Me dirigí corriendo al lavabo. Bebí algo del agua que había en la jarra, derramé el resto en la pila y metí la cabeza dentro. Después me senté en una silla e intenté recuperar la compostura. Pronto me sentí mejor. El cambio experimentado por mis pulmones al abandonar la fétida atmósfera del salón de juego para disfrutar del aire fresco del apartamento que ahora ocupaba; el casi igualmente refrescante cambio para mis ojos, de las brillantes luces de gas del «Salón» a la ligera y discreta llama de la única vela que había en la habitación, complementaron de maravilla los efectos restauradores del agua. El mareo me abandonó y empecé a sentirme de nuevo un ser razonable. Mi primer pensamiento se dirigió al riesgo que suponía dormir toda la noche en una casa de juegos; el segundo, hacia el riesgo aún mayor que representaba intentar salir ahora que el establecimiento había cerrado y regresar a casa solo y de noche, a través de las calles de París, con una gran suma en el bolsillo. Había dormido en peores lugares que aquel durante mis viajes, de modo que me decidí a echar bien el cerrojo, atrancar la puerta y seguir tentando al azar hasta que llegara la mañana.

De igual modo, me aseguré de no haber sufrido ninguna intrusión; miré debajo de la cama y en el interior del armario; me cercioré de que la ventana estuviera bien cerrada y, entonces, satisfecho por haber tomado todas las precauciones posibles, me quité las ropas superiores, deposité la vela en la chimenea entre un pequeño montón de rescoldos apagados, y me metí en la cama guardando el pañuelo repleto de dinero debajo de la almohada.

Pronto descubrí que no solo no podía dormir, sino que ni siquiera podía cerrar los ojos. Estaba completamente despierto, y sufría una fiebre alta. Todos los nervios de mi cuerpo temblaban, todos mis sentidos parecían haberse agudizado sobrenaturalmente. Di vueltas y más vueltas, probé toda clase de posturas y busqué con perseverancia los rincones más fríos de la cama, sin obtener ningún resultado. Dejé los brazos por encima de la colcha, los escondí debajo de las mantas; estiré violentamente las piernas todo lo que dieron de sí, después las recogí compulsivamente hasta acercarlas lo máximo posible a la barbilla; agité la almohada, le di la vuelta para disfrutar del lado más frío, la palmeé hasta dejarla completamente plana y yací de espaldas; después la doblé en dos, la apoyé contra el cabecero de la cama e intenté quedarme sentado. Todo esfuerzo fue en vano; farfullé para mí mismo, sintiéndome vejado al darme cuenta de que me esperaba una noche en vela.

¿Qué podía hacer? No tenía ningún libro para leer. Y sin embargo, a menos que encontrara algún método para distraerme, estaba seguro de que me hallaba en la condición idónea para imaginar todo tipo de horrores, para atosigar mi cerebro con presentimientos de todos los peligros posibles e imposibles; en definitiva, para pasar la noche sufriendo todas las variedades posibles de terror nervioso.

Me apoyé en el codo y contemplé la habitación, que aparecía bien iluminada por una preciosa luz de luna que se derramaba a través de la ventana, para ver si había cuadros o adornos que pudiera distinguir claramente. Mientras mis ojos vagaban de pared a pared, recordé el delicioso librito de Le Maistre, Voyage autour de ma Chambre[2]. Decidí imitar al autor francés y entretenerme para aliviar el tedio de mi insomnio haciendo un inventario mental de todos los elementos del mobiliario que pudiera ver, siguiendo hasta sus fuentes la multitud de asociaciones que incluso una silla, una mesa o un lavabo pudiera convocar.

Dado el estado nervioso y alterado de mi mente en aquel momento, descubrí que me resultaba mucho más fácil hacer el inventario que entregarme a reflexiones, de modo que pronto me rendí ante la imposibilidad de seguir el imaginativo truco de Le Maistre, o, mejor dicho, ante la imposibilidad de pensar en absoluto. Observé los diferentes muebles que había en la habitación y poco más.

