Algo oscureció la ventana del salón al mismo tiempo que se pronunciaban estas palabras. Miré hacia la sombra. ¡Alicia Warlock había regresado! Nos estaba observando desde la ventana. ¡Allí estaba el rostro funesto que me había contemplado en el dormitorio de la solitaria posada! Allí, descansando sobre el postigo de la ventana, se apoyaba la adorable mano que había sostenido el cuchillo asesino. Claro que la había visto antes de encontrarnos en el pueblo. ¡Era la mujer de mi sueño! ¡La mujer de mi sueño!

No espero que nadie apruebe lo que voy a contar a continuación.

Tres semanas después de que mi madre la hubiera identificado como la mujer de mi sueño, conduje a Alicia Warlock hasta el altar y la hice mi esposa. Estaba embrujado. Lo diré cuantas veces haga falta: ¡estaba embrujado!

Durante el periodo anterior a mis esponsales, nuestra pequeña unidad familiar en la granja se hizo pedazos. Mi madre y mi tía discutían constantemente. Mi madre, creyendo en el sueño, me instigaba a que rompiera el compromiso. Mi tía, creyendo en sus cartas, me urgía a que me casara.

La diferencia de opinión entre ambas produjo una disputa, en el curso de la cual, mi tía, completamente inconsciente de su superstición, llegó a sacar las cartas que habían profetizado la felicidad en mi vida de casado, y le preguntó a mi madre si no creía que solo «un ciego pagano podría ser tan tonto como para, tras haber visto aquellas cartas, creer en un sueño». Aquello, naturalmente, colmó la paciencia de mi madre. Las siguientes palabras fueron mucho más duras y llovieron desde ambos bandos. La señora Chance regresó muy enojada a Escocia para vivir con unos amigos. Me dejó una carta en la que había escrito las perspectivas para mi futuro reveladas por las cartas, y una dirección a la que podría enviarle un giro postal. «Estaba cercano el día —había escrito—, en que Francie podría acordarse de lo que le debía a su tía Chance, que se enfrentaba a su desgraciada viudedad con tan solo treinta libras al año».

Tras haberse negado a dar su consentimiento a mi matrimonio, mi madre rechazó también estar presente en la boda y visitar a Alicia después de que esta se hubiera consumado. No había rabia en su conducta. Creyendo en el sueño como lo hacía, lo único que la movía era un terrible temor ante mi esposa. Yo lo comprendí y se lo permití. Ninguna palabra se cruzó entre nosotros a este respecto. Ahora, mi único recuerdo feliz es que, aunque la desobedecí en el asunto de la boda, al menos amé y respeté a mi madre hasta el final.

En cuanto a mi mujer, Alicia no lamentó lo más mínimo la separación entre su suegra y ella. De común acuerdo, nunca hablamos del tema. Nos establecimos en la ciudad industrial que ya he mencionado, y empezamos a regentar una casa de huéspedes. Mi amable señor me proporcionó, tras habérselo solicitado, una generosa cantidad a cambio de mi anualidad. Aquello nos permitió adquirir una buena casa decentemente amueblada. Durante una temporada las cosas marcharon bien. Puedo describir este periodo de mi vida como uno de los más felices.

Mis desgracias comenzaron con la recaída de mi madre en la misma enfermedad que ya había sufrido con anterioridad. El doctor me confesó que en esta ocasión existía peligro. Naturalmente, tras haber oído esto, empecé a pasar más y más tiempo en la granja. También naturalmente, cada vez que me ausentaba dejaba el negocio a cargo de mi mujer. Poco a poco, descubrí que su conducta hacia mí estaba cambiando. Cada vez que le volvía la espalda, entablaba amistad con gente de dudosa y disipada calaña. Un día, observé algo en sus modales que me hizo sospechar que había estado bebiendo. Antes de que hubiera terminado la semana, mi sospecha se convirtió en certeza. A fuerza de tratar con borrachos, ella misma se había convertido en uno de ellos.

Hice todo lo que un hombre podría haber hecho para recuperarla. ¡Fue completamente inútil! ¡En realidad, Alicia nunca me había devuelto todo el amor que yo sentía por ella! No tenía ninguna influencia sobre su comportamiento. No había absolutamente nada que yo pudiera hacer. Mi madre, al enterarse de este nuevo problema, decidió comprobar si ella podía conseguir algo. Un día la encontré vestida para salir.

—Ya no me queda mucho tiempo en este mundo, Francis —dijo—. Y no me sentiré a gusto en mi lecho de muerte a no ser que haya hecho todo lo posible por hacerte feliz. Estoy dispuesta a olvidarme de mis temores y de mis propios sentimientos para acompañarte a ver a tu esposa y ver qué puedo hacer para que entre en razón. Llévame contigo, Francis. Déjame hacer todo lo que pueda por mi hijo antes de que sea demasiado tarde.

