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Se sentía cohibido por volver allí y estuvo seguro de que la forma en que apretó el timbre transmitió ese sentimiento. El mayordomo le hizo pasar sin preguntas, como si le estuvieran esperando, y lo condujo directamente al gabinete de Lord Craddock.
Lo encontró abatido, incluso más de lo que le había parecido que estaba a causa de la desaparición de los documentos, cuando se conocieron en el Savoy. Carter supuso que la huida de Laura lo habría afectado más profundamente que el robo de unos documentos que interesaban a la seguridad nacional. Al fin y al cabo, por muy patriota que se sea, la paternidad acarrea emociones mucho más fuertes. Se dieron la mano en silencio y Lord Craddock lo invitó a sentarse en el diván.
–El mundo ha corrido deprisa estos días, señor Carter.
–Creo que demasiado, señor.
Los dos hombres se miraron en silencio. ¿Qué podían decirse? Se habían conocido en circunstancias delicadas de las que habían salido airosos... o más o menos airosos. En el ínterin, Laura Craddock se había fugado con su prometido y Sir Dwight había muerto.
–Aún no puedo creer lo de Arthur… –Lord Craddock no hizo ningún intento por ocultar la emoción que vibró en su voz al mencionar la muerte de su amigo, ni la sorpresa que le había producido la noticia.
–¿No lo esperaba?
–En absoluto. Sabía que no se encontraba bien. Últimamente se quejaba del estómago y se le veía cansado, pero de ahí a suponer que un ataque de corazón fulminante se lo llevaría así, tan de repente... ¡Y el día anterior a su cumpleaños! El destino juega malas pasadas a veces.
–Su médico no había detectado ninguna dolencia cardíaca.
Lord Craddock estudió el rostro de Carter con detenimiento, como si a través de él pudiera colegir lo que el policía pensaba.
–¿Y eso que significa?
Charles encogió los hombros y movió levemente la cabeza, sin saber muy bien qué contestar.
–¿Sospecha que ha sido asesinado, señor Carter? –la voz de Lord Craddock no tembló en esta ocasión, pero sí sonó tímida, como si le diera miedo aventurar esa posibilidad.
–No, señor. El dictamen del forense no deja lugar a la duda: Arthur Dwight murió por un ataque cardíaco.
Thomas suspiró sutilmente y Carter comprendió el alivio de Lord Craddock, a quien no le habría pasado desapercibida la posibilidad de que la pérdida de los documentos pudiera haber causado la muerte de su amigo, en caso de que este hubiera sido asesinado.
–Arthur jamás se quejó del corazón –apuntó Lord Craddock.
–Supongo que estas cosas a veces llegan sin avisar. Ni siquiera su médico lo sospechó.
–Y, sin embargo, mirando hacia atrás ahora parece tan claro... Cuando nos encontramos en el Savoy, antes de que usted se nos uniera, me sorprendió verlo llegar exhausto y sofocado, ¡con la que estaba cayendo! Dijo que venía andando desde Curzon Street. Es una buena caminata, pero no tanto como para llegar sin resuello y colorado como una cereza.
Carter asintió y permaneció en silencio. No sabía qué decir. En realidad, no había ningún motivo por el que él debiera estar allí. Las impresiones de Lord Craddock respecto de la salud de Arthur Dwight eran las mismas que las que le había dado su asistente, y ambas corroboraban el informe forense en el que no se mencionaba, ni remotamente, alguna duda respecto de la muerte natural de Arthur Dwight. No, Carter no tenía ningún motivo para visitar a Lord Craddock, salvo uno por el que no podía mostrar un interés manifiesto: su hija, pero ni siquiera ella debía ser asunto de su incumbencia. ¿Cómo interrogar a Lord Craddock por el paradero de Laura?
Unos suaves toques en la puerta del gabinete interrumpieron la meditación de Carter y el silencio de Lord Craddock. El mayordomo susurró unas palabras al oído de este y el noble se levantó.
–Si me disculpa un instante, señor Carter, mi esposa me ha hecho llamar.
Charles se quedó sólo en el gabinete. Sobre la mesa de trabajo, un pliego de papel extendido ante el asiento de Lord Craddock parecía llamarlo con insistencia. Carter echó un vistazo rápido a la puerta, que permanecía cerrada, y tomó el papel. Allí estaba lo que había ido a buscar: noticias de Laura Craddock. En la carta a sus padres, la hija se disculpaba por la decisión que había tomado al seguir a su prometido, a quien amaba profundamente, según confesaba sin ambages. Rogaba que pudieran comprenderla y perdonarla, y confiaba en que el tiempo recompusiera sus relaciones familiares y fueran capaces de aceptarla tal y como era, una hija que no podía renunciar al amor: ni al de sus padres, ni al de su prometido.
