Capítulo 16

- Que Dios me ayude, Jonathan. No sabes cuánto la echo de menos -Stephen resopló con frustración, y pasó el filo de su estoque por la piedra de afilar.

Había cancelado la clase de esgrima de Kit por culpa de una nevada temprana e inesperada, y los tres estaban limpiando armas y bebiendo cerveza en la armería. Oliver se había recuperado de su ataque, y desde allí se le oía jugar con su perro.

Jonathan Youngblood dejó su jarra sobre la mesa con un sonoro golpe que sobresaltó a Kit, que en ese momento estaba limpiando unas espuelas en una pila con vinagre y arena. El muchacho llevaba unos días bastante nervioso.

- Perdona, la cerveza debe de ser más fuerte de lo que pensaba. Me ha parecido oírte decir que echas de menos a tu mujer -dijo Jonathan, mientras se secaba con los dedos el espeso bigote.

- Es la pura verdad. Ya sé que es una locura, que discutíamos constantemente…

- ¿Constantemente?

Los recuerdos se arremolinaron de repente en la mente de Stephen. Juliana abrazándolo, susurrándole al oído…

- Bueno, casi -admitió, ceñudo.

Su amigo soltó un profundo suspiro, y le dijo:

- En ese caso, no tendrías que haberla echado.

Stephen dio un puñetazo tan fuerte en la mesa, que la piedra de afilar cayó al suelo y se desmoronó.

- Yo no la eché.

Era consciente de que aquello no era cierto. Recordaba con terrible claridad cómo lo había mirado con expresión dolida, la incredulidad y la devastación que se habían reflejado en el rostro de su esposa cuando le había dicho que no quería tener hijos con ella. Habría intentado explicarle el miedo y la angustia que lo atenazaban, pero entonces los había interrumpido la emergencia con Oliver; después, Jillie le había mirado con expresión acusadora y le había dicho que Juliana se había marchado con Laszlo.

Quizá su sangre cíngara se había impuesto, quizá se había marchado porque no podía vivir en un mismo sitio durante demasiado tiempo… no, lo que pasaba era que no podía vivir con él, con un hombre que no confiaba en el amor ni tenía fe en el futuro.

¿Adonde había ido?, ¿cómo había sido capaz de abandonarlo?

- Seguro que regresa cuando se calme -le dijo Jonathan, para intentar consolarle-. Aunque la verdad es que pensaba que a estas alturas ya estaría aquí -esbozó una sonrisa juguetona, y tocó apenas la oreja de su hijo con la punta de su espada-. Ya han pasado dos semanas, ¿verdad?

El muchacho agachó la cabeza, y frotó con brío las espuelas en la pila. Antes de que pudiera contestar, oyeron que Pavlo ladraba desde fuera, y Algernon Basset entró de improviso. Tenía las mejillas enrojecidas por el frío, y llevaba una gorra veneciana de terciopelo.

- Vaya, si es mi leal amigo Havelock. ¿Has revelado algún secreto últimamente? -le preguntó Stephen con frialdad.

Algernon se agachó al pasar por debajo de una viga. Del techo colgaban yelmos y escudos de antiguas batallas olvidadas.

- Ya sé que no puedo esperar tu perdón, Stephen, aunque desearía poder ganármelo -se quitó los guantes, y sacudió los dedos para que entraran en calor-. Tengo que confesarte algo más.

- Vaya, esto va a ser de lo más interesante -Jonathan se puso de pie, y dobló su estoque mientras miraba al recién llegado con una sonrisa amenazadora.

Algernon se humedeció los labios antes de decir:

- Es algo relacionado con tu mujer, Stephen. Le conté a Cromwell lo de su broche… le hablé del rubí Romanov, y del lema de la familia.

- Caramba, has estado muy ocupado.

- Fue hace meses, y creí que lo que estaba diciéndole carecía de importancia.

- Maldito malnacido… -Stephen sintió que lo recorría una oleada de furia-. Primero usaste a un niño enfermo para congraciarte con el rey, porque no podías ganarte su atención por tus propios méritos, y ahora este… este… -masculló una imprecación, y le dio la espalda.

- ¿De qué broche estáis hablando? -les preguntó Jonathan.

- Del que lady Juliana llevaba siempre encima. Tengo ciertas aptitudes como lingüista, y reconocí las marcas que había grabadas. Creí que te ayudaría a quedar en buen lugar si demostraba que no te habías casado con una cíngara, sino con una princesa rusa.

Stephen plantó las palmas de las manos sobre la mesa, y se inclinó hacia delante.