¿Cómo podía desobedecerla? Tomamos el tren hasta la ciudad. Solo estaba a media hora de trayecto. A la una en punto de la tarde habíamos llegado a mi casa. Era la hora de comer y Alicia estaba en la cocina. Fui capaz de conducir a mi madre en silencio hasta el salón y de preparar a mi esposa para la visita. A aquella hora aún no había bebido demasiado y, afortunadamente, el diablo que habitaba en su interior estaba dominado por el momento.

Me siguió hasta el salón y el encuentro se desarrolló mucho mejor de lo que jamás me hubiera atrevido a prever. Con un único problema: que mi madre, aunque intentó controlarse todo lo que pudo, fue incapaz de mirar a mi esposa directamente al rostro cuando habló con ella. Para mí supuso un alivio el que Alicia empezara a preparar la mesa para la comida.

Puso el mantel, trajo la bandeja del pan y cortó algunas rebanadas de la hogaza para nosotros. Después regresó a la cocina. En aquel momento, mientras yo miraba ansiosamente a mi madre, me sobresalté al percibir en su rostro el mismo horrible cambio que lo había alterado la mañana en que ella y Alicia se habían visto por primera vez. Antes de que yo pudiera decir una sola palabra, ella se me adelantó completamente aterrorizada.

—¡Llévame de vuelta, Francis! ¡Vamos a casa! ¡Vamos a casa, Francis! ¡Acompáñame y no regreses jamás!

Me daba miedo pedir una explicación; únicamente le hice una señal para que se mantuviese en silencio y la ayudé a alcanzar la puerta. Cuando pasamos frente a la bandeja de pan que reposaba sobre la mesa, se detuvo y la señaló.

—¿Has visto con qué ha cortado el pan tu esposa? —preguntó.

—No, madre, no estaba prestando atención. ¿Con qué?

—Mira.

Miré. Una enorme navaja nueva, con un mango de asta de ciervo, reposaba junto a la hogaza en la bandeja del pan. Alargué la mano para hacerme con ella. En ese momento oímos un ruido en la cocina, y mi madre me agarró del brazo.

—¡El cuchillo del sueño, Francis! ¡Creo que voy a desmayarme del miedo, aléjame de aquí antes de que ella regrese!

Yo era incapaz de decir nada, ni para consolarla ni para responder. Pese a ser superior a la superstición, el descubrimiento del cuchillo me había dejado dando tumbos. En silencio, ayudé a mi madre a salir de allí y la acompañé hasta su casa.

Iba a despedirme con la mano. Intentó detenerme.

—¡No vuelvas, Francis! ¡No vuelvas allí!

—Debo recuperar ese cuchillo, madre. Tengo que volver en el primer tren.

Me mantuve firme en mi resolución. Regresé en el siguiente tren.

Mi esposa, por supuesto, había descubierto nuestra desaparición. Había estado bebiendo. Estaba hecha una furia. La comida había sido arrojada contra la chimenea. El mantel ya no estaba puesto sobre la mesa. ¿Dónde estaba el cuchillo?

Fui lo suficientemente estúpido como para preguntar por él. Se negó a entregármelo. En el curso de la discusión que se originó me enteré de que había una horrible historia asociada al cuchillo. Había sido usado hacía años en un asesinato. Y había sido escondido con tanta habilidad que las autoridades no habían conseguido presentarlo al juicio. Con la ayuda de algunos de sus poco fiables amigos, mi esposa había podido comprar aquella reliquia de un crimen olvidado. Su pervertida naturaleza le había atribuido un horrendo y desconocido valor a aquel cuchillo. Viendo que no había modo de conseguirlo en términos lícitos, me decidí a buscarlo, algo más tarde, en secreto. La búsqueda resultó infructuosa. Llegó la noche y abandoné la casa para caminar por las calles. ¡Podrán entender que para entonces era un hombre destrozado cuando les diga que tenía miedo de dormir en la misma habitación que ella!

Pasaron las semanas. Ella siguió negándose a entregarme el cuchillo, y aquel mismo miedo de dormir con ella en la misma habitación siguió apoderándose de mí. Por las noches paseaba, o dormitaba en el salón, o me sentaba a velar el lecho de mi madre. Antes de que terminara la primera semana del nuevo mes, me vi asolado por la peor de todas las desgracias: mi madre falleció. Faltaba poco para mi cumpleaños, y ella quería haber vivido hasta ese día. Yo estuve presente en el momento de su muerte. Sus últimas palabras en este mundo estuvieron dirigidas a mí:

—¡No vuelvas, hijo mío! ¡No vuelvas!

