20

Gobernar en Robot City

Ariel vio que las piedras grises de la pared, o lo que fuesen, se disolvían en el aire durante un momento, y a los cazadores que traían a los cautivos a través de la abertura. El primero llevaba a Derec en sus brazos, como si fuese un bebé gigante, pero inerte e inconsciente. El segundo sujetaba firmemente a Jeff Leong por el brazo. El tercero llevaba a Wolruf acurrucada en un codo y el cuarto marchaba con Mandelbrot cargado a la espalda, completamente desactivado. La pared de piedra volvió a cerrarse.

—Despejad la mesa —ordenó el doctor Avery—. No os preocupéis por el sitio adonde vaya a parar todo.

El cazador que acarreaba a Mandelbrot lo dejó en el suelo, y luego extendió el brazo por toda la anchura de la mesa y empezó a andar a lo largo de la misma, arrojando al suelo cuanto encontraba. Cuando llegó al extremo, el doctor Avery ya había barrido también todo cuanto se hallaba a su alcance.

Ariel lo contemplaba todo, horrorizada. Jamás había visto a un robot humanoide actuar de manera tan zafia, incluso destructora, por una orden trivial. Este debía saber que era preciso obedecer la orden del doctor literalmente, sin quitar los objetos de la mesa con cuidado.

—Suéltalo —ordenó el doctor al cazador que sostenía a Derec. Luego, señaló al que llevaba a Mandelbrot—. Y activa a este, ¿quieres? Esto no sería una fiesta si algunos se sintieran insociables.

Ariel experimentó cierto alivio cuando vio que el cazador localizaba los controles de Mandelbrot y lo activaba.

—Mandelbrot, díselo. Dile al doctor Avery qué le sucede a Derec.

Mandelbrot escudriñó la estancia rápidamente. Su observación debió decirle tanto o más de lo que ya sabía Ariel sobre la situación.

—Doctor Avery —dijo, con claridad—, Derec ha sufrido una extrema debilitación física que sigue en aumento. Creo que los chemfets que usted implantó en su cuerpo le están matando. Mi observación de los síntomas confirma esta creencia.

—¿Ninguno de los presentes desea celebrar una fiesta? —el doctor Avery suspiró—. Todos sois tan morbosos… Eh, señor Leong, ¿no nos conocimos antes? No recientemente, ni en este planeta, sin embargo.

—Exacto —gruñó Jeff—. En aquellos tiempos era usted más sociable.

El doctor Avery echó atrás su silla y se levantó. Arrastrando los dedos sobre la mesa, anduvo a lo largo de la misma, contemplando la figura inmóvil de Derec.

—Lo ha hecho muy bien. No le he presentado ningún problema que no haya solucionado.

—Hasta ahora —objetó Ariel—. ¿Cómo pudo correr semejante riesgo? Ni siquiera sus robots pondrían en peligro la vida, sólo por una prueba.

Jeff, Wolruf y Mandelbrot la miraron, estupefactos.

—Oh, no creo que sufra ningún trastorno. Se pondrá bien.

El doctor Avery habló más para sí mismo que para los demás.

—¿No piensa comprobarlo? —gritó Ariel—. ¿No le examinará en su laboratorio?

—Se pondrá bien. Celebremos la fiesta —el doctor Avery se volvió hacia el cazador que había transportado a Derec—. Llévale a una de las habitaciones de invitados. No podemos celebrar la fiesta con un invitado inmóvil sobre la mesa, ¿verdad?

—¡Quieto! —Ariel detuvo al cazador, interponiéndose entre este y Derec—. ¿No comprende que se está muriendo?

—Cógelo —ordenó Avery.

El cazador, con cuidado pero con firmeza, apartó a Ariel y levantó a Derec. Ella rodeó los hombros del joven con los brazos, sin soltarlo.

—¡Un momento! ¡Mandelbrot, no dejes que se muera!

