vez anudado, el peine de acero para apretar el dibujo antes de prensar la armadura de la tela, las tijeras para el perfilado y rematado…

 

Los perspicaces ojos infantiles parpadean enrojecidos a causa de las horas velando los hilos, deben de cuidar que permanezcan bien tensos y no se enmarañen. A menudo, las madres son las únicas que están al frente del telar, permiten a sus hijas jugar, no sin antes advertirles que anden con cuidado entre los estrechos pasillos de la maquinaria. Si la meteorología lo permite y la vigilancia de los guardias no es muy estricta, corretean por la pradería que rodea la fábrica, dedicada al cultivo de morera, planta que sirve de alimento a los gusanos de seda.

 

Eric Jarap es unos de los recolectores, tiene dieciséis años. Delgado, de espigadas piernas, pelo rapado al cero –creciendo-, permite ver el dorado del cabello. Manos nerviosas que sudan, dedos liosos, saturados de angustia; viste una camisa de lino gris, que ha acabado siendo parda debido al uso. Anda a grandes zancadas dentro de unas botas salpicadas por numerosos parches. Nació en pleno esplendor de la Península, en el momento en el que un grupo de operarios clavaban la última estaca en el enorme muro que separa el litoral del océano. Fue un bebé de extremidades largas, ojos saltones y barriga pronunciada. Entonces, el istmo se acoplaba sobre una falla pacífica y profunda.

 

De niño le inquietaba sobremanera escuchar los cuentos que su madre le relataba antes de conciliar el sueño, versaban sobre hombres que luchaban contra feroces olas y eran tentados por monstruos marinos. Innumerables pesadillas padeció en la creencia de un mundo equidistante y marino. La extensión azulada era, para él, una anaconda gigante nutrida de roedores.

 

Todo en la Península concurría a merced del mar. A la temprana edad de ocho años ansiaba rodearse de realidades palpables, le sobrecogía vivir al servicio del universo líquido e inescrutable. Cuando cumplió diez primaveras, extrañamente, las pesadillas desaparecieron: el pánico había sido tan intenso y prolongado que le había anestesiado.

 

Esa mañana, de manera inesperada, el espectro del miedo ha reaparecido en él más intenso que nunca. La población de Cenk ha despertado excitada, murmulla tras las ventanas, se miran unos a otros sin decir nada: la llegada de la Compañía Eclipse a la ciudad es inminente. Las calles huelen a incienso y a veneración, secretos templos son erigidos en recónditos lugares, se celebran ritos ancestrales en oscuros callejones, negras velas llamean en patios subterráneos. Numerosos rumores recorren las tabernas, se dice, se cuenta, la imperiosa llegada de una caravana en cuyo interior viaja una enigmática joven de incógnito. Los habitantes rezan antiguas oraciones en los hogares, acción proscrita durante años. <<No hay cómplices leales fuera de lo humano>>, proclamaban los Vigías Dorados no hace tanto. Sin embargo, ellos mismos han sucumbido a la divinidad e instan a los pobladores a orar. Los dioses han vuelto sobre sus pasos y, una vez más, arrastran a los humanos hacia lo intangible.

 

Eric carga una de las grandes cajas para la recolecta sobre los hombros, trepa por una desvencijada escalera hasta la copa de uno de los árboles de morera. El tronco mide unos quince metros, la corteza es de color pardo rojizo y la corona luce repleta de flores verdosas. Arranca las hojas acorazonadas de los cogollos con desgana, el borde es dentado, dividido en numerosos lóbulos. Separa los tallos tiernos de las zarzas, son los que brotan antes y el manjar más jugoso para las preciadas orugas. Los introduce en la arqueta. Detiene durante unos segundos la tarea y contempla el telar desde lo alto. El tejado de la fábrica es esbelto y puntiagudo; en el lateral derecho, un gran molino gira sobre el caudal de un abundante río que impulsa las manivelas de los depósitos de tintado y lavado. Dentro trabajan su madre Margaret y su hermana Marta día y noche. Desde donde está, puede escuchar el incesante ritmo de los pedales que acompaña el tricotar. Termina de llenar la caja de hojas, desciende y apoya la madera cuadrangular en uno de los puntos de depósito, situado cada veinte hectáreas. Suenan las cornetas que avisan la hora del rancho; antes de acudir a por la ración de comida, vuelve a observar la tosca construcción; hace días que no sabe nada de su familia.

 

La plantilla de artesanas fabrican centenares de banderas en seda morada de todos los tamaños y formas, ribeteadas con el diseño de un semicírculo dorado, coronado por una estrella de seis picos en el extremo derecho superior. De los resquicios de las ventanas sobresalen tejidos, las estancias para el lavado y el secado se han quedado pequeñas, escasea el pasillo entre los telares. Las tejedoras apenas tienen espacio para accionar las manivelas, no descansan. Algunas niñas caen rendidas sobre los paños, los soldados las zarandean para que reanuden la tarea sin que las madres puedan evitarlo. Las visitas de los Vigías Dorados al telar son incesantes, inspeccionan las piezas con los escalofriantes ojos tatuados, sobre todo, la labor realizada por la madre de Eric, Margaret, experta costurera. Es la encargada de elaborar una serie de vestidos femeninos. Las dimensiones del maniquí son menudas y delicadas: cintura diminuta, hombros estrechos, pies pequeños. Las urdidoras se preguntan quién es la dama que ostentará aquellas vestimentas.

 

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Nunca unas manos tan finas lavaron los pies de Cilnio ni de su hijo Polac. Succino es diligente, callada, espigada; muy alta para su edad, perseverante y leal. Adecenta los pies de Polac, el caballero más joven, sucios de barro. Las botas han sido insuficiente protección a lo largo del camino pantanoso que han atravesado hasta llegar a aquel lugar inhóspito del bosque. El jinete observa con curiosidad a la chiquilla, sentado sobre un tronco. Succino tiene catorce años, incansable en sus deberes, le refresca los pies callosos y repletos de ampollas. Es bella sin ser consciente de ello, desconoce su rostro y cuerpo. Tiene prohibido mirar su reflejo en los pantanos, prohibido, también, hablar sin consentimiento o andar sin supervisión. Fuera del escenario, no danza, ni canta ni se divierte, solo cumple lo que Cilnio establece. No es chiquilla ni criada, está a medio camino de ser venerada. Vive en la carava sometida a una estricta disciplina.

 

Debido a las prisas -deben reanudar trayecto-, Succino deja caer la vasija al suelo sin querer. La porcelana se parte en dos, provocando que la maleza absorba el agua aromatizada. Cilnio no duda en propinarle un bofetón: <<Antes de que sea diosa, antes de que sea adorada>>. Resignada, la joven recoge los trozos y, sin demora, agarra otro cuenco para terminar la tarea. Es el turno del viejo y encorvado Cilnio, que estira las piernas frente a Succino sin mirarla.

 

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Una subterránea raíz es un laberinto ansioso y perdido en infinitos caminos, que va en busca de agua por túneles de tierra. En los océanos no germinan bulbos. Imagino cómo viviría esa cepa en el medio acuoso: vibraría al detectar la humedad y, luego, se ahogaría. Ha nacido y crecido de forma invertida por instinto, morirá por renovación cuando del terreno nazca otra incipiente.

 
La península de las ballenas
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