8
Un par de semanas después, Carter aún seguía dándole vueltas al asunto. Ante los ojos, le aparecía una tupida tela de araña que el policía estudiaba con detenimiento: los hilos se entrecruzaban limpios y expresaban una lógica que a él, sin embargo, se le antojaba fingida. Y aquello le estaba frustrando. Por más que recorría cada hilo de la tela y lo siguiera hasta el final, le resultaba imposible encontrar el punto en el que las hebras anudaban la añagaza. Si pretendía ser la araña que conoce al dedillo la red que ella misma ha tejido, se engañaba. Él, como muy bien había expresado Laura Craddock, no era sino un insecto más atrapado entre los pegajosos hilos.
–¿Qué clase de crimen es ese que te absorbe de esa manera?
Charles escapó a la abstracción en la que se había sumido y sonrió a su tía.
–Uno que me tiene apresado sin posibilidad de escape.
–Siempre hay una manera.
–Esta vez no.
–Esta vez, también. Tómate el té antes de que se enfríe y olvídalo durante un rato. Ya sabes cuál es mi teoría...
–Lo sé, tía Mary: cuanto más distancia ponga entre un caso y yo, con mayor nitidez aparecerá cuando vuelva a mirarlo.
La anciana asintió y abandonó la salita de estar. Charles la oyó cacharrear en la cocina, seguro de que ella adivinaba que no seguiría su consejo. Aunque sabía que tenía razón, le resultaba imposible: cuando algo se le resistía, le atrapaba por completo, como le tenía atrapado aquella dichosa telaraña.
No acababa de comprender por qué Sir Dwight le había dado dos versiones de un mismo personaje en aquel drama: Boris Witzkibodj suponía un enigma insoluble para Carter. ¿Era o no era un espía? De hecho, ¿existía?, se preguntó. Todos hablaban de Witzkibodj, pero él no lo había visto. Daba por hecho que sí, pero no acababa de anudar la hebra que ocupaba el tzeldavo en la telaraña. Sopesó la posibilidad de que, tal y como fue presentado en un principio, Boris no fuera en realidad un agente extranjero y Sir Dwight lo hubiera utilizado para cubrir la huida de Laura Craddock. Boris Witzkibodj era la falsa excusa que Sir Dwight necesitaba para engañar a Lord Craddock y ocultarle la verdadera filiación de su hija. Eso explicaría la primera versión que el subdirector le había dado sobre el tzeldavo. Aunque rechazaba la idea, esta se le presentaba como la única posible: después de desenmascarar a Laura Craddock y recuperar los documentos, Sir Dwight había tratado con Witzkibodj y, utilizando sabe Dios qué argumentos, lo había obligado a abandonar el país.
Carter chasqueó la lengua mientras enredaba los dedos en el pañito de crochet con que su tía cubría los brazos de los sillones. Si así fuera, reflexionó, él habría servido como instrumento deshonroso de una maquinación. Entendía los motivos por los que Sir Dwight deseaba proteger a su amigo, pero no a costa del honor de un inocente. Y si Witzkibodj no lo era... Si Boris Witzkibodj trabajaba con Laura Craddock, entonces por qué aquella primera versión sobre su inocencia, y por qué Laura Craddock se había servido de él para acudir a los Docklands y hacer la entrega, en lugar de apoyarse en el tzeldavo. ¿Quién, de todos ellos, le había utilizado? ¿Y por qué?
¡Laura Craddock! Carter suspiró al pronunciar su nombre. Si Witzkibodj representaba un misterio, sobre ella no cabía la menor duda y ese era un hecho que el policía no acababa de asumir.
Oyó los pasos de su tía acercarse por el pasillo. Alisó el pañito que había arrugado y simuló observar el bordado de petipuá en el que ella estaba trabajando.
–No me engañas. Sigues dándole vueltas a tu crimen.
Charles sonrió. Su tía ni siquiera necesitaba las lentes para leer en él como en un libro abierto. Estiró las piernas y se reacomodó en el sillón. Ella tenía razón: puede que él hubiera representado el papel de insecto en todo aquel turbio asunto, pero aquel era un buen momento para apartarlo y disfrutar de un rato de tranquilidad. Atisbó un instante la oscuridad de la calle a través de la ventana. Lo que quiera que fuese que se estuviera cociendo allí fuera, podía esperar.
* * *
Sobre una bandejita de plata, mezclada con otras notificaciones postales, aguardaba una carta que había llegado con el correo de la tarde.