Primero estaba la cama sobre la que estaba tumbado, nada menos que una cama de cuatro postes. ¡De todas las cosas con las que me podría haber topado en París! Sí, una cama inglesa de cuatro postes, bastante vulgar, con su habitual dosel forrado de chintz, su habitual cenefa alrededor, y las habituales cortinas sofocantes y malsanas que recordaba haber descorrido mecánicamente hasta dejarlas pegadas a los postes nada más entrar en la habitación, pese a que no me había fijado particularmente en la cama. Después estaba el lavabo de mármol, desde cuya superficie seguía goteando lenta y más lentamente, hasta llegar al suelo de ladrillo, el agua que había derramado en mi prisa por llenar la pila. Después, dos pequeñas sillas, con mi abrigo, mi chaleco y mis pantalones doblados sobre ellas. Después, una enorme silla de brazos recubierta por un polvo blanco y sucio, sobre cuyo respaldo reposaban el pañuelo y el collar de mi camisa. Después, una cajonera con dos de los agarradores de metal caídos y una vulgar estampa de porcelana rota a modo de adorno fijada en la parte superior. Después, un tocador adornado con un espejo muy pequeño y un acerico enorme. Después, la ventana; una ventana inusualmente grande. Después, un retrato viejo y oscuro que la débil luz de la vela me mostró apagadamente. Era el retrato de un hombre tocado con un gran sombrero español coronado con un puñado de plumas. Un rufián siniestro y moreno que dirigía la mirada hacia arriba, cubriendo sus ojos con una mano y contemplando algo intensamente, quizá la horca en la que le iban a colgar. En cualquier caso, tenía la apariencia de habérsela ganado a pulso.

Aquel cuadro pareció obligarme a dirigir también la mirada hacia arriba… hacia la parte superior de la cama. Era un objeto deprimente y nada interesante, de modo que volví a concentrarme en el retrato. Conté las plumas del sombrero del hombre, ya que aparecían destacadas: tres blancas, dos verdes. Observé la parte superior de su sombrero, que era de forma cónica, siguiendo la moda supuestamente impuesta por Guido Fawkes. Me pregunté qué estaría mirando. No podrían ser las estrellas. Semejante bandido no era ni un astrólogo ni un astrónomo. Debía de ser, sin duda, la horca; y además estaba a punto de ser colgado. ¿Se quedaría el verdugo con su sombrero cónico y con sus plumas? Las conté otra vez. Tres blancas, dos verdes.

Aunque aún persistí en aquella ocupación intelectual y cultivada, mis pensamientos empezaron a vagar inconscientemente. El brillo de la luz de la luna que entraba en la habitación me recordó cierta noche de luna llena en Inglaterra. La noche después de un picnic en un valle galés. Todas y cada una de las incidencias del viaje de vuelta, atravesando un bellísimo paisaje que la luz de la luna hacía más bello aún, regresaron a mi memoria, pese a que no había pensado en aquel picnic desde hacía años, y aunque en el caso de que hubiera intentado recordarlo, con toda probabilidad habría sido incapaz de rememorar aquella escena largo tiempo superada. De todas las maravillosas facultades que nos ayudan a revelarnos que somos inmortales, ¿cuál define tan sublime verdad mejor que la memoria? Allí estaba yo, en una casa extraña y del cariz más sospechoso, en una situación de inseguridad e incluso de peligro que había convertido el agradable ejercicio de rememoración en algo casi fuera de lugar, recordando sin trabas, aunque de un modo involuntario, lugares, gentes, conversaciones, minucias de todo tipo, que había supuesto olvidadas para siempre, y que no podría haber convocado por mi propia voluntad ni bajo las circunstancias más favorables. ¿Y cuál había sido la momentánea causa de aquel misterioso efecto? Ninguna, salvo unos rayos de luz lunar atravesando la ventana de mi dormitorio.

Seguí pensando en el picnic; en la alegría del viaje de regreso a casa, en la sentimental damita que citaba a Childe Harold porque había luz de luna… Me encontraba absorto en aquellas escenas pasadas y aquellos pasados entretenimientos cuando, de repente, el hilo del que colgaban mis recuerdos se partió abruptamente. Mi atención regresó de inmediato al presente con más viveza que antes, y me encontré de nuevo, sin saber cómo ni por qué, contemplando el retrato una vez más.

¿Contemplando qué?

¡Dios del cielo, el hombre se había calzado el sombrero hasta las cejas! ¡No, ya ni siquiera tenía sombrero! ¿Dónde estaba aquel efecto cónico? ¿Y dónde las plumas, tres blancas, dos verdes? ¡Allí no, desde luego! En lugar del sombrero y las plumas, ¿qué era ese oscuro objeto que ahora ocultaba su frente, sus ojos, la mano con la que se cubría?

