PRIMERA NARRACIÓN

ACLARACIÓN PRELIMINAR DE LOS HECHOS
POR PERCY FAIRBANK

—¡Hola! ¡Mozo! ¡Hooo-laaa!

—¡Querido! ¿Por qué no buscas la campana?

—¡Ya he mirado! No hay campana.

—¡Y tampoco hay nadie en el patio! ¡Resulta realmente curioso! Llama de nuevo, querido.

—¡Mozo! ¡Hola! ¿Hay alguien? ¡Mo-zoooooo!

Mi segunda llamada produce eco en el espacio vacío y no atrae a nadie; en resumen, no tiene ningún efecto apreciable. He agotado mis recursos. Ya no sé qué decir ni qué hacer a continuación. Aquí estoy, en el desierto patio de una posada, en un pueblo desconocido, con dos caballos de los que encargarme y una dama de la que cuidar. Para añadir peso a mis responsabilidades, resulta que además uno de los caballos está completamente cojo y que la dama es mi esposa.

¿Que quién soy yo?, se pregunta usted.

Tengo tiempo de sobra para responder a esa pregunta. Nada sucede; nadie acude a recibirnos. Deje que me presente y que le presente también a mi mujer.

Me llamo Percy Fairbank, y soy un caballero inglés. Edad: cuarenta (que digamos). Sin profesión. Políticamente: moderado; altura: media; complexión: buena; carácter: agradable; dinero: a espuertas.

Mi esposa es una dama francesa. Cuando me fue presentada por primera vez en casa de su padre, en Francia, respondía al nombre de mademoiselle Clotilde Delorge. Me enamoré de ella, aunque realmente no sé por qué. Pudo ser porque me encontraba completamente ocioso y no tenía nada mejor que hacer en aquel momento. O quizá se debiera a que todos mis amigos dijeron que era la última mujer con la que debería plantearme el matrimonio. Debo decir que superficialmente no hay absolutamente nada en común entre la señora Fairbank y yo. Ella es alta, morena, nerviosa, excitable, y romántica; en todas sus opiniones tiende a los extremos. ¿Qué podría haber visto en mí una mujer como ella? ¿Qué podría haber visto yo en una mujer así? Lo ignoro tanto como usted. De algún misterioso modo, encajábamos perfectamente. Llevamos siendo marido y mujer diez años ya, y nuestro único lamento es que no tenemos hijos. No sé lo que pensará usted, pero yo a eso, en términos generales, lo llamo un matrimonio feliz.

Pero ya está bien de hablar de nosotros. La siguiente pregunta es: ¿qué nos ha llevado al patio de una posada? ¿Y por qué me he visto obligado a ejercer de mozo y a cuidar de los caballos?

La mayor parte del año vivimos en Francia, en la casa de campo en la que mi esposa y yo nos vimos por primera vez. Ocasionalmente, para mantener cierta variedad, venimos a Inglaterra para visitar a mis amigos. Eso es, precisamente, lo que estamos haciendo ahora. Nuestro anfitrión es un viejo compañero mío de universidad, poseedor de una bonita finca en Somersetshire; y hemos llegado a su casa, llamada Farleigh Hall, en pleno cierre de la temporada de caza.