–¡Edith! –exclamó Lord Craddock. Y su esposa adivinó por qué. Cerró el libro que estaba leyendo y subió las escaleras. Cuando entró en el gabinete, Thomas aún se encontraba de pie, a medio camino entre la mesa de trabajo y la puerta. Tenía los hombros caídos y con los dedos crispados agarraba un pliego de papel cuyo significado Lady Craddock interpretó al instante.
–¿Es de ella?
Lord Craddock asintió con vehemencia, como si con aquel movimiento feroz de la cabeza pudiera fingir la irritación que le suponía.
Edith tomó a su marido por la cintura y lo hizo sentar en el canapé, junto a ella. En silencio, los padres de Laura Craddock leyeron la carta de su hija.
* * *
Sir Dwight se llevó una mano a la boca del estómago. Aquella maldita acidez lo estaba matando.
Tenía ganas de volver a casa. El día no se había mostrado benigno ni en cuanto al tiempo, aunque había dejado de nevar, ni en cuanto a la excesiva cantidad de asuntos pendientes a los que parecía que jamás se les podría dar salida. Estaba exhausto y necesitaba ir a casa, sentarse en silencio junto a la chimenea y leer alguna novela que lo distrajera, pero sabía que su sueño no se haría realidad. En cuanto pisara el vestíbulo, Margaret lo avasallaría con los preparativos para la fiesta de su quincuagésimo séptimo cumpleaños, que sería al día siguiente, de modo que decidió quedarse unos minutos más en el despacho. A aquella hora tardía, el silencio se extendía por los pasillos y podía disfrutar de lo que en casa no encontraría.
–¿Señor?
El asistente de Sir Dwight asomó tras la puerta.
–¿Aún no se ha marchado, James?
–Iba a hacerlo, señor, pero tiene una visita.
Arthur, sorprendido, lo interrogó con la mirada.
–El capitán Pritcher y otro caballero desean verlo.
–¿Ahora?
–Dicen que es importante...
Dwight observó la cara compungida de su asistente. Probablemente estaría reprochándose no haberse marchado unos minutos antes y haberse ahorrado el problema.
–No se preocupe, James. Hágalos pasar y después váyase a casa. También ha sido un día duro para usted.
Pritcher entró con paso firme. Había trabajado en el equipo del subdirector durante la guerra y Dwight lo conocía bien. Era un hombre inteligente, de maneras afables pero estrictas, que llamaba la atención por su extraordinario físico: alto y de hombros cuadrados, tenía el cabello claro, cortado a cepillo, y unos ojos demasiado azules que sobrecogían con su brillo de acero. Vestía de uniforme y Sir Dwight se sorprendió al ver que venía acompañado de Land, uno de los hombres fuertes del Ministerio del Interior.
El subdirector se levantó para saludarlos y les sonrió cansado mientras les tendía la mano. Aún quería irse a casa, su mente se lo repetía una y otra vez como si fuera un niño enrabietado porque no se atienden sus deseos, pero Arthur Dwight comprendió que la visita de Pritcher y Land exigía prolongar su jornada laboral, al menos un rato más.
–¿Les apetece un coñac, caballeros? Doy por hecho que el asunto que les trae hasta aquí a estas horas lo va a requerir.
–Se lo agradezco, señor. –Pritcher no había relajado los hombros un sólo instante desde que había entrado–. Prefiero no beber.
–¿Y usted, Richard?
Land negó con la cabeza y Dwight simplemente los invitó a sentarse mientras se servía en una copa tallada del juego que Margaret le había regalado el año anterior por su cumpleaños. Sir Dwight no se engañaba. Estaba seguro de que el asunto que traía a Pritcher y Land a su despacho, a una hora desacostumbrada como aquella y de forma tan inesperada, era serio.
–Y bien, caballeros –dijo mientras tomaba asiento frente a ellos–, ¿de qué se trata esta vez?
–De usted, señor.
Pritcher no vaciló al responder y Dwight se sintió desconcertado por la seguridad con que había pronunciado aquellas tres palabras. Los miró de forma alternativa, pero no halló ninguna clave en sus caras. Y, sin embargo, no había que ser demasiado listo para percatarse de que el asunto de la hija de Thomas había sido descubierto, a pesar de las precauciones tomadas. Llegaba el momento de pagar la factura, pero el subdirector no estaba dispuesto a adelantar ficha ni a aventurarse antes de haberlos escuchado. Prefirió adoptar un tono intermedio que le permitiera rebatir cualquier argumento, si era oportuno, o claudicar, si no quedaba más remedio.