¿Acaso se estaba moviendo la cama?

Me tumbé sobre la espalda y miré hacia arriba. ¿Estaba loco? ¿Borracho? ¿Soñando? ¿Mareado de nuevo? ¿O es que en verdad se estaba moviendo el dosel de la cama? ¿Acaso era cierto que estaba descendiendo lenta, regular, silenciosa y horriblemente, tan largo y ancho como era; hundiéndose sobre mí, que yacía debajo?

La sangre pareció helárseme en las venas. Un frío paralizante y mortal se apoderó de mí, mientras apoyaba la cabeza sobre la almohada y me decidía a comprobar si el dosel de la cama se estaba moviendo o no, mediante el recurso de mantener la vista fija en el hombre del retrato.

Un solo vistazo me bastó. Al contorno negro, apagado e irregular del dosel apenas le faltaban un par de centímetros para estar en paralelo con la cintura del hombre. Seguí mirando sin aliento. Y de forma regular; lenta, muy lentamente, vi su figura y la línea del marco por debajo de la figura desaparecer a medida que el dosel seguía descendiendo.

Soy, por constitución, cualquier cosa menos cobarde. Me he encontrado en más de una ocasión en peligro de muerte, y nunca he perdido mi autocontrol ni por un instante. Pero cuando la convicción de que el dosel de la cama realmente se estaba moviendo se apoderó de mi mente; cuando me percaté a ciencia cierta de que estaba descendiendo continua y regularmente hacia mí, no pude hacer otra cosa que contemplar temblando, indefenso, dominado por el pánico, cómo aquella horrenda maquinaria asesina se acercaba más y más para ahogarme allí donde yacía.

Seguí mirando hacia arriba; sin habla, sin aliento. La vela, completamente gastada, se apagó; pero la luz de la luna siguió iluminando la habitación. El dosel de la cama seguía descendiendo, abajo y más abajo, sin pausas y sin ruidos; y mi terror y mi pánico seguían aferrándome con más y más fuerza al colchón en el que estaba tumbado. Abajo y más abajo, hasta que el polvoriento olor del dosel se apoderó de mi nariz.

En aquel último momento, el instinto de autopreservación me arrancó del trance y por fin pude moverme. Me quedaba el espacio justo para salir rodando de la cama. Cuando caí sin hacer ruido al suelo, el extremo del dosel asesino me tocó en el hombro.

Sin detenerme a recuperar el aliento, sin limpiar el sudor frío que cubría mi rostro, me puse de inmediato de rodillas para observar el dosel de la cama. Estaba literalmente hechizado por él. Si hubiera oído pisadas detrás de mí, no me hubiera podido volver; si se me hubiese proporcionado milagrosamente un medio de escape no podría haberlo aprovechado. En aquel momento, toda mi fuerza vital se había concentrado en mis ojos.

Siguió descendiendo; el dosel, y los flecos que lo rodeaban. Bajó más, y más, y más aún, hasta que ya no quedó espacio ni para poder introducir un dedo entre la cama y su cubierta. Toqué los lados y descubrí que lo que desde abajo me había parecido un dosel ordinario y ligero de una cama con cuatro postes era en realidad un colchón ancho y grueso, cuya existencia quedaba escondida por el auténtico dosel y los flecos. Miré hacia arriba y vi los cuatro postes alzándose siniestramente desnudos. Justo en medio de la cubierta de la cama había un enorme torno de madera que, evidentemente, descendía a través de un agujero en el techo, igual que una prensa ordinaria se hace descender sobre las sustancias seleccionadas para ser comprimidas. Aquel temible aparato se movía sin hacer el más mínimo ruido. Ningún crujido se había oído mientras descendía, y ningún sonido llegaba ahora desde la habitación del piso superior. Rodeado de aquel silencio mortal y terrible, contemplé frente a mí, en pleno siglo XIX y en la civilizada capital de Francia, una máquina para asesinar secretamente por ahogo como la que podría haber existido en los peores días de la Inquisición, en las solitarias posadas de las montañas Hartz, o en los misteriosos tribunales de Westfalia. Aun así, seguí contemplándola; no podía moverme, apenas podía respirar, pero empecé a recobrar la capacidad de pensar, y en un momento descubrí en todo su horror la conspiración homicida que se había tejido contra mí.

