5
Euler
Mandelbrot comprendió que era ya la hora de su cita con Wolruf. Como todavía podía beneficiarse de su condición de inscrito en la matriz urbana, no deseaba abandonar simplemente sus obligaciones. Tamserole no había regresado, por lo que Mandelbrot corrió el gran riesgo de informar al ordenador central.
—Aquí la Planta de Energía de Contingencia Regional, Prioridad 4. Abandono mi tarea; informo de ello porque mi supervisor no está presente para recibirlo.
—«¿Dónde está tu supervisor?».
—No lo sé. Cumpliendo con su deber en otra parte.
—«¿Por qué abandonas tu deber?».
—Tengo una emergencia.
—«Explícate».
—No tengo tiempo.
Mandelbrot cortó la conexión, esperando poder volver a la planta y continuar su tarea, si esto resultaba útil. Todavía no había imaginado ninguna explicación. Encontrar una podía esperar, caso de que fuese necesario. Considerando el inmenso volumen del ordenador central y sus datos en conjunto, lo extraño de su conducta tal vez escaparía a los ojos del doctor Avery.
Mandelbrot había pasado el relativamente breve tiempo de su trabajo cumpliendo con su deber. Había efectuado algunos progresos al crear un sistema autónomo que liberaría a Tamserole de activar el programa de emigración, pero no lo había concluido. En caso contrario, habría podido marcharse sin despertar sospechas. No estaba, no obstante, muy seguro de eso.
Mandelbrot se enfrentaba con el problema de ser intelectualmente distinto de los robots de Robot City, y esa diferencia podía descubrirse en cualquier momento, a causa de las preguntas que formulaba o de la acción que emprendía.
Mandelbrot descendió por la rampa de la parada del túnel y divisó a la pequeña caninoide sentada plácidamente a un lado de la zona de carga. Estaba bajo una leve sombra, fuera del paso de los robots que entraban y salían de las cabinas. Cuando le vio, Wolruf se levantó con impaciencia.
Mandelbrot no habló de inmediato. En cambio, se la cargó a la espalda y penetró en una cabina, donde no podían ser oídos ni por casualidad. La cabina no arrancaría hasta que él no diese su destino, de manera que dio el de la parada más próxima a la Torre de la Brújula. Más tarde podían cambiar de idea, si era necesario.
—¿Te has enterado de algo? —preguntó Mandelbrot, cuando la cabina se puso en marcha.
—Sí —asintió Wolruf—. Robots moverse por todas partes. La ciudad cambiar, por lo que menos robots necesitarse en cada lugar. Después, abandonar sus deberes.
—El programa de emigración. ¿Tienes alguna pista de lo que esto significa?
—No.
—No deseo correr el riesgo de hacerle la pregunta al ordenador central, o preguntarlo a través de la terminal de la planta de energía, por miedo a llamar demasiado la atención. Regresaremos al despacho.
—Bien —aprobó Wolruf, con su sonrisa caninoide—. De todas maneras, yo tener hambre.
Derec se esforzaba por continuar sentado ante la terminal a pesar del dolor de su espalda. Había formulado al ordenador central toda clase de preguntas, todas las que él y Ariel podían pensar, como lanzando tiros en la oscuridad. Hasta entonces, no obstante, no habían averiguado nada que pudiera ayudarlos. La pantalla en blanco brillaba delante del rostro de Derec.
—¿Alguna otra idea? —inquirió el joven.
—¿Y los robots del Centro de Llaves? Si no me falla la memoria y me sirve de algo —sonrió Ariel con ironía—, eran escogidos por sus grandes cualidades. ¿Qué hacen ahora?
—Buena idea. Veamos. ¿Qué actividades —preguntó Derec— se llevan ahora a cabo en el Centro de Llaves?
—«Ninguna».
Derec se enderezó, muy sorprendido.
—¿Dónde están Keymo y su equipo de robots?
—«Keymo está en estas coordenadas». —El ordenador dio unos números—. «No tiene asignado ningún equipo».
—¿Qué hace Keymo?
—«Está siguiendo su programa de emigración».
—¿Qué hacen los otros robots?
—«Siguen su programa de emigración».
—¿Dónde están?
El ordenador respondió con una larga lista de coordenadas. Representaban una gran variedad de sitios. Casi todos estaban muy alejados del centro de Robot City, esparcidos por todo el planeta. Dichas localizaciones no existían cuando Derec y Ariel habían llegado por primera vez a la ciudad. Algunas coordenadas, sin embargo, figuraban más de una vez en la lista. Se hallaba incluida la situación de Keymo.
