TERCERA NARRACIÓN

LA HISTORIA CONTINUADA POR PERCY FAIRBANK

Nos despedimos de Francis Raven a la puerta de Farleigh Hall, dándole a entender que podía esperar volver a oír de nosotros.

Aquella misma noche la señora Fairbank y yo tuvimos una discusión en el santuario de nuestro dormitorio. El tema fue «La historia del mozo de cuadra», y la cuestión en disputa versó acerca de la medida de deber caritativo que para con él podíamos tener.

Mi punto de vista sobre el relato del hombre se reducía a uno estrictamente orientado hacia los hechos. En mi opinión, Francis Raven le había dado demasiadas vueltas a las neblinosas conexiones entre su extraño sueño y su vil esposa, hasta que su mente había alcanzado un estado de ilusión parcial en todo lo que a aquel tema se refería. Estaba dispuesto a ayudarle con una cantidad de dinero y de recomendarle a la bondad de mi abogado, si es que realmente estaba en peligro y quería ayuda. Allí empezaba y terminaba mi idea de «deber» hacia esta afligida persona.

Viéndose enfrentada a este razonable punto de vista, el temperamento romántico de la señora Fairbank alcanzó, como de costumbre, sus extremos.

—No tengo mayor intención de perder de vista a Francis Raven cuando llegue su próximo cumpleaños de la que tendría de abandonar un buen libro antes de haber leído los capítulos finales —dijo mi esposa—. Estoy completamente decidida, Percy, a llevarle con nosotros cuando regresemos a Francia, en calidad de mozo de cuadra. ¿Qué importancia tiene para gente rica como nosotros que haya un hombre más o menos entre los caballos?

En aquel aspecto, la compañera de mis alegrías y tristezas se mantuvo perfectamente inasequible a todos los argumentos nacidos del sentido común. ¿Acaso debo aclararles a mis hermanos en matrimonio cómo acabó todo? Por supuesto, mi esposa terminó por irritarme y le respondí agudamente. Por supuesto, mi esposa, indignada, apoyó el rostro contra la almohada conyugal y empezó a sollozar. Y por supuesto, al ver aquello, el «señor» ofreció sus disculpas, y «la señora» se salió con la suya.

Antes de que terminara la semana regresamos a Underbridge y le ofrecimos debidamente a Francis Raven un puesto a nuestro servicio como mozo de cuadra suplementario.

Al principio el pobre hombre apenas pareció capaz de asumir su buena suerte. Al recobrarse, expresó su gratitud de un modo modesto y apropiado. Las simpatías ya predispuestas de la señora Fairbank se derramaron, como de costumbre, a través de sus labios. Le habló de nuestro hogar en Francia como si el desgastado y canoso mozo hubiera sido un niño.

—Se trata de una casa preciosa, Francis. ¡Y qué jardines! Establos diez veces más grandes que los que tenéis aquí, y un montón de habitaciones entre las que poder elegir la tuya. Deberás aprender el nombre de la casa: se llama Maison Rouge. La ciudad más cercana es Metz. Se puede llegar hasta las orillas del río Mosela dando un paseo. Y cuando queremos un cambio de ambiente, tomamos el tren hasta la frontera y ya estamos en Alemania.

Tras haber escuchado hasta entonces con una expresión de absoluta perplejidad marcada en el rostro, Francis se sobresaltó y cambió de color al oír el final de la última frase de mi esposa.

—¿Alemania? —repitió.

—Sí. ¿Acaso conoces Alemania?

Los ojos del mozo de cuadra se fijaron con tristeza en el suelo.

—Alemania me recuerda a mi esposa —respondió.

—¿Ah, sí? ¿Cómo?

—Una vez me dijo que había vivido en Alemania, mucho antes de que yo la conociera, cuando era una muchacha.

—¿Vivía con parientes o con amigos?

—Trabajaba de institutriz para una familia de extranjeros.

—¿En qué parte de Alemania?

—No lo recuerdo, señora. Dudo que me lo hubiera dicho.

—¿Te dijo el nombre de la familia?