En mi taza de café se había vertido una droga, y además una droga decididamente fuerte. Me había salvado de morir ahogado debido a la ingestión de una sobredosis de algún narcótico. ¡Cómo me había irritado y cómo había despotricado contra aquella fiebre que me había salvado la vida al mantenerme despierto! ¡Con qué imprudencia me había confiado a aquellos dos desgraciados que me habían conducido hasta aquella habitación, decididos, por mor de mis ganancias, a asesinarme mientras dormía mediante el artefacto más seguro y más horrible de todos los que les hubieran podido llevar a conseguir secretamente mi destrucción! ¿Cuántos hombres, ganadores como yo, habían dormido, como yo me lo había propuesto, en aquella cama, y nunca habían vuelto a ser vistos ni oídos? Temblaba solo de pensarlo.

Pero antes de que transcurriera mucho rato, todo pensamiento quedó interrumpido ante la visión del dosel asesino volviéndose a poner en marcha. Después de haber permanecido sobre la cama durante unos diez minutos, según me pareció, empezó a levantarse. Los villanos que la hacían funcionar desde arriba creían evidentemente que su propósito ya se había cumplido. Lenta y silenciosamente, de igual modo que había descendido, aquel horrible dosel volvió a elevarse hasta su lugar acostumbrado. Cuando alcanzó el punto más alto de los cuatro postes, alcanzó también el techo. Ni torno ni agujero eran ya visibles. La cama volvía a ser, aparentemente, una simple cama; y el dosel, un simple dosel incluso ante los ojos más suspicaces.

Entonces, por primera vez, fui capaz de moverme, de levantarme, de vestirme y de empezar a pensar cómo podría escapar. Si revelaba mediante el menor ruido que el intento de ahogarme había fracasado, sería asesinado con toda seguridad. ¿Acaso había hecho algún ruido ya? Escuché con atención mirando hacia la puerta.

¡No! Ninguna pisada en el pasillo; ningún ruido de pies, ligeros o pesados, en la habitación del piso de arriba. Silencio absoluto en todas partes. Además de cerrar y echar el cerrojo de la puerta, había puesto contra ella un viejo baúl de madera que había encontrado debajo de la cama. Retirar aquel baúl sin hacer ruido (se me heló la sangre al pensar en qué podría contener) se me antojaba del todo imposible; y además, intentar huir a través de la casa, ahora cerrada para la noche, era pura locura. La única oportunidad que me quedaba era la ventana. Me acerqué a ella de puntillas.

Mi dormitorio estaba en el primer piso, sobre un entresuelo, y daba al callejón trasero que has abocetado en tu dibujo. Acerqué mi mano para abrir la ventana, sabiendo que de aquella acción pendía, colgada de un hilo, mi única oportunidad de salvación. Siempre hay vigilancia en una casa dedicada al asesinato. Si alguna parte del marco crujía, si las bisagras chirriaban… ¡estaba perdido! Debió de llevarme unos cinco minutos (cinco horas para mi incertidumbre) abrir aquella ventana. Conseguí hacerlo en silencio, con toda la destreza de un ladrón profesional. Después miré hacia la calle. ¡Saltar desde aquella altura representaba una muerte casi segura! A continuación, miré hacia los extremos de la casa. Por la esquina izquierda bajaba el grueso canalón del agua que has dibujado. Pasaba cerca del extremo más exterior de la ventana. En el momento en que vi aquella tubería, supe que estaba salvado. ¡Volví a respirar libremente por primera vez desde que había visto el dosel de la cama abalanzándose sobre mí!

Para algunos hombres, el medio de escape que había encontrado podría haber parecido difícil y demasiado peligroso. A , la perspectiva de deslizarme por el canalón hasta la calle ni siquiera me sugería la idea de riesgo. Siempre había acostumbrado practicar diversos ejercicios gimnásticos, que me sirvieran para mantener mis facultades de escalador osado y experto, y sabía que mi cabeza, mis manos y pies me servirían fielmente en cualquier ascenso o descenso. Ya había puesto una pierna sobre la cornisa cuando recordé el pañuelo repleto de dinero que reposaba bajo la almohada. Bien me podría haber permitido dejarlo atrás, pero estaba vengativamente decidido a que los villanos de la casa de juegos se vieran privados no solo de su víctima, sino también de su botín. De modo que regresé a la cama, y me até el pesado bulto a la espalda con el pañuelo de la camisa.