En el día acerca del cual estoy escribiendo, destinado a ser un día memorable en nuestro calendario, los sabuesos se reúnen en Farleigh Hall. La señora Fairbank y yo nos hemos montado sobre dos de los mejores caballos de las caballerizas de mi amigo. Somos bastante indignos de semejante distinción, ya que ni sabemos nada de cinegética ni nos importa en absoluto la caza. Por otra parte, nos encanta pasear a caballo, y disfrutamos de la mañana primaveral dominada por la brisa, y el bello y fértil paisaje inglés que nos rodea por todas partes. Mientras prospera la caza, seguimos a la partida. Pero cuando la cosa no avanza, cuando pasa el tiempo y la paciencia es puesta a prueba, cuando los perros corren de aquí para allá completamente perplejos y un lenguaje soez empieza a brotar de los labios de los deportistas, perdemos completamente el interés en seguir los procedimientos. Dirigimos nuestras monturas en dirección a un camino recubierto de hierba, deliciosamente sombreado por árboles. Trotamos alegremente a lo largo del camino, hasta que nos encontramos en campo abierto. Galopamos a través del campo y después seguimos los vericuetos de un segundo camino. Cruzamos un arroyo, pasamos a través de un pueblo, disfrutamos de una soledad auténticamente pastoril entre las colinas. Los caballos agitan las cabezas, se relinchan el uno al otro y disfrutan tanto como nosotros. La caza queda olvidada. Somos tan felices como una pareja de niños. Estamos incluso cantando una canción francesa, cuando repentinamente nuestra alegría toca a su fin. El caballo de mi esposa apoya una de sus patas delanteras sobre una piedra suelta y da un traspié. La diestra mano de la jinete lo salva de la caída. Pero al primer intento de continuar, la triste verdad queda revelada: el caballo se ha roto un tendón; está cojo.

¿Qué podemos hacer? Somos extraños en una solitaria región del país. Miremos en la dirección que miremos no vemos rastro de vida humana. No hay nada que hacer salvo tomar la carretera en dirección a lo alto de la colina y ver qué podemos encontrar al otro lado de la misma. Cambio las sillas de montar y mi esposa toma mi caballo. El animal no está acostumbrado a llevar a una dama; se mueve inquieto, se sobresalta y golpea el suelo con los cascos. Yo le sigo a pie, a una distancia prudencial, llevando de las riendas al caballo cojo. ¿Hay algo más miserable sobre la faz de la creación que un caballo cojo? He visto hombres cojos y perros cojos que se comportaban alegremente, pero nunca he visto todavía un caballo cojo que no pareciera completamente desolado ante su propia desgracia.

Durante media hora mi esposa sigue las curvas y los promontorios del camino. Yo arrastro los pies detrás de ella y el desgraciado caballo que se detiene una y otra vez detrás de mí. Cerca de la cumbre de la colina, nuestra melancólica procesión se encuentra con un campesino de Somersetshire que trabaja en un campo de cultivos. Le convoco para que se acerque, y el hombre me contempla impasiblemente sin avanzar un solo paso. Le pregunto, gritando a pleno pulmón, lo lejos que estamos de Farleigh Hall. El campesino de Somersetshire me responde también a pleno pulmón:

—‘nos vinte lómetros. ¿Tié un trago sidra?

Hago de traductor, en beneficio de mi mujer, y transformo el dialecto de Somersetshire en inglés. Estamos a unos veinte kilómetros de Farleigh Hall, y nuestro amigo del campo desea ser recompensado con un trago de sidra por la información que nos acaba de proporcionar. ¡Ahí está, mírale! ¡Todo un personaje, querida! ¡Todo un personaje!

La señora Fairbank no contempla el estudio de la naturaleza agricultora humana con el mismo gusto que yo. Su inquieto caballo no la deja descansar ni un solo minuto y ella está empezando a perder la paciencia.

—No podemos seguir veinte kilómetros de esta manera —dice—. ¿Dónde está la posada más cercana? ¡Pregúntaselo a ese bruto!

Saco un chelín del bolsillo y lo elevo para que quede bien iluminado por el sol. El chelín ejerce sus magnéticas virtudes. El chelín atrae lentamente al campesino desde el campo hasta mí. Le informo de que queremos dejar los caballos y alquilar un carruaje que nos lleve de vuelta a Farleigh Hall. ¿Dónde podríamos hacer tal cosa?

El campesino responde (sin apartar los ojos del chelín):

N’Underbrich, guro. (En Underbridge, seguro.)

—¿Está muy lejos Underbridge?

—¿Mu lejos Underbrich? —repite el campesino riéndose de la pregunta—. ¡Joo, joo, joo!