—¿Qué plan representan estas coordenadas? —preguntó Derec.
—«Están exactamente 987,31 kilómetros separadas unas de otras. El plan abarca toda la superficie de tierras del planeta».
—¿Por qué?
—«Esta distancia da exactamente el número de puntos de reunión deseados».
Derec experimentó una súbita excitación.
—¿Deseados por quién?
—«Deseados por el programa».
—¿Cuál es el propósito del programa?
—«Acceso denegado».
Derec aporreó la mesa. Estaba demasiado débil para pegar fuerte.
—O sea que esta terminal ahora está bloqueada. No hemos formulado las preguntas más adecuadas antes de que se produjese el bloqueo.
A sus espaldas, Ariel no dijo nada.
—Me pregunto… ¿Si Avery puso algunas protecciones en esta terminal como precaución, antes de llegar nosotros aquí, por qué no puso las protecciones normales? ¿Por qué ignoró la mayoría de protecciones que tienen las demás terminales, y dejó sólo algunas?
En la pantalla, las palabras «Acceso denegado» le estaban casi insultando calladamente. En las paredes, a su alrededor, Robot City resplandecía bajo el brillo del día. La habitación estaba en silencio.
—Está bien —exclamó Derec, para sí—. Tal vez el bloqueo no esté en esta terminal. Se formó en otra parte, claro, y simplemente bloquea todo lo que se hace en esta terminal. Ha de ser eso. Avery no pensó bloquear esta. Tiene sentido, ¿verdad?
Al ver que Ariel no respondía, Derec la miró por encima del hombro, penosamente.
—¿Ariel…?
La joven estaba de pie, inmóvil, con los ojos abiertos. Los tenía fijos en el suelo, más allá del escritorio, sin parpadear. Cuando él puso la mano ante la de ella, la muchacha no reaccionó. Derec, gentilmente, le cerró los párpados, y estos quedaron cerrados.
—No podemos esperar —musitó luego Derec, hablando tanto para sí como para ella—. No podemos estar aquí sentados y hallar una salida a esto. No tenemos tiempo.
Se levantó y, cuidadosamente, rodeó a la joven con un brazo. Mediante una leve presión consiguió guiarla hasta el sofá. Ariel caminaba rígidamente, despacio, siempre con los ojos cerrados. Derec no pudo lograr que se sentara hasta haberse sentado él antes, tras lo cual la atrajo hacia el sofá en una postura de reposo.
—¿Ariel…?
Veía cómo los ojos de la muchacha se movían detrás de los párpados. Después de las últimas crisis, no se atrevía a sacarla de esta última. Probablemente, con ello empeoraría las cosas.
Al cabo de unos minutos, Derec se apartó un poco y la contempló. Ariel estaba sentada muy erguida, con la cabeza en alto. Tal vez estuviese reviviendo algún viaje en el asiento de una nave espacial, o algo por el estilo. No ofrecía la menor pista acerca de su ensoñación. Al fin, respiró hondo y parpadeó un par de veces.
—¿Ariel…?
Ella le miró, y después volvió los ojos hacia uno de los ventanales.
—Ariel… ¿estás… conmigo otra vez?
—Ha vuelto a suceder, ¿verdad?
Le cogió una mano a Derec.
—Esta vez ha sido distinto. No has gritado ni nada parecido.
Derec le sostuvo la mano y pasó el brazo libre en torno a la joven.
—Estaba viendo la comedia —explicó ella—. Fue real, ¿comprendes? ¿Sabes a qué obra me refiero? Ah, no sé lo que hago, ni siquiera estoy segura de dónde estoy, o cuándo…
—Ten calma —le aconsejó Derec, pacientemente—. Una pregunta después de otra. Hablaste de la obra. ¿Te refieres a Hamlet?
—Sí, cuando la representamos aquí.
—¿Salió mejor, esta vez? —Derec forzó una sonrisa, esperando aliviar la tensión de la joven.
Ariel sacudió la cabeza, sin responder a la humorística pregunta.
—De acuerdo. Mira, he decidido una cosa. Iremos a ver a Avernus. O a Euler. O a uno de los Supervisores. Probablemente están aquí, en la Torre.
—¿Estás seguro?
—Llevamos demasiado tiempo aquí dentro. Vamos. —Derec se incorporó, quejándose por el dolor de las piernas.
