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Amparados por las sombras de un edifico que la mayor parte de los empleados ya había abandonado, tras acabar su jornada laboral, dos días después de su encuentro en el Savoy, Lord Craddock y Sir Dwight volvieron a reunirse, esta vez en el despacho que el subdirector ocupaba en Curzon Street.
El temporal de nieve había cesado, pero la lluvia azotaba las ventanas y un recio vendaval aullaba en el exterior, haciendo estremecer la calle.
Lord Craddock apareció afligido y saludó en silencio a su amigo con un breve movimiento de la cabeza. Arthur Dwight sintió unos ojos cansados observándolo desde el otro lado de la mesa. El temor persistía en Lord Craddock, más aún ahora que habría de conocer el resultado de las pesquisas. Sir Dwight sonrió para sus adentros. Se sentía como un ser todopoderoso capaz de cambiar el destino de un hombre, como si de la inclinación de su pulgar, hacia arriba o hacia abajo, dependiera la felicidad de su amigo. Y así era, en efecto: en aquel preciso instante, el subdirector contaba con ese poder.
Sir Dwight le sirvió un whisky y tomó el sobre que tenía preparado encima de su escritorio.
–Tranquilo, Tom. Todo está resuelto.
Los ojos de Lord Craddock brillaron esperanzados. Sin querer prolongar por más tiempo la agonía de su amigo, Sir Dwight le tendió el sobre que Lord Craddock tomó con la punta de los dedos, como si agarrarlo con mayor vehemencia fuera a volatilizarlo.
–¿Quieres decir que estos son...?
–Ábrelo y comprueba si falta algo.
Sir Dwight se recostó en su sillón y observó, sonriente, a Lord Craddock, de quien, a medida que estudiaba los documentos, iba desapareciendo la preocupación acumulada durante aquellos acerbos días, hasta que el último atisbo de tensión se esfumó con un resoplido de alivio al terminar su comprobación.
–¡Está todo, Arthur!
Sir Dwight amplió su sonrisa y Lord Craddock leyó en ella que su viejo amigo se sentía complacido al saber restaurada la seguridad del Estado y salvado el honor de un viejo camarada, pese a que su buen hacer jamás sería reconocido ni recompensado.
–¡Me has salvado el cuello!
Sir Arthur no contestó. Prefería saltarse las expresiones de gratitud.
–Pero... ese Carter es... ¡magnífico!
–En efecto –admitió el subdirector–, lo es. Ya te lo dije.
Sir Dwight era sincero. Recordaba los extraordinarios servicios que Carter había prestado durante la guerra. Una vez más, aquel joven inteligente había sabido conjurar una amenaza y Arthur Dwight se prometió que se ocuparía de que el futuro de Carter prosperara en la medida en la que él pudiera impulsarlo. Ya que no quería volver al MI5, movería algunos hilos en el Yard y cambiaría su condición de detective por la de inspector. No sólo creía conveniente retribuir su servicio de alguna forma, sino que además, pensó, se lo merecía.
–Dime... –Lord Craddock interrumpió el libre divagar de Sir Dwight–. ¿Fue Boris?
–Sí. –Arthur acompañó la afirmación con un firme asentimiento de la cabeza–. Tenías razón, Tom, él robó los documentos de tu caja fuerte.
Lord Craddock asintió levemente y dejó caer la cabeza durante unos instantes.
–Y... –dudó un momento– qué vais a hacer con él. ¿Laura se verá mezclada de alguna forma en todo este sucio asunto?
–No creo que Laura tenga nada que temer.
–No es ella quien teme –suspiró Tom–, créeme.
Arthur Dwight sonrió ante la intranquilidad de Lord Craddock. Tom está cargado de razón, pensó. Laura no era el tipo de mujer a quien la traición de un hombre como Boris hiciera temblar. Ni siquiera estaba seguro de que estuviera enamorada de él.
–Tú tampoco debes temer nada. Si bien logramos interceptar los documentos a tiempo, Witzkobodj logró escapar, de modo que no habrá juicio. Este asunto permanecerá en secreto.
Tom suspiró. Volvió a llenar los vasos de whisky y ambos dieron un buen trago.
–¡Maldito! –Lord Craddock escupió la imprecación con voz ronca–. Espero que Laura comprenda ahora su error.
–El amor es ciego, Tom, y ella es joven e inexperta –le mintió.
Pero Lord Craddock no se percató de ello. Se sentía demasiado exultante para prestar atención a nada que no fuera el feliz final de aquella pesadilla, y Sir Dwight, por su parte, sabía muy bien cómo ocultar lo que jamás podría ser conocido por nadie que no fueran él mismo y Charles Carter.