- ¿Desde cuándo me he preocupado por quedar en buen lugar, Algernon?

- Eh… en fin, parece ser que al final Cromwell hizo gestiones para que el embajador ruso viniera a Inglaterra.

Stephen lanzó una mirada hacia la estrecha ventana de la armería, y sintió un escalofrío al ver los pequeños copos de nieve que oscurecían la vista.

- No conseguirá localizarla, se ha escapado con Laszlo. Puedes añadir esta información a tu colección de chismorreos.

- ¿No creéis que deberíamos intentar encontrarla? Al fin y al cabo, no sabemos qué clase de hombre es ese ruso.

- En eso tiene razón este pequeño pestilente -comentó Jonathan.

- No tengo ni idea de dónde pueden estar -dijo Stephen.

- Mi señor… -dijo Kit, con manos temblorosas.

- Organizaremos la búsqueda -Stephen se sentía más vivo que en días-. Jonathan, reúne a un grupo de hombres del pueblo. Kit, encárgate de…

- Sé adonde fue lady Juliana, mi señor -el muchacho tenía los labios muy pálidos, casi incoloros.

- ¿Qué?

- Vuestra esposa. Que Dios me perdone, pero lo he sabido desde el principio.

- ¿Adonde fue?

- A Londres, mi señor -tenía el rostro tenso por la culpa que sentía-. A la corte real.

Juliana estaba arrodillada en el suelo, vomitando en un orinal. Cuando vació del todo el estómago, se levantó temblorosa y se acercó a la palangana con agua fresca que había encima de la mesa. Después de lavarse la cara, apoyó la frente en el borde del recipiente.

Dos semanas atrás, se habría sentido entusiasmada ante los síntomas que tenía, pero en ese momento estaba angustiada y llena de dudas. Sabía que no debería alegrarse por el hecho de estar esperando un hijo de Stephen, pero…

Se incorporó y posó la mano abierta sobre su vientre en un gesto protector. Desde lo más profundo de su alma, brotaba una felicidad inmensa como una fuente cauda y reconfortante. La había tomado por sorpresa la magnitud de los sentimientos que inspiraba en ella aquella vida pequeña e indefensa que estaba gestándose en su interior.

«Deshazte de él».

Cuando la despiadada orden de Stephen resonó a través del tiempo y la distancia, hundió el rostro en el agua de la palangana antes de que las lágrimas tuvieran tiempo de surgir.

Media hora después, salió de sus elegantes aposentos en Hampton Court y se dirigió hacia el salón de audiencias. Estaba recién bañada, peinada, bien vestida… y sonriente. Era lo apropiado en la corte de Enrique viii, se había dado cuenta de inmediato. Por mucha angustia que uno sintiera por dentro, tenía que sonreír e interpretar el papel de alegre cortesano.

Mientras atravesaba patios helados y avanzaba por pasillos ventosos, se preguntó dónde estaba Laszlo. El cíngaro se había marchado en cuanto ella le había contado que Alexei se había salvado milagrosamente de la matanza, y no había vuelto a saber nada de él desde entonces. Quizá se había sentido incómodo en Hampton Court, rodeado de portones imponentes, patios amurallados, y guardias armados.

Tampoco había vuelto a ver a Alexei, aunque sabía que no se había marchado. Las damas de la corte no dejaban de hablar de lo apuesto que era, y de su atractivo exótico y misterioso. Él afirmaba que no se acordaba de nada de lo que había pasado la noche de la matanza en Nóvgorod, y ella prefería evitar verlo siquiera.

Se preparó mentalmente para el día que tenía por delante. Después de pasar una semana entera esperando, un heraldo había ido a anunciarle que el rey iba a recibirla.

No había pasado aquellos días de brazos cruzados, sino que los había aprovechado para familiarizarse con la corte del rey Enrique. Le había resultado más fácil de lo que esperaba, ya que había descubierto muchas similitudes con la casa ducal de su padre… la ceremonia, el secretismo, los chismorreos, y la fastuosidad.

Escuchando con cuidado y discreción en el salón de las damas, se había enterado de algunos de los rasgos del monarca; al parecer, le gustaba ser rey, pero le resultaba tedioso cumplir con las obligaciones propias de su cargo. Enrique sólo dedicaba dos horas por la mañana a los asuntos del reino, y se comentaba entre susurros que ni siquiera le gustaba firmar los decretos y los documentos oficiales, y que utilizaba un sello único que contenía la impresión en relieve de su firma… y que había sido diseñado años atrás por un barón llamado Stephen de Lacey.

