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Lord Craddock estaba poniéndose el abrigo cuando la puerta de la calle se abrió y una ráfaga de viento helado invadió el vestíbulo, anunciando el desapacible vendaval que lo aguardaba tras ella.
–¿Vas a salir?
La voz de su hija sonó sorprendida. La melena enmarañada de la joven, parcialmente cubierta de copos de nieve, explicaba el asombro de su pregunta. El tiempo no invitaba a excursiones gratuitas y sólo algún asunto de urgencia justificaría la salida. De modo que cuando Laura Craddock encontró a su padre poniéndose el abrigo, supo que el motivo que lo impulsaba era una de esas urgencias.
–He quedado con Arthur.
Ella se detuvo un instante en el vestíbulo y se quitó lentamente el guante de una de las manos.
–Para hablar de...
–En efecto –la interrumpió.
–¿No irás a decirle que Boris está complicado en el asunto?
–No voy a decirle más que la verdad.
–Entonces no puedes afirmar que Boris ha robado tus documentos.
–¡Chist! –Lord Arthur se acercó a su hija con el sombrero en la mano–. Haz el favor de no hablar de ello. No quiero que todo el país sepa que la seguridad nacional puede estar comprometida.
La recurrencia de aquella conversación comenzaba a fatigarlos. Durante las últimas horas, habían discutido al respecto sin que ninguna de las tesis que cada uno defendía se hubiera apartado un ápice de su posición inicial. Padre e hija sostenían, inflexibles, los puntos de vista tras los que se habían hecho fuertes. Pero lo cierto es que sólo eso, puntos de vista, era lo que podían argumentar en respuesta a los del otro. Ni Lord Craddock ni su hija poseían pruebas concluyentes que dirimieran la controversia.
–No sé por qué lo odias tanto, papá. Boris nunca ha dado motivos para que sospeches de él.
–No lo odio.
–Sí lo haces –Laura lo miró directamente a los ojos–, y un día tendrás que disculparte por ello.
Se acercó a su padre y se aseguró de que llevaba el abrigo bien abrochado y la bufanda perfectamente ceñida alrededor del cuello. Luego, lo besó en la mejilla. Lord Craddock rezongó y se encaminó hacia la puerta. No estaba dispuesto a admitir lecciones de una niña... Se volvió y la observó subir por la escalera, en dirección a su cuarto. Torció el gesto. No era una niña, ya no. Era una mujer y de las más bellas de Londres. Si en su fuero interno deseaba que el responsable del robo fuera Boris, no era tanto por descubrir al culpable, qué más daría quién los hubiera sustraído, sino por tener un motivo para apartar a su hija de aquel hombre al que, a decir verdad, detestaba.
Bajó la escalinata de la entrada y subió al taxi que lo esperaba aparcado junto a la acera. Estaba nevando otra vez y los copos golpeaban contra el cristal de la ventanilla, impulsados por un viento tenaz. La preocupación de las últimas horas lo había puesto de mal humor, y el mal humor siempre acarreaba una reacción que no había aprendido a disimular: cuando se enfadaba, solía encerrarse en un mutismo que nadie comprendía, salvo su hija Laura, quizá porque a ella le ocurría algo similar.
Lord Craddock sintió un escalofrío al recordar el serio problema que suponía el robo de aquellos documentos y la difícil posición en que lo colocaba a él, un miembro destacado de la Cámara de los Lores, cuya reputación y buen hacer eran de sobra conocidos. Pestañeó varias veces seguidas, como si con ello pudiera ahuyentar los presentimientos que le embargaban, aleteando ante él como un pájaro de mal agüero. Confiaba en que Arthur Dwight sabría cómo solucionarlo y deseaba que el culpable fuera aquel tzeldavo del demonio. Durante un segundo, levantó la cabeza y pareció sorprendido por su pensamiento. Resopló resentido contra sí mismo. En realidad, la única razón por la que deseaba la culpabilidad del tzeldavo nacía de sus propios recelos. Se sentía profundamente disgustado porque aquel Boris se había interpuesto entre Laura y él, y aquella experiencia le resultaba demasiado novedosa para poder asumirla sin hacerse algunas preguntas. Si ella verdaderamente lo amaba, ¿por qué habría él de interponerse en su felicidad? ¿No era eso lo que todos los padres deseaban, que sus hijos fueran dichosos?
Una ráfaga de viento hizo temblar el cristal de la ventanilla, a través de la cual venía perdiéndose la mirada de Lord Craddock. Cerró los ojos y apretó las sienes con los dedos. Puede que la vehemencia con que le hablaba el corazón estuviera cargada de verdad y él no fuera más que un padre sobreprotector, incluso egoísta, pero le resultaba tan difícil asumir que la felicidad de su hija residiera en aquel Boris, que prefería subvertir la moralidad de su pensamiento a admitir la franqueza con que este se expresaba.