—Sí, señora. Era un nombre extranjero, y hace tiempo que escapó a mi memoria. Lo que sí recuerdo es que el cabeza de familia era un vinatero, propietario de un gran negocio.

—¿Recuerdas qué clase de vino producía? Hay vinateros en nuestra comarca. ¿Era mosela?

—No podría decírselo, señora. Dudo haberlo oído alguna vez.

Allí terminó la conversación. Nos comprometimos a ponernos en contacto con Francis Raven antes de dejar Inglaterra y nos marchamos.

Yo estaba decidido a hacer una ronda de visitas a nuestros amigos ingleses, y a regresar a la Maison Rouge en verano. A punto de partir, sin embargo, ciertas dificultades en relación con la supervisión de unas tierras que poseía en Irlanda nos obligaron a alterar nuestros planes. En lugar de regresar a nuestra casa de Francia en verano, no volvimos a ella hasta un par de semanas antes de Navidades. Francis Raven nos acompañó y se estableció debidamente, bajo la ocupación nominal de ayudante de establo, entre los sirvientes de la Maison Rouge.

En breve, algunas de las objeciones que yo había previsto y había intentado vanamente mencionar a mi esposa cuando habíamos hablado de tomarle a nuestro servicio empezaron a manifestarse de un modo nada agradable.

Francis Raven fue incapaz (como yo me había temido que sería) de llevarse bien con el resto de los criados. Todos eran franceses, y ni uno solo de ellos hablaba inglés. Francis, por su parte, ignoraba de igual modo el francés. Sus modales reservados, su temperamento melancólico, su actitud solitaria… jugaban en su contra. Nuestros criados le llamaban «el oso inglés», y acabó por ser ampliamente conocido por este mote en nuestra comarca. Se vio envuelto en disputas que, en alguna que otra ocasión, llegaron a las manos. Incluso para la señora Fairbank se hizo evidente que había que hacer algún cambio. Mientras aún estábamos ponderando cuál debería ser ese cambio, el desgraciado mozo de cuadra fue arrojado a nuestros brazos por un accidente en los establos. Perseguido aún por su proverbial mala suerte, el pobre desgraciado se rompió una pierna debido a la coz que le asestó un caballo.

Fue atendido por nuestro propio médico, en su cómoda cama de los establos. A medida que se iba acercando la fecha de su cumpleaños, seguía confinado en su lecho.

Físicamente, estaba progresando muy bien. Moralmente, el médico no se mostraba satisfecho. Francis Raven estaba sufriendo una desconocida enfermedad mental, que interfería notablemente en su descanso nocturno. Al oír aquello, creí que era mi deber contarle al físico la verdadera naturaleza de lo que acechaba en la mente del paciente. Como hombre práctico, compartió mi opinión de que el posadero se dejaba dominar por sus ilusiones en lo que a su esposa y su sueño se refería.

—Una ilusión curable, en mi opinión —dijo el médico—; si ponemos en práctica cierto experimento.

—¿En qué consistiría dicho experimento? —pregunté.

En lugar de responder, el cirujano me hizo otra pregunta.

—¿Es usted consciente —dijo— de que este año es año bisiesto?

—La señora Fairbank me lo recordó ayer —respondí—. De otro modo, probablemente ni me habría enterado.

—¿Cree usted que Francis Raven sabe que este año es bisiesto?

(Empecé a intuir hacia dónde se dirigía mi amigo.)

—Dependerá de si tiene consigo un almanaque inglés —respondí—. Supongamos que no lo tiene. Entonces, ¿qué?

—En ese caso —continuó el médico—, Francis Raven no sospechará en lo más mínimo que este año haya 29 días en febrero. En consecuencia, ¿qué hará? Anticipará la aparición de la mujer del cuchillo a las dos de la madrugada del día 29 de febrero, en lugar de a las dos de la madrugada del primero de marzo. Dejemos que sufra sus supersticiosos terrores en el día equivocado. Dejemos que el día que realmente es su cumpleaños pase una noche perfectamente tranquila y que duerma tan profundamente como hacemos los demás a las dos de la madrugada. Después, cuando se levante tranquilamente a tiempo para desayunar, le despojaremos de su ilusión contándole la verdad.

