—Puede estar seguro de que el pequeño diablo no dirá de dónde ha sacado lo del muerto —continuó el capitán—. No es mi intención entrometerme en sus secretos, pero le recomiendo que convoque a la tripulación y contradiga al chico, tanto si dice la verdad como si no. Los hombres son un grupo de estúpidos que creen en fantasmas y demás supercherías. Algunos de ellos dicen que nunca habrían firmado el contrato de haber sabido que iban a navegar con un muerto. Otros se conforman con refunfuñar, pero me temo que acabaremos por tener problemas con todos ellos, en caso de que haya mal tiempo, a no ser que usted o el otro caballero contradigan al chico. Los hombres dicen que si usted o su amigo les juran por su palabra de honor que el maltés es un mentiroso, le azotarán en consecuencia; pero que si no lo hacen, están dispuestos a creer al muchacho.
Llegado este punto, el capitán calló y esperó una respuesta. No podía darle ninguna. Hacer que el chico fuera castigado dando mi palabra de honor como garantía de una absoluta falsedad estaba fuera de todo lugar. ¿Qué otro medio de arreglar aquel desgraciado dilema me quedaba? Ninguno, que se me ocurriera. Le agradecí al capitán su atención por nuestros intereses, le dije que necesitaría algo de tiempo para llegar a una decisión, y le rogué que no le dijera nada a mi amigo sobre lo que había descubierto. Me prometió guardar silencio bastante malhumorado, y se alejó de mí.
Habíamos esperado que a la mañana siguiente se levantara algo de brisa, pero no fue así. A medida que el mediodía se iba acercando, la atmósfera se volvió insufriblemente bochornosa, y el mar seguía tan liso como un espejo. Vi que el capitán miraba a menudo y con nerviosismo hacia barlovento. Lejos, en aquella dirección, pude observar una pequeña nube negra y solitaria en mitad del cielo azul; le pregunté si nos traería algo de viento.
—Más del que queremos —replicó brevemente el capitán. Después, para mi asombro, ordenó a la tripulación que saliera a cubierta y que arriara las velas. La ejecución de aquella maniobra me demostró claramente cuál era el estado de ánimo de los hombres. Hicieron su trabajo a regañadientes y muy lentamente, sin dejar de farfullar y murmurando entre sí. El comportamiento del capitán, mientras les urgía mediante juramentos y amenazas, me convenció de que nos hallábamos en peligro. Volví a mirar a barlovento. La pequeña nube se había ensanchado hasta convertirse en un gran banco de vapor turbio, y el mar había cambiado de color allá en el horizonte.
—La tormenta estará sobre nosotros antes de que sepamos a qué altura nos encontramos —dijo el capitán—. Vaya abajo. Aquí solo será un estorbo.
Descendí al camarote y preparé a Monkton para lo que se avecinaba. Aún me estaba preguntando qué era lo que había visto en cubierta cuando la tormenta estalló repentinamente. Sentimos que por un momento el pequeño bergantín se tensaba como si fuera a partirse en dos, después pareció balancearse de un lado a otro para luego detenerse por completo durante un solo instante, con todos los maderos temblando. Entonces recibimos un impacto que nos arrojó de nuestros asientos. Oímos un ruido ensordecedor y un torrente de agua se abrió paso a través de nuestro camarote. Medio ahogados, trepamos hasta la cubierta.
Antes de que pudiera distinguir nada en concreto entre toda aquella horrible confusión, salvo la tremenda certeza de que estábamos completamente a merced del mar, oí una voz desde la popa que acalló el clamor y el griterío del resto de la tripulación. Las palabras eran en italiano, pero entendí su fatal significado con demasiada facilidad. Se había abierto una grieta y el mar estaba penetrando en el barco con la misma facilidad que un cuchillo corta la mantequilla. Pese a la emergencia, el capitán no perdió los estribos. Pidió su hacha para cortar el palo mayor y, tras ordenarles a algunos miembros de la tripulación que le ayudasen, envió al resto a manejar las bombas de achique.
Apenas habían salido las palabras de sus labios cuando los hombres se amotinaron abiertamente. Dirigiéndome una mirada salvaje, su líder gritó que los pasajeros podían hacer lo que quisieran, pero que él y sus compañeros estaban decididos a subirse al bote de salvamento y a dejar que el maldito barco y el muerto que viajaba en él se fueran juntos hasta el fondo. Cuando habló, se formó un griterío entre los marineros y yo observé que algunos de ellos señalaban burlonamente hacia mis espaldas. Al volverme, vi a Monkton, que hasta entonces se había mantenido a mi lado, abriéndose camino hacia el camarote. Le seguí de inmediato, pero el agua y la confusión en cubierta, y la imposibilidad, debido al bamboleo del bergantín, de mover los pies sin la ayuda de las manos impidieron mi avance de tal modo que me resultó imposible alcanzarle. Cuando hube llegado abajo, Monkton se había agachado sobre el ataúd, con el agua que inundaba el camarote arremolinándose y salpicando a su alrededor mientras el barco se levantaba y se hundía entre las olas. Vi un aviso de lo que se avecinaba en el brillo de sus ojos, un aviso en el rubor de sus mejillas. Me aproximé a él y le dije:
—No nos queda más remedio, Alfred, que ceder ante la desgracia y hacer lo que esté en nuestras manos para salvar nuestras vidas.
—Salve usted la suya —gritó, agitando su mano ante mí—, pues usted aún tiene un futuro. El mío habrá desaparecido cuando este ataúd llegue al fondo. Si el barco se hunde, sabré entonces que la fatalidad se ha consumado y nada me impedirá hundirme con él.
Vi que su estado no era proclive a razonar ni a dejarse persuadir, de modo que volví a salir a cubierta. Los hombres estaban cortando todos los obstáculos que les impedían lanzar el gran bote, colocado en mitad del navío, por encima del hundido bastión del bergantín. El capitán, tras haber realizado un último y vano intento por restaurar su autoridad, los contemplaba en silencio. La violencia de la tormenta parecía estar remitiendo, y le pregunté si realmente no había posibilidad alguna para nosotros en caso de permanecer a bordo del barco. El capitán me respondió que si los hombres hubieran obedecido sus órdenes esa opción habría sido la más segura; pero que ahora, efectivamente, ya no quedaba ninguna posibilidad. Sabiendo que no podía depender del criado de Monkton, le revelé al capitán, del modo más breve y sencillo que me fue posible, la condición de mi desafortunado amigo, y le pregunté si podía contar con su ayuda. Asintió con la cabeza y descendimos juntos al camarote. Todavía ahora me causa dolor escribir acerca de la terrible decisión a la que nos vimos abocados, como último recurso, debido a la fuerza y la persistencia de las alucinaciones de Monkton. El único modo de sacarle de allí fue atarle las manos y arrastrarle por la fuerza hasta cubierta. Los hombres estaban a punto de partir en el bote, y al principio se negaron a aceptarnos en su interior.
—¡Cobardes! —gritó el capitán—. ¿Acaso llevamos con nosotros al muerto? ¿Acaso no se está yendo al fondo del mar junto con el bergantín? ¿De quién os asustáis ahora?
Aquella apelación produjo el efecto deseado; los hombres se avergonzaron de sí mismos y se retractaron de su negativa.