Ariel también se levantó a regañadientes. Derec pulsó un botón del panel de controles del escritorio, y una puerta se abrió entre los paneles. Era como una vejiga negra en el centro del corazón de Robot City.
—Vamos.
Cruzó el hueco, mirando alrededor. Sólo divisó una corta escalera de caracol descendente, de unos tres metros o algo más, por la que había subido cuando descubrió el despacho. Había una puerta cerrada al fondo.
—Por aquí no hallaremos ningún robot. Estaremos a salvo, al menos hasta que salgamos de la zona prohibida.
—Está bien —asintió Ariel, que todavía no se había movido del lado del sofá—. ¿Pero, y si yo… bueno, ya sabes…? ¿Si padezco una de mis crisis… en medio de lo que sea?
—Tenemos que correr el riesgo —Derec miró hacia atrás y leyó la renuencia en el semblante de la muchacha—. Hemos intentado ser cautelosos y no hemos conseguido nada. No, hemos de salir.
—Tal vez te molestaré, Derec. No sabemos qué puede ocurrirme… Si quieres que me quede y te aguarde…
—Tal vez yo necesite que tú me salves… —Derec sonrió ampliamente—. Seguimos formando un equipo, para todo lo que suceda.
—Para todo lo que suceda —repitió ella.
Le siguió a la puerta y apretó cariñosamente el brazo del joven.
Derec se asió a la barandilla de la escalera y empezó a bajar. Las rodillas le ardían a cada paso. Cuando llegó al fondo, respiró profundamente, agradecido al descanso que se tomaba mientras la muchacha se reunía con él. Después, abrió la puerta.
Ante ellos se extendía un pasadizo no muy largo. Derec lo reconoció, así como los relucientes paneles de las paredes que proporcionaban la luz. El final del pasadizo marcaba el límite más próximo al despacho al que podían llegar los robots. Pasado ese punto, él y Ariel podían hallar robots llevando a cabo sus deberes normales.
Derec avanzó lentamente, vigilando las sombras y tratando de captar cualquier sonido que revelase una compañía desagradable. Si conseguían llegar a la sala de conferencias de los Supervisores, en un nivel inferior, los robots supondrían que habían entrado por la calle. Derec no quería que sospecharan otra cosa.
Ariel le seguía muy de cerca, en tanto él iba avanzando por los pasillos. Eran todos estrechos, dado que este nivel de la pirámide tenía muy poca superficie de planta. Al cabo de unos instantes llegaron a un ascensor.
Derec respiró fuerte y pulsó el único botón de la pared.
—Seis pisos más abajo, si mal no recuerdo —murmuró—. ¿Te acuerdas de todo esto?
Ariel asintió. Aguardaron, en un silencio lleno de tensión. Cuando la puerta empezó a abrirse, Derec volvió a respirar hondo y sintió cómo ella le asía por el faldón de su camisa. La cabina estaba vacía, sin embargo, y pudieron penetrar en la misma con sendas sonrisas de embarazo y alivio.
Derec pulsó el botón de seis pisos más abajo. El ascensor descendió precipitadamente, para después desacelerar y llegar a pararse con gran suavidad. De nuevo reinó un silencio absoluto mientras se abría la puerta.
Ningún robot esperaba fuera del ascensor, aunque, por primera vez se oía ruido de actividad. Los ruidos no eran específicos, quizás no fuesen más que una variedad de zumbidos creados por robots funcionales que limpiaban las habitaciones y los pasillos. Por tanto, este nivel estaba ocupado.
—Todo va bien —murmuró Derec—. En realidad, necesitamos que un robot nos sirva de guía. Y recuérdalo si un robot pregunta cómo hemos entrado, nuestra historia es que entramos por la puerta principal.
—Y nos perdimos —sonrió ella.
—Hum… sí.
Allí, los pasillos eran más anchos y los techos más altos, pero, para empeorar las cosas, el laberinto resultaba más intrincado. Corredores transversales cruzaban los pasillos principales cada vez con más frecuencia y, mirando a lo lejos, se veía una expansión cada vez mayor del laberinto. Mucho antes, Derec había calculado que este nivel se hallaba a media altura de la pirámide. La superficie de la planta de este nivel era muy amplia.
—No me acuerdo —confesó Derec, deteniéndose en un cruce de pasillos. Se inclinó contra una de las brillantes paredes para sostenerse—. Podríamos andar indefinidamente. Hemos recorrido los corredores más anchos, y no nos han conducido a ninguna parte.