* * *
Media hora después de que se marchara Lord Craddock, llegó Carter. Sin que aquel lo supiera, el detective había sido su sombra y sólo cuando Lord Craddock cerró la puerta de su casa, Carter respiró aliviado.
–¿Todo bien?
La voz de Sir Dwight vibró con un cierto temblor de ansiedad. Pese a la tranquilidad que había mostrado durante la entrevista con su viejo camarada, por el cerebro del subdirector aún corrían algunos temores que no desaparecerían hasta que todos los cabos estuvieran bien atados.
–Sí, señor. Tanto Laura Craddock como los documentos están donde deben.
–¿Ella...? –Sir Dwight dejó caer el silencio sin atreverse a aventurar una idea al respecto.
–Estaba totalmente segura de encontrarse a cubierto.
–¡Qué engreída! –el desprecio de Sir Dwight le salió directamente del alma.
–Es buena, señor.
–No lo suficiente, si ha sido descubierta. ¿Cómo lo hizo, Carter?
–Soy policía, señor. Es lo que sé hacer.
Los dos hombres se observaron. A Sir Dwight no le bastaba la respuesta. Deseaba conocer los detalles, pero leyó en los ojos de Carter que este no estaba dispuesto a ser más explícito. Al fin, qué más daba cómo lo hubiera descubierto. Lo importante es que los documentos habían sido recuperados y que el nudo gordiano que había ideado para mantener a salvo la reputación de su amigo y evitarle un dolor que quizá no podría soportar, manteniéndolo en una benigna ignorancia, estaba fuertemente atado. Sir Dwight, no obstante, quiso confirmarlo.
–¿Y Thomas?
–No sabe nada.
–Y no ha de saberlo nunca –afirmó tajante–. Puede que esa insolente joven haya jugado con nosotros durante un tiempo, pero no consentiré que su padre sufra por ello.
Carter respiró hondo y Sir Dwight lo observó detenidamente.
–Parece abatido, Charles.
–Lo estoy, señor. Miss Craddock es...
No terminó la frase, pero Sir Dwight supo lo que quería decir:
–Tremendamente atractiva.
–Cuesta admitir que una personalidad tan interesante e inteligente haya sido capaz de algo así.
Arthur Dwight asintió con la cabeza. A él también le resultaba difícil admitirlo, pese a que sus sospechas siempre habían recaído sobre ella. Cuando, el día anterior, Carter lo había interrogado directamente por la persona sobre la que debía orientar sus investigaciones, Sir Dwight supo que era el momento de hablar claro. El detective era demasiado hábil como para dejar pasar por alto el hecho de que toda la servidumbre de Lord Craddock habría sido investigada antes de entrar a su servicio. Era difícil que uno de ellos trabajara para el enemigo. Así, la persona que había robado los documentos no podía ser sino alguien que estuviera en la casa por derecho propio y sin que el MI5 pudiera objetar su permanencia en ella.
–Supongo que se sorprendería cuando se supo descubierta –aventuró Sir Dwight.
Carter meneó la cabeza en señal de duda.
–No estoy seguro, señor –admitió el policía con sinceridad.
–¡Es increíble! –Sir Dwight no pudo evitar la indignación–. Creíamos que Boris se aprovechaba de una joven enamoradiza y lo que en realidad teníamos era una pareja de astutos agentes.
–En realidad..., ¿trabajaban juntos, señor?
–Pues él sí, créame.
Carter observó que Dwight tenía la mirada perdida y negaba lentamente con la cabeza, como si aún le resultara difícil aceptar el hecho de que la hija de su mejor amigo hubiera vendido a su país. El subdirector bebió un largo sorbo de whisky.
–¿Cómo es posible, Carter?
A Charles le resultaba difícil enfrentar el abatimiento de su antiguo superior y apartó los ojos.
–¿Cómo puede un hijo que ha recibido una educación exquisita y ha vivido a la sombra de un hombre ejemplar, hacer lo que ella ha hecho?
–Lo ignoro, Sir Dwight.
–¿Dinero...? –aventuró el subdirector–. ¡No lo necesita, por Dios! ¿Cuántas monedas costó el beso de esta Iscariote?
–No puedo dar una información fidedigna al respecto, señor, pero me atrevería a aventurar que Laura Craddock no ha ganado un solo penique con esto.
Sir Dwight lo miró confundido. No podía comprenderlo.
–Creo que se trata de un caso de aburrimiento vital –continuó el detective–. Usted mismo lo dijo: Laura Craddock es una joven demasiado inteligente y singular para encontrar satisfacción en su aburrido círculo de amistades. Y..., ¿cómo fue la expresión que utilizó, Sir Dwight?
