La señora Elmslie recibió siempre estas educadas indirectas con una única y enérgica respuesta: primero, admitía la existencia de aquellos rumores sobre los Monkton que sus amigos se resistían a especificar; después, declaraba que no se trataba sino de infames calumnias. Hacía generaciones que la corrupción hereditaria había desaparecido de la familia. Alfred era el mejor, el más amable y el más cuerdo de todos los seres humanos. Amaba el estudio y la soledad; Ada simpatizaba con sus gustos y había hecho su elección de modo imparcial; si alguien volviese a pronunciar en voz alta alguna indirecta que pudiera implicar que su madre estuviese sacrificándola al entregarla en matrimonio, tal indirecta sería tomada como un insulto personal hacia ella, pues poner en duda su afecto por Ada sería una monstruosidad. Aquel modo de hablar silenció a la gente, pero no la convenció. Empezaron a sospechar lo que de hecho no era sino la auténtica verdad, que la señora Elmslie era una mujer egoísta, materialista y codiciosa, que quería casar bien a su hija, sin que le importaran las consecuencias mientras pudiese ver a Ada convertida en la señora de la mayor posesión del condado.

En todo caso, pareció como si la fatalidad conspirara para evitar que la señora Elmslie consiguiese el que era su mayor objetivo en la vida. Apenas acababa de desaparecer, debido a la muerte de mi padre, el primer obstáculo a la mal predestinada boda, cuando le sucedió otro, en forma de ansiedad y males causados por la delicada salud de Ada. Aunque fueron muchos los doctores consultados, todos coincidieron en aconsejar que el matrimonio debía aplazarse, y que la señorita Elmslie debía abandonar Inglaterra por un tiempo y residir en un clima más templado, el sur de Francia, si no recuerdo mal. De este modo, justo antes de que Alfred fuera declarado mayor de edad, Ada y su madre partieron hacia el continente, por lo que entendimos que la unión entre los dos jóvenes había quedado pospuesta indefinidamente.

En la vecindad se despertó cierta curiosidad por lo que haría Alfred Monkton vistas las circunstancias. ¿Acaso seguiría a su amada? ¿Iría de regatas? ¿Abriría por fin las puertas de la vieja abadía de par en par y se propondría olvidar la ausencia de Ada y el retraso de su boda mediante un sinfín de festividades? No hizo nada de eso. Sencillamente permaneció en Wincot, llevando un modo de vida tan sospechosamente extraño y solitario como el que había seguido su padre antes que él. Literalmente, no tenía más compañía en la abadía que la del viejo sacerdote que había sido su tutor desde la más tierna infancia (debería haber mencionado con anterioridad que los Monkton eran católicos romanos). Cumplió la mayoría de edad, y en Wincot ni siquiera se organizó una pequeña cena privada para celebrar el evento. Las familias del vecindario decidieron olvidar la ofensa que les había hecho su padre mediante su reserva, y le invitaron a sus casas. Las invitaciones fueron rechazadas educadamente. Uno tras otro, todos los visitantes que llamaron con resolución a las puertas de la abadía se vieron rechazados con la misma resolución tan pronto como hubieron dejado sus tarjetas de visita. A causa de esta combinación de actitud siniestra y agravante, las gentes de los alrededores empezaron a agitar misteriosamente las cabezas cada vez que se mencionaba el nombre del señor Alfred Monkton, mientras aludían a la desgracia familiar y se preguntaban malhumoradamente, o con tristeza, según les inclinase su temperamento, qué sería lo que podría ocuparle mes tras mes en aquella solitaria y vieja casa.

La respuesta correcta a este interrogante no fue fácil de descubrir. Resultaba completamente inútil, por ejemplo, preguntarle al sacerdote al respecto. Se trataba de un viejo caballero, correcto y silencioso, cuyas respuestas siempre eran excesivamente comedidas y educadas; pero, aunque parecían acarrear una inmensa cantidad de información, todo el mundo observó que cuando se reflexionaba sobre las mismas nada tangible podía extraerse de ellas. El ama de llaves, una extraña anciana de modales abruptos y repelentes, era demasiado fiera y taciturna para ser interrogada sin riesgos. Los pocos sirvientes que había en la casa llevaban con la familia el tiempo suficiente como para haber aprendido a mantener por lo general sus bocas cerradas en público. Solo a través de los labriegos que abastecían la mesa de la abadía se pudo obtener alguna información; información que por otra parte resultó ser excesivamente vaga.

Algunos de ellos habían observado al «joven señor» recorriendo la biblioteca con montones de papeles polvorientos entre las manos. Otros habían oído ruidos extraños en las zonas deshabitadas de la abadía, habían mirado hacia arriba, y le habían visto forcejeando con las viejas ventanas, como si quisiera que el aire y la luz penetraran en unas habitaciones que se habían supuesto cerradas durante años y años; o le habían descubierto peligrosamente erguido sobre la cumbre de una de las torretas semiderruidas, a las que, que se recordara, nunca nadie había subido con anterioridad, debido a que popularmente se las consideraba habitadas por los fantasmas de los monjes que en el pasado fueron los propietarios del edificio. El resultado de estas observaciones y descubrimientos, una vez extendidos por la comarca, fue por supuesto la instauración de la firme creencia de que el «pobre joven Monkton estaba siguiendo el mismo camino que el resto de la familia había transitado antes que él». Opinión que siempre pareció verse refrendada en la mente popular con la convicción (fundada en ninguna prueba en concreto) de que era el sacerdote quien estaba detrás de toda aquella maldad.

Hasta aquí he hablado a partir de anécdotas que me fueron contadas. Lo que voy a narrar ahora es el resultado de mi propia experiencia.

II

Unos cinco meses después de que Alfred Monkton se hiciera mayor de edad, yo abandoné la universidad y decidí distraerme e instruirme un poco viajando al extranjero.

Cuando abandoné Inglaterra, el joven Monkton aún practicaba su vida de recluso en la abadía, y estaba, en opinión de todo el mundo, hundiéndose rápidamente, si es que no había sucumbido ya del todo, en la maldición hereditaria de su familia. En cuanto a las Elmslie, los informes decían que la salud de Ada se había beneficiado de su viaje, y que, por tanto, madre e hija se encontraban ya de camino hacia Inglaterra con la intención de restablecer los lazos con el heredero de Wincot. Antes de su regreso, yo ya había iniciado mis viajes para dedicarme a vagabundear por media Europa sin apenas planear de antemano las rutas que iba a seguir. La casualidad que me había guiado hasta entonces me llevó de igual modo hasta Nápoles. Allí me encontré con un viejo compañero de instituto, que era uno de los attachés de la embajada británica. Y también allí comenzaron los extraordinarios hechos conectados con Alfred Monkton que forman el núcleo principal de la historia que ahora les estoy relatando.