Justo cuando lo había atado y fijado cómodamente, me pareció oír un ruido de respiración al otro lado de la puerta. Un helado sentimiento de horror me recorrió el cuerpo mientras escuchaba. ¡No! El pasillo aún estaba sumido en un silencio total. Solo había sido el aire nocturno entrando suavemente en la habitación. En un momento volvía a estar otra vez sobre la cornisa y me había agarrado al canalón con las manos y las rodillas.

Me deslicé hasta la calle con facilidad y en silencio, como había imaginado que podría hacerlo, e inmediatamente me dirigí a la mayor velocidad posible hacia una Prefecture de policía que sabía que estaba situada en el vecindario. Resultó que un subprefecto y varios hombres escogidos de entre sus subordinados estaban despiertos mientras maduraban, creo, un plan para descubrir al perpetrador de un misterioso asesinato del que todo París hablaba en aquellos momentos. Al iniciar mi historia (con prisas, sin aliento y en un francés horrible), pude ver que el subprefecto sospechaba que yo no era más que un inglés borracho que le había robado a alguien. Pero pronto cambió de opinión al oír mi relato, y antes de que hubiera podido terminar embutió todos los papeles que tenía frente a él en un cajón, se puso su sombrero, me prestó otro (ya que yo iba descubierto), puso en orden una hilera de soldados, solicitó a sus expertos seguidores que se prepararan con todo tipo de herramientas para descerrajar puertas y desmontar suelos de ladrillo, y me tomó del brazo, del modo más amistoso posible, para acompañarme hasta el exterior. Me atreveré a decir que cuando el subprefecto había sido un niño pequeño y le habían llevado por primera vez al teatro, no se había sentido ni la mitad de ilusionado de lo que estaba entonces ante la perspectiva de lo que le esperaba en la casa de juegos.

Allá fuimos por las calles, con el subprefecto felicitándome e interrogándome al mismo tiempo, mientras él y yo marchábamos a la cabeza de nuestro admirable posse comitatus. En cuanto llegamos a la casa varios centinelas se apostaron tanto al frente como en la parte trasera del edificio. Una tremenda batería de golpes fue dirigida contra la puerta. Una luz apareció en una ventana. Se me dijo que me escondiera detrás de los policías. Después oí más golpes contra la puerta y el grito de «¡Abran en nombre de la ley!». Ante aquel terrible imperativo, los cerrojos y las cerraduras cedieron empujados por una mano invisible y en un momento el subprefecto se encontró en el pasillo, enfrentándose a un camarero medio vestido y terriblemente pálido. Este fue el breve diálogo que mantuvieron a continuación:

—Queremos ver al inglés que duerme en esta casa.

—Se fue hace horas.

—No, no se fue él, sino su amigo. Él se quedó. Muéstrenos su habitación.

—¡Se lo juro, monsieur le Sous-prefet, no está aquí! Él…

—Y yo le juro, monsieur le Garçon, que sí que está. Estuvo durmiendo aquí, no le pareció cómoda la cama, vino a nosotros a quejarse, y aquí está de nuevo, entre mis hombres. Y aquí estoy yo también, para registrar su habitación en busca de una o dos pulgas. ¡Renaudin! —gritó llamando a uno de sus subordinados mientras señalaba al camarero—. Agarre a este hombre y átele las manos a la espalda. ¡Y ahora, caballeros, subamos estas escaleras!

Todo hombre y mujer que se hallara en el interior de la casa fue detenido, y el «viejo soldado» fue el primero. Después, identifiqué la cama en la que había dormido, y a continuación ascendimos a la habitación superior.

