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Era previsible. Finalmente, Tom lo había telefoneado y Arthur Dwight se recostó satisfecho en el sillón, tras la enorme mesa de caoba, cuidadosamente pulida y ordenada, que ocupaba un amplio espacio junto al ventanal del despacho.

La estancia estaba sumida en una penumbra acogedora que la única luz encendida, la de la lámpara de pie que se alzaba elegante junto al sofá, no lograba disipar. Arthur la observó complacido. Pese al dineral que le había costado, estaba encantado con el prohibitivo capricho que se había permitido por Navidad, en una exclusiva tienda de antigüedades de Bond Street.

Sobre la alfombra turca que cubría gran parte del entarimado, y alrededor del pie de hierro forjado que sujetaba la lámpara, había comenzado a formarse un cerco que perturbó la satisfacción con que Arthur Dwight la observaba. La lámpara no había sido movida del lugar que ocupaba desde que él mismo la colocara junto al sofá.

Bien mirado, no había ninguna razón para trasladarla a otro lugar. Cada objeto de aquel exquisito despacho ocupaba el sitio adecuado, y la impecable armonía del conjunto era una muestra elocuente de buen gusto. Sin embargo, el invencible afán de conservar incólume la perfección de su cosmos, llevó a Arthur Dwight a inclinarse sobre el cerco y cepillarlo suavemente con las yemas de los dedos, indeciso sobre si mantener la lámpara en su lugar o atreverse a realizar un cambio que podría trastocar la estabilidad de su universo.

Arthur Dwight volvió a ocupar su sillón, decidido a olvidar el problema por un momento, y contempló extasiado el resto de la estancia. Emitió un suspiro de placer por ese rincón de belleza y quietud que sosegaba el espíritu y del que él era el único y orgulloso creador. ¿Pero por qué razón no podía complacerse en aquel insignificante placer? Abrió los ojos bajo un ceño fruncido y los fijó en la puerta. Era una idea ridícula. Nadie más que él conocía los pensamientos que recorrían su mente y nadie, salvo él, iba a reprocharle que se complaciera en ellos. Sonrió aliviado: su cerebro resultaba tan inaccesible a nadie que no fuera él mismo, como lo era el despacho de un subdirector del MI5 para cualquiera que, caminando por Curzon Street, acertara a pasar bajo la ventana por la que ahora miraba hacia el exterior, donde la tormenta de nieve que venía azotando Londres desde hacía varios días pugnaba por acrecentar su intensidad.

Oyó el timbre del teléfono al otro lado de la puerta y a James Dakers contestar con voz competente. Miró la hora en el reloj de pared y supo que su asistente ya no pasaría la llamada. Tenía órdenes precisas de que, a partir de las cuatro, sólo una urgencia podía traspasar los hilos telefónicos que conectaban el receptor de James con el suyo. Sin embargo, aquella llamada le hizo recordar la de Tom y, como si un resorte se hubiera instalado en su inconsciente, el pensamiento le llevó a recostarse de nuevo en el sillón y repasar mentalmente la conversación que habían mantenido.

El colofón de esa llamada era obvio: Lord Thomas Craddock santificaba la amistad y la honraba con una confianza inquebrantable. Había acudido a él como último recurso, y Arthur Dwight no lo había dudado: estaba dispuesto a ofrecerle su auxilio sin cortapisas, aunque para ello tuviera que burlar esa fe inquebrantable de Tom. Algunas razones no podían ser compartidas ni con el más viejo y fiel amigo. Por ello, no había puesto ninguna condición a la cita que habían fijado para aquella misma tarde. Dwight entendió que Tom no quisiera darle detalles por teléfono y no se había molestado en insistir. Una sonrisa se dibujó en el rostro del subdirector: sabía lo que había ocurrido y sabía que era él, Arthur Dwight, quien debía tomar las riendas. Era esencial que así lo hiciera si quería resolver un imprevisto cuyas consecuencias escapaban a sus planes.

Consultó el reloj y comprobó que aún disponía de unos minutos antes de ponerse en marcha para acudir a la cita. Lo que Tom ignoraba era que no estarían solos. Suspiró y volvió a cerrar los ojos. Dos eran los asuntos de los que debía ocuparse. Uno, confiaba en que prontamente resuelto, reposaría en breve dentro del cajón de su escritorio; el otro exigiría grandes dosis de sutileza y toda su astucia, pero estaba seguro de poder lograrlo.

La misma tarde en que Arthur Dwight citó a Thomas Craddock en el Savoy, el plan ya estaba trazado.