El subdirector la recordaba perfectamente:
–Anhela poner un poco de exotismo en su vida.
–En efecto –continuó Carter–, eso fue lo que dijo. Supongo que ahí tenemos la explicación: Laura Craddock representa el prototipo de joven hastiada que, a pesar de tenerlo todo, no encuentra alicientes en su vida. Lástima que, para conseguirlos, optara por echarse en brazos del enemigo.
–Es una necia.
–Y, sin embargo, digna hija de su padre...
Sir Dwight miró atónito a Carter.
–Yo no diría precisamente eso.
–Me refiero al temple con que se condujo cuando se supo descubierta. No se vino abajo, a pesar de que sabía que su acción podría llevarla al cadalso por espionaje.
Carter calló y el subdirector supo que algo preocupaba al policía. Lo estudió, pero no logró descubrir qué.
–Le preocupa algo.
Charles continuó callado. No acababa de entender por qué se sentía tan renuente a contar los hechos tal y como habían sucedido, pese a que el resultado final, que Laura Craddock escapara, no sólo fuera el que tenían previsto que ocurriera, sino el que se le había ordenado que sucediera, sin que cupiera ninguna otra posibilidad. El detective apartó el sentimiento de culpabilidad que le invadía por ocultar a Sir Dwight que había sido drogado y que, en realidad, la huida de Laura Craddock fue producto de la habilidad con que la joven había jugado sus cartas. En cualquier caso, aún seguía reflexionando por qué Sir Dwight le ordenó, tajantemente, que se asegurarse de que Laura Craddock quedaba libre.
–Su destino era la horca, señor, y me pregunto si hemos hecho bien dejándola ir.
–¡Me importa un rábano la vida de esa renegada! Su padre ha rendido grandes servicios a la patria y no podía consentir que pasara por esta vergüenza. Nunca debe saberlo. ¿Se ha asegurado de ello, Carter?
–Sí, señor –Carter recordó las palabras que la joven le había susurrado antes de besarlo: parto al instante para el Continente. Sabía que eran ciertas y que en aquel momento estaría a punto de alcanzarlo–. A estas horas, Laura Craddock va camino de Calais y esta noche Lord Craddock descubrirá que su hija se ha fugado con Boris.
Los dos hombres se miraron un instante.
–Con respecto a Witzkibodj... –Carter sentía al tzeldavo como un cabo suelto que le golpeaba el cerebro sin que fuera capaz de dominarlo y hacerle una lazada que lo colocara en su lugar. Pese a sus intentos, el prometido de Laura Craddock se había mostrado demasiado esquivo y Charles no había tenido la oportunidad de conocerlo.
–Escapó en cuanto mi hombre dejó de seguirlo –informó Dwight.
–Y ese hombre suyo...
–No sospechará nada. Cree que se trataba de una vigilancia rutinaria.
–Pero usted habló con él antes de que escapara...
Sir Dwight lo miró sonriente. Era muy extraño que un subdirector realizara trabajo de campo, pero en ocasiones las circunstancias lo requerían:
–Suspendí la misión y, en cuanto mi hombre se marchó, hablé con Boris. Entendió la oportunidad que se le estaba dando, así que aceptó marcharse y no volver a poner el pie en el Reino Unido.
Carter asintió.
–Supongo que la huida de su hija será un amargo trago para Lord Craddock.
–No me cabe la menor duda al respecto –admitió Sir Dwight–. Creer que su hija se ha marchado con un espía lo afligirá, por supuesto, pero era la salida más honrosa para él. Aunque sea una pesada losa que deba soportar el resto de su vida, esa huida que hemos urdido era la única solución que podíamos darle.
–Supongo que sí, señor.
–No lo suponga. Lo es.
Carter no discutió. Apuró el último sorbo de whisky e hizo ademán de levantarse.
–Bien... –dijo Sir Dwight llevándose la mano a los ojos. Estaba cansado y quería irse a casa para reposar–. Asunto concluido.
–Si no se le ofrece nada más, señor...
–No, váyase a casa y descanse, Charles. Se lo ha ganado y yo le debo una.
Sir Dwight pensaba en el ascenso para Carter.
–No es necesario, señor.
–Sí lo es –aseguró con un movimiento de la mano con el que daba a entender que el asunto no requería más comentarios.
Carter se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta.
–Buenas noches, señor.
–Buenas noches, Charles, y gracias.
Sir Dwight cerró los ojos y se friccionó las sientes con los dedos. Había hecho lo correcto, pensó, y el asunto se había cerrado enteramente a su gusto.