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Thomas Allerton se sentó ante el escritorio y resopló aliviado. Llevaba tres semanas de retraso en la entrega y las llamadas de su editor, durante los últimos días, no habían hecho sino alterarlo aún más. Sin embargo, rechazó aquel pensamiento con un gruñido. No era el momento para amargas remembranzas. Era el momento del triunfo. Deslizó la mirada por la pulida superficie del escritorio hasta que alcanzó su objetivo: junto al sobre de la agencia Looper, lo aguardaba el taco de hojas de su última novela. Los ojos de Allerton se achinaron en una sonrisa de satisfacción. Extendió los dedos y acarició los bordes del taco de una forma que su esposa habría considerado injuriosa. Ante él estaba la conclusión a tantos meses de agravios. Con un celo que rozaba la veneración, tomó el documento y, confiado en la discreción de aquellas paredes, lo besó con un candor que nadie habría sospechado en él.

Dejó correr los minutos sin hacer nada más que complacerse en el éxito que, por fin, le devolvería aquella nueva novela, y sintió cierto placer, casi morboso, al pensar en James Birdwhistle. La boca se le torció en una mueca desabrida ante la evocación de aquel hombre tan detestado. Era un buen editor, quizás el mejor del país pero, con esta novela, Thomas Allerton confiaba en poder resarcirse de la humillante condescendencia con que lo había tratado durante todos aquellos meses. Había tenido que batallar, en solitario, con su ánimo desmoronado, contra el frente abierto por su propio editor. La mueca se agrió. La vida ya no era tan grata como en otros tiempos. Sus últimos títulos no habían alcanzado las ventas esperadas y empezaban a sonar voces que hablaban de un escritor acabado.

Se quitó las gafas y las dejó sobre el escritorio, junto al otro documento que aguardaba su atención. Estaba cansado, demasiado cansado para tomar una determinación y, sin embargo, no podía retrasarla más. Lo cogió con cuidado, como con miedo a romperlo, y lo recorrió con la mirada sin prestar atención. No necesitaba volver a leerlo. Suspiró confundido. ¿Y ahora qué? Volvió a posar el papel sobre la mesa y dejó que la mirada se perdiera en el espacio, como sumergida en una especie de nada narcótica que lo relajaba. Encendió la pipa y sostuvo la cerilla entre los dedos durante un momento, mientras rebatía las últimas objeciones. Antes de llegar a quemarse, prendió una de las velas del candelabro con que adornaba el escritorio y la observó. Durante algunos minutos se dejó hipnotizar por la llama y por la cera caliente que resbalaba por la candela. Llevó la mano hasta ella y la arrancó, amasándola entre los dedos. ¿A qué estaba esperando? Aquella vela encendida era una señal a la que no podía sustraerse. Volvió a coger el documento y lo acercó a la llama. El papel ardió con pequeños lengüetazos, hasta que el fuego lo envolvió por completo, y Thomas Allerton dejó que lo consumiera sobre la bandejita donde el mayordomo colocaba la correspondencia cada mañana.

Estaba hecho. Confiaba en no tener que arrepentirse. Dejó a un lado la bolita de cera que había estado rodando entre los dedos y su interés volvió a centrarse en el taco de papeles mecanografiado que el botones de la agencia Looper acababa de entregarle. Sonrió complacido. Se sentía demasiado feliz para no hacerlo. Pasó las hojas que conformaban su nueva novela. ¡Al fin la tenía entre las manos!, lista para arrojarla a la cara de James, ese maldito editor del demonio. ¡Por supuesto que no estaba acabado!, y este libro lo demostraría. Estaba seguro de que volvería a la lista de los más vendidos. Con esta novela, sí.

Consultó el reloj: las siete y media. El tiempo justo para tomar un jerez y arreglarse. Sopló la vela, apagó la luz del escritorio y, al salir, cerró con llave la puerta de la biblioteca.

 

* * *

 

–¿Quién lo ha descubierto y cuándo? –Carter se inclinó sobre el cadáver, cuidando de no tocar nada, y lo estudió con detenimiento.

–El mayordomo, esta mañana.

–¿Fue él quien dio el aviso?

–Sí, señor.

Con la punta de un bolígrafo, Carter apartó un mechón de pelo que caía, retorcido, sobre la frente del cadáver, y continuó el examen preliminar:

–El gesto del rostro es espeluznante. –La mirada del inspector se posó compasiva sobre el hombre muerto–. Uno sólo puede morir con esa expresión si está muy asustado o si la muerte le alcanza tras un intenso sufrimiento.