Ariel estudió el rostro del joven.
—Sientes mucho dolor, ¿verdad?
—No puedo dejar que el dolor me impida moverme, o no solucionaremos nada.
—¡Entonces, deja de perder más tiempo y adelante!
Y Ariel echó a andar por el más ancho de dos pasillos. Derec sonrió débilmente, al seguirla. Ariel se mostraba ruda, con ánimo de enfadarle y provocar otra pausa en su enfermedad. Un robot funcional, de un metro de altura solamente, rodó hacia ellos con una luz azul en la parte delantera. Una pequeña excavadora frontal funcionaba como un aspirador, y las escobillas de sus tentáculos retráctiles proclamaban que su segundo deber era el de barrendero. El reconocimiento de extraños en los pasillos era probablemente su tercera función.
Derec y Ariel se detuvieron, viéndole avanzar. El robot se paró ante ellos, dejando oír su continuo bip… bip… Derec se echó a reír.
—Supongo que es nuestra alerta. Pensé que nos merecíamos al menos una o dos sirenas.
—Es muy lindo… Supongo que envía también otra señal, ¿no es así?
—Seguro… Eh, aquella otra cara es familiar… si es que puede llamársele cara… —Derec sonrió—. ¡Euler!
El robot humanoide que avanzaba por el pasillo hacia ellos era uno de los primeros que habían conocido en el planeta. Era uno de los siete Supervisores, cuyos cerebros juntos constituían uno de los ordenadores más complejos de la ciudad. Euler tenía la cabeza moldeada como la de un ser humano, y por ojos llevaba fotocélulas resplandecientes. Para completar la figura, tenía una pantalla de malla en lugar de boca.
—¡Eh, Euler! —gritó Derec—. ¿Por qué no responde? ¿Qué le pasa?
Euler llegó ante ellos y se detuvo. El pequeño robot funcional chirrió y rodó, alejándose, aparentemente, en respuesta a una orden dada por el comunicador.
—Te saludo, Derec. No tienes permiso para estar aquí. Ven conmigo.
Euler se apartó, para cederles el paso.
—¿Qué clase de bienvenida es esta? —preguntó Derec, echando a andar casi a pesar suyo. De pronto, añadió—: Euler, somos nosotros. Hemos vuelto. Y necesitamos ayuda e información.
—Os reconozco, Derec, a ti y a Ariel.
El robot caminaba detrás de ellos. Derec tuvo la sensación de que iban siendo custodiados, más que acompañados de manera amistosa.
—Antes solías llamarme «amigo» Derec —observó el joven.
—Estamos llevando a cabo asuntos urgentes e importantes —replicó Euler—. Tú ya conoces Robot City y sabes que aquí estarás seguro. Pero debes salir de la Torre de la Brújula.
—¡Te he dicho que necesitamos ayuda! —gritó Derec, coléricamente—. ¡Por la Primera Ley! ¿O te has olvidado…?
Ariel le tiró de la manga, obligándole a aflojar el paso. Derec se desprendió de la muchacha, se paró y miró directamente a los ojos de Euler.
—No —insistió Ariel—. No digas nada. Algo sucede.
Derec se quedó inmóvil en su postura iracunda, contemplando el semblante del Supervisor. Titubeó, como absorbiendo la inesperada conducta del robot. Ella tenía razón.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó la joven al robot—. ¿Por qué te comportas de manera tan diferente?
—No se os permite que estéis en la Torre de la Brújula.
—Eh, un momento —intervino Derec—. ¿Y tu estudio de las Leyes de la Humánica? ¿Te acuerdas? Necesitas humanos para eso.
—Por favor, seguid adelante. Si es necesario, saldréis de aquí a la fuerza… sin haceros daño, claro.
—Hum… ¿A la fuerza sin hacernos daño? Ignoras lo frágiles que somos, ¿no es cierto? —Derec rio burlonamente.
—¿Qué ha sucedido desde la última vez que estuvimos aquí? —inquirió Ariel—. ¿Han cambiado vuestros planes para la ciudad?
—Venid conmigo —insistió a su vez Euler.
Alargó sus pinzas para cogerles del brazo. Hasta aquella leve presión provocó un chasquido de adherencias en el brazo de Derec, el cual hizo una mueca de dolor, aunque la sensación fue, en parte, de alivio. La pinza fue retirada instantáneamente.
—¡Me haces daño! —se quejó Derec—. ¡Vamos, Ariel!
La asió por el brazo y empezó a correr.