3
La puerta de la agencia estaba entornada y Charles se detuvo antes de entrar. Detrás del mostrador, la cabeza teñida de la secretaria se agitaba de forma compulsiva, estimulada por la estridencia de unas carcajadas.
–Dicen que es tan pequeño, que puede guardarse en una caja de cerillas.
Frente a ella, inclinada sobre la encimera del mostrador, su interlocutora le dio la réplica leyendo, en voz alta, una revista femenina:
–El nuevo bañador de dos piezas, al que se ha dado el nombre de bikini, como el famoso atolón del Pacífico, fue presentado por la bailarina del Casino de París, Micheline Bernardini, en la piscina Molitor donde se celebraba un concurso para elegir a la bañista más bella de 1946.
Era una voz seductora que atrajo el interés de Carter. Sin embargo, el ángulo de la puerta no le permitía ver más que las piernas. Charles estiró el cuello, pero no alcanzó a contemplar más allá de la cintura.
–Pienso comprarme uno en cuanto lleguen a Londres. –La voz de la secretaria hirió los oídos de Carter y reavivó los recuerdos de la mañana.
–A mí no me gusta.
–¿No vas a hacerte con uno, Kate?
–No. Puede que el bikini cause furor, pero no me verás con uno puesto.
–¡Los hombres se volverán locos!
–Lo último que necesito es un hombre loco, Betty.
La secretaria la observó estupefacta. A veces, le parecía que Kate West era un ser de otro planeta: a cualquier mujer le gustaría ver a un tipo babeando por tenerla, menos a ella.
–Claro que, en realidad –la secretaria señaló con el dedo la revista–, tú no necesitas ponerte uno de estos para volverlos locos.
A su pesar, Carter dio la razón. Había visto una fotografía de la bailarina luciendo la prenda y no dudó en que la mujer que se apoyaba sobre el mostrador la aventajaría si enfundara en el nuevo bañador aquellas piernas interminables.
–Oh, vamos, Betty. No se trata de eso.
–¿De qué, entonces?
–Sólo creo que cualquier hombre que se precie encontrará mucho más atractiva a una mujer en traje de baño.
La secretaria meneó la cabeza.
–¡Cómo puedes creer eso, Kate! No seas ingenua.
–No lo soy. El tipo de hombre que me gusta debería encontrar el bañador más sexy que el bikini.
–¿Porque a ese extraño tipo le gustan las mujeres tapadas?
–Porque le gustan insinuantes.
Charles sonrió. Entendía muy bien lo que aquella joven quería decir. Incluso el mismísimo Churchill lo sabía cuando equiparó las encuestas con los trajes de baño femeninos: es interesante lo que descubren, pero aún más interesante lo que ocultan.
–Estás anticuada, Kate. Debes modernizarte.
–Y tú debes pulir tu femineidad. Créeme, Betty, un botón convenientemente desabrochado es mucho más provocativo que cualquier escote vertiginoso.
La joven, que estaba de espaldas, se inclinó hacia un lado y Carter pudo al fin verla. El impacto fue súbito: conocía el tono rojizo de aquella melena.
* * *
A Carter le llamaron la atención los grabados de la pared. La mayoría simulaban láminas antiguas con motivos astronómicos, pero los había también de carácter botánico e, incluso, anatómico: el célebre Hombre de Vitrubio, con la distintiva escritura especular de da Vinci, ocupaba la pared que había entre una estantería y la ventana, detrás del escritorio de Katherine West.
Sentados uno frente al otro, ella permaneció en silencio e ignoró la mirada errante del policía alrededor de su despacho, concediéndole unos minutos para que pudiera saciar su curiosidad. Hasta entonces, nadie había mostrado tanta atención a las ilustraciones con que ella había transformado la desangelada asepsia de un despacho en un lugar propio.
Carter fijó la mirada en los ojos de la mujer que, a la luz de la lámpara, le parecieron verdes.
–Sugestiva colección de dibujos. ¿Litografías?
A la joven le llamó la atención eso de sugestivo, y se preguntó qué sería lo que sus ilustraciones sugerirían a aquel hombre que venía a hablar de un crimen y se distraía en admirar unos dibujos.