El cuerpo de Thomas Allerton estaba sentado en su sillón, con el torso recostado sobre el escritorio. El rostro, contraído en una mueca que lo deformaba hasta la monstruosidad, hablaba de la cruel agonía que el escritor había padecido. Los ojos aparecían vidriosos tras el cristal de las lentes; y la boca, abierta como buscando una última bocanada de aire o quizá, pensó Carter, intentando exhalar un grito postrero. Tenía uno de los brazos extendidos en dirección al teléfono. No era difícil colegir que, al sentirse morir, había intentado llamar. Con la otra mano se agarraba la garganta, que estaba salpicada por un vómito, ya seco, que se había escurrido por el cuello desde la boca. Debajo de él, aprisionados entre el pecho y el escritorio, había un montón de papeles desordenados.

–¿Qué son esos papeles?

–Su última novela.

Carter asintió compadecido. Le gustaba aquel escritor, aunque los dos últimos títulos que había publicado lo habían defraudado.

–¿Qué opina, sargento? ¿Muerte natural?

Thorton levantó las cejas y los hombros al mismo tiempo. Carter sonrió. Estaba seguro de que su ayudante ya se había formado un primer juicio, pero no abriría la boca hasta que no dispusiera de hechos sobre los que pudiera basarlo.

–¿Qué más tenemos?

El sargento señaló el escritorio con el dedo.

–Tenemos este llamativo montoncito de cenizas en la bandeja de la correspondencia...

Carter se inclinó sobre ella y lo estudió.

–¿Quemó una carta?

–Imposible saberlo, señor. El fuego lo ha consumido todo, excepto una de las esquinas. –Thorton la señaló con la punta del lapicero–. Pero es insuficiente para saber de qué se trataba.

Contrariado, Carter meneó la cabeza. Hubiera querido saber qué había quemado el escritor antes de morir. Tal vez aquellas cenizas escondieran la respuesta a su muerte, pero de ellas nada se podía inferir, de modo que debería buscarla en otro lado y para ello, era evidente, tendría que empezar a preguntar.

 

* * *

 

–Entré en la biblioteca para descorrer las cortinas y abrir las contraventanas, como cada mañana, y entonces lo vi. No esperaba encontrar al señor Allerton allí y, por supuesto, no esperaba encontrarlo muerto.

Carter imaginó la sorpresa del mayordomo al toparse con el cadáver de Thomas Allerton aquella mañana.

–¿Lo vio usted entrar en la biblioteca anoche?

–Sí, señor, después de que los invitados se marcharan.

–¿A qué hora fue eso?

–Un poco antes de las doce.

–¿Estuvo alguien con él?

–No. Al señor Allerton no le gustaba que nadie le acompañara en la biblioteca. Era el lugar donde trabajaba y prefería mantenerlo privado.

–Su mujer...

–La señora Allerton se retiró a su habitación en cuanto se fueron los invitados. Su doncella la acompañó hasta que estuvo preparada para dormir. Puede hablar con ella.

Carter sonrió ante la sugerencia.

–Lo haré. Pero ahora sigamos con el señor Allerton. ¿Lo notó extraño durante la cena?

El mayordomo titubeó un instante, pero respondió con aplomo:

–En cierto modo, sí.

–¿En qué cierto modo?

–Parecía volver a ser él.

Carter arrugó las cejas, y el mayordomo no tardó en explicarse:

–Hacía tiempo que el carácter del señor se había vuelto demasiado huraño. Sin embargo, ayer estaba de buen humor. Le habían entregado el documento mecanografiado de su nueva novela y no dejó de comentarlo con los invitados. Se sentía muy satisfecho y disfrutó durante la cena.

–¿Le habían entregado?

–El señor Allerton no tenía secretario. Él mismo se ocupaba de realizar cualquier tarea relacionada con sus escritos. Sólo al final, cuando las novelas estaban terminadas, enviaba el manuscrito a la agencia Looper para que se lo mecanografiaran.

–¿Y cree usted que esta es la razón de su repentino buen humor?

–Creo que llevaba varias semanas de retraso en la entrega de la novela, señor.

–Entiendo... –Carter hizo una anotación en su cuaderno y continuó–: ¿quién hizo la entrega y a qué hora?

–El botones de la agencia. Oí que llamaba a la puerta en torno a las seis, pero, cuando llegaba para abrir, el señor Allerton ya lo había hecho.

–¿Y luego?

–El señor se encerró en la biblioteca y permaneció allí hasta las siete y media.

–¿Está seguro de la hora?