–Tal vez pueda ser un poco más explícito, capitán.
–Tenía la esperanza de que no fuera necesario, señor, pero si es lo que desea…
–No me gusta esa respuesta, Pritcher –Sir Dwight lo atajó exagerando su enojo.
Pritcher se había ganado una buena reputación y había ido ascendiendo en el escalafón del MI5, pero Dwight aún era su superior, aunque no estuviera directamente bajo su mando.
–Lo daba por hecho, señor.
–Y, sin embargo, no ha tenido empacho alguno en darla.
–En realidad, señor, lo que no tengo es otra opción.
Arthur Dwight tanteó otro camino y dirigió la mirada hacia Land, en espera de una intervención por su parte que suavizara la áspera tesitura que se estaba creando y permitiera creer que le bajaba los humos a Pritcher, pero Land mantuvo la mirada del subdirector sin decir palabra. Dwight lo entendió y devolvió la atención a Pritcher:
–Explíquese.
El capitán mantuvo la calma. Estaba bien entrenado y Dwight supo que no iba a perder los estribos por mucho que se empeñara en ladrarlo, de modo que se relajó y dejó que los hechos acontecieran sin más. Pritcher no se sintió afectado tampoco por aquel cambio y comenzó a hablar mientras abría un portafolio que tenía sobre las rodillas.
–Esta mañana recibimos un interesante informe de uno de nuestros agentes en la República de Tzeldavia...
Dwight entornó los ojos con curiosidad. Ningún informe de esa fuente se hallaba sobre su mesa.
–¿Hemos recibido? –lo interrumpió–. Yo no lo he recibido, Pritcher.
–No, señor, usted no. Nosotros.
Una vez más, la frente del subdirector se arqueó por la sorpresa.
–¿Y puedo saber quiénes son ese nosotros, capitán?
–No –Land abrió la boca por primera vez desde que había llegado.
–¿No, Richard? –lo interrogó Dwight, asombrado.
–No es una información relevante..., Arthur.
Por un instante, Sir Dwight creyó que a Land le costaba pronunciar su nombre, como si intentara mantener una distancia que el nombre de pila no permitía conservar. El subdirector rellenó la copa.
–Vayan al grano, caballeros. Estoy cansado y quiero irme a casa.
–Esta mañana –Pritcher retomó la palabra–, recibimos un informe de uno de nuestros agentes en la República de Tzeldavia.
El capitán hizo una pequeña pausa, pero Sir Dwight no pestañeó.
–El informe contenía datos de carácter bastante sensible para la seguridad nacional.
Una nueva pausa implantó un nuevo silencio que, esta vez sí, excitó la impaciencia de Sir Dwight:
–¿Y?
–Alguien ha filtrado unos documentos de alto secreto que nos ponen en una posición muy delicada.
–¿Su fuente es segura, Pritcher?
–Absolutamente, señor.
–¿De dónde procede la filtración?
–De este edificio.
–¡Imposible! –la exclamación de Dwight sonó firme–. Mi personal es cien por cien fiable. Todos nosotros hemos pasado los controles de seguridad y, aunque eso usted ya debería saberlo, aquí no guardamos ninguna información sensible para la seguridad del Estado que hayamos podido filtrar.
–Sabemos que tu sección no custodia documentos calificados de alto secreto, Arthur –señaló Land.
–¿Entonces...?
–Los documentos a los que nos referimos pasaron por aquí sólo para ser copiados. Después, fueron devueltos a su lugar de custodia.
–¿Y me puedes explicar cómo ha sucedido eso, Richard?
Sir Dwight dio un largo sorbo de coñac.
–¿Es necesario, Arthur?
El subdirector se mantuvo impertérrito. Aún se sentía fuerte para argumentar objeciones y abrió la boca decidido a dar debida réplica a aquella enojosa pregunta, pero Pritcher no se lo permitió. El capitán tomó la palabra y le ahorró una respuesta de la que Dwight supo que, tarde o temprano, se habría arrepentido.
–Sabíamos de la existencia de un topo, señor. Aunque desconocíamos quién era, teníamos nuestras sospechas.
–¿Un topo? ¿En esta sección?
Pritcher asintió con un leve movimiento de la cabeza.
–¿Y por qué no fui informado de ello?
–Usted mejor que nadie sabe que, en casos como este, reducir el número de personas que sepan de la sospecha aumenta las posibilidades de éxito en la labor de desenmascaramiento.