Cada vez que pensaba en su esposo, sentía una oleada de añoranza que la dejaba sin aliento. A pesar de que se repetía una y otra vez que no debería echarle de menos, su corazón se negaba a escucharla.

Después de la reunión matutina con el consejo, el rey dejaba los asuntos del reino en manos del implacable Cromwell, y durante el resto del día se dedicaba a divertirse. Aquel día en concreto, y gracias a la fría lluvia que durante la noche había cuajado hasta convertirse en pequeños copos de nieve, el rey había optado por los entretenimientos que podían disfrutarse dentro del castillo, que eran mucho más peligrosos que las actividades al aire libre como la caza o la arquería.

El salón de actos era un hervidero de actividad. A lo largo de las paredes había largas mesas, el vino y la cerveza fluían de forma copiosa, y en el centro de todo, como el eje de una rueda que no dejaba de girar, estaba sentado el mismísimo Enrique.

Un grupo de teatro estaba actuando. Al perder de vista al heraldo, se detuvo a la sombra de un tedero. Se le había olvidado desayunar, y de repente se sintió hambrienta. Se acercó con paso un poco vacilante a una de las mesas, pero volvió a sentir náuseas al oler la cerveza y la carne.

Respiró hondo cuando sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas. Decidió marcharse de inmediato, pero al dar media vuelta se encontró cara a cara con lord Spencer Merrifield, al que había conocido unos días antes. Era un caballero de aspecto distinguido bastante mayor que ella, que tenía un aire de espléndida melancolía. Tenía un aspecto bastante incongruente, ya que iba ataviado con la elegante ropa propia de la corte, y sujetaba un bebé contra la cadera.

Después de saludarlo con una débil sonrisa de cortesía, centró su atención en la obra de teatro. No tardó en darse cuenta de que la obra que estaban interpretando le resultaba familiar, y se dijo que debían de ser unos actores bastante osados.

Un hombre corpulento que llevaba una corona torcida estaba discutiendo con una mujer mayor de aspecto severo. Ella sacudió un rosario exageradamente grande en las narices del hombre, hasta que éste alzó las manos en un gesto de exasperación y se volvió hacia la belleza de ojos color azabache que estaba esperándolo entre las sombras.

En cuanto la joven le dio un muñeco con el pelo color naranja, el hombre lo lanzó a un lado, se volvió de nuevo hacia ella, y le cortó la cabeza. Una cabeza de papel que tenía pintada una cara sorprendida y con la boca abierta rodó por el suelo.

Los nobles se echaron a reír, pero en cuanto empezaron a darse cuenta de que al rey no le había hecho ninguna gracia lo que acababa de presenciar, fueron callándose escalonadamente, como velas apagándose una a una.

Cuando el bebé que Spencer tenía en brazos empezó a lloriquear, él lo acunó con suavidad y susurró:

- Shhh… tranquila, Alondra.

- ¿Se llama Alondra? -le preguntó Juliana.

- En realidad se llama Guinivere Beatrice Leticia Rutledge Merrifield, pero Alondra le queda bien.

Juliana miró a la niña con la fascinación de una mujer embarazada. La pequeña tenía la piel marfileña y rosada, y el pelo negro.

- Es preciosa, mi señor. ¿Es vuestra nieta?

Él se volvió ligeramente hacia ella, y esbozó una sonrisa llena de amarga ironía al decir:

- No, es mi esposa.

- ¿Vuestra esposa?

- Sí, pero es una larga historia.

Al ver que volvía a centrar su atención en los actores, Juliana se ruborizó al darse cuenta de que se había comportado como una entrometida, pero cuando el rey ordenó con voz imperiosa que sacaran a los actores de la corte, no pudo evitar preguntar:

- ¿Van a castigarlos?

- Sí, con un día en el cepo. Si no mueren congelados, podrán marcharse.

- ¿Cómo es posible que se hayan atrevido a satirizar así las tribulaciones matrimoniales del rey?

- Son irlandeses -al parecer, aquello le parecía explicación suficiente, pero al ver que Juliana lo miraba con desconcierto, añadió-: Todos los irlandeses son unos necios, y odian a los ingleses -señaló a los actores, y comentó-: Ese es el más necio de todos, afirma que tuvo una visión. Dice que encontrará una línea de nobles irlandeses, y que uno de los miembros de esa línea se sentará en el regazo del monarca inglés -escupió en el suelo con actitud despectiva-. Las visiones de un irlandés carecen de valor.

Al ver que Alexei y sus compañeros rusos entraban en el salón, Juliana murmuró:

- Entiendo. Ha sido un placer hablar con vos, mi señor, y conocer a… a vuestra esposa -dio unas palmaditas suaves en la cabeza de la niña, y fue a saludar a Alexei.