Mandelbrot se situó al lado del cazador que lo había transportado, el cual tenía aún una mano en el panel de control del robot. A la menor resistencia de Mandelbrot, el cazador volvería a desactivarlo.

La siguiente serie de sucesos se llevó a cabo con gran rapidez, algunos acelerados por la velocidad de los cerebros positrónicos.

De repente, Jeff, al que sujetaba un cazador, alargó un brazo y agarró al cazador de Mandelbrot por el cuello, buscando sus controles. El cazador, al que la Tercera Ley ordenaba protegerse a sí mismo, asió el brazo de Jeff con la otra mano. En la mínima fracción de segundo en que el imperativo de la Tercera Ley estuvo en la mente del cazador, Mandelbrot se apartó y cerró su panel de controles con su brazo celular.

Desde el momento en que Mandelbrot estuvo libre, empezó la batalla. Su creencia de que la vida de Derec estaba en peligro le obligaba, por la Primera Ley, a tomar en serio la ansiedad de Ariel. Al mismo tiempo, los cazadores creían en la declaración del doctor Avery, según la cual Derec no corría peligro, por lo que, bajo la Segunda Ley, tenían que obedecer sus órdenes de detener y controlar a los demás.

Mandelbrot también envió una serie de informaciones a los cazadores, a través de su intercomunicador. Les habló del delicado estado de Derec, de los fallos de memoria de la joven, de sus dificultades físicas. En el breve instante requerido, les pidió que se apartasen de Derec y de Ariel inmediatamente, o cometerían una grave violación de la Primera Ley.

No sabía si esto tendría éxito, pero incluso la menor vacilación, la sombra de una duda por parte de los robots, sería una ayuda valiosa.

Mientras Mandelbrot enviaba estas señales, se acercaba a Derec. Ariel soltó al joven para agarrar al cazador que le sujetaba, sabiendo que este se vería impedido por la necesidad de no lesionar a Derec ni a ella. Con un par de movimientos muy rápidos, el flexible brazo de Mandelbrot desactivó a este cazador, dejándolo de pie e inmóvil, sujetando todavía al joven. Mandelbrot y Ariel levantaron a Derec y lo colocaron de nuevo sobre la mesa.

Un cazador había cogido a Jeff y a Wolruf, uno bajo cada brazo, y los había levantado en el aire, mientras ellos pataleaban indefensos.

—¡Me haces daño! —chilló Jeff—. ¡Violación de la Primera Ley!

El cazador no quedó convencido.

—¡Haz que se estén quietos! —tronó el doctor Avery—. ¡No les hagas daño, pero haz que estén quietos y callen! ¡Y que no toquen a David! ¡Su condición es demasiado frágil!

—¡Tiene que creernos! —exclamó Ariel, volviéndose hacia él, con tono suplicante—. ¡Usted tampoco quiere hacerle daño! ¡Examínele!

Ahora estaban frente a frente, y Ariel observó una expresión extrañamente torcida en aquella cara. Era la iracunda sonrisa del triunfo. Por primera vez desde que le conocía, comprendía que el doctor estaba realmente loco… y más allá de toda razón.

—¡Tú tienes la culpa! —declaró el doctor Avery—. Sin ti, todo esto no habría sido necesario. ¡Déjalo tranquilo!

—¿Cómo se atreve a echar las culpas sobre mí? —se indignó Ariel. Y en una mezcla de frustración, rabia y cansancio, perdió la calma por completo.

No estando ligada por ninguna Ley, sino por conciencia, se arrojó violentamente contra el doctor, agarrando sus patillas con ambas manos.

Uno de los cuatro cazadores estaba desactivado. Otro sujetaba a Jeff y a Wolruf, lejos de Mandelbrot, y este intentaba llegar hasta el control de aquel con su brazo flexible, mientras luchaba con el otro brazo con los dos cazadores restantes. Con la atención de todos los robots concentrada unos en los otros, no observaron ni respondieron al daño potencial que podían hacerse mutuamente Ariel y el doctor Avery.