Sir Dwight, a regañadientes, admitió la explicación de Pritcher.
–¿Y bien? –interrogó tras apurar otro sorbo de coñac–, ¿han descubierto la identidad del topo?
–Le hemos venido siguiendo los pasos muy de cerca –respondió Land–, pero hasta esta misma mañana no hemos podido confirmarla.
Dwight sonrió con desdén. Sabía lo que aquello significaba.
–Siempre se les acaba pillando.
–En efecto –aseveró Land–, por muy cuidadoso que se sea, siempre se comete un error fatal.
–Hace dos años –continuó Pritcher, interrumpiendo el grotesco coloquio–, se filtró cierta información que tan sólo unas cuantas personas conocían. Nos ha llevado dos años de trabajo, pero hemos ido descartando a esas personas una tras otra hasta que sólo quedó una...
Dwight miró fijamente a Pritcher, decidido a sostener la mirada de aquellos ojos azules impenetrables y confiados.
–Usted, señor –afirmó sin reservas.
El subdirector asintió con un ligero movimiento de la cabeza.
–No teníamos pruebas fehacientes –continuó el capitán–, pero al menos sí ciertas presunciones que orientaron nuestra investigación. De modo que...
–Me sometieron a vigilancia.
Pritcher asintió.
–Usted es el topo, señor, y ahora tenemos las pruebas que necesitamos.
–¿Puede hacerme un resumen, Pritcher? –ironizó Dwight. El momento de claudicar había llegado y el subdirector se sonrió despreciativamente a sí mismo.
–Contactó con Boris Witzkibodj, un subastador.
Dwight esbozó un remedo de sonrisa. A Witzkibodj no le gustaría nada oírse llamar así, pero en realidad eso es lo que era: un tipo que conseguía información y la vendía al mejor postor.
–Le encargó un trabajo –continuó Pritcher–: Witzkibodj debía conseguir ciertos documentos que custodiaba Lord Craddock en la caja fuerte de su casa. Para tener acceso fácil a la vivienda de este, Witzkibodj enamoró a su hija Laura, lo cual le abrió las puertas de la mansión. Fue bastante sencillo para él hacerse con los documentos que nosotros previamente habíamos cambiado por unos falsos. Teníamos controlado a Witzkibodj porque, supongo que lo entenderá, señor, queríamos sorprenderlo en el momento en que le entregara los documentos a usted, pero no estábamos dispuestos a correr riesgos dejando unos documentos auténticos al alcance del subastador. Sin embargo, las cosas no sucedieron como habíamos previsto...
–Entiendo –admitió Sir Dwight sin ambages. Sabía que todo estaba perdido y no estaba dispuesto a perder más tiempo del necesario–. Witzkibodj me mintió.
–En efecto –confirmó Pritcher–. Le dijo que, cuando él accedió a la caja fuerte de Lord Craddock, se encontró con la desagradable sorpresa de que los documentos ya habían sido robados, pero lo cierto es que Witzkibodj los vendió a un mejor postor.
Sir Dwight chasqueó la lengua y dio un nuevo sorbo al coñac. Le había parecido que la cifra ofrecida a Witzkibodj satisfaría los anhelos de cualquier subastador, pero, al parecer, estaba mal informado con respecto a las cantidades que se barajaban en el mercado.
–De modo que nuestro plan de sorprenderle a usted in fraganti se vino abajo como un castillo de naipes.
El subdirector asintió. La historia le resultaba interesante en extremo y estaba logrando divertirle, pese a que la torpeza con que se había conducido implicaba un final en absoluto agradable para él.
–¿Y entonces...? –preguntó.
–El azar vino a jugar a nuestro favor –esta vez fue Land quien tomó el hilo de la historia–. Lord Craddock, una vez descubierto el robo del que Witzkibodj era responsable, se puso en contacto contigo.
Sir Dwight asintió sin titubeos pensando que aparentar aquella afectada calma era mucho más honroso que argumentar torpes justificaciones.
–Sois viejos amigos –continuó Land–, y Lord Craddock pensó que si acudía a ti aún había esperanzas de enmendar el asunto antes de que saliera a la luz pública. Tú, sin embargo, encontraste en Lord Craddock la oportunidad de resolver tus propios problemas.
–Las dificultades económicas por las que está pasando –señaló Pritcher, retomando su turno en la narración de los hechos–, no podrían continuar ocultas mucho más tiempo, señor. Los acreedores están estrechando el círculo en torno a usted y le apremian con unos pagos a los que no es capaz de hacer frente. Era esencial que recuperara esos documentos de quien quiera que fuese el que los había robado y pudiera proceder a la venta que había acordado con la República de Tzeldavia.