Acepté llevar a cabo el experimento. Dejé que el médico avisara a la señora Fairbank de nuestras intenciones y acudí a los establos para ver a Francis Raven.

El pobre hombre veía por todas partes premoniciones del destino que le acechaba el ominoso día uno de marzo. Me solicitó encarecidamente que le ordenara a uno de los criados que se sentara junto a él durante la madrugada de su cumpleaños. Al garantizarle su petición, le pregunté en qué día de la semana caía su cumpleaños. Contó con los dedos de la mano y demostró ser inocente a toda sospecha de que el año pudiera ser bisiesto, indicándome el día 29 de febrero, completamente convencido de que se trataba del uno de marzo. Por supuesto, decidido a llevar a cabo el experimento del médico, me guardé muy mucho de corregir su error. Al obrar de este modo, di el primer paso completamente a ciegas en dirección hacia el último acto del drama del sueño del mozo de cuadra.

Al día siguiente surgió una pequeña dificultad doméstica extraña e indirectamente asociada con el cada vez más próximo final.

Mi esposa recibió una carta en la que se nos invitaba a asistir a la celebración de las bodas de plata de dos dignos vecinos alemanes, el señor y la señora Beldheimer. El señor Beldheimer era un importante vinatero de los bancos del Mosela. Su casa estaba situada en la frontera entre Francia y Alemania, y la distancia desde nuestra casa era lo suficientemente considerable como para obligarnos a dormir bajo el techo de nuestro huésped. Según aquellas circunstancias, si aceptábamos la invitación, una rápida comparación de fechas nos demostró que no estaríamos en casa la mañana del primero de marzo. La señora Fairbank, persistiendo en su absurda decisión de ver con sus propios ojos lo que podría o no podría sucederle a Francis Raven el día de su cumpleaños, declinó lisa y llanamente abandonar la Maison Rouge.

—No será difícil enviar una excusa —dijo sin ceremonias.

Yo, sin embargo, fui completamente incapaz de ver una salida fácil para la ocasión. La celebración de las bodas de plata en Alemania es la celebración de veinticinco años de vida en feliz matrimonio, y la convocatoria mediante la que los anfitriones reúnen a sus amigos es prácticamente equivalente a una invitación real. Tras discutir considerablemente, viendo que la obstinación de mi esposa era invencible, y sintiendo que la ausencia de ambos resultaría una ofensa para nuestros amigos, dejé que la señora Fairbank se excusara como le viniera en gana y le ordené que por lo menos confirmara mi asistencia. Al obrar de este modo, di el segundo paso completamente a ciegas en dirección hacia el último acto del drama del sueño del mozo de cuadra.

Transcurrió una semana; los últimos días de febrero estaban a la vuelta de la esquina. Se me presentó otra dificultad doméstica y, de nuevo, este incidente demostró estar extrañamente asociado con el cada vez más cercano desenlace.

El jefe de cuadras de mis caballerizas era un tal Joseph Rigobert. Se trataba de un tipo de mala catadura, extraordinariamente presumido en lo que a su apariencia personal se refería, y nada escrupuloso en su conducta con las mujeres. Su única virtud consistía en su cariño por los caballos, y en el cuidado con que trataba a los animales que estuvieran a su cargo. En una palabra, era demasiado buen mozo de cuadra como para que pudiera reemplazarle con facilidad; de otro modo, ya hubiera hecho tiempo que habría abandonado mi servicio. En la ocasión sobre la que estoy escribiendo, mi ama de llaves me informó de que sus hábitos se estaban caracterizando últimamente por la pereza y el desorden. La principal acusación dirigida contra él era que aquel mismo día había sido visto en la ciudad de Metz en compañía de una mujer (supuestamente una inglesa), a la que estaba haciendo la corte en una taberna a una hora en la que ya debería haber estado de vuelta en la Maison Rouge. Lo único que dijo el hombre en su defensa fue que «la dama» (tal y como la llamó) era una extranjera, inglesa, desconocedora de las costumbres locales, y que él únicamente la había acompañado a petición propia hasta un lugar en el que pudiera tomar un refrigerio. Administré la necesaria reprimenda sin molestarme en averiguar nada más del asunto. Al obrar de este modo, di el tercer paso completamente a ciegas en dirección hacia el último acto del drama del sueño del mozo de cuadra.