–Huecograbados.
Él balanceó la cabeza de arriba a abajo y dirigió su atención hacia el escritorio. Estaba tan ordenado que semejaba un mueble de exposición más que una mesa de trabajo. Una pequeña esfera armilar servía de pisapapeles y junto al bote de lapiceros había..., ¡qué demonios era eso! ¿Una figurilla del Pato Donald? Carter levantó la vista y la clavó, interrogativa, en los ojos de ella que, sí, ahora los veía con claridad, eran verdes. La joven le sostuvo la mirada y abortó el esbozo de una sonrisa, pero no dijo nada. La mezcla de da Vinci con Disney y aquella exquisita mujer como único punto de conexión resultaba disparatada, pero a Carter le complació que no tratara de justificarse. Le gustaba la gente segura de sí misma. Quiso volver a curiosear entre los objetos y averiguar más sobre ella, pero la indagadora mirada de la joven lo disuadió.
–Tal vez estoy resultando un tanto indiscreto –se disculpó.
–No lo crea. –La voz de la joven sonó tan natural que a Carter le sorprendió más que la propia respuesta.
–¿No?
–Está resultando… singular.
Charles le dirigió una muda interrogación y ella agregó:
–Nadie se ha mostrado nunca tan interesado como usted por estudiar mis bártulos.
El asintió con la cabeza:
–El mundo está lleno de majaderos.
Kate West no evitó una ligera carcajada y, por primera vez, Carter escuchó su risa. Le resultó demasiado atractiva para pasarla por alto y pensó que, antes de irse, se las arreglaría para volverla a oír. ¿Pero cómo lograrlo? Torció el gesto y, por un instante, maldijo el asunto que le había llevado hasta allí. Un crimen no era el tipo de materia que invitara a la diversión. Se abstrajo durante un momento, sopesando la dificultad. Decepcionado, meneó la cabeza. Por el momento no daba con una respuesta, pero estaba resuelto a no marcharse sin escucharla de nuevo.
–¿Y bien? –La joven consideró que la inspección a su despacho había sido suficiente y, aunque estaba intrigada por aquel peculiar policía, su curiosidad por el crimen que él había mencionado en la conversación telefónica era mayor.
–¿Qué sabe de Thomas Allerton?
Si la pregunta la sorprendió, Kate West no lo demostró.
–Es uno de nuestros clientes.
–¿Mecanografían sus trabajos?
–Sí.
–¿Alguno reciente?
–Uno muy reciente. La copia mecanografiada de su último libro se entregó ayer por la tarde.
Carter le tendió el periódico que había comprado de camino a la agencia. Los diarios de la mañana habían recibido la noticia demasiado tarde para incluirla en sus páginas, pero no había ocurrido así con los vespertinos. Kate West tomó el periódico con la misma delicadeza con que Carter la había visto sostener el libro aquella misma mañana en el café y el policía sintió un ligero desmayo al recordarlo, cuando había creído que jamás volvería a verla. Tragó saliva. De repente, la garganta se le había quedado seca y raspaba. La vida era paradójica: ahora estaba con ella, disfrutando de la oportunidad de observarla de cerca y a solas, y empezando a descubrir un mundo que sólo unas horas antes había creído desaparecido para siempre tras la puerta de un bar.
–¿Muerto? –Kate West lo miró atónita–. ¿Lo han matado?
Carter asintió.
–¿Pero cómo?
Sin embargo, no esperó la respuesta. Desvió la mirada hacia el periódico y retomó la lectura. Charles aprovechó para observarla: tenía los hombros ligeramente inclinados hacia delante y los antebrazos apoyados sobre el escritorio. Sostenía el periódico con los dedos y el policía los estudió minuciosamente: eran largos y delgados, y no llevaban las uñas pintadas. La joven leía con rapidez, según indicaba el fluido deslizar de los ojos por las líneas del artículo, con el ceño fruncido en un gesto de concentración. De nuevo la vio llevarse el pulgar a los labios y morder la yema. El policía sonrió. ¿Quién le iba a decir...?
–Pero aquí no dice que haya sido asesinado... –el comentario de Kate West interrumpió las ensoñaciones de Carter–, aunque supongo que si usted está aquí es porque este es el crimen al que se refería.