–Les aseguro, caballeros –afirmó Dwight con mordacidad–, que se trataba de una suma que quita el hipo.
–Lo sabemos, señor –contestó Pritcher imperturbable, obviando cualquier asomo de disgusto por aquella cáustica apreciación–, como también sabemos que la inesperada petición de ayuda por parte de Lord Craddock le sugirió una idea arriesgada, pero no tanto como para que no estuviera dispuesto a arrostrarla a fin de liberarse, de una vez por todas, de sus dificultades financieras.
–Fuiste atrevido, Arthur –le halagó Land–. Ideaste un ingenioso plan que se acomodaba magistralmente a tu conveniencia. Pensaste que si ponías el asunto en manos de tu viejo asistente, Charles Carter, que hoy es un avispado policía del Yard, quizá podrías descubrir quién había robado los documentos y hacerte con ellos.
Dwight sonrió agriamente. Era obvio que el plan no había resultado tan magistral como Land pretendía hacer ver y se preguntó si, al utilizar aquella palabra, no ansiaba replicar con un sarcasmo al cinismo con que él se estaba conduciendo.
–Creíste que tu plan era redondo –continuó en voz baja–. Pensaste que Carter descubriría al ladrón y recuperaría los documentos que tú devolverías a Lord Craddock..., pero no antes de haberlos copiado.
Dwight sonrió y Land le devolvió la sonrisa.
–Y todo ello dejando al margen al MI5 –aseveró.
–Y tuve razón.
–En efecto –admitió Pritcher–. Usted creyó cierto el robo de documentos que Witzkibodj le había contado. Nunca consideró que el descaro del tzeldavo llegara hasta el punto de engañarlo. De modo que, siguiendo la línea argumentativa que el propio Carter inteligentemente le expuso, creyó comprender que el ladrón de los documentos pertenecía a la familia Craddock y, dentro de sus miembros, evaluó a la hija como el elemento con mayores posibilidades. Al fin y al cabo, su opinión sobre ella no es muy buena.
Pritcher clavó en Dwight una fría mirada antes de continuar.
–El único problema de su plan, señor, es que nosotros íbamos siempre un paso por delante de usted y, cuando usted mismo sugirió al detective Carter la posibilidad de que el ladrón de los documentos fuera Laura Craddock, ignoraba que ella era un ladrón dispuesto por nosotros mismos. Nuestra tela de araña ya había sido tendida. Sólo quedaba aguardar a que usted cayera en ella.
–¿Laura? –preguntó el subdirector, sorprendido. La cómica máscara con que había venido cubriendo su vergüenza cayó repentinamente ante la sorprendente revelación.
Pritcher asintió con la cabeza.
–¿Laura trabaja para el MI5?
–Sí, señor. ¿Le sorprende?
–Creí que...
–¿Creías que era como tú?
En otro momento, Sir Dwight habría abofeteado a Richard por esas palabras, pero se abstuvo al comprender que este no era ese otro momento.
–Miss Craddock fue nuestro señuelo para Carter, que es un buen detective pero ha perdido su olfato para el espionaje –en el tono de voz de Pritcher no asomó ningún reproche hacia el pobre policía que Sir Dwight había utilizado tan alevosamente.
–Y Carter picó –manifestó Land.
–Y yo con él.
–Pero no de la misma forma, señor –intervino Pritcher–. Carter es inocente del delito de espionaje. Usted, no.
–Él me entregó los falsos documentos que ustedes pusieron en sus manos a través de Laura Craddock –Sir Dwight resumió la historia en una frase que asombraba por su simplicidad.
–Y esos documentos, señor, son los que nos ha remitido nuestro agente en Tzeldavia esta mañana.
–Cuando Carter te los entregó, Arthur –la voz de Land se tornó desabrida–, hiciste una copia antes de devolvérselos a Lord Craddock. Pensaste que nadie podría vincularte con ellos cuando la filtración se conociese puesto que, salvo para Carter y Lord Craddock, esos documentos jamás habían pasado por tus manos, y ninguno de ellos representaba un peligro para ti: Carter jamás se enteraría y, en cuanto a Lord Craddock, cuando conociera la filtración, creería que Witzkibodj había logrado realizar una copia de los documentos antes de que Carter los recuperara, pero jamás sospecharía de ti.
