Capítulo 16

 

A pesar de no haber rectas en el agua, buceo obsesionada con los ángulos geométricos… Un triángulo ensamblado a otro forma un cuadrilátero. Un pentágono, hexágono, heptágono, contienen numerosos triángulos.

 

Los polígonos de la Ciudadela Rojiza son interminables, parcelas cerradas y limitadas, cuyas aristas comparten un mismo vértice. El metal se ha prolongado y complicado al sostener la estructura de la grandiosa construcción. La esfera de Succino se desorienta entre numerosos pasadizos. Espera... Aún no se decide por ninguno. Los antepasados nadan entre algas escurridizas.

 

••••••

 

El Aposento de Tránsito es descaradamente suntuoso, no está permitido introducir ningún objeto vulgar que corrompa la extrema belleza. La cerámica, las policromías, los jarrones, las sillas y bancos de celosías, el suelo –adornado por un mosaico de rosas rojas- rinden pleitesía a la hermosura de la diosa Méridi. Cuatro gruesas columnas de bronce sostienen altísimas paredes de mármol, el techo -de estructura abovedada- representa un cielo nocturno resquebrajado por una luz cegadora de la que surge una mujer en posesión de un relámpago -mantiene lucha encarnizada con el astro lunar-. Una gran cama cubierta por un dosel tapizado en fino ante azul corona el fondo. Multitud de espejos, de todos los tamaños, cuelgan de tabiques marmóreos. Un enorme candelabro de marfil negro pende del techo, sus cinco largos y enrevesados brazos sostienen velas tizones. Prenden llama durante horas. El majestuoso espejo dorado donde Cilnio quiso que Succino se mirara antes de la última actuación preside la estancia. Un fastuoso vestidor aterciopelado y rosado, un tocador dorado y una mesilla de noche fabricados en caoba negra, completan el mobiliario.

 

En el interior del “Aposento de Tránsito” Succino no puede existir; los trajes, los ungüentos, las telas, los colores y olores, todos los recuerdos y vivencias de la caravana han desaparecido. La joven soporta tediosos días de aislamiento en los que añora los ruidos del bosque y la tierra salvaje. Al segundo día del involuntario retiro, dos siervas la desnudaron y la lavaron dentro de una inmensa pila de jaspe; la cubrieron con una túnica de seda larguísima, los pequeños pies se perdían en la volatilidad de la tela. Sin escapatoria, la postraron sobre una silla de bronce y cortaron por la mitad su larga melena, no quedando satisfechas con ello, le afeitaron las sienes ampliando el límite del rostro.

 

—¡Mágico! —gritó una de las artífices—. ¡Con el surco dorado recorriendo el cristalino obtendrán la perfección!

 

—Todo llegará —afirmó Cilnio a sus espaldas.

 

Han transcurrido tres días desde entonces.

 

La mayor parte del tiempo la máscara de Méridi habita en Succino, ésta solo aparece en la soledad de la noche, alerta, temerosa de que la imagen de la infernal fémina reaparezca en aquella sala repleta de espejos. Repasa la insólita vestimenta frente al cristal enmarcado en oro. Nunca logró diferenciar su rostro en los pantanos del bosque y ahora tampoco se reconoce en lo que ve: <<¡Méridi!... Su reflejo no me pertenece>>. Polvos blancos merman el color natural de la tez perfilando una impertérrita careta, afeite rojo reduce la forma natural de los labios en el beso de una cereza, los pómulos son dos pequeños redondeles melocotón. El corsé, las mallas, las hombreras y el cancán que envuelven su anatomía la inmovilizan de tal forma que ejecuta gestos altivos. Un enorme tocado pinacular acrecienta la sensación de ingravidez a la silueta. Terciopelo floreado cubre el pecho, se prolonga a lo largo de un complicado faldón por el que asoman dos puntas afiladas, corresponden a los recargados zapatos color púrpura que aprisionan los tobillos.

 

—¡Mi Señora Méridi! —Cilnio la besa en la frente, también ha cambiado en él su atuendo: ya no pertrecha la espada ni las maneras rudas, ya no pisa fuerte sobre las botas desgastadas, ya no actúa como caballero o mecenas: una enrevesada toga de corte semicircular pende de sus hombros, ceñida a la cintura mediante un cíngulo con broche de plata. Mueve las manos con gran solemnidad—: ¡Ya sé que es una indumentaria un tanto incómoda, pero se acabará acostumbrando!

 

Succino tirita de frío y enfado, desde que llegó a palacio su mentor no hace más que referirse a ella con el nombre de Méridi; no lo soporta.

 

—En lo que a mí respecta, estoy encantado con su nuevo aspecto.

 

—¿Es necesario esto? —pregunta Succino señalando el vestido.

 

—Hay que mostrar agradecimiento a nuestros anfitriones. ¡Han preparado este maravilloso aposento en su honor y han mandado confeccionar este bello traje para que se lo ponga! ¿Cuál es el problema? Acatar las costumbres en lo relativo a su forma de vestir es lo menos que puede hacer para agradecer su hospitalidad. Debe estar espléndida ante ellos, ¿no cree? —No obtiene respuesta—. Así, les mostrará su infinita gratitud… En dos horas hay una importante recepción en la Sala Medular. No debemos demorarnos… —Ensaya una genuflexión frente al espejo.

 

—Y Polac, ¿dónde está? —inquiere Succino molesta—. Llevo días sin saber de él. Estoy preocupada…

 

—Está adaptándose a las nuevas circunstancias y, tengo que decir, que pone más empeño que usted… —Le acaricia la nuca—. Precisamente, le iba a comunicar que estará presente en la audiencia. —Se dirige hacia la puerta.

 

Los ojos de Succino refulgen de ilusión ante la idea de volver a ver a Polac, pero pronto se debilitan, no siente ser ella misma dentro de aquel vestido.

 

—¡No se entretenga! —apremia Cilnio antes de atravesar el umbral—. ¡Nuestros anfitriones están ansiosos por verla!

 

Succino se queda sola, está punto de gritar, arrancarse la ostentosa vestimenta. Anda de un lado a otro de la estancia, el ala oeste abre a un amplio mirador desde donde contempla la esplendorosa Ciudadela Rojiza; está rodeada por un macizo amurallado. Una torre señorial flanquea la planta rectangular en cada ángulo y dos alamedas se erigen en los extremos horizontales. Forzudos soldados hacen guardia día y noche en los torreones; lucen mallas moradas, sobre ellas, no falta el jubón y la jaqueta. La perseverante escolta -espada en mano- ostenta el estandarte del semicírculo dorado sobre el corazón, una coraza de hierro refuerza el uniforme. Pertenecen al séquito “Eclipsado”, tienen la misión de proteger con su vida a Méridi.

 

Succino se detiene frente al tocador, bebe de una copa un elixir de sabor fuerte y agrio. En cuanto ingiere varios sorbos, el cuerpo se relaja, pierde la orientación, algo la consciencia, también los pasos adolecen de desequilibrio.

 

Entonces sí considera razonable seguir las directrices de Cilnio.

 
La península de las ballenas
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