Ningún objeto extraordinario apareció en ella. El subprefecto miró cuidadosamente la estancia, pidió una vela, ordenó a todo el mundo que permaneciera en silencio, golpeó dos veces con el pie en el suelo, observó atentamente el lugar en el que había pisado y ordenó que se levantara con cuidado. Así se hizo de inmediato. Encendimos más luces y vimos una cavidad abierta entre el suelo de aquella habitación y el techo de la inmediatamente inferior. A través de aquella cavidad se extendía perpendicularmente una especie de caja de acero abundantemente engrasada; en el interior de la caja apareció el torno que yo había visto unido al dosel de la cama de abajo. A continuación, descubrimos más piezas, accesorios del torno recientemente engrasados, palancas cubiertas con fieltro… todos los mecanismos superiores de una prensa, construidos con una sencillez infernal que les permitía unirse fácilmente a los demás accesorios y ocupar el mínimo espacio posible al ser separados en piezas. Colocamos todo sobre el suelo. Tras algunas dificultades, el subprefecto consiguió montar la maquinaria y, dejando a sus hombres para manejarla, bajó conmigo a la otra habitación. Entonces hicieron descender el asfixiante dosel, aunque no con tanto silencio como lo había hecho con anterioridad. Cuando le mencioné aquello al subprefecto, su respuesta, aunque simple, tuvo una terrible relevancia:

—Mis muchachos —dijo— están haciendo funcionar el mecanismo de la cama por primera vez. Esos hombres cuyo dinero usted ganó tenían mucha más práctica.

Dejamos la casa a cargo de dos agentes, y los demás acompañaron a los habitantes de la misma hasta la prisión. El subprefecto, tras tomarme el procés verbal en su oficina, me acompañó hasta mi hotel para recoger mi pasaporte.

—¿Cree usted —le pregunté al entregárselo— que realmente han llegado a asfixiar a algún hombre en esa cama tal y como intentaron ahogarme a mí?

—He visto docenas de hombres muertos por asfixia extendidos en las camillas de la morgue —respondió el subprefecto—. En sus bolsillos encontramos notas en las que declaraban que se habían suicidado en el Sena porque lo habían perdido todo en la mesa de juego. ¿Cómo puedo saber cuántos de esos hombres entraron en la misma casa de juegos en la que entró usted? ¿Cómo sé cuántos de ellos ganaron lo que usted? ¿Cuántos durmieron en esa misma cama? ¿Cuántos murieron asfixiados? ¿Cuántos de ellos fueron arrojados al río con una carta de explicación escrita por los asesinos en el bolsillo? Nadie podría saber cuántos de ellos, muchos o pocos, han sufrido el mismo destino del que usted ha escapado esta noche. La gente de esa casa de juegos había conseguido mantener semejante artefacto en secreto incluso de nosotros. ¡Incluso de la policía! ¡Los muertos guardarán el resto del secreto por ellos! Buenas noches, o mejor dicho, buenos días, monsieur Faulkner. Preséntese nuevamente en mi oficina a las nueve en punto. Mientras tanto… au revoir!

El resto de la historia es fácil de contar. Fui examinado y vuelto a examinar, la casa de juegos fue registrada minuciosamente desde el tejado hasta el sótano, los prisioneros fueron interrogados por separado, y dos de los menos culpables de entre ellos acabaron por confesar. Supe entonces que el viejo soldado era en realidad el dueño de la casa de juegos… la justicia descubrió que había sido expulsado del ejército por vagabundo hacía años, que desde entonces había sido culpable de todo tipo de villanías, que estaba en posesión de propiedades robadas, identificadas por los propietarios, y que él, el croupier, otro cómplice y la mujer que había preparado mi taza de café estaban compinchados en lo de la cama. Parecía haber dudas razonables en lo que a los demás ocupantes de la casa concernía, de modo que recibieron el beneficio de esa duda siendo tratados únicamente como ladrones y vagabundos. El viejo soldado y sus dos secuaces fueron enviados a la horca; la mujer que había drogado mi café fue condenada a prisión por un número de años que ya ni recuerdo, y los clientes regulares de la casa de juegos fueron considerados sospechosos y puestos bajo vigilancia. Yo, por mi parte, me convertí durante toda una semana en el nuevo «león» de la sociedad parisiense. Mi aventura fue dramatizada por tres autores de teatro y nunca llegó a estrenarse, ya que la censura prohibió la aparición en escena de una copia correcta de la cama de la casa de juegos.

Una buena consecuencia de mi aventura, que incluso la censura habría aprobado, fue que a partir de entonces quedé completamente curado de volver a utilizar el Rouge et Noir como entretenimiento. La visión de un tapete verde cubierto de barajas de cartas y montoncitos de dinero estará asociada para siempre en mi mente con la visión de un dosel asesino descendiendo sobre mí para asfixiarme en el silencio y la oscuridad de la noche.