–Sí, inspector. Estábamos haciendo los últimos preparativos en el comedor cuando el reloj de la entrada dio la media y vi al señor Allerton abandonar la biblioteca.

Carter se levantó y dio unos pasos hasta la puerta del comedor. Estaba frente a la de la biblioteca y desde ella se tenía una vista perfecta de todo el vestíbulo.

–¿Y luego?

–El señor Allerton pasó al comedor y echó un vistazo a la mesa. Se sirvió un jerez de la botella del aparador y tomó un par de guindas en almíbar del bote que siempre está junto a las bebidas. Unos minutos después, subió a su dormitorio para vestirse.

–¿Y la biblioteca?

El mayordomo dirigió al policía una mirada interrogativa.

–¿Nadie entró en ella después de que el señor Allerton la abandonara?

–No, señor. Es imposible que alguien hubiera podido acceder a ella. El señor Allerton la cerró con llave al salir.

–¿Solía hacerlo?

–En ocasiones, sí.

–Y anoche fue una de ellas.

–Sí, señor. Yo mismo vi cómo lo hacía.

–Bien... –Carter iba pasando las hojas de su cuaderno, caligrafiado con anotaciones rápidas–. ¿Qué ocurrió después?

–Unos minutos antes de las ocho se reunió con su esposa en el vestíbulo. Estuvieron charlando mientras aguardaban la llegada de los invitados. La señora Allerton le habló sobre un lienzo de Stanley Paddock que había visto expuesto en la galería Shackerfield y que deseaba adquirir para el salón. A las ocho en punto, llegaron los primeros invitados y todos se dirigieron al salón. Se sirvieron unas bebidas y a las ocho y media llamé para la cena.

–El salón está...

–Justo junto al comedor, señor. Hay una puerta que comunica ambas estancias. –El mayordomo apuntó con el dedo hacia una puerta de una pared lateral del comedor–. Esa.

–¿Nadie atravesó el vestíbulo para llegar al comedor?

–No, señor.

–¿Ocurrió algo en la cena que llamara su atención?

–No. Todo transcurrió con absoluta normalidad.

–Y los invitados se marcharon poco antes de las doce, ¿no es así?

–Sí, señor.

–Bien, ¿puede llamar a la doncella de la señora Allerton?

 

* * *

 

La mujer se sentó, tiesa como una escoba, y cruzó las manos sobre las piernas.

–Espero no importunarla mucho, pero es necesario que le haga algunas preguntas.

Carter aguardó un instante, pero la doncella se limitó a asentir con la cabeza.

–Tengo entendido que ayudó usted anoche a la señora Allerton a prepararse para dormir.

–Es mi cometido. –La voz sonó engolada, pero segura.

Carter asintió.

–La señora Allerton se retiró en torno a las doce, ¿no es eso?

–Un poco antes. No le gusta trasnochar. Dice que el cutis se resiente. Aunque, claro, cuando hay invitados, como fue el caso de la pasada noche, los horarios se trastocan; pero en cuanto se marcharon, la señora Allerton subió a su dormitorio y la ayudé a desvestirse. Dijo que la salsa de arándanos le había sentado mal y le hice subir un vaso de leche. Se lo tomó con desgana, tardó un buen rato en bebérselo, pero me quedé allí hasta asegurarme de que lo hacía. Después se acostó y yo me marché.

–¿A qué hora fue eso?

–Pasadas las doce y media.

–¿Poco pasadas o bastante pasadas?

–Bastante pasadas. El reloj de la entrada dio los tres cuartos cuando yo entraba en mi habitación.

Carter anotó el dato y cerró su cuaderno. La doncella seguía tan tiesa como al principio, observándolo con ojos mortecinos.

–¿Cree que la señora Allerton podría recibirme unos minutos?

–Veré si está disponible.

La mujer se levantó y se alejó camino de la puerta con los hombros tan envarados que Carter se preguntó si no se habría olvidado de quitar la percha de la blusa antes de vestirse aquella mañana. Se puso de pie y caminó unos pasos por el comedor, intentando procurarse algo de aire con el cuaderno donde tomaba sus notas. Hacía calor allí dentro. En realidad, hacía calor en todas partes. El verano estaba siendo sofocante. Pensó en el cuerpo de Allerton, conservado en las dependencias refrigeradas del instituto forense, aguardando un final inexorable. Miró a través del ventanal y observó la calle. Allí dentro, al menos, se estaba un poco más fresco, pero sólo un poco más. ¡Calor!, resopló mientras se ahuecaba el nudo de la corbata. Qué otra cosa podía ofrecer el verano. Cerró los ojos y se dedicó una sonrisa cargada de lástima. ¡Cadáveres! Calor y cadáveres, naturalmente. ¿Qué, si no, podía traer el verano para alguien como él?