La noche del 28 de febrero, informé a los criados de los establos de que uno de ellos debería pasar toda la noche junto al lecho del inglés. Joseph Rigobert se ofreció voluntario de inmediato para la tarea, sin duda como medio de volver a ganarse mi favor. Acepté su propuesta.

Aquel día, el médico cenó con nosotros. Hacia la medianoche, él y yo abandonamos el salón de fumar y le hicimos una visita a Francis Raven. Rigobert estaba en su puesto con una expresión no demasiado agradable pintada en el rostro. Por lo que parecía, el francés y el inglés no se habían llevado demasiado bien hasta el momento. Francis Raven yacía indefenso en su cama, esperando en silencio la llegada de las dos de la madrugada y, en consecuencia, la de la mujer de su sueño.

—He venido a darle las buenas noches, Francis —dije alegremente—. Mañana por la mañana vendré a verle a la hora del desayuno, antes de partir de viaje.

—Gracias por su amabilidad, señor. Pero no creo que mañana me encuentre con vida. Esta vez ella me encontrará. Acuérdese de lo que le digo, esta vez me encontrará.

—¡Mi buen amigo! Pero si no pudo encontrarle en Inglaterra. ¿Cómo diablos va a encontrarle en Francia?

—No puedo apartar la idea de mi mente, señor; sé que me encontrará aquí. A las dos de la madrugada del día de mi cumpleaños, volveré a verla. A verla por última vez.

—¿Quiere usted decir que le matará?

—Así es, señor. Me matará; con el cuchillo.

—¿Aunque Rigobert esté en la habitación para protegerle?

—Soy un hombre condenado, señor. Ni cincuenta Rigoberts podrían protegerme.

—Y aun así, usted quiso que alguien se sentara a su lado.

—Mera debilidad, señor. No me gustaría estar a solas en mi lecho de muerte.

Miré al médico. Si me hubiera animado, ciertamente le habría confesado a Francis Raven el engaño que estábamos llevando a cabo por pura compasión. Pero el médico seguía empeñado en desarrollar su experimento. Su rostro decía claramente: «No».

El día siguiente (el 29 de febrero) era el día en que se iban a celebrar las bodas de plata de los Beldheimer. Lo primero que hice por la mañana nada más levantarme fue ir a la habitación de Francis. Rigobert me salió al paso en la puerta.

—¿Cómo ha pasado la noche? —pregunté.

—Rezando y cazando fantasmas —respondió—. Un asilo para lunáticos sería un lugar más apropiado para él.

Me acerqué a la cama.

—Bueno, Francis. Aquí está, sano y salvo a pesar de todo lo que me dijo anoche.

Sus ojos se fijaron en los míos con una mirada vacía y asombrada.

—No lo entiendo —dijo.

—¿Vio el más mínimo rastro de su esposa cuando el reloj dio las dos?

—No, señor.

—¿Sucedió algo?

—Nada, señor.

—¿Y no le demuestra eso que estaba usted equivocado?

Sus ojos mantuvieron aquel aspecto vacío e interrogante. Únicamente acertó a repetir las palabras que ya había dicho con anterioridad.

—No lo entiendo.

Hice un último intento por alegrarle.

—¡Venga, venga, Francis! Arriba ese ánimo. En un par de semanas habrá salido de la cama.

Él negó moviendo la cabeza sobre la almohada.

—Algo va mal —dijo—. No espero que me crea, señor, pero algo va mal. El tiempo lo dirá.

Dejé la habitación. Media hora más tarde partí en dirección a la casa del señor Beldheimer, dejando los preparativos para la madrugada del 1 de marzo en manos del doctor y de mi esposa.