Mientras se abría paso entre la multitud, pensó de nuevo en los extraños caprichos del destino. La profecía de Zara no había sido más que un recuerdo lejano, pero en ese momento la recordó con total claridad. Sí, era cierto que había viajado lejos tanto en el tiempo como en la distancia, pero había algo que no encajaba. Cuando miraba a Alexei, veía un boyar apuesto y orgulloso, pero a pesar de sus muchas virtudes, no era el hombre al que amaba.

Pero, ¿lo era Stephen?

Aún seguía igual de indecisa cuando saludó a Alexei con una sonrisa cortés. Los hombres que lo acompañaban retrocedieron de inmediato, y cuando uno de ellos quedó iluminado por la luz de una antorcha, alcanzó a ver una cicatriz que tenía en el cuello. Sintió que se le ponía el vello de punta y se tambaleó ligeramente, pero atribuyó su mareo al malestar matutino propio del embarazo.

Alexei entrechocó los talones de las botas y la saludó con una reverencia. Cuando la luz de la antorcha se reflejó en un ornamento que llevaba, quedó cegada por un momento y tuvo que parpadear. Entonces fue cuando vio los botones de su chaqueta, y se dio cuenta de que eran granates.

- Alexei…

Él le rozó la barbilla con un nudillo, y le dijo en ruso:

- Siempre pensé que serías atractiva, pero jamás imaginé que pudieras ser tan hermosa.

Ella se estremeció al oír aquellas palabras, y fue incapaz de apartar la mirada de aquellos botones.

- ¿Recibiste mis mensajes, Alexei?

- ¿A qué mensajes te refieres?

- A todos ellos -las sospechas empezaron a abrirse paso como bilis por su garganta-. Envié a tu familia un botón con cada mensaje, porque sabía que ellos pagarían en oro por cada uno.

Él la tomó del brazo con aparente dulzura, pero Juliana notó la fuerza férrea de sus dedos agarrándola justo por encima del codo.

- Debiste de recibir el primero hace unos cuatro años, o incluso más. ¿Por qué no empezaste a buscarme de inmediato?

Él no contestó, no dejó de andar hasta que llegaron al estrado donde esperaba el rey.

Juliana apenas podía pensar. Las ideas se arremolinaban en su mente, giraban y cristalizaban antes de desaparecer como copos de nieve en el agua.

- Vaya, mi buen y leal embajador de todos los rusos -dijo Enrique, con grandilocuencia-. No sabéis cuánto me alegra recibiros.

Juliana reconoció aquella adulación propia de las relaciones diplomáticas. De niña solía esconderse junto a sus hermanos debajo de la escalera de mármol, para escuchar las conversaciones que su padre mantenía con los otros boyares.

Sintió que los ojos le ardían con lágrimas contenidas al pensar en Boris y en Misha, y se obligó a prestar atención a la conversación.

- El príncipe Iván es un niño, sólo tiene ocho años -estaba diciendo Alexei-. Su querida madre, la princesa Elena, murió este mismo año. Pero algún día será fuerte, un príncipe para todos los rusos. Mi padre es su asesor principal.

Aquellas palabras acrecentaron las sospechas de Juliana. En el pasado, los Shuisky eran una familia con poco poder. ¿Cómo se las habían ingeniado para ascender tanto en cinco años?

- Vuestra reunión con lady Juliana es todo un acontecimiento.

Con el entusiasmo de un bardo, el rey procedió a narrar ante la corte una historia de dos jóvenes enamorados separados por la tragedia, por leguas y años, que se sentían rebosantes de alegría al reencontrarse en presencia de un poderoso y benevolente monarca.

«El problema es que no siento ni un ápice de alegría», se dijo Juliana para sus adentros.

- El Lord del Sello me ha asegurado que vuestro matrimonio va a formar una dinastía inigualable -dijo el rey, a modo de conclusión.

- ¿Matrimonio? -la palabra escapó de los labios de Juliana en un arranque de incredulidad-. Pero…

- Os aseguro que se cumplirán por fin los deseos de vuestro padre, el gran boyar Gregor Romanov.

- Pero…

- Y para cimentar nuestros nuevos acuerdos comerciales con Rusia, las nupcias se celebrarán en este palacio, con todos los honores.

Juliana apenas podía creer lo que estaba oyendo. Sintió náuseas de nuevo, y se habría desplomado si Alexei no hubiera estado sujetándole el brazo. Apenas notó el alboroto que estaba creándose a su espalda… una voz alzada y llena de enojo, exclamaciones de indignación, y finalmente el tintineo de unas espuelas mientras unos pasos firmes se acercaban al estrado.

