Capítulo 5

Juliana tenía que ganar tiempo. Se sentó en la hierba, se llevó las rodillas al pecho, y contempló la hoguera como si allí pudiera encontrar las respuestas a todas las preguntas que se arremolinaban en su interior.

Stephen había aguantado la ceremonia estoicamente, aunque no aprobaba lo que él consideraba prácticas paganas. Ella había presenciado bodas cíngaras a lo largo de los años, pero jamás se había imaginado siendo la novia que intercambiaba votos de sangre y de eternidad.

De repente, deseó que la boda no hubiera sido una farsa para los dos. Llevaba tanto tiempo con los cíngaros, que se había vuelto un poco supersticiosa, y temía que pudiera pasar algo malo por culpa de aquel matrimonio fingido. En el fondo, le gustaría poder creer que aquella unión estaba predestinada, que la había profetizado años atrás en Nóvgorod una hechicera.

Pero la cruda realidad era que Stephen se había casado con ella la primera vez por orden del rey, y la segunda vez porque se había sentido obligado por Laszlo. Ella deseaba tanto como él acabar cuanto antes con aquella unión absurda.

- El caldo está bastante bueno -Jillie se sentó junto a ella, y tomó un trago de un cuenco de arcilla antes de añadir-: La carne está muy tierna, ¿de qué será?

- Supongo que de erizo -le contestó distraída, sin apartar la mirada del fuego.

La doncella soltó una exclamación, y dejó el cuenco en el suelo antes de frotarse la boca con la manga.

- No lo digáis ni en broma, mi señora -cuando uno de los cíngaros sentados en una larga fila le pasó una jarrita, cerró un ojo y miró en el interior con el otro-. ¿Sabéis qué es esto?

- Supongo que sidra -al verla beber con ganas, añadió con naturalidad-: Aunque también puede ser pis fermentado de camello, a los cíngaros les encan… -se echó a reír cuando su doncella escupió la bebida hacia el fuego.

Jillie la miró ceñuda durante unos segundos, pero al final se echó a reír también y comentó:

- Antes de que llegarais, Lynacre era un lugar triste y aburrido, mi señora.

- ¿En serio? -Juliana empezó a juguetear con una brizna de hierba y miró a Stephen, que se encontraba al otro lado de la hoguera. Estaba junto a unos cuantos hombres, y escuchaba ceñudo lo que estaba diciendo Laszlo.

Detrás de él, a un lado, estaba Kit, que se quedó embobado al ver pasar a Catriona. Hizo ademán de seguirla, pero Stephen alargó la mano sin mirarlo siquiera ni interrumpir su conversación, lo agarró de la parte posterior del cuello de la camisa, y le obligó a volver a su sitio.

- Milord conoce bien al muchacho -comentó Jillie, con una carcajada.

- Sí, le prometió al padre de Kit que se encargaría de que permaneciera casto, pero el muchacho parece decidido a acabar con su inocencia.

- Estoy convencida de que lord Wimberleigh se impondrá.

Juliana le dio vueltas a aquellas palabras. Había empezado a conocer un poco mejor a su esposo, y sabía que era un hombre al que no había que enojar y al que resultaba difícil ignorar. Eso había quedado muy claro cuando la había besado.

Cerró los ojos mientras revivía aquel momento… su sabor único, la tierna posesión de sus labios…

- Habladme de aquel mozo -Jillie la agarró del brazo y le indicó una figura corpulenta que permanecía medio oculta entre las sombras, más allá de la luz de la hoguera-. El que se ha ganado un buen puñetazo de lord Wimberleigh.

- Es Rodion -Juliana decidió de inmediato no contarle todos los detalles-. Es el encargado de los osos, y el capitán de la kumpania.

- Cielos, es todo un hombretón.

Juliana intentó mirarlo desde el punto de vista de su doncella. Rodion era casi tan grande como Jillie, y quizás incluso más pesado. Vestía tonos verdes y rojos, y tenía un atractivo rudo y una completa confianza en sí mismo. Se había recuperado por completo del puñetazo que le había dado Stephen.

Se estremeció al recordar el fuego y el hielo que había visto en los ojos de su esposo cuando había golpeado a Rodion. Era obvio que podía ser un hombre muy peligroso.

Al darse cuenta de que Jillie miraba embobada a Rodion, le preguntó:

- ¿Te gustaría conocerlo?

La doncella se tapó la cara con el delantal, y exclamó:

- ¡No puedo!

- Anda, ven -se levantó con rapidez, la tomó de la mano, y la condujo hacia Rodion para presentárselo.

Él la miró con desconfianza y resentimiento al verla llegar, pero entonces vio a Jillie.

Juliana no había visto nunca el preciso momento en que se creaba una atracción avasalladora, pero vio cómo sucedía entre la doncella y el cíngaro… sus miradas encontrándose, el roce de una mano, la expresión primero