* * *
A pesar de que la nieve continuaba cayendo como si nunca fuese a parar y comenzaba a poner en aprietos a los londinenses, decenas de personas hormigueaban por las aceras, mezclándose con el ruido sordo de los autobuses y automóviles que circulaban por Piccadilly al atardecer de aquel día.
Arthur Dwight, cuya calma no parecía verse afectada por el bullicio del tráfico y el corretear de los peatones, caminaba despacio y despreocupado. Vestido con un traje a rayas y un grueso abrigo de lana, a primera vista no destacaba entre las centenares de personas que pululaban por la acera a aquellas horas, salvo por el brillo de sus zapatos hechos a medida, atributo distintivo que marcaba la diferencia respecto de la mayoría de quienes se cruzaban con él. Arthur Dwight sabía que la indumentaria de un gentleman comenzaba por la calidad y lustre del calzado, y el suyo, sin lugar a dudas, reunía, sobradamente, ambas condiciones.
Los gemelos de oro blanco brillaron cuando Arthur Dwight levantó las manos para ajustarse el nudo de la corbata de seda. Se observó satisfecho en el escaparate de una camisería, al principio de St. James's Street, que aún confeccionaba las prendas a medida, tal y como dictaban los estrictos preceptos de los viejos tiempos, para los que cada cliente era único. Esas tiendas exclusivas, como aquella camisería, eran para Arthur Dwight símbolos de la vieja Inglaterra, tesoros a los que había que mimar, retazos de un mundo que iba marchitándose conforme el progreso avanzaba y el futuro se hacía presente con sus electrodomésticos fabricados en serie, y la televisión y la radio popularizando productos que de otro modo jamás habrían llegado a los hogares de la masa.
Un oficinista pasó a su espalda y Arthur lo observó reflejado en el cristal. Aquel hombre ni siquiera había echado una mirada al escaparate ante el que se encontraba, indiferente a los tesoros que exhibía. La idea de verse obligado a vestir prendas confeccionadas en serie, independientemente de la figura que uno tuviera, le resultaba inadmisible.
Probablemente, Arthur Dwight no estaba considerando que la Gran Bretaña acababa de salir de una guerra que había sumido al país en las cartillas de racionamiento y obligado a la población a esperar su turno ante las oficinas de abastecimiento, situación que se complicaba más aún en aquellos días en que una huelga de estibadores estaba desabasteciendo a Londres. Pero lo cierto es que Inglaterra estaba comenzando a levantarse y los rincones, en los que hombres como él encontraban refugio, aún se mantenían recios sobre sus cimientos y sobre una concepción de la vida que Arthur Dwight contribuía a mantener.
Afortunadamente para él, aún quedaba St. James's Street, y también sobrevivían los clubes para caballeros. Dwight sonrió de nuevo y, por un instante, su mente viajó hasta el Brooks, donde podía refugiarse de la muchedumbre que ahora corría a su alrededor, sabe Dios camino de dónde o de qué, y reunirse con otros caballeros que, como él, anhelaban conservar intacta la nostalgia de otros tiempos entre la quietud de sus salas.
El reflejo del subdirector en el escaparate se agrietó. Arthur Dwight frunció los labios y un gesto de preocupación le asomó al rostro. Se preguntó cuánto tiempo podría él mantener el ritmo de esa vieja Inglaterra. Las cosas no andaban bien últimamente y había tenido que hacer encaje de bolillos para que cuadraran las cuentas. Se sentía desencantado. Verdaderamente, el mundo cambiaba y él estaba dispuesto a tomar del nuevo todo aquello que necesitara para mantener el viejo.
El dependiente lo observó desde dentro y Arthur Dwight se sonrojó levemente. En los buenos tiempos, aquel empleado no se habría permitido esa impertinencia con un caballero. Terminó de ajustarse el nudo y echó a andar de nuevo mientras pensaba en que necesitaba renovar su corbatero, que ya andaba un tanto gastado, pero sin preocuparse demasiado al respecto, pues ya lo haría Margaret por él.
¡Margaret! El nombre de su mujer le sorprendió en medio de sus divagaciones. Miró a su alrededor y se dijo que debería andar con cuidado en esos días previos a su cumpleaños, si es que quería evitar encontrarse con ella que, sin duda, recorrería aquellas calles en busca de un regalo que lo satisficiera. Así que atravesó Jermyn Street todo lo rápido que pudo, y sin perder la compostura, temeroso de encontrarla eligiéndole alguna nueva corbata en New and Lingwood, la tienda donde siempre las había comprado, desde que estudiara en Eton. Giró a la izquierda en Pall Mall, en dirección hacia el hotel Savoy. Había un buen paseo, pero no importaba. Tenía tiempo suficiente. Aunque..., ¡demonios!, hundió la barbilla entre las solapas del abrigo, hacía un frío que helaba hasta el alma.
