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Dio un salto hacia atrás y esquivó al taxi por muy poco. Hubiera deseado salir corriendo tras él y hacerle saber lo que es el enfado de un detective de Scotland Yard, pero la pierna tullida se había resentido en el brinco y lo único que pudo hacer fue masajearse el muslo. Observó el bello edificio que se alzaba ante él y entonces se percató de que se encontraba en Savoy Court, la única calle de todo el Reino Unido en la que era obligada la circulación por la derecha. Suspiró y, con el suspiro, envió sus excusas al taxista.

Llamados siempre a visitar el cambio de la guardia en Buckingham Palace, la Torre de Londres o el Big Ben, peculiaridades como la de Savoy Court quizá no eran algo que excitara la atención de los turistas, pero a él le parecían extraordinariamente singulares, y se había encargado de conocer el porqué de aquella curiosa excepción. La costumbre venía de la época en que aún circulaban los coches de caballo de alquiler por las calles de Londres. Unos carruajes en los que el conductor, sin necesidad de apearse, podía extender el brazo, asir la manija de la puerta del pasajero, que se abría hacia atrás, y empujarla para que este pudiera bajar.

Charles sonrió. Podían aprenderse muchas cosas cuando a uno no le bastaba con preguntarse por qué. Siempre había sido un buen lector, pero aquellos seis meses en la cama de un hospital hicieron de él un devorador de libros. Por eso sabía, se dijo fijando la mirada en la rotonda que se abría ante la puerta del hotel, por qué los taxis londinenses aún hoy debían realizar un viraje de arco de veinticinco pies para sortear la pequeña glorieta que se encontraba a la entrada del Savoy.

Sacudió la pierna, que se quejó agriamente, y se dirigió hacia el hotel. A pesar de que sus elucubraciones respecto a la llamada de Sir Dwight le parecían sensatas, sentía curiosidad por conocer la razón de aquella cita. Arthur Dwight era un hombre agradable, de maneras exquisitas e inteligencia sutil. Trabajó a gusto a su lado en el servicio de contraespionaje, pero de eso hacía ya tiempo. Sabía que Dwight había ascendido y que ocupaba un cargo importante en el Security Service, y su llamada telefónica, aquella misma mañana, para pedirle que acudiera al Savoy con la máxima discreción y en calidad de amigo, dejó estupefacto a Carter, que no pudo evitar sonreír ante aquella puerilidad de Sir Dwight. Si algo no es nunca un subordinado con respecto a su superior, es un amigo y, por ello, Charles sospechó que, en realidad, lo que el subdirector solicitaba era su condición de policía.

 

* * *

 

–Bien, Tom, ¿vas a darme los detalles o tendré que seguir aguardando?

Lord Craddock bajó los ojos y hundió la mirada en el mantelito de la mesa, como si con aquello fuera a retrasar el momento de comenzar a hablar.

–Se trata de un asunto muy turbio, Archy...

–Eso lo daba por supuesto y, sin embargo, debes apresurarte –dijo Sir Dwight mientras consultaba el reloj de bolsillo–. Tienes menos de treinta minutos antes de que tengamos compañía.

Lord Craddock no se molestó en disimular su disgusto.

–¿Qué clase de compañía?

–Un detective del Yard.

–¿Has citado a un policía, Archy?

–Tranquilo, Tom. Es un viejo amigo.

Lord Craddock se inclinó sobre la mesa y su voz se volvió ronca y apagada, como si el temor a ser oído le hiciera imaginar la presencia de alguien más.

–Un viejo amigo soy yo –protestó–. Te dije que prefería no meter a nadie más en este asunto, Arthur, y mucho menos al Yard.

–No viene como policía, sino como amigo personal.

–¿Confías en él?

–Por completo. Es un héroe de guerra: fue abatido en Dunkerque después de haber derribado dos Stukas. Desgraciadamente, abrió el paracaídas demasiado tarde y el salto le produjo lesiones irreversibles. Nunca más pudo pilotar, pero fue mi asistente durante la guerra y luego se pasó al Yard, donde estuvo a las órdenes de Herbert Rush, ¿lo conoces? –Lord Craddock negó con la cabeza–. Un sabueso de los de antes. Lo entrenó bien, así que es lo que necesitamos y te aseguro que es un muchacho de toda confianza.

–Aun así, no me gusta.

Dwight lo miró impaciente. La ceguera de Lord Craddock procedía de la ignorancia. Sin embargo, era obvio que se imponía obrar el milagro de hacer ver a un ciego que no sabía cómo mirar.

–Si queremos solucionar el asunto de manera extraoficial, tengo que buscar a alguien de fuera; y te aseguro que Carter es el hombre indicado.

–Entiendo...

Lord Craddock calló y fijó la vista en algún punto indeterminado de la mesa, entre su taza de té y el pipermín de Sir Dwight.

–¿Ya no bebes, Archy?

Arthur Dwight miró con asco a su pipermín:

–Tengo el estómago destrozado.

Lord Craddock estudió los rasgos de su amigo. Parecía congestionado. Apartó la mirada y la dejó vagar por el local.