Me vi obligado a volver, aunque solo fuera para vigilar a mi esposa. Durante los últimos días de la enfermedad de mi madre, había añadido un aguijón viperino a mi pena afirmando que iba a reclamar su derecho de asistir al funeral. A pesar de todo lo que pude decir o hacer, se mantuvo fiel a su promesa. El día señalado para el entierro se impuso, crecida por la bebida y sin ninguna vergüenza, ante mi presencia, y juró que acompañaría a la procesión funeraria hasta la tumba de mi madre.

Este último insulto, tras todo lo que había tenido que aguantar, fue más de lo que pude soportar. Me enloqueció. Intenten disculpar a un hombre tal y como él lo intenta hacer. La golpeé.

En el mismo instante en que lo hice me arrepentí. Ella se hizo un ovillo, silenciosa, en una esquina de la habitación, y me contempló fijamente. Era una mirada que por un momento heló la sangre en mis venas. Pero no tenía tiempo para pensar en intentar hacer las paces. Solo podía arriesgarme a lo peor, y cuidarme de ella hasta que el funeral hubiera terminado. La encerré en su propio dormitorio. Cuando regresé, tras entregar a mi madre a su tumba, la encontré sentada junto a la cama, muy alterada tanto en apariencia como en porte, con un fardo en su regazo. Se enfrentó a mí calmadamente. Habló con una curiosa inexpresividad en su voz, extraña y antinatural tanto en apariencia como en modos.

—Ningún hombre me había golpeado hasta ahora —dijo—. Y mi esposo no tendrá una segunda oportunidad. Abre la puerta y deja que me marche.

Pasó junto a mi lado y abandonó la habitación. La perdí de vista caminando por la calle.

¿De verdad se había ido?

Toda aquella noche vigilé y esperé. Ninguna pisada se acercó a la casa.

A la noche siguiente, vencido por la fatiga, me tumbé en la cama vestido, con la puerta cerrada, la llave sobre la mesa y la vela encendida. Nada interrumpió mi sueño. Llegó la tercera noche, y la cuarta, y la quinta, y la sexta, sin que nada sucediera. Y llegó la séptima noche. Aún tenía mis sospechas, y seguía acostándome vestido, con la puerta bien cerrada; con las llaves sobre la mesa y la vela encendida.

No dormí bien. Me desperté en dos ocasiones, aunque sin sufrir ninguna sensación de intranquilidad. La tercera vez, sentí apoderarse de mí aquel hórrido escalofrío que me había asaltado la noche que había dormido en la solitaria posada, acompañado de aquel mismo penetrante dolor en el corazón. Me levanté de inmediato.

Mi vista se dirigió hacia el flanco izquierdo de la cama. Y allí estaba, contemplándome…

¿La mujer del sueño otra vez? ¡No! ¡Mi esposa! La mujer de carne y hueso, con el rostro de la del sueño, con la pose de la del sueño: el brazo derecho alzado, el cuchillo agarrado en la delicada y blanca mano.

Me arrojé contra ella de inmediato, pero no lo suficientemente deprisa como para evitar que ocultara el cuchillo. Sin que yo dijera una palabra, sin que ella gritara una sola vez, la empujé hasta una silla. Con una mano tanteé su manga, y allí, en el mismo lugar en que la mujer del sueño había escondido su cuchillo, había escondido mi esposa el suyo. El cuchillo con la empuñadura de asta de ciervo que parecía completamente nuevo.

De lo que sentí al hacer aquel descubrimiento no fui plenamente consciente entonces, y soy incapaz de describirlo ahora. Le dirigí una mirada fija con el cuchillo en la mano.

—¿Querías matarme? —dije.

—Sí —respondió ella—. Quería matarte.

Se cruzó de brazos y me miró fríamente a la cara.

—Y aún lo haré —dijo—. Con ese cuchillo.

No sé qué fue lo que se apoderó de mí. Les juro que no soy ningún cobarde, y sin embargo actué como tal. El horror fue más fuerte que yo. No podía mirarla, no podía ni hablarle. La dejé allí (llevándome el cuchillo en la mano) y salí a la noche.

Se oía un viento lastimoso y el olor a lluvia cargaba el aire. Las campanas del reloj de la iglesia tocaron el cuarto en el momento en que yo pasaba frente a las últimas casas de la ciudad. Le pregunté al primer policía con el que me crucé a qué hora pertenecía el cuarto que acababa de sonar.

El hombre miró su reloj y respondió:

—Son las dos.

Las dos de la madrugada. ¿Qué día del mes era aquel que acababa de empezar? Hice mis cálculos a partir del día del funeral de mi madre. El horrible paralelismo entre mi sueño y la realidad acababa de completarse. ¡Era mi cumpleaños!

¿Había escapado del peligro que había anticipado mi sueño? ¿O acaso acababa de recibir un segundo aviso?