(Underbridge está, al parecer, bastante cerca. Si tan solo pudiéramos averiguar dónde…)

—¿Sería tan amable de mostrarnos el camino, buen hombre?

—¿Me darún trago sidra?

Hago una cortés reverencia con la mano y le señalo el chelín. La inteligencia agrícola se pone en marcha y el campesino se une a nuestra melancólica procesión. Mi esposa es una mujer hermosa, pero no la mira ni por un instante. Más extraordinario aún, ni siquiera les echa un vistazo a los caballos. Sus ojos están dominados por su mente, y su mente está concentrada en el chelín.

Alcanzamos la cumbre de la colina, ¡y allí está, al otro lado, acurrucado en un valle, el destino de nuestro peregrinaje, el pueblo de Underbridge! Llegados a este punto nuestro guía reclama su chelín y nos deja para que encontremos la posada por nosotros mismos. Soy, por constitución, un hombre educado. Al separarnos, le digo: «Buenos días». El asilvestrado guía me mira mientras muerde el chelín para asegurarse de que es bueno.

—¡Días! —grita salvajemente, y nos vuelve la espalda como si le hubiéramos ofendido. Un curioso producto del crecimiento de la civilización, este hombre. Si no hubiera visto la torre de una iglesia en Underbridge, podría haber supuesto que nos habíamos perdido en una isla salvaje.

Al llegar al pueblo no tenemos ningún problema para encontrar lo que buscamos. El pueblo está compuesto de una calle desolada, y la posada se alza justo en mitad de la misma. Se trata de un viejo edificio de piedra tristemente descuidado. El dibujo del letrero ha desaparecido por completo. Los postigos de la larga fila de ventanas frontales están echados. Una gallina y sus polluelos son los únicos seres vivientes que nos reciben en la puerta. Con toda seguridad, esta es una de las viejas posadas del periodo de las diligencias, completamente arruinada por las vías férreas. Cruzamos por debajo del arco de entrada y seguimos sin encontrar a nadie. Llegamos hasta el patio y nos acercamos al establo; ayudo a mi mujer a desmontar, y ya estamos otra vez en el punto en el que comenzó esta narración. Ninguna campana de cuya cuerda tirar. Ningún ser humano que responda a mis llamadas. Sigo de pie, indefenso, con las bridas de los caballos en la mano. La señora Fairbank se pasea con gracia alrededor del patio y hace lo que todas las mujeres cuando se encuentran en un lugar desconocido: abre todas las puertas que encuentra y espía lo que pueda haber al otro lado. Por mi parte, acabo de recuperar el aliento. Estoy a punto de llamar al posadero por tercera y última vez, cuando oigo a la señora Fairbank llamándome de repente.

—¡Percy! ¡Ven aquí!

Su voz se muestra ansiosa y agitada. Acaba de abrir una última puerta al fondo del patio y ha retrocedido sobresaltada ante alguna visión repentina. Ato las bridas de los caballos a un clavo oxidado que hay en la pared cercana a mí y me uno a mi esposa. Se ha puesto pálida y me agarra nerviosamente del brazo.

—¡Cielo santo! —grita—. ¡Mira eso!

Miro, ¿y qué veo?

Veo un sórdido y pequeño establo de dos cuadras. En una de ellas hay un caballo mordisqueando su maíz. En la otra, yace un hombre durmiendo sobre la paja.

Se trata de un hombre desgastado, ajado y cariacontecido, vestido con un traje de mozo. Sus mejillas huecas y arrugadas, su pelo grisáceo y escaso, su piel amarillenta y seca, todo ello revela una historia de penas y sufrimientos pasados. Su ceño se frunce ominosamente sobre las cejas; uno de los lados de su boca padece de dolorosas contracciones nerviosas. Cuando miro por primera vez, le oigo respirar convulsivamente. El hombre tiembla y suspira en sueños. No es una visión agradable y me vuelvo instintivamente hacia la brillante luz del patio. Mi mujer vuelve a encaminarme en dirección a la puerta del establo.