–¿Inspector?

A su espalda, la voz sonó quebrada y Carter se giró para encarar una aflicción motivada por razones cuya dureza avergonzaba su ridículo victimismo autocompasivo. Sabía que no renunciaría a él tan fácilmente. Sólo estaba postergándolo y aquella idea le desagradó. Ante la arqueada figura de una mujer que acababa de perder a su marido, Carter no pudo sino azorarse por la trivialidad de sus propios contratiempos.

–Reciba mis condolencias, señora Allerton.

Emma Allerton no tenía buen cutis aquella mañana, pero a Carter no le extrañó.

–Si no se encuentra bien, puedo hablar con usted en otro momento.

Ella negó con la cabeza. Por supuesto que no se encontraba bien, pero no iba a retrasar aquella entrevista, por muy desagradable que le resultara.

–¿Lo han asesinado?

–Aún no lo sabemos.

–Supongo que sí lo han hecho. Si no, usted no estaría aquí.

–Sólo quiero asegurarme de algunas cosas.

–¿Como si mi marido tenía enemigos?

Carter esbozó una ligera sonrisa. Aquello sonaba demasiado a novela detectivesca, pero en realidad era una de las preguntas que debía hacer, de modo que asintió.

–Sí –contestó ella–, mi marido tenía un gran enemigo que en ocasiones le hacía la vida imposible a él y a todos los que estábamos a su alrededor, pero no creo que lo haya matado.

Emma Allerton estudió la cara del policía. Era joven y, por un momento, se preguntó si tendría la experiencia suficiente para ocuparse de un caso de asesinato. Sin embargo, apartó aquel pensamiento. Si el Yard confiaba en él, ella no tenía por qué recelar.

–El bloqueo mental –continuó–. Ese era el mayor enemigo de mi marido. Y sabe Dios que es un adversario detestable al que todos hemos sufrido. Aunque supongo que no es este el tipo de enemigos por el que usted se interesa.

–Me temo que no –admitió Carter–, aunque cualquier información que pueda darme será útil.

Emma Allerton respiró hondo y mantuvo el aire en los pulmones durante unos instantes. Era una mujer madura, de aspecto agradable aunque distante. Apenas había rozado la mano de Carter al saludarlo y ni siquiera lo había mirado cuando lo hizo. Soltó el aire lentamente y luego habló:

–Los últimos meses no han sido especialmente felices para esta casa, inspector. Thomas encontró que la escritura ya no fluía con tanta facilidad como lo hacía antes y eso nos afectó a todos. Se le agrió el carácter y nos hizo pagar una factura que no nos correspondía.

Carter, con un gesto, hizo ver a Emma que entendía lo que quería decir.

–Mi marido había fracasado estrepitosamente. Sería inútil intentar suavizar el hecho con palabras que lo disfrazaran. Las ventas bajaron –dijo la mujer agitando las manos, como si quisiera ahuyentar un fantasma–, y Thomas fue incapaz de recuperar el genio creador de antaño. El editor lo puso entre la espada y la pared. Supongo que aquello saturó su capacidad para absorber la amargura por la que estaba pasando, porque amenazó con...

Carter enarcó una ceja y cometió un error de principiante al poner sus propias palabras en boca de un interrogado.

–¿Suicidarse?

Emma bajó los ojos.

–Dicen que los suicidas son cobardes y no quiero que usted piense eso de mi marido, inspector. No creo que Thomas se haya suicidado. No después de lo feliz que se sentía por su nueva novela. Estaba seguro de que con ella recuperaría el prestigio que le correspondía. Era un gran escritor.

–¿Y ese editor...?

–¿James? Le ha apretado bien las tuercas durante los últimos meses, pero es un buen amigo. Yo no se lo reprocho. En el fondo, eso es lo que tiene que hacer un editor, ¿no? –dijo Emma y clavó la mirada en los ojos de Carter en busca de su aprobación–, presionar al escritor hasta que recupere el espíritu creador.

Carter pensó que demasiada presión podría acabar matando la gallina de los huevos de oro, pero se abstuvo de decirlo en voz alta. Estaba dispuesto a considerar la idea del suicidio, aunque no rechazaría ninguna otra posibilidad. Por el momento, habría de esperar a que el informe del forense aclarase aquel punto, pero mientras tanto tenía un buen montón de tareas de las que ocuparse. La mañana se presentaba larga y, cuando abandonó la casa de los Allerton, ya sabía por dónde empezar.