Cuando aquella duda cruzó mi cerebro, dejé de avanzar en dirección a la salida de la ciudad. El aire me había revivido; volvía a sentirme dueño de mí mismo hasta cierto punto. Tras pensar un rato, empecé a ver claramente el error que había cometido al dejar a mi esposa libre de ir a donde quisiera y hacer lo que le viniese en gana.

Di media vuelta de inmediato y regresé a casa.

Aún estaba oscuro. Había dejado la vela encendida en mi cuarto. Cuando miré a través de la ventana vi que ninguna luz salía de ella. Avancé hasta la puerta. Recordaba haberla cerrado al marcharme, y ahora la encontraba abierta.

Esperé en el exterior, sin perder la casa de vista hasta que amaneció. Entonces me atreví a entrar. Escuché sin oír nada. Miré en la cocina, el fregadero y el salón, y no encontré nada. Por fin subí hasta el dormitorio. Estaba vacío.

En el suelo encontré una ganzúa, que me reveló cómo había conseguido entrar Alicia. Y ese fue el único rastro que pude encontrar de la mujer del sueño.

Esperé en casa hasta que la ciudad se puso en marcha para el nuevo día, y después acudí a consultar a un abogado. Pese al confundido estado de mi mente, tenía una idea clara de lo que pretendía hacer a continuación: estaba decidido a vender mi casa y a dejar la comarca. Sin embargo, había obstáculos con los que no había contado. Se me dijo que tenía acreedores a los que pagar antes de poder marcharme. ¡Yo, que le había dado a mi esposa el dinero para pagar las facturas cada semana con toda regularidad! Una breve investigación demostró que había malversado hasta el último penique que le había confiado. No tenía más remedio que volver a pagarlo todo.

Situado en esta extraña posición, mi primer deber fue arreglarlo todo con la ayuda de mi abogado. Durante mi obligatorio peregrinaje de un lado a otro de la ciudad, hice dos idioteces. Y como consecuencia de las mismas, tuve noticias de mi mujer por última vez.

En primer lugar, tras haber conseguido el cuchillo, fui lo suficientemente imprudente como para guardarlo en mi bolsillo. En segundo lugar, teniendo una cosa de importancia que comunicarle a mi abogado a una hora tardía, fui a su casa bien entrada la noche, solo y a pie. Llegué hasta allí sano y salvo, pero a la vuelta fui atacado por la espalda por dos hombres que me arrastraron hasta un oscuro pasaje y me robaron, no solo el poco dinero que llevaba encima, sino también el cuchillo. La opinión del abogado, y también la mía, fue la de que los ladrones se contaban entre los indeseables amigos de mi esposa, y que me habían asaltado instigados por ella. Para confirmar este punto, al día siguiente recibí una carta sin fecha ni remite, escrita con la caligrafía de Alicia. La primera frase me informó de que el cuchillo volvía a estar en su poder. La segunda me recordaba el día en que la había golpeado. La tercera frase me avisó de que se limpiaría la mancha dejada por mi golpe con mi sangre. Y repitió las palabras: «¡Y lo haré con el cuchillo!».

Todo esto sucedió hace un año. La ley consiguió agarrar a los hombres que me habían desvalijado, pero desde entonces, y hasta ahora, ha sido completamente incapaz de encontrar el más mínimo rastro de mi esposa.

Esta es mi historia. Cuando hube pagado a los acreedores y todos los gastos legales, apenas me quedaban en el bolsillo cinco libras de las que había recibido por la venta de la casa de mi madre, y tenía todo el mundo para volver a empezar de cero. Desde hace algunos meses, después de vagabundear por aquí y por allá, llegué a Underbridge. El dueño de la posada había tenido alguna relación con la familia de mi padre en el pasado. Me ofreció todo lo que podía ofrecer: comida y refugio en el patio. Excepto los días del mercado, no hay absolutamente nada que hacer. Cuando llegue el invierno la posada cerrará, y yo deberé buscarme otro lugar. Mi viejo señor podría ayudarme, si se lo pidiera, pero no quiero hacerlo; ya ha hecho por mí más de lo que merezco. Además, dentro de un año, quién sabe, quizá mis problemas hayan tocado a su fin. El próximo invierno acercará más mi cumpleaños, y mi próximo cumpleaños podría ser el día de mi muerte. ¡Sí! Es cierto, he pasado la última noche completamente en vela, he oído sonar las dos de la madrugada y no ha sucedido nada. Sin embargo, y aun teniendo esto último en cuenta, el tiempo que aún está por llegar es tiempo en el que no confío. Mi esposa tiene el cuchillo, y me sigue buscando. ¡No soy supersticioso, téngalo en cuenta! No digo que crea en los sueños, solo digo que Alicia Warlock me está buscando. Es posible que esté equivocado. Y también es posible que no lo esté. ¿Quién podría decirlo?