Carter resopló. En verdad la carta era tierna y esperanzadora, lo cual sin duda habría satisfecho las expectativas de unos padres decididos a creer lo que aquellas líneas narraban. No sería él quien les descubriera la verdad, que les habría causado un dolor mucho mayor. Al menos, reflexionó el policía, Laura Craddock era una hija amorosa, que procuraba a sus padres el consuelo que necesitaban, aunque fuera con mentiras.
Dejó la carta sobre la mesa. Continuaba sin conocer el paradero de Laura, aunque al menos sabía que allá donde se encontrara, parecía estar bien. Se preguntó para qué, en realidad, deseaba saber algo de aquella joven. ¿Acaso pensaba perseguirla, capturarla y llevarla ante la justicia? No creía que tal fuera el caso, lo cual dejaba a su imaginación sólo una interpretación: su interés por ella, que no sabía cómo asumir.
El mayordomo cerró la puerta a su espalda con tanta suavidad, que Charles ni siquiera se dio cuenta de ello. Bajó las escalinatas de la entrada y se detuvo un momento para encender la pipa. La humedad era densa y el frío se dejaba sentir demasiado como para desear estar en la calle a esas horas en que la tarde ya había caído, pero Charles decidió caminar. Necesitaba despejar la confusión de su mente, aunque sabía que sería inútil tratar de poner orden en la maraña de emociones contradictorias que sentía.
Caminó sin una dirección definida, aunque acabó sorprendiéndose al comprobar que sus pasos le habían llevado hasta la calle de Patricia. Miró hacia las ventanas de su apartamento y nuevamente encontró la luz encendida. A través de los visillos, la figura del hombre que la acompañaba se dibujó de nuevo. Charles vio cómo la tomaba por la cintura y la atraía hacia sí. La película se repetía. Pensó en lo natural que hubiera sido sentirse furioso, insultado, herido..., pero, para su estupor, nada de aquello conmovió la calma con que era testigo de la infidelidad de su novia. ¿Qué hacía allí, cebándose en su propio fracaso? ¿Acaso trataba de desmenuzarse el corazón, a fin de que la maldita maraña emocional desapareciera por sí misma? ¿Qué hacía frente al apartamento de Patricia? ¿Qué le había llevado hasta la casa de Lord Craddock? ¿Y por qué le importaba dónde estuviera Laura? En aquel momento, se sintió como un auténtico insecto al que la fuerza del viento lleva de un lado para otro. Recordó la pregunta que le había hecho a Laura: ¿Por qué me ha traído aquí, miss Craddock? ¿Me necesitaba como excusa?, y que ella no había respondido. En realidad, sonrió decepcionado, ni siquiera era un insecto al albur del viento, sino un ser atrapado en una incomprensible tela de araña, tal y como Laura Craddock había descrito. Sin embargo, todavía tenía una mente que funcionaba y sabía que en aquella telaraña quedaban muchos hilos sueltos que aún era incapaz de anudar con lógica.
Recordar la teoría arácnida de Laura Craddock le hizo sonreír. Ciertamente se sentía atrapado por una incomprensible red que lo había confundido y colocado en una situación de caos mental y emocional para la que no encontraba una solución, pero una parte de sí mismo no se sentía demasiado a disgusto con ella.
Charles miró de nuevo hacia la ventana de Patricia y se dijo que de esa telaraña sí escaparía. Definitivamente, habrían de tener una conversación. Si ella estaba dispuesta a dejarse abrazar por otro hombre que no fuera él, Carter estaba decidido a no poner ningún impedimento. A través de los visillos podía adivinar cómo aquel hombre besaba a Patricia apasionadamente y, durante un instante, pensó de nuevo en Laura Craddock. Sintió sobre él la mirada penetrante de la joven y escuchó el perturbador sonido de su voz. Dibujó con exacta precisión la tenue brillantez con que la hija de Lord Craddock se conducía, e incluso sintió el sabor de los labios de Laura sobre los suyos, y se preguntó si realmente estaba seguro de querer escapar de aquella tela de araña y si, tal y como Laura Craddock había expresado, en un deseo que le pareció sincero, algún día los hilos a los que cada uno de ellos estaban atados, volverían a cruzarse.
Comenzó a llover, de modo que Charles se caló a fondo el sombrero, echó a andar y, con un último vistazo a la ventana de Patricia, también él deseo que así fuera.