—¡Espera! —dice—. ¡Espera! Podría hacerlo otra vez.

—¿Hacer qué?

—Cuando he mirado por primera vez, estaba hablando en sueños, Percy. Estaba soñando algo horrible. ¡Calla! Ya empieza otra vez.

Miro y escucho. El hombre se agita en su miserable lecho. Habla a través de los entrecerrados dientes con un susurro fiero y acelerado.

—¡Despierten! ¡Eh, despierten! ¡Asesinato!

Hay un intervalo de silencio. Mueve un magro brazo, lentamente, hasta posarlo sobre su garganta. Le recorre un escalofrío y se da la vuelta en la paja. Retira el brazo de su garganta y lo alarga débilmente; coge un puñado de paja del costado hacia el que se ha vuelto. Parece imaginarse que ha agarrado el borde de algo. Veo que sus labios empiezan a moverse de nuevo. Entro en el establo sin hacer ruido. Mi esposa me sigue, sin soltarme la mano. Ambos nos inclinamos sobre él. Vuelve a hablar dormido. Esta vez dice cosas extrañas, dementes.

—Ojos grises y claros —le oímos decir—, y el párpado caído sobre el ojo izquierdo. Cabello rubio pajizo, con una veta dorada. ¡De acuerdo, madre! Rubia. Brazos blancos, pequeñas manitas de dama, un poco enrojecidas alrededor de las uñas. El cuchillo. El maldito cuchillo… primero a un costado, después al otro. ¡Ajá, diablesa! ¿Dónde está el cuchillo?

Se calla y de repente se muestra inquieto. Le vemos retorcerse entre la paja. Levanta ambas manos y jadea histéricamente en busca de aire. Sus ojos se abren de repente. Por un momento no miran hacia nada en concreto; tienen un brillo vacuo. Después vuelven a cerrarse en un sueño profundo. ¿Está soñando todavía? Sí, pero el sueño parece haber proseguido por nuevos derroteros. Cuando vuelve a hablar, su tono ha cambiado; las palabras son escasas; las repite una y otra vez en un tono triste e implorante.

—¡Di que me amas! Te quiero tanto… ¡Di que me amas! ¡Di que me amas!

Se hunde en un sueño cada vez más profundo, repitiendo débilmente estas palabras hasta que acaban por morir en sus labios. Después, ya no habla más.

Para entonces, la señora Fairbank ha superado su terror. Ahora se encuentra devorada por la curiosidad. La miserable criatura tumbada en la paja ha apelado al aspecto más imaginativo de su carácter. Su ilimitado apetito por el romance desea saber más. Me agita impacientemente el brazo mientras dice:

—¿Has oído? ¡Hay una mujer detrás de todo esto, Percy! ¡Se trata de un asunto de amor y asesinato, Percy! ¿Dónde está la gente de la posada? Ve al patio y llámalos otra vez.

Mi esposa es originaria, por parte de madre, del sur de Francia. El sur de Francia produce mujeres bellas y de temperamento cálido. No diré más. Los hombres casados entenderán mi posición. Quizá a los solteros hará falta decirles que hay ocasiones en las que debemos no solo amar y honrar a nuestras mujeres… sino también obedecerlas.

Me vuelvo hacia la puerta para obedecer a mi esposa y me topo de bruces con un extraño que se ha acercado a nosotros sin que advirtiéramos su presencia. El desconocido es un viejo pequeño, somnoliento y sonrosado; con cara de pan y testa calva y brillante. Lleva puestos unos bombachos pardos y un abrigo negro antiguo y respetable. Siento instintivamente que me encuentro ante el dueño de la posada.

—Buenos días, señor —dice el sonrosado viejo—. Soy un poco duro de oído. ¿Era usted quien llamaba hace un momento desde el patio?

Antes de que pueda responder, mi esposa se interpone. Insiste (con una voz estridente adaptada a la dureza de oído de nuestro anfitrión) en saber quién es el pobre desgraciado que está durmiendo en la paja.