El rostro del rey se endureció hasta asemejarse al de una estatua.

- No he oído que os anunciaran, Wimberleigh -dijo, con actitud displicente.

Juliana se zafó de un tirón de la mano de Alexei, y se volvió de golpe.

- Oliver… -susurró, aterrada.

- Se recuperó -los ojos gélidos y llenos de odio de Stephen la miraron por un momento, después se volvieron hacia Alexei, y por último se centraron en el monarca. Hizo una reverencia, y dijo-: Disculpadme, Majestad. He venido en busca de mi esposa.

- ¿Esposa?, ¿qué significa todo esto? -masculló Alexei en ruso.

- Habéis llegado en el momento perfecto, Wimberleigh -el rey parecía perversamente satisfecho-. Estábamos hablando de vuestra situación; al parecer, lady Juliana llevaba muchos años prometida a lord Alexei.

Stephen sonrió con ironía, y comentó:

- Qué interesante. Pero sin duda el compromiso terminó cuando la dama se casó conmigo por orden vuestra.

Mientras en el exterior el viento invernal azotaba el patio, Juliana miró a su marido y al hombre que su padre había elegido para ella tanto tiempo atrás. El atractivo dorado de Stephen, enfatizado por el enrojecimiento causado por el frío, contrastaba con la apostura morena de Alexei. Eran como el día y la noche; el uno dorado y el otro oscuro, y ambos mirándola con expresión fiera y posesiva.

- Un matrimonio que se concertó tan a la ligera se puede terminar con facilidad -Enrique repiqueteó los dedos sobre su pecho, y añadió-: ¿Qué preferís, la anulación, o el divorcio?

- Ninguna de las dos cosas -le espetó Stephen con tono cortante-. Nos casamos a los ojos del estado, de la iglesia, y…

Al ver que se interrumpía, Juliana se dio cuenta de que debía de estar pensando en la ceremonia cíngara.

- La unión es tan fuerte e inviolable como un vínculo de sangre -añadió, mientras la agarraba por la muñeca con su mano enguantada.

El rey esbozó una sonrisa engañosamente despreocupada, y le dijo:

- Mi querido lord Wimberleigh, ¿acaso estáis diciendo que carezco de la autoridad necesaria para invalidar un matrimonio?

Se hizo un silencio denso, que contenía implícitas las palabras que el monarca no tuvo necesidad de decir. Había desafiado al papa para disolver el matrimonio de veinte años que lo había unido a Catalina de Aragón. Un hombre que podía descartar de un plumazo cientos de años de tradiciones no necesitaba justificarse ante un mero noble.

Enrique se dio una palmadita en el estómago, y miró sonriente a Alexei.

- La injusticia que sufristeis será reparada en mi corte. Podréis casaros con lady Juliana en cuanto esté todo dispuesto.

Stephen se abalanzó hacia el estrado.

- Majestad, no…

La punta de una espada afilada en el cuello lo detuvo en seco. Una mujer soltó un grito y se desmayó. Juliana empalideció de golpe, pero él ni siquiera se inmutó mientras un hilillo de sangre le bajaba por el cuello. Todo el mundo pareció contener el aliento hasta que al fin, con una calma gélida, Stephen posó un pulgar enguantado en la punta de la espada, la apartó a un lado, y miró impasible a Alexei.

Juliana reconoció el fuego que brillaba en los ojos de su marido, y supo que estaba deseando enfrentarse al ruso.

- Eso ha sido muy descortés por vuestra parte, señor.

Alexei lo miró con soberbia, y le dijo:

- En mi país, uno no desafía a su soberano.

Stephen esbozó una sonrisa carente de humor.

- Tampoco lo hacemos en Inglaterra -sin apartar la mirada de Alexei, se mordió el dedo medio y tiró del guante. Mientras iba quitándoselo dedo a dedo, añadió-: Lo que sí que hacemos es desafiar a los advenedizos extranjeros que intentan robarnos las esposas.

El guante surcó el aire y dio de lleno en el pecho de Alexei, justo encima de los botones de granate, antes de caer al suelo.

El ruso estaba hecho una furia. Alzó un pie, aplastó el guante con el tacón de la bota, y dijo con voz tensa:

- Sois un necio, milord.

- ¿Debo suponer que aceptáis mi desafío?

- Por supuesto.

- ¡No! -Juliana utilizó la furia para intentar ocultar el miedo que sentía-. No pienso permitir que mi futuro lo decidan dos necios mediante un duelo -sintió que alguien la agarraba del brazo para sujetarla, y se dio cuenta de que era uno de los asistentes del rey.