Lo que más me llamó la atención cuando me uní a los demás invitados en casa de los Beldheimer fue algo que también resulta necesario mencionar aquí. Pese a lo gozoso de la ocasión, una de las damas presentes se mostraba completamente alicaída. ¡Y aquella dama no era otra que la mismísima heroína de la fiesta: la señora de la casa!

En el transcurso de la tarde me encontré charlando con el hijo mayor del señor Beldheimer, y le pregunté qué era lo que le sucedía a su madre. Al ser un viejo amigo de la familia, el joven aceptó de inmediato confiarme la verdad.

—Hemos tenido que lidiar con un asunto de lo más desagradable —me dijo—, y mi madre todavía no se ha recuperado de la dolorosa impresión recibida. Hace muchos años, cuando mis hermanas aún eran niñas, tuvimos en la casa una institutriz inglesa. Algún tiempo después de que nos hubiera dejado, nos llegaron noticias de que se había casado. No volvimos a oír hablar de ella hasta que hace una semana o diez días mi madre recibió una carta en la que nuestra ex-institutriz se describía a sí misma en una condición de suma pobreza y desgracia. Tras muchos titubeos, se había atrevido, siguiendo la sugerencia de una señora que había sido amable con ella, a escribir a sus antiguos empleadores, y a apelar a sus recuerdos en nombre de los viejos tiempos. Ya conoce usted a mi madre: no solo es la más bondadosa, sino también la más confiada de las mujeres. Resulta imposible convencerla de toda la maldad que hay en el mundo. Respondió a vuelta de correo invitando a la institutriz a que viniera aquí a verla, e incluyó dinero para pagarle los gastos del viaje. Cuando mi padre llegó a casa y se enteró de lo que había hecho, escribió de inmediato a su agente de Londres encargándole que investigara y remitiéndole la dirección que venía registrada en la carta de la institutriz. Sin embargo, ella llegó antes que la respuesta del agente, y le produjo la peor impresión posible. Dos días más tarde recibimos una carta que confirmó sus sospechas. Desde que habíamos perdido el contacto con ella, aquella mujer había llevado una vida completamente disipada. Mi padre habló con ella en privado y le ofreció una suma de dinero, a condición de que abandonara de inmediato nuestra casa y volviera a Inglaterra. Si lo rechazaba, la alternativa sería una denuncia a las autoridades y el escándalo público. Ella aceptó el dinero y abandonó la casa. En su viaje de regreso a Inglaterra parece haber hecho escala en Metz. Ya se imaginará qué clase de mujer es cuando le diga que el otro día fue vista en una taberna en compañía de ese guapo mozo de cuadra que trabaja para usted: Joseph Rigobert, ¿verdad?

Mientras mi informante me revelaba aquellas circunstancias, mi memoria trabajaba a toda velocidad. Recordé que Francis Raven nos había relatado vagamente la experiencia de su esposa como institutriz de una familia alemana. Una terrible sospecha alumbró mi mente.

—¿Cómo se llamaba la mujer? —pregunté.

El hijo del señor Beldheimer respondió:

—Alicia Warlock.

Tras haber oído aquella respuesta, únicamente me quedaba una idea: regresar a mi casa sin perder un solo minuto. Pero para entonces eran ya las diez de la noche, y el último tren hacia Metz había partido hacía rato. Convine con mi joven amigo, tras haberle informado debidamente de las circunstancias, en que debería partir en el primer tren de la mañana, en lugar de compartir con la familia el desayuno que habían preparado para sus huéspedes.

A intervalos durante la noche, me pregunté inquieto qué estaría sucediendo en la Maison Rouge. La misma pregunta me seguía asaltando una y otra vez la mañana del primero de marzo, mientras viajaba hacia casa en el primer tren del día. Tal y como se habían desarrollado los acontecimientos, únicamente una persona estaba en posición de saber lo que había sucedido realmente en los establos la madrugada del día del cumpleaños de Francis Raven. Dejen que Joseph Rigobert tome mi puesto como narrador y que les cuente a ustedes el final de la historia, del mismo modo que nos la contó a su abogado y a mí hace ya tiempo.