—¿De dónde viene? ¿Por qué dice cosas tan terribles mientras duerme? ¿Está soltero o casado? ¿Se ha enamorado alguna vez de una asesina? ¿Qué tipo de mujer era? ¿Le acuchilló realmente? En resumen, querido señor patrón, ¡cuéntenos toda la historia!

El querido señor patrón espera adormecido a que la señora Fairbank haya terminado de abrumarle, y después le ofrece una respuesta como la que sigue:

—Su nombre es Francis Raven. Es metodista independiente. En su último cumpleaños cumplió cuarenta y cinco. Y es mi mozo de cuadra. Esa es su historia.

El cálido temperamento sureño de mi esposa se traslada hasta su pie y encuentra un modo de expresión adecuado en un pisotón que descarga contra el suelo del patio.

El adormecido dueño de la posada se vuelve para contemplar los caballos.

—Un buen par de caballos, esos dos del patio. ¿Quiere que se los guarde en los establos?

Respondo afirmativamente mediante un movimiento de cabeza. El patrón, intentando ser agradable con mi mujer, vuelve a decirle:

—Voy a despertar a Francis Raven. Es metodista independiente. En su último cumpleaños cumplió cuarenta y cinco. Y es mi mozo de cuadra. Esa es su historia.

Tras habernos ofrecido la segunda edición de su interesante narrativa, el dueño entra en el establo. Le seguimos para ver cómo piensa despertar a Francis Raven y qué va a pasar después. La escoba del establo está en una esquina, apoyada contra la pared. El patrón la toma, avanza hacia el dormido mozo y la restriega fríamente sobre él como si de una bestia salvaje encerrada en una jaula se tratara. Francis Raven se levanta de un salto profiriendo un grito de terror. Nos mira salvajemente con un hórrido destello de sospecha en sus ojos, pero en un instante recobra la compostura, y de repente se convierte en un sirviente decente, tranquilo y respetable.

—Le ruego me disculpe, señora. Le ruego me disculpe, caballero.

El tono y el modo en que se disculpa están por encima de su aparente situación en la vida. Empiezo a contagiarme del interés de la señora Fairbank por este hombre. Ambos le seguimos hasta el patio para ver lo que hará con los caballos. El modo en que levanta la pata herida del caballo cojo me confirma de inmediato que conoce su trabajo a la perfección. Rápida y tranquilamente conduce a los animales hasta un establo vacío. Rápida y tranquilamente, toma también un cubo lleno de agua caliente e introduce la pata herida del caballo en su interior.

—El agua caliente reducirá la inflamación, señor. Después le vendaré la pata.

Todo lo que hace, lo hace con inteligencia; todo lo que dice, lo dice con un propósito. Nada extraño ni salvaje hay ahora en él. ¿Acaso es este el mismo hombre al que oímos hablar dormido? ¿El mismo hombre que se despertó profiriendo aquel grito de terror y con aquella hórrida suspicacia en los ojos? Me decido a probarle con una o dos preguntas.

—No hay mucho que hacer por aquí —le digo al mozo.

—Apenas nada, señor —responde él.

—¿Se aloja alguien en la posada?

—La posada está prácticamente vacía, señor.

—Empezaba a pensar que estaban todos muertos. No conseguía que me oyera nadie.

—El patrón está bastante sordo, señor, y el camarero ha ido a hacer unos recados.

—Sí; y usted estaba completamente dormido en el establo. ¿Echa a menudo la siesta?

El desgastado rostro del mozo de cuadra se ruboriza débilmente. Sus ojos se alejan por primera vez de los míos. La señora Fairbank me pellizca el brazo furtivamente. ¿Estamos por fin a punto de descubrir algo? Repito mi pregunta. El hombre no tiene otra alternativa educada que responderme. La respuesta llega en estos términos:

—Estaba completamente agotado, señor. Jamás me habría encontrado durmiendo durante el día de no ser por eso.

—¿Agotado, eh? Habrá estado trabajando duro, supongo.

—No, señor.