* * *
–¿Hoy se marcha antes?
Miss Yeats apartó los papeles que estaba ordenando y miró sonriente a Charles Carter.
–¿Algún asesino nuevo al que deba enseñarle modales?
El joven detective se detuvo junto a ella. Le gustaba cruzar algunas palabras con aquella mujer entrada en años, que llevaba trabajando como secretaria en el Yard más tiempo del que nadie podía recordar.
–Ninguno. Todos le temen.
Carter rio.
–Entonces creo que hoy podré irme un poquito antes. Pero no se lo diga a nadie. Los malos no deben enterarse.
El joven le guiñó un ojo.
–Vaya tranquilo, detective –le azuzó ella con la mano para que continuara su camino–. Seré una tumba.
Una nueva carcajada se escapó de los labios de Carter. Definitivamente, le gustaba aquella mujer. En ciertos aspectos, le recordaba a su tía Mary, con ese sentido del humor tan cercano y cordial.
El detective bajó las escaleras lentamente. El frío acentuaba su cojera y cada peldaño le ocasionaba una punzada en la cadera que le hacía torcer el gesto. Aunque dentro del edificio la calefacción mantenía una temperatura agradable, ese viento que no paraba y la nieve que había decidido convertir Londres en una ciudad nórdica, le estaban dando unos días endemoniados. Cuando por fin alcanzó el vestíbulo, saludó al agente que estaba de guardia, levantó el cuello del abrigo hasta cubrirse las orejas y se enfundó los guantes. Se detuvo y, antes de salir, suspiró. En realidad no quería irse. Deseaba quedarse en el Yard y aburrirse mortalmente con el tedioso papeleo antes que tener que enfrentarse a ese vendaval. Pero su antiguo superior, en el MI5, Sir Arthur Dwight, lo aguardaba. Había evitado ser explícito por teléfono y Charles imaginó el porqué. Cuando un pez gordo del MI5 eludía dar explicaciones telefónicas, no era difícil colegir que el asunto pintaba serio. Se preguntó por qué él. Pensó en la posibilidad de que hubiera algún problema interno que Sir Dwight quisiera subsanar, asegurándose la integridad de un hombre de fuera.
En mayo de 1940, después de que su Hurricane fuera abatido sobre el Canal, tras una de las refriegas en las que participó durante la Operación Dínamo, quedó impedido para volver a pilotar. Fueron tiempos duros, rememoró. Durante muchas semanas pensó que nunca volvería a caminar, pero la inactividad no estaba hecha para él. Mientras permanecía tumbado en la cama del hospital con todo su cuerpo escayolado, decidió no ser un inválido, costase lo que costase. Y costó mucho. Recordaba que hubo ciertos momentos de aquel período en que pasó más tiempo tendido sobre la mesa de operaciones que en su propia cama, pero aquello no le arredró. Como tampoco le echó para atrás el intenso dolor, ni la lenta recuperación, ni la eterna convalecencia. Al fin, un día, logró ponerse en pie. Luego, tras luchar seis meses para recuperar la movilidad de las piernas, consiguió volver a caminar y, por primera vez desde que desprendiera la carcasa de su avión y se precipitara como un misil hacia las aguas gélidas del Canal, se sintió vivo y con deseos de volver a ser útil. Solicitó su ingreso en la inteligencia británica y se incorporó al servicio de contraespionaje, a las órdenes de Sir Arthur Dwight.
Sonrió ante el recuerdo de aquella época. No se arrepentía de la decisión que le había permitido seguir en activo hasta el final de la guerra. Pero, cuando esta acabó, se sentía demasiado cansado y harto de todo. No deseaba continuar en un puesto que le recordaría permanentemente la existencia de otros países, con otros intereses, dispuestos a socavar los pilares del suyo en una perenne batalla silenciosa, pero no por ello irreal, de modo que abandonó el ejército e ingresó en el Yard.
Ahora su antiguo jefe requería sus servicios de nuevo y Charles Carter estaba dispuesto a prestárselos.
Pateó suavemente el suelo con la pierna débil, como si con ello quisiera prepararla para lo que le esperaba, y salió. Fuera, el viento lo atacó sin piedad y Carter se arrebujó en su abrigo. Tenía media hora para llegar al Strand y encontrarse en el Savoy con Arthur Dwight, y un extraño cuya identidad todavía desconocía.