Este hizo una mueca de dolor y gruñó, en tanto los dos se enzarzaban en una pelea sin cuartel.

Muy adentro de la mente oscurecida de Derec, marchaban los robots. Estaba tendido de espaldas, a oscuras, mientras los robots penetraban en su mente con la precisión rítmica que sólo unos robots podían mantener. Marchaban ante él, en filas que se dividían a sus pies, y luego pasaban por su lado, con sus pesados pies golpeando en su cabeza. Derec era ignorado, insignificante, ni siquiera presente en el conocimiento positrónico.

Los robots marchaban fuera de la oscuridad. Un leve resplandor del cielo brillaba detrás de ellos, pero, mayormente, el joven sólo podía divisar un cielo escarlata en lo alto, más allá del planeta. Y los robots seguían pasando, atentos a su destino, con el propósito tan firme de todos los robots de Avery.

Avery, Avery, Avery. El ritmo de las pisadas parecía armonizar con el nombre. Era el nombre de su enemigo, el nombre de… de…

El sueño cambió. A pesar de que los robots continuaban marchando, Derec veía unas extrañas formas verdes, unas cúbicas, otras piramidales, que se elevaban en el aire, a su alrededor. Cuando alargó los brazos hacia aquellas formas sin poder asirlas, flotó tras ellas. Todas se volvieron, destellando una luminosidad de sus diferentes facetas, al elevarse. Logró coger una y en sus manos, se transformó en un ordenador.

Ahora estaba flotando más alto. La noche sangrienta de Robot City arrojaba sobre las miríadas de calles de la ciudad un resplandor dorado sin lógica ni explicación, y los robots seguían marchando. Los dedos de Derec parecían teclear, desde su mente, sin propósito alguno «Deténlos».

—«No» —respondió el ordenador central.

—Detén la ciudad.

—«No».

—¿Por qué no?

—«¿Quién eres tú?».

—Yo soy… yo soy… yo soy… ¿quién soy yo?

—«¿Dónde estás?».

—Yo soy… Robot City.

—«Error. Yo soy Robot City. ¿Quién eres tú?» —repitió el ordenador central.

—¿Quién soy yo?

—«Tú eres David Avery».

—¿Soy David Avery?

Derec contempló el nombre en la consola del sueño. La consola del sueño era verde, hecha como una pirámide flotante, igual que la Torre de la Brújula… fabricada con un chemfet.

Miró a su alrededor. Esta no era la verdadera consola del ordenador central. El cielo escarlata le decía cuán pequeño era él. Estaba flotando en su propia sangre, contemplando los chemfets y Robot City, que crecían en su interior.

—Yo soy David Avery —tecleó—. Yo soy David Avery. Esta es mi sangre, mí cuerpo, mí… Robot City.

—«Recibido» —respondió el ordenador central.

Los robots dejaron de marchar. Derec flotó en el aire, encima de ellos, contemplando las interminables filas de robots. Cada robot Avery del planeta levantó la cabeza, aguardando las órdenes de Derec.

Él también levantó la cabeza y gritó:

—¡Robot City es mío! ¡Yo soy David Avery y soy Robot City!

A su grito, el cielo se dividió. La escena se disgregó. Derec parpadeó y, gradualmente, oyó más gritos y ruido de lucha en torno suyo. Un candelero brillaba en lo alto. Respiró profundamente… y comprendió que, por primera vez en mucho tiempo, su cuerpo se sentía normal.

Su mente se iba aclarando lentamente a medida que se despertaba. Tenía el cuerpo fatigado y frío por la humedad, pero había desaparecido el envaramiento. Ya no corría un peligro físico.

—¡Derec! —gritó Ariel—. ¿Estás despierto? ¡Díselo! ¡Dile a Avery lo que te ocurre!

¿Avery? Con un resurgimiento de cólera y temor, Derec se sentó… y se encontró sobre una mesa muy larga. Dio media vuelta. Ariel y… y su padre, el doctor Avery, daban vueltas en círculo.