–¿Qué ocurre, Thomas? Vamos, suéltalo.

–Tal vez nos estamos equivocando, Archy. He estado pensando y no quiero causarte problemas. Creo que lo apropiado sería dar la cara. He cometido un error y lo importante ahora es subsanarlo.

–Eres mi amigo, Tom, y haré por ti todo lo que esté en mis manos, pero no quiero que albergues ninguna duda respecto a mis intenciones en este asunto: ten claro que no comprometeré la seguridad nacional ni siquiera por mi mejor amigo. Si detecto cualquier contingencia que pueda poner en riesgo la seguridad del país, haré oficial el asunto.

Lord Craddock sonrío con amargura, pero satisfecho.

–No esperaba otra cosa, Archy. Eres un hombre honrado y un buen inglés.

–Bien, aclarados estos puntos, ahora cuéntame los detalles que no quisiste darme por teléfono. Tal vez aún estemos a tiempo de lograrlo.

–En realidad no tengo ningún detalle que darte, Arthur. Alguien ha robado unos documentos, de suma importancia para la seguridad nacional, que tenía en la caja fuerte de mi casa. Y cuando digo alguien, quiero decir Boris Witzkibodj.

–¿El novio de Laura?

Lord Craddock asintió.

–¿Qué pruebas tienes?

–Mi convicción personal.

Dwight posó una mirada escrutadora sobre su amigo.

–¿Por qué estás tan seguro?

–Tiene que serlo. Es un tipo extraño. Tanto como su apellido...

–¡Oh, vamos, Tom! –exclamó el subdirector–, tendrás que darme algún indicio más concluyente que ese.

–Sabes que no puedo, Arthur, pero la intuición no me engaña: no es un hombre honrado. Todo en él despide el inconfundible olor del fraude, incluso su país.

–¿Qué pasa con él?

–¿República de Tzeldavia? Admítelo, Arthur, ni siquiera tú sabes dónde está ese endemoniado país.

–Sí sé dónde está. Deja de comportarte como un niño enfurruñado y explícame por qué sospechas de él.

–Estoy seguro de que se las ha arreglado para enamorar a Laura con el único fin de tener acceso a la casa.

–Ya tuvimos esta conversación, Tom. No te gusta como novio de Laura. No te ha gustado desde el principio y lo comprendo: a todo padre le llega el momento de preocuparse por la calidad y honradez de los brazos por los que su hija decide dejarse abrazar, pero eso no es motivo suficiente para pensar que el prometido de Laura sea un espía.

–¡Ha sido él, Arthur! Pese a que ella lo niegue, estoy convencido de que ese novio extranjero que se ha procurado es el responsable del robo.

–¿Has hablado con Laura?

–Pues claro que lo he hecho.

–No me parece una buena idea.

–¿Por qué? ¿Crees que debería habérselo ocultado?

–Te recuerdo, Tom, que todavía no me has dado ningún argumento que sustente tu sospecha. Nadie debería enterarse de esto.

–¿Ni siquiera mi hija? Ella podría ser la llave con que Witzkibodj ha accedido a mi casa –protestó Lord Craddock–. ¿Cómo crees que se sentiría si, después de todo, tengo razón y un día descubre que ha sido la cándida mano que Witzkibodj ha utilizado para perjudicar a su propio país?

Sir Dwight exhaló con lentitud.

–¿Y qué dice Laura al respecto?

–Que es imposible. ¿Qué va a decir? Está enamorada.

Sir Dwight desvió la mirada. Tom era un hombre de mente lúcida que solía analizar con frialdad los hechos antes de formarse un juicio, pero en aquella ocasión estaba demostrando más pasión que inteligencia al permitir que sus escrúpulos de padre prevalecieran sobre la interpretación objetiva de los hechos.

–Bien. –Arthur consultó de nuevo su reloj y suspiró aliviado–. Carter estará a punto de llegar. Le pondremos al tanto. Probablemente te interrogará al respecto y quiero que seas lo más preciso posible en los datos. Cuándo descubriste que los documentos habían sido robados, cuándo los viste por última vez, quién estaba en casa...

–Sí, ya lo sé –le interrumpió Lord Craddock–. Confiaré en ese tal Carter, si tan bueno te parece.

 

* * *

 

Cinco minutos. Eso era todo lo que necesitaba para observar, y Charles Carter había cumplido con la costumbre de adelantarse a la hora fijada para el encuentro, de manera que ahora podía tomarse ese tiempo para estudiar a Arthur Dwight y al caballero que lo acompañaba. Intentó recordar si la cara del desconocido le resultaba familiar, pero no logró ponerle nombre.

Acodado con naturalidad sobre la barra del bar, Carter examinó a los dos hombres. Sir Dwight parecía más corpulento. Sin duda la vida tras un escritorio producía esos efectos sobre un cuerpo que, un par de años antes, aún se conservaba estilizado. El otro caballero mostraba unas maneras exquisitas que se percibían aun desde lejos. Sin embargo, pensó Carter, era difícil no advertir la rigidez que constreñía los movimientos de su cuerpo. La gravedad que se dibujaba en el rostro del desconocido relataba su estado de desasosiego.