Enrique alzó una mano, y le dijo:

- Mantened la calma, lady Juliana. Que empiece ya el entretenimiento.

Hizo un gesto lleno de soberbia, y los cortesanos se apresuraron a ir al patio donde iba a celebrarse el duelo. Los compañeros de Alexei empezaron a lanzarle gritos de ánimo.

Juliana se zafó del asistente del rey que la tenía sujeta, y agarró a su esposo del brazo.

- No lo hagas -le susurró, mientras sentía que la recorría un escalofrío. No confiaba en Alexei, aunque la única razón que cimentaba su desconfianza era el inquietante presentimiento que le aceleraba el corazón.

Stephen se quedó mirándola durante un largo momento, y en sus ojos azules relampagueó algo que ella no alcanzó a descifrar. Confusión, dolor, anhelo… él la había echado de su vida casi a la fuerza, pero aun así…

- No te preocupes, mi señora -le dijo él, con el rostro inexpresivo-. Puede que humille a tu querido Alexei, pero no voy a matarle; si lo hiciera, quizá me tocaría tener que quedarme contigo.

Los días cortos de invierno hacían que Laszlo recordara el viejo país, donde el sol empezaba a esconderse después de unas breves horas de claridad. La luz mortecina, sumada a las voces rusas que inundaban la taberna, le hicieron retroceder en el tiempo.

Sonrió con naturalidad, y miró con secreto desdén a los hombres con los que estaba tomando unos tragos. Como los oficiales le habían prohibido la entrada a palacio por ser cíngaro, la única forma que tenía de proteger a Juliana era relacionándose con los hombres de Alexei.

Eran unos patanes, y le facilitaban información con el entusiasmo de una novia entrada en años en su noche de bodas.

Durante la primera ronda de cerveza, descubrió que los cuatro miembros del séquito de Alexei habían formado parte de un grupo de trabajos forzados a bordo de un barco de comercio que navegaba en el Báltico.

- ¿Qué clase de hombre permite que otro le obligue a trabajar? -murmuró, antes de apurar su jarra.

Obtuvo la respuesta durante la tercera ronda, y lo que oyó le puso nervioso. Fingió admiración mientras sonreía de oreja a oreja, y comentó:

- ¿Erais convictos? ¿Convictos de qué, caballeros?

Los rusos se echaron a reír mientras se daban algún que otro codazo.

Laszlo pidió más cerveza, y comentó:

- En fin, no soy más que un cíngaro estúpido. No alcanzo a entender por qué un gran embajador querría rodearse de convictos.

Los rusos rieron con más ganas, y uno de ellos dijo:

- Sí, sois estúpido como un inglés, ¿verdad que sí, Dimitri? Lord Alexei ha conseguido que todo el mundo, incluso el rey, se crea que es el embajador.

A pesar de que el instinto de Laszlo le impulsaba a salir de allí cuanto antes, se obligó a esbozar una sonrisa idiota y a decir:

- ¿Estáis diciendo que Alexei Shuisky no es el embajador de Moscovia?

Dimitri agarró su jarra, y se llevó una gran decepción al ver que estaba vacía.

- El embajador está muerto, ni siquiera llegó a las puertas del Kremlin.

Mientras los asesinos reían a mandíbula batiente, Laszlo les dijo que tenía que ir a hacer pis y se alejó de la mesa.

El choque del metal resonó en el patio cubierto de nieve. Juliana estaba presenciando el duelo con las manos desnudas posadas sobre el vientre en un gesto protector. No hacía ningún caso a la actividad que la rodeaba… los hombres que bebían copas de vino caliente, los cortesanos que hacían apuestas sobre el resultado del duelo… sólo fue vagamente consciente de un alboroto que estaba formándose en la puerta que comunicaba aquel patio interior con los exteriores.

Tenía la atención fija en los dos hombres que estaban intentando acabar el uno con el otro. Intentó sacar de su interior a la cíngara osada en la que se había convertido durante los últimos cinco años. La Juliana de los cíngaros se habría interpuesto entre los dos y les habría gritado que se detuvieran, pero las cosas habían cambiado. En ese momento estaba mareada, confundida, y tenía náuseas. Se sentía como un frágil recipiente de cristal diseñado para proteger a la vida que llevaba en su interior, tenía la impresión de que iba a romperse en mil pedazos sólo con moverse.

- Sois unos majaderos -dijo en voz baja.