—¿Entonces, cuál es la causa?

Vuelve a dudar, y responde a regañadientes.

—Estuve despierto toda la noche.

—¿Despierto toda la noche? ¿Alguna festividad en el pueblo?

—Nada por el estilo, señor.

—¿Acaso hay alguien enfermo?

—Nadie enfermo, señor.

Esta respuesta es la última. Por mucho que lo intento, no puedo sacarle nada más. Se vuelve y se mantiene ocupado atendiendo la pata del caballo. Abandono el establo para hablar con el patrón sobre el carruaje que nos ha de llevar de regreso a Farleigh Hall. La señora Fairbank se queda junto al mozo de cuadra y cuando me marcho me obsequia con una mirada reveladora. La mirada dice claramente:

—Pienso descubrir por qué estuvo despierto toda la noche. Déjame a mí y verás.

El alquiler del carruaje se lleva a cabo con facilidad. La posada tiene un caballo y también un coche. El patrón tiene una historia sobre el caballo y una historia sobre el coche. Se parecen a la historia de Francis Raven, con la excepción de que ni el caballo ni el coche tienen afiliación religiosa.

—En su próximo cumpleaños, el caballo cumplirá nueve. He tenido el coche durante veinticuatro años. El señor Max de Underbridge, él crio el caballo; y el señor Pooley de Yeovil, él construyó el coche. Es mi caballo, y es mi coche. Y esa es su historia.

Tras haber aliviado su mente del peso de estos detalles, el patrón procede a ponerle el arnés al caballo. Para ayudarle, arrastro el coche hasta el patio. La señora Fairbank aparece cuando hemos terminado nuestros preparativos. Poco después, el mozo de cuadra la sigue al patio. Ha vendado la pata del caballo y está listo para llevarnos hasta Farleigh Hall. Observo signos de agitación en su rostro y su comportamiento, lo que me sugiere que mi esposa ha logrado vencer su resistencia. Se lo pregunto privadamente en una esquina del patio.

—¿Y bien? ¿Has descubierto por qué ha pasado toda la noche en vela?

La señora Fairbank tiene cierta capacidad para el dramatismo. En lugar de responderme sencilla y llanamente, sí o no, suspende el interés y excita a la audiencia mediante otra pregunta:

—¿Qué día del mes es hoy, querido?

—Uno de marzo.

—El día uno de marzo, Percy, es el cumpleaños de Francis Raven.

Intento parecer interesado sin conseguirlo.

—Francis nació —continúa la señora Fairbank con gravedad— a las dos en punto de la mañana.

Empiezo a preguntarme si el intelecto de mi mujer ha seguido el mismo camino que el del dueño de la posada.

—¿Eso es todo? —pregunto.

—Eso no es todo —responde la señora Fairbank—. Francis Raven se pasa la madrugada de su cumpleaños sentado en vela porque tiene miedo de acostarse.

—¿Y por qué tiene miedo de acostarse?

—Porque su vida corre peligro.

—¿El día de su cumpleaños?

—El día de su cumpleaños. A las dos en punto de la madrugada. Con toda regularidad.

Entonces se calla. ¿No ha descubierto nada más? Hasta ahora nada más. Esta vez empiezo a sentirme verdaderamente interesado. Me pregunto ansiosamente qué significa todo aquello. La señora Fairbank señala misteriosamente en dirección al coche, en el que Francis Raven (hasta ahora mozo de cuadra, a partir de ahora chófer) espera a que nos subamos. El coche tiene un asiento para dos al frente y otro para una sola persona en la parte trasera. Mi esposa me dirige una mirada de aviso y se coloca en el asiento delantero.

El resultado de este movimiento es que la señora Fairbank permanece sentada junto al conductor durante un viaje de algo más de dos horas. ¿Debo aclarar el resultado? Hacerlo sería un insulto a su inteligencia. Deje que le ofrezca mi sitio en el coche. Y deje que sea Francis Raven quien cuente su historia con sus propias palabras.