Al fin, Carter echó a andar hacia la mesa donde los dos hombres lo aguardaban.

Cuando lo vio acercarse, sir Dwight se levantó y caminó unos pasos a su encuentro.

–¡Charles! Me complace tanto verle de nuevo. ¡No ha cambiado nada!

–Me alegro de verle, señor. Usted tampoco.

–¡Oh, vamos!, no sea tan cortés. ¡Claro que he cambiado!, pero prefiero no recordarlo.

Carter sintió que el desconocido lo observaba con atención, pretendiendo, quizás, averiguar por su aspecto qué clase de persona era. El detective no se sintió intimidado. Sentía curiosidad por conocer a aquel hombre.

–Espero no haberle importunado al pedirle que viniera con tanta premura –Dwight se disculpó mientras lo saludaba–. No me habría tomado esa libertad de no ser porque el asunto a tratar es urgente y exige máxima discreción.

–No se preocupe, señor. Estoy encantado de poder servirle de ayuda.

–Lord Craddock es un viejo amigo y se encuentra en un aprieto.

Charles no dijo nada. Se limitó a estrechar la mano de Thomas Craddock y a aceptar la invitación de Dwight para que se sentara.

–Por supuesto, nuestra conversación es absolutamente confidencial, Charles. Lo he llamado precisamente porque confío ciegamente en su discreción, además de conocer su perspicacia. Es usted el hombre que necesitamos para resolver este feo asunto.

–Ve al grano, Archy.

–Cálmate, Tom. Es imprescindible que Charles conozca el terreno que pisamos.

Lord Craddock cerró los ojos un instante, incapaz de controlar su impaciencia.

–Ciertos documentos sensibles para la seguridad del país –continuó Dwight– han sido robados de la caja fuerte que Lord Craddock tiene en su casa. Somos viejos amigos y, en cuanto se percató del robo, me llamó para comunicármelo.

–Si se trata de asuntos sensibles para la seguridad del país –apuntó Charles–, doy por supuesto que es un asunto que compete al MI5.

–Lo cual le hace preguntarse qué pinta usted aquí –lo atajó Sir Dwight–. Sí, en efecto, este robo es un negociado del MI5, sin embargo...

–Mi hija Laura –lo interrumpió Lord Craddock, incapaz de dominar su inquietud por más tiempo– está en relaciones con un sujeto de incierta reputación y vida misteriosa.

Charles dirigió la vista hacia Lord Craddock. Sabía cómo observar de manera inocua y mantener una mirada circunspecta, sin que nada hiciera pensar que tras ella se ocultaba el minucioso estudio de un policía.

–Se trata de un tal Boris Witzkibodj...

–Es posible que este sujeto forme parte de una célula de espionaje. –Sir Dwight retomó la palabra y evitó que Lord Craddock recorriera de nuevo la senda de su preocupación paternal–. Le estamos siguiendo la pista.

El subdirector posó en Lord Craddock una mirada penetrante.

–¿Lo has puesto bajo vigilancia? –preguntó sorprendido.

–Por supuesto, Tom. En cuanto me llamaste esta mañana.

–¿Y entonces?

–De momento, no hay nada.

Sir Dwight miró a Charles, que asintió con la cabeza, y leyó en su mente como en un libro abierto: hasta el momento, no había nada que le resultara ajeno a las competencias del Servicio de Seguridad y continuaba sin entender la razón de su presencia allí.

–El aspecto controvertido del asunto, querido Charles –aclaró Sir Dwight–, es que, si las sospechas se confirmaran, y estando la hija de Tom de por medio debido a su relación con este sujeto, lo último que deseamos es que el suceso se haga vox populi. Lo cual no es descabellado que suceda si el MI5 se hace cargo de ello de manera oficial, con todos esos periodistas que corren detrás de historias de espionaje. La guerra está aún demasiado cerca y la psicosis colectiva no se ha apaciguado aún. Además de que, últimamente, parece que nuestros primos americanos nos han contagiado su obsesión antisoviética y pareciera que tras cada esquina de la vieja Inglaterra acecha un comunista.

–¿Y qué quieren que haga yo? –preguntó al fin Carter.

–Tengo a uno de mis hombres siguiendo a Witzkibodj. Su único cometido es informarme personalmente de los pasos que da, pero necesito a alguien que lo investigue personalmente, que hable con él...

–¿Y ha pensado alguna forma en que yo pueda acercarme a él sin despertar sus sospechas? –preguntó Charles.

–Sí.

Lord Craddock y Charles Carter lo observaron en silencio y comprendieron que el subdirector tenía un plan en cuanto una sonrisa perspicaz se esbozó en sus labios.

–A partir de este momento, usted será el nuevo secretario personal de Lord Craddock. –Este lo miró sin ocultar su sorpresa, pero no puso objeción alguna–. Tendrá acceso a tu casa, Tom –explicó Dwight dirigiéndose a su amigo–, y podrá investigar desde dentro.