¡REVIENTA CON EL BERGANTÍN!

Tengo que hacerles una terrible confesión. Me persigue un fantasma.

Y aunque tuvieran cien años para intentar adivinarlo, jamás acertarían a decir qué tipo de fantasma es el fantasma que me persigue. Al principio les haré reír, pero más adelante conseguiré que se les ponga la carne de gallina. Mi fantasma… es el fantasma de un candelero de dormitorio.

Sí, un candelero de dormitorio con su vela correspondiente; una sencilla palmatoria con su cirio; llámenlo como quieran. Eso es lo que me persigue. Ojalá fuera algo más agradable y menos mundano: una bella mujer, una mina de oro y plata, un coche con sus caballos, o algo parecido. Pero, siendo lo que es, debo tomarlo como tal, y llevarlo lo mejor que pueda. Y les agradeceré de todo corazón que por favor me ayuden haciendo lo mismo.

No soy precisamente un universitario, pero me atrevo a creer que cuando un hombre se ve encantado por cualquier cosa bajo el sol es debido a que se ha llevado un susto terrible. En todo caso, el encantamiento que sufro a manos de un candelero de dormitorio con su correspondiente vela se originó a partir del terror que me produjo un candelero de dormitorio con su correspondiente vela. Un terror que he sentido media vida y un terror que, en el presente, me mantiene al borde de la locura. No es que me resulte agradable confesar esto antes de entrar en detalle, pero quizá así se vean ustedes un poco más inclinados a creer que no soy un completo cobarde cuando comprueben que soy lo suficientemente valiente como para reconocer algo así de buenas a primeras.

A continuación encontrarán los detalles, tan bien como soy capaz de transmitirlos.

Me enrolé como grumete y me hice a la mar cuando aún no era más alto que mi bastón, e hice un buen uso de mi tiempo; o, al menos, el suficiente como para llegar a dormir en la litera del piloto con tan solo veinticinco años.

Fue en el año mil ochocientos dieciocho, o diecinueve, no estoy seguro, cuando cumplí los veinticinco. Les ruego que excusen mi deficiente memoria en todo lo referente a nombres, números, lugares y detalles similares. No teman, sin embargo, por lo que concierne a la historia que les he prometido contarles; está completamente grabada en mi mente. En este momento puedo ver en mi cabeza todo lo referente a la misma con tanta claridad como si fuera mediodía, pero se ha levantado cierta niebla frente a lo que sucedió antes y, para el caso, también una niebla parecida frente a lo que sucedió después. Y con la edad que tengo no es muy probable que vuelva a levantarse, ¿verdad?

Bien, en mil ochocientos dieciocho, o diecinueve, una época en la que nuestra parte del mundo vivía en paz (y no antes de que fuera deseada, me dirán), había una guerra de esas de golpea y corre en marcha en aquel viejo campo de batalla que nosotros los hombres de mar conocemos por el nombre de La Gran España.

Hacía años que las posesiones de los españoles en Sudamérica se habían amotinado abiertamente y se habían declarado independientes. El enfrentamiento entre el nuevo gobierno y el antiguo había causado un gran derramamiento de sangre, pero era el nuevo el que había salido más fortalecido de todo el asunto, debido principalmente a la labor del general Bolívar, un hombre ilustre en su momento aunque actualmente parece haber desaparecido de la memoria de la gente. Ingleses e irlandeses con ganas de pelea y nada que hacer en casa se unieron al general como voluntarios, y algunos de nuestros mercantes descubrieron que llevar abastecimientos al bando popular era un buen negocio. Había riesgos notables, por supuesto, pero cada vez que un movimiento especulativo de este tipo tiene éxito compensa dos fracasos con creces. Y ese es el auténtico principio del comercio, que funciona en todo el mundo, y que he visto con mis propios ojos allá donde he estado.

De todos los ingleses que se vieron envueltos en este negocio hispanoamericano, yo, su humilde servidor, resulté ser uno.

Entonces era piloto de un bergantín perteneciente a cierta compañía de Londres dedicada al comercio general, principalmente con lugares completamente extraños y lo más lejanos posible de casa, y que llenó el bergantín, en el año al que me estoy refiriendo, con un cargamento de pólvora para el general Bolívar y sus voluntarios.