Los dos adversarios estaban jadeantes. Alexei esgrimía su estoque en una mano y una daga corta en la otra, y luchaba con la habilidad fría y avezada de un guerrero; por su parte, Stephen esgrimía su espada y un puñal con igual destreza, pero con mucha más pasión. Corría riesgos, arremetía de forma temeraria y amagaba a escasos centímetros de la afilada hoja del ruso.

El rey ordenó que se sirviera un refrigerio, y elogió la habilidad de los dos duelistas. Estaba sentado en la litera real mientras reía con entusiasmo, y parecía un rey invernal con el rostro enrojecido y una gran afición por los entretenimientos sangrientos.

Juliana deseó que Laszlo estuviera allí, o por lo menos en las cercanías. Estaba sola, temblorosa, y apartada de los nobles. Cuando empezó a oscurecer, varios lacayos colocaron antorchas en los tederos que había a lo largo de las paredes, y ella sintió una inquietante sensación de familiaridad al ver el patio nevado bañado por la luz anaranjada del fuego.

El miedo que la atenazaba se acrecentó, y gimió con suavidad mientras se tambaleaba. Había sido un día largo y lleno de incidentes, estaba cansada y exhausta… Stephen y Alexei estaban intentando matarse.

No podía olvidar cómo la había mirado su marido cuando lo había tocado. Era obvio que creía que había escapado de Lynacre para reencontrarse con Alexei.

Se sobresaltó al ver que la hoja del ruso desgarraba la camisa de su marido. Este contraatacó de inmediato, y Alexei arremetió con la daga y alcanzó a darle en la empuñadura de la espada.

Juliana hizo ademán de ir hacia ellos, pero cuando alguien la detuvo al agarrarla del brazo con firmeza, se volvió y vio que se trataba de Jonathan Youngblood, que parecía adusto y cansado tras un largo viaje.

- Está aguantando bien, no lo humilléis aún más.

- ¿Qué queréis decir?

- Interceptasteis un mensaje del rey, y vinisteis corriendo a la corte para reuniros con vuestro amado ruso. Para muchos, algo así es vergonzoso.

- ¡No tenía ni idea de que Alexei estaría aquí! Llevaba cinco años sin saber nada de él, y…

- ¡Por los clavos de Cristo! -dijo él, con la mirada fija en el enorme portalón de entrada-. Ése que se acerca es Kit.

Juliana siguió la dirección de su mirada, y lo que vio la dejó atónita. Dios del cielo, estaban todos. Parecían una compañía teatral, algunos iban en los carromatos de los cíngaros y otros a lomos de sus monturas. Vio a Kit cabalgando al frente como un capitán en la vanguardia, y a Pavlo corriendo a su lado. Le seguían Rodion a caballo con Jillie montada detrás, y a pesar de la distancia, alcanzó a ver que su doncella no dejaba de dar instrucciones mientras señalaba hacia delante. En uno de los carromatos estaban Kristine y Nance Harbutt junto a William Stumpe, y entre ellos estaba sentado Oliver.

«Dios, no…», sintió que se le formaba un nudo en el estómago al ver al pequeño. Tanto ajetreo podría acabar con él.

- Maldita sea, le dije a mi hijo que se quedara en Wiltshire -masculló Jonathan.

Al escuchar un resoplido de sorpresa, se volvió de golpe hacia los duelistas y vio a Alexei retrocediendo un paso tras dar una acometida. Su barba enmarcaba la línea cruel de su sonrisa.

Stephen tenía un lado de la cara ensangrentado, y la expresión de su rostro era de aturdimiento y agonía.

Juliana sollozó y volvió a intentar abalanzarse hacia ellos, pero Jonathan la detuvo de nuevo.

- No es tan grave como parece. Las heridas en la cabeza suelen sangrar copiosamente, por muy superficiales que sean.

- No digáis tonterías, tiene que rendirse.

- Maldita sea, mujer, ¿acaso no lo entendéis?

- ¿El qué?

- Prefiere morir antes que rendirse.

Juliana se llevó un puño a la boca, y respiró hondo. El aire gélido transportaba el olor de las antorchas y de la nieve recién caída. Se obligó a seguir mirando mientras los combatientes se movían en círculos. Stephen observaba con mirada acerada a su adversario, era obvio que estaba esperando a que apareciera la más mínima brecha en su defensa. Cuando bajó un poco el estoque mientras se preparaba para dar una estocada, Alexei alzó su espada en posición de defensa mientras con la mano derecha movía la daga en un gesto desafiante.

Stephen atacó con la rapidez de un látigo, y para cuando Alexei alzó la espada y detuvo el golpe, él ya estaba retrocediendo de espaldas al pabellón improvisado donde el rey y su corte estaban sentados.