—Me encuentro bien —dijo, con voz ronca.

—¿Qué? —Ariel le miró, sorprendida—. ¡Entonces, ayúdame!

—¡No! —gruñó el doctor Avery—. ¡No! ¡No es justo! ¡Debes ayudarme a mí!

—¿Ayudarte? —exclamó Derec, coléricamente—. ¡Estás loco!

—¡Matadlos! —ordenó Avery a los cazadores—. ¡Matadlos! ¡Tenéis que matarlos, o todo lo habré hecho para nada!

Ariel logró zafarse de él y se volvió hacia los dos cazadores que todavía funcionaban. Mandelbrot había conseguido desactivar otro.

—El doctor Avery está loco, ¿lo entendéis? Él… está averiado. ¿Os acordáis de las Leyes de la Humánica que los Supervisores trataban de establecer?

El doctor Avery había retrocedido hacia la chimenea.

—¡Debéis salvarme! —chilló—. ¡Matadlos!

—Escuchadle —pidió Ariel, controlando mejor la situación—. Sus órdenes violan la Primera Ley. Ya no podéis confiar en sus órdenes. Son órdenes que violan las Leyes de la Robótica, y también la Segunda Ley de la Humánica que dice que los humanos no darán a los robots órdenes irrazonables. Escuchadle y comprenderéis que ya no debéis obedecerle.

Si los cazadores hubiesen sabido de qué modo ella, Derec y Jeff habían desactivado al robot llamado Pei, tampoco la habrían escuchado a ella.

Los otros cazadores no se movieron. Uno sostenía a Jeff y a Wolruf. El otro estaba luchando con Mandelbrot, tratando cada uno de llegar a los controles del otro para desactivarlo.

—De acuerdo —murmuró el cazador que sujetaba a Jeff y a Wolruf—. No pueden cumplirse las órdenes del doctor Avery. Sin embargo, el ordenador central también nos dirige. Todavía estamos bajo la orden de detener a los componentes de tu grupo sin causarles daño.

El doctor Avery se había acurrucado en un rincón, donde todavía gritaba.

—Ahora yo soy Robot City —proclamó Derec—. Los chemfets han madurado en mi cuerpo y los he reprogramado —visualizó el ordenador de su mente. Tal vez no tendría que hacer siempre esto, pero ahora serviría para facilitar su tarea.

«Ordenador central», pensó, «elimina las órdenes dadas a los cazadores referentes a Derec o David Avery, Ariel Welsh, el robot Mandelbrot y la caninoide llamada Wolruf. Luego, notifica a los robots pertinentes dicho cambio» —en voz alta añadió:

—Cazadores, recibiréis una nueva orden…

—Recibida —proclamó el cazador que estaba junto a Mandelbrot. Se enderezó, soltando a su presa.

—Recibida —repitió el otro robot, soltando a Jeff y a Wolruf.

—Recibida también —dijo Mandelbrot.

—Y ahora… —Derec se volvió hacia el doctor Avery.

El doctor estaba acurrucado al lado de la chimenea monumental. Cuando todos se volvieron a contemplarle, se irguió todo lo que pudo.

—Considera todo lo que has realizado, hijo mío. Piensa en ello. Todo lo que yo visioné hasta este momento ha pasado como lo planeé. Bueno, casi todo… No importa lo de esa joven. Tú gobiernas Robot City. Pronto gobernarás todos los Robot City, millares en todas las galaxias.

Una gran tristeza se apoderó de Derec, ahuyentando su rencor.

—Tú… no estás bien. No estás bien de la mente. Empezaste buscando una utopía y, en cambio, te has desequilibrado. Esto se ha convertido en un trampolín para el poder, no para el bien. Tal vez si descansaras un poco… si aceptaras un consejo profesional…

—¿Te atreves a darme órdenes? —chilló el doctor—. ¡No! ¡Únete a mí! ¡Te lo mando!