–Me pareció extraño que Carter se prestara a dejar ir a Laura Craddock, evitándole la horca, sólo porque yo se lo pidiera con la necia excusa de resguardar el honor de su padre. Es demasiado honrado para pasar por ese aro. Ahora entiendo que fueron las órdenes del MI5 las que obedeció y no las mías –dijo Sir Dwight con un tono de desdén que sólo pretendía despreciar su propia torpeza.
–Se equivoca, señor –le corrigió Pritcher–. Carter no conoce la filiación de miss Craddock al MI5.
–Deberías saberlo, Arthur –le amonestó Land–: tenemos como prioridad absoluta proteger las identidades de nuestros agentes. Por ello te permitimos contactar con Witzkibodj, después de que Carter te comunicara que había recuperado los documentos, y plantearle el ultimátum por el que debía de abandonar el país. A nosotros también nos convenía que Laura Craddock tuviera una excusa para desaparecer por el momento.
–¡Laura Craddock agente del MI5! ¡Quién lo hubiera dicho! –Sir Dwight sonrió tristemente–. Verdaderamente, sabéis muy bien cómo proteger a los agentes. Incluso de mí.
–Incluso de ti –admitió Land–. Si no te hubiéramos atrapado esta vez, Arthur, tú habrías seguido creyendo que Laura Craddock era una agente enemiga, y su seguridad vale demasiado para arriesgarla. Espero que Carter perdone la droga que hubimos de administrarle.
–Seguro que sí, –aseveró Pritcher–. Si conociera el verdadero fin por el que fue drogado, lo daría por bien empleado.
Sir Dwight los miró interrogativamente.
–Él no me habló de ninguna droga –señaló sorprendido.
–Subestimaste la capacidad de Carter, pero él sabía que jugaba con cartas falsas, de modo que se guardó cierta información a la que no le encontraba sentido, en espera de hallarlo. Estoy seguro de que aún continúa haciendo cábalas. Es una lástima que no podamos revelarle el verdadero trasfondo del asunto. El único consuelo que le queda es creer que verdaderamente recuperó unos documentos sensibles para la seguridad nacional. Y, al fin, Arthur, gracias a esa droga, nuestro común objetivo está cumplido: Laura Craddock ha huido, aunque sospecho que el inspector se sentiría más complacido por el nuestro que por el tuyo.
–¿Inspector? –A Dwight no se le escapó el grado que Land había utilizado para referirse a Carter–. ¿No piensan desposeerlo del ascenso que conseguí para él?
–En absoluto –aseguró Land–. Hacerlo sería dar pie a que Carter se plantee ciertas preguntas que no queremos que se haga. Por otra parte, Arthur, él ha creído prestar un servicio a su patria.
–De hecho –señaló Pritcher–, lo ha prestado.
Dwight sonrió amargamente. Allí estaba él: el servicio que Carter, aun sin saberlo, había prestado a Inglaterra.
–Se merece el ascenso –la voz de Land sonó tajante y Dwight asintió con la cabeza. Estaba de acuerdo: se lo merecía.
Arthur desvió la mirada hacia la ventana y observó las luces de las farolas refulgiendo en el húmedo pavimento. Debía de hacer mucho frío. Se estremeció y volvió a sentir la necesidad de marcharse a casa y entregarse a la lectura de una estúpida novela que lo relajara. Durante un instante, sus pensamientos volaron hasta aquel pequeño rincón del mundo donde solía refugiarse, incluso de Margaret, pero la presencia de los dos hombres no permitió que se extendiera demasiado. Volvió la mirada hacia ellos y los observó, aguardando el paso conclusivo que estaban prestos a dar.
Land se irguió en el sillón y cuadró los hombros.
–Ahora, capitán Pritcher –dijo con voz inexpresiva mientras se llevaba una mano al bolsillo de la chaqueta–, si nos disculpa un instante...
Durante unos segundos, Sir Dwight se sintió complacido por la sorpresa que asomó en el rostro de Pritcher ante la petición de Land, pero el placer duró poco. Habituado a la rígida disciplina militar, el capitán no hizo ninguna objeción. Se levantó sin decir palabra, saludó con una marcial inclinación de cabeza y salió del despacho.
Land y Dwight quedaron solos.
–Aún te queda un sorbo de coñac en la copa, Arthur.
Dwight asintió con la cabeza. Sabía lo que venía.
–Por tu honor y el de Inglaterra, no deberías apurarlo sin esto.
Land dejó caer una tableta sobre la mesa de Dwight y se marchó.