Alexei avanzó mientras pasaba al contraataque.

- Eso es… acercaos, ruso pestilente -masculló Stephen, sin apartar la mirada de la espada de su adversario-. Soy un blanco voluminoso, y ya estoy sangrando.

- En mi país no se considera un deshonor rendirse a la primera sangre -Alexei atacó con una estocada súbita, pero Stephen la esquivó al retroceder hacia el salón-. Todo esto es por una mujer… decidme, milord, ¿de verdad merece la pena morir por ella?

Aquella pregunta abrió una pequeña brecha en las defensas de Stephen, y en un abrir y cerrar de ojos Alexei lo acorraló contra la pared y posó la punta de la espada contra su cuello.

Todo el mundo se quedó inmóvil, los únicos sonidos que quebraban el silencio eran los de la respiración agitada de los combatientes y el ruido cada vez más cercano de los carromatos y los caballos procedentes de Lynacre.

- ¡Rendíos o morid! -gritó Alexei, con voz atronadora.

Stephen esbozó una sonrisa, y de repente alzó el pie y le dio un fuerte empujón en el pecho que le hizo trastabillar hacia atrás.

Alexei logró recuperarse y adoptó una posición de defensa, pero había cambiado los términos del duelo. Al intentar manipular las emociones de Stephen había abierto las puertas de una mezcla volátil de pasión, furia, y orgullo herido.

Stephen atacó sin descanso con estocadas amplias e implacables, y Alexei empezó a retroceder más y más mientras su rostro reflejaba miedo por primera vez. Sus ojos oscuros reflejaban una alarma creciente mientras intentaba parar estocada tras estocada.

Stephen era como un animal que jugueteaba con su presa. Fue abriendo heridas en el brazo izquierdo de su contrincante, en el hombro derecho, y en el muslo. Era tan rápido, que Juliana sólo se daba cuenta de la cuchillada al ver la herida.

Su marido era como un hombre blandiendo una guadaña, daba tajos a diestro y siniestro mientras Alexei se desorientaba cada vez más.

De repente, la mente de Juliana volvió a hacer de las suyas. Vio a Stephen y a Alexei derramando sangre sobre la nieve, y sus sombras se cernieron como demonios amenazadores bajo la luz de las antorchas. Al darse cuenta de que estaba de nuevo en Nóvgorod, bajo un arbusto cubierto de nieve, mientras unos soldados asesinaban a su familia, se cubrió la boca con las manos para sofocar un grito.

Un sonido súbito rompió el hechizo. La espada de Alexei rodó por el suelo, y se detuvo a los pies de una escalinata de piedra.

Al ver que Stephen echaba hacia atrás su estoque para dar el golpe de gracia, se oyó gritar a sí misma:

- ¡No! ¡No le mates, Stephen, te lo suplico! -no sabía por qué estaba pidiendo clemencia para Alexei, quizá porque sabía que aquel acto de venganza convertiría a Stephen en un asesino, y lo atormentaría durante el resto de sus días.

Él bajó el arma mientras luchaba por recobrar el aliento, y dijo con calma:

- Supongo que deberíamos haberle pedido a la dama que resolviera esta disputa, nos habríamos ahorrado muchos problemas.

Mientras Alexei gemía de dolor y se desplomaba, Juliana echó a andar hacia su marido. Seguía mareada y le flaqueaban las piernas, pero consiguió seguir avanzando. Tenía tantas cosas que decirle a Stephen, que las palabras se le apelotonaban en la garganta.

De repente, antes de que pudiera llegar hasta él, la pesadilla cobró vida, precedida por los ladridos furiosos de un perro.

Alexei se lanzó a por su espada, y emergió de entre la nieve y las sombras como un ser poseído mientras gritaba:

- ¡Maldito seas!

En ese momento, Juliana supo que era la misma voz que había oído tantos años antes, las mismas palabras, y el presente se convirtió en un espejo del pasado: el reflejo rojo como la sangre del fuego sobre la nieve, la espada surcando el aire, alguien que mascullaba una imprecación, una hoja mortal descendiendo más y más…

Stephen debió de oír su grito horrorizado, pero a pesar de que giró de golpe, ya era demasiado tarde. La espada de Alexei se acercaba a él… el gruñido feroz de un perro rompió el momento, y un relámpago blanco se abalanzó contra Alexei y lo tiró al suelo.

A pesar de que el mundo había enloquecido, todo cobraba sentido. El impacto de la furia y los recuerdos la golpeó de lleno, y cayó desmayada.