Carter se echó hacia atrás en la butaca y asintió levemente.
–¿Y en qué puedo ayudarlo?
–Ayer por la tarde, la agencia Looper envió a un recadero con la nueva novela de Thomas Allerton, ¿no es así?
–Fue poco antes de cerrar. Nos habíamos retrasado en el mecanografiado del libro y no pudimos enviárselo hasta bien entrada la tarde.
–Según tengo entendido, lo entregó un joven llamado George Curtis –dijo Carter luego de consultar sus notas.
Ella asintió.
–Es nuestro botones. Salvo razones extraordinarias, es quien se encarga de los repartos.
–¿Y a él, quién le entregó el destinado a Thomas Allerton?
–Lorrain.
Carter la interrogó con la mirada.
–Es la mecanógrafa que se encargó de teclear el documento del señor Allerton. Como le dije, íbamos un poco retrasados con el encargo y Lorrain estuvo tecleando toda la tarde sin parar un instante hasta que lo acabó. No acostumbro a presionar a las mecanógrafas porque ello suele conducir a que cometan errores y haya que repetir algunas páginas, pero ayer tuve que hacerlo. El señor Allerton había llamado un par de veces bastante nervioso. Dijo algo sobre su editor y los plazos de entrega. Le aseguré que esa misma tarde, a las seis, tendría el documento, de modo que insté a Lorrain a que se diera prisa y la muchacha hizo un buen trabajo. A las cinco y media lo terminó. Lo metió en un sobre, que yo misma lacré sobre el mostrador de Betty, y George salió a toda prisa para entregarlo a la hora fijada.
–¿Podría hablar con el botones?
La joven no contestó. Se limitó a presionar un botón sobre el interfono.
–Dime, Kate –la voz de la secretaria teñida sonó al otro lado y Carter sintió de nuevo un pequeño escalofrío al escucharla.
–¿Puedes pedirle a George que venga, por favor?
–Te lo mando enseguida.
Kate West permaneció con la mano apoyada sobre el interfono.
–Supongo que querrá que los deje a solas.
–No es necesario, miss West. Puede usted quedarse si lo desea.
Y Carter descubrió que lo deseaba, pues no se movió de su asiento.
Aguardaron en silencio. Charles fijó la mirada en Kate West, confiando en que ella dijera algo que los condujera por una nueva conversación que muy bien podría abrir caminos apetecibles de recorrer, pero ella no pareció interesada en dar ningún paso y se concentró en el periódico que Carter le había tendido. Charles no se sintió defraudado por ello. Observar a aquella mujer, sin que pareciera reparar en ello, era una tarea igualmente agradable. Quizá por eso maldijo los golpes en la puerta que la obligaron a levantar la cabeza. Carter desvió la mirada antes de que ella se diera cuenta de que la había estado observando y estudió al adolescente que, sin atreverse a entrar en el despacho, lo miraba desconfiado desde el quicio de la puerta.
–Acércate, joven. No voy a comerte.
Curtis desvió la mirada hacia Kate, que hizo un ligero movimiento con la cabeza para tranquilizarlo y lo invitó a sentarse en una silla próxima.
–Sólo quiero hacerte unas preguntas sobre la entrega del paquete que llevaste ayer a casa del señor Allerton.
El botones asintió con la cabeza.
–¿A qué hora llegaste?
–A las seis en punto, señor. Tuve que pedalear fuerte, pero logré llegar a tiempo. Looper siempre llega a tiempo. –Sonrió satisfecho a Kate, que le devolvió la sonrisa.
–¿A quién entregaste el sobre?
–Al propio señor Allerton. Debía de estar aguardándome, pues fue él mismo quien abrió la puerta.
–¿Había alguien más allí?
–No, señor. Sólo el señor Allerton.
–¿Hubo algo que te llamara la atención del señor Allerton?
El botones calló un instante, sopesando la respuesta que le rondaba la mente, y dirigió una mirada rápida y llena de inquietud a Kate West. Ella ladeó ligeramente la cabeza y entornó los ojos. Carter descubrió ese nuevo gesto en la mujer: la mirada entornada que dirigía cada vez que escuchaba con atención o aguardaba la respuesta a una pregunta que había excitado su curiosidad.
