Capítulo 36
Los Mezart penetran en la ciudad portuaria en plena madrugada. El cielo sopla encapotado, una mota blanca y luminosa indica que el Sol y la Luna iluminan el otro lado del firmamento, dejando la metrópoli en tinieblas.
La marea amoratada invade las casas colindantes a la muralla, nada se oye, tan impulsiva es su virulencia. Cuando el cuco del consistorio marca las cuatro del día venidero, terroríficos gritos se extienden por la periferia. Ningún hombre queda con vida, ni si quiera huesos como rastro.
Familias enteras son expulsadas de sus casas en pijama, únicamente algún miembro insomne o los huéspedes de las tabernas de sueño disoluto escapan, escondidos en sótanos, en techos de doble fondo o chimeneas lo suficientemente amplias. Los Mezart atan de pies y manos a un primer grupo de prisioneros (unos cien, compuesto por ancianos, hombres, mujeres y niños) y los arrastran hacia el casco viejo de la ciudad. Arrodillados en el centro de la vía principal, agachan la cabeza; ninguno opone resistencia, demasiado asustados para reaccionar. Los salvajes los decapitan a dentadas. Con el primer albor, obligan a un segundo -de unos ochenta- a tumbarse en una hilera perfecta a lo largo de la misma avenida. Dos de los caníbales, los más fornidos y amoratados, los pisotean por orden, aplastando los corazones. Yugan reclama la presencia de los salvajes unos metros más adelante, los provee de antorchas y les insta a correr hacia la costa; deben quemar la flota atracada en el astillero lo antes posible.