Nadie sabía nada sobre nuestras instrucciones cuando partimos, salvo el capitán, y a él no parecían gustarle. No puedo decir exactamente cuántos barriles de pólvora llevábamos a bordo, ni cuánto había en cada barril; solo sé que no llevábamos más carga que aquella. El nombre del bergantín era Buena Intención. Un nombre bastante curioso, me dirán ustedes, para un bajel atiborrado de pólvora, enviado para ayudar a una revolución; así era en lo que a este viaje se refiere. Este último comentario es una broma, y espero que me animen a continuar saludándola con carcajadas.

El Buena Intención fue la bañera más vieja en la que yo me haya hecho a la mar en toda mi vida, y la peor provista en todos los aspectos. Podía acarrear unas doscientas treinta o doscientas ochenta toneladas de carga, ya lo he olvidado exactamente, y la tripulación consistía en ocho hombres, cargos incluidos; es decir, ni de cerca los que hubiéramos tenido que ser para haber manejado el bergantín. En todo caso, se nos pagaba bien y honestamente, y éramos nosotros los que teníamos que poner la paga a un lado de la balanza, y la posibilidad de acabar en el fondo del mar (o de volar en pedazos, si nos referimos a aquella ocasión en concreto) al otro.

Debido a la peculiar naturaleza de nuestro cargamento, nos vimos atosigados con nuevas órdenes relativas a fumar nuestras pipas o a encender nuestras linternas que no nos gustaron lo más mínimo; y como suele ser habitual en estos casos, el capitán que había impuesto tales órdenes predicaba lo que no practicaba. A ningún hombre se le permitía tener la más mínima llama encendida cuando abandonaba la cubierta, excepto al patrón, que usaba su luz cada vez que bajaba a la bodega o cuando consultaba las cartas sobre la mesa de su camarote, como siempre.

Esta luz era una vela común de cocina colocada sobre un viejo y golpeado candelero, con el esmalte tan gastado y fundido que toda la lata estaba a la vista. Habría parecido más marinero y apropiado en todos los aspectos que el capitán hubiera tenido una lámpara o una linterna, pero se aferraba a su viejo candelero, y ese mismo viejo candelero se ha aferrado después a mí. Ese ha sido otro juego de palabras, si les place, y en mi opinión mejor que el primero.

Bien (ya he dicho «bien» con anterioridad, pero es una palabra que ayuda mucho), partimos en el bergantín y pusimos rumbo hacia las Islas Vírgenes, en las Indias Occidentales; tras avistarlas, nos dirigimos a continuación hacia las Islas Leeward; y una vez allí, pusimos rumbo al sur hasta que el vigía del mástil empezó a gritarnos a los de cubierta para decirnos que veía tierra. Aquella tierra era la costa de Sudamérica. Hasta entonces habíamos tenido un viaje maravilloso. No habíamos perdido una sola vela y ninguno de nuestros hombres había tenido que dejarse la vida en las bombas de achique. Les diré que el Buena Intención no disfrutaba muy a menudo de viajes tan apacibles como aquel.

Se me ordenó que subiera al palo para comprobar lo de la tierra, y así lo hice.

Cuando le informé al capitán de que efectivamente habíamos avistado la costa, se fue abajo para echarle un vistazo a sus instrucciones y a las cartas marítimas. Cuando regresó a cubierta alteró nuestro curso ligeramente en dirección este; he olvidado el punto del compás, pero no importa. Lo que sí recuerdo es que antes de acercarnos a la costa ya había oscurecido. Mantuvimos el rumbo y cabeceamos el bergantín para que se mantuviera a una profundidad constante de entre cuatro o cinco brazas, aunque quizá fueran seis, no se lo puedo decir con seguridad. Yo me encargué de mantener ojo avizor al modo en que se desplazaba el barco, ya que ninguno de nosotros sabía cómo eran las corrientes de aquella costa. Todos nos preguntamos por qué el capitán no echaba el ancla, pero él dijo que no, que primero teníamos que poner una luz en lo alto del palo mayor y esperar a que otra luz nos respondiera desde la costa. Esperamos, y no sucedió nada por el estilo. El cielo estaba despejado y en calma. El poco viento que se movía llegaba en ráfagas desde tierra. Supongo que esperamos durante, según me pareció, casi una hora, dejándonos llevar por la corriente un poco hacia el oeste antes de que sucediera algo. Y entonces, en lugar de ver una luz en la costa, vimos un bote dirigiéndose hacia nosotros.

Les dimos el alto y respondieron: «Amigos», y después nos saludaron por nuestro nombre. Subieron a bordo. Uno de ellos era un irlandés, y el otro un piloto nativo del color del café que chapurreaba un poco de inglés.