–Creo que estaba de buen humor, señor.
–¿Qué te hace pensar eso, George? –Carter habló amistosamente, tratando de ganarse la confianza del muchacho.
–La entrega del paquete debió de hacerle sentir sumamente complacido porque... –observó a la directora por el rabillo del ojo antes de continuar–, porque, cuando le tendí el sobre, golpeé accidentalmente las gafas que sostenía en una de las manos y las rompí. Sin embargo, el señor Allerton no sólo me tranquilizó, quitando importancia al incidente, sino que me gratificó con una buena propina.
Carter miró a Kate West y la sorprendió en un gesto afectuoso que sólo camufló cuando el muchacho volvió a posar en ella una mirada asustada. Sin embargo, Charles aún pudo observar el contorno de su hilaridad en los pliegues que asomaron junto a los ojos de la joven y pensó que George Curtis aún tendría que crecer algunos centímetros para percatarse de que una mujer no sólo sonríe con los labios.
–¿Y luego?
–Luego nada, señor. Me fui.
Charles asintió satisfecho.
–Muy bien, George, has sido muy útil. Te lo agradezco.
–¿Puedo irme ya?
–Sí. Seguro que hay algo en lo que quieres ir a gastar esa propina.
El muchacho se levantó y abandonó el despacho sin volver a mirar a Kate West, pero Carter sí lo hizo y la sorprendió observándolo, callada. Aquello parecía ser una costumbre en la joven; sin embargo, Charles no se sintió intimidado por ello. Por el contrario, frente a aquella silenciosa mujer, de mirada despierta y analítica, experimentaba una agradable sensación de bienestar. Quizá demasiado agradable. Al fin, ella habló:
–Confío en que, verdaderamente, le haya sido de ayuda.
–Desde luego que sí.
El interfono sonó y la voz de la secretaria se escuchó a través del pequeño altavoz:
–Kate, son las seis. ¿Necesitas algo más?
–No, Betty. Gracias.
–Entonces nos vamos, salvo que quieras que...
–Está bien, Betty. Yo cerraré al salir.
–¿Seguro?
–Sí, gracias.
Una nueva sonrisa asomó a los labios de Kate West, pero esta vez no la ocultó, o no pudo hacerlo. Sin embargo, se cuidó de no levantar la vista y la mantuvo fija sobre el escritorio.
–Su secretaria es muy desconfiada –la voz de Carter sonó divertida–. ¿Qué cree que le va a ocurrir? ¿Ha olvidado que soy policía?
–Supongo que sólo trata de ser amable.
–Como usted.
Ella lo miró interrogativa y Carter se tomó su tiempo antes de explicarse. Le gustaban esas miradas que se cruzaban. Por el momento, sólo eran inspecciones. Se estudiaban el uno al otro, pero era una tarea de lo más interesante.
–Ha sido muy amable conmigo, miss West.
–Me alegro, inspector Carter. Si puedo ayudarle en algo más...
–La llamaré, descuide. Ahora, me voy. No la entretengo más... –Charles se detuvo un instante, aguardando a que ella dijera algo, pero no lo hizo–. Seguro que tiene alguna distracción en la que ocuparse mejor que la de hablar con un policía.
Kate West dobló por la mitad el periódico y se lo tendió a Carter:
–No crea.
Durante unos segundos, ambos sostuvieron el diario por extremos opuestos. Kate no lo había mirado al responder, de modo que Charles no hubo de ocultar su regocijo por la respuesta. Después de aquellas dos palabras, daba por bien empleado marcharse sin haberla oído reír de nuevo. Quizá, se dijo mientras bajaba las escaleras sin apenas sentir su cojera, no eran en verdad dos mundos diferentes y paralelos, predestinados a no converger nunca en un punto donde encontrarse, sino dos galaxias de un mismo universo que, quién podía saberlo, tal vez estuvieran predestinadas a tropezar. Salvó los dos últimos escalones con un salto y alcanzó el portal del edificio. Se dio unos golpecitos sobre la pierna tullida. Tal vez, pensó, ella ni siquiera la habría notado.