—Yo no soy un robot. No puedes ordenarme nada —Derec se volvió hacia los cazadores—. Por favor, detened… detened al doctor Avery sin hacerle daño.

Los dos cazadores dieron un paso al frente.

Con una risa retorcida, el doctor Avery levantó un pequeño objeto que tenía en la mano una Llave de Perihelion. Lanzó una carcajada burlona y se desvaneció.

Derec anduvo lentamente hacia la cabecera de la mesa, mirando todavía el sitio donde había estado el doctor Avery. Su alivio estaba teñido de melancolía, ante la comprensión del estado de su padre. Todos centraron en él sus miradas.

Llegó hasta la silla de su padre y apoyó una mano en el respaldo.

—Mandelbrot, por favor, recoge todo lo del suelo y ponlo en la mesa. Cazadores, vuestra tarea ha terminado. Por favor, volved a vuestra zona o adonde residís normalmente.

Los robots obedecieron.

—¿Te encuentras verdaderamente bien? —se interesó Ariel, acercándose a él—. ¿David…?

El joven sonrió y la rodeó con el brazo.

—Eso creo. David parece estar bien, lo mismo que Derec.

—También yo me encuentro muy bien.

Los dos jóvenes permanecieron abrazados.

Ninguno de ellos quería separarse durante la noche, ni ir en busca de los dormitorios de la residencia Avery. Como estaban exhaustos, Derec, Ariel, Jeff y Wolruf dormirían sobre el duro suelo, junto al fuego. Derec sabía que el doctor Avery podía haberse trasladado a cualquier otro punto del planeta, por lo que aún podía constituir un peligro, pero dudaba de que la amenaza fuese inmediata. Justo antes de echarse a dormir, dio la orden general de que todos los robots se quedasen donde estaban, exceptuando los necesarios para las actividades mínimas destinadas al buen funcionamiento de Robot City. De este modo, más adelante podría calcular el estado de la ciudad, y cómo podían regresar los robots emigrantes desde los puntos de reunión para reemprender sus tareas normales.

A la mañana siguiente, Ariel le mostró la mesa-consola a Derec por si tenía que usarla. El joven no la utilizó al ver que era capaz de conectar cualquier estación del sistema de ordenadores del planeta con su mente. Aquella mañana empezó con la de la cocina del doctor Avery.

Todo el grupo, incluyendo a Mandelbrot, se sentó a la mesa con un desayuno auténtico, servido por dos robots cocineros. Había alimentos frescos y platos procesados con otros productos, en vez de suministros limitados de nutrientes. Derec y Ariel contaron sus aventuras a todos los reunidos, y Wolruf y Jeff también relataron sus respectivas historias. Como Mandelbrot había estado desactivado durante gran parte del tiempo en que estuvieron separados, poco tenía que contar.

Una vez terminadas las anécdotas, Derec se sentó a la cabecera de la mesa con un humor grave, meditando sobre sus nuevas responsabilidades.

—Supongo que puedo comunicar al ordenador central que se ocupe de los detalles de cuanto tengo que hacer —murmuró—. Si le ordeno a esa central que haga volver a los robots a sus obligaciones normales, el ordenador se ocupará de la organización.

—¿Pero puedes controlar al ordenador con tu mente? —preguntó Ariel—. ¿Y también puedes controlar mentalmente a los robots?

—Aparentemente, sí puedo. Pero todavía me estoy acostumbrando a la idea.

—A todos tus atributos humanos —comentó Mandelbrot—, ahora has añadido las ventajas de un robot.

Jeff se echó a reír.

—Sin los fallos, si no me engaño.

Mientras los otros reían, Derec recibió una respuesta mental a la pregunta enviada al ordenador central.

—«No hay huellas del doctor Avery en el planeta».

Si el doctor Avery estaba en el planeta, pensaba Derec, ahora tendría en contra todas las desventajas que ellos habían tenido durante su huida. Y ahora ellos gozaban de todos los medios que el doctor había utilizado. Peor aún, puesto que ellos no habían sufrido ninguna clase de locura.

Considerando la paranoia del doctor Avery, Derec estuvo seguro de que había abandonado el planeta. Quizás hubiese vuelto a Aurora. Quizás habría regresado a su apartamento de la Tierra, o era posible que tuviese en reserva otros escondrijos.

—Gracias —exclamó Wolruf—. Buen desayuno. Ahora, poder dormir más.

—Creo que puedo localizar unos dormitorios muy cómodos —indicó Mandelbrot—. El lujo de esta estancia y el desayuno implican un lujo similar en toda la residencia.

—Yo hallaré la manera de desconectar todas las trampas y todos los trucos —sonrió Derec, mirando a Ariel.

La joven rio.

—Es difícil de creer. Por primera vez Robot City estará en paz, funcionará perfectamente y no habrá más misterios.

—Y vosotros tenéis multitud de Llaves de Perihelion para viajar —agregó Mandelbrot—. Tal vez Wolruf podría volver a su casa…

—Primero descansar —gruñó la caninoide, encogiéndose de hombros.

—Me gustaría saber en qué estado se halla la nave —intercaló Jeff—. Es alquilada…

—No te preocupes —le tranquilizó Derec—. Tendremos al Minneapolis totalmente reparado, limpio y bien provisto para ti. Nosotros sí que estamos en deuda contigo. Claro que puedes quedarte aquí todo el tiempo que te apetezca.

—Gracias. Robot City… —exclamó, meneando la cabeza—. Una ciudad en la que uno jamás se aburre.

Cuando todos terminaron de desayunar, Jeff y Wolruf se excusaron de acompañar a Mandelbrot en la exploración de la inmensa residencia del doctor Avery. Más tarde, cuando los robots funcionales hubieron despejado la mesa, y Derec y Ariel estaban solos en la estancia, el joven se quedó contemplando el fuego que ardía en la chimenea. Todavía se sentía melancólico.

—¿Ocurre algo? —se inquietó Ariel.

—Oh… pensaba en el doctor Avery, en cómo se torcieron sus planes. Y en cómo, después de estudiar las diversas culturas con el profesor Leong, pareció abandonar este tema; hasta cierto punto, al menos. Obviamente, es un hombre inteligente, pero quiso abarcar demasiado —miró directamente a la muchacha—. También averigüé algo.

—¿Qué?

—No estoy seguro de haberlo frenado a tiempo. Por lo que he captado en el ordenador central, creo que algunos robots pueden haberse marchado al espacio desde sus puntos de reunión, antes de cancelar yo sus órdenes.

Ariel respiró aceleradamente.

—Si esto es cierto, construirán más Robot City, como quería el doctor Avery. ¿Y quién sabe qué órdenes puede darles?

—Quizás podré saberlo por el ordenador —murmuró Derec—. Tal vez pueda incluso llamarlos para que regresen. No lo sabré hasta que esté más familiarizado con el ordenador de mi mente. Pero hay algo más.

—¿Qué? ¿Qué sucede?

—He recobrado mi identidad, pero… sigo padeciendo de amnesia. No han vuelto a mí todos los recuerdos —se volvió hacia ella—. He descubierto que mi padre no era precisamente constructivo.

—Tal vez podrías… Oh, no sé. Podría ayudarte a localizar a tu madre. O quizás alguno de los robots de Avery podrá ayudarte. Piensa en toda la asistencia que puedes obtener de Robot City y de los robots que han quedado aquí.

Derec asintió.

—No me he rendido todavía, no temas. —Derec sonrió—. Este no es mi estilo. Y, por lo que he visto, tampoco es el tuyo.

—Claro que no lo es… David.

Ariel se echó a reír, fijos sus ojos en los de él, y arrojó su cabellera hacia atrás. Impulsivamente, él la rodeó por la cintura y la atrajo hacia sí. Después, besó los temblorosos labios, y sintió cómo ella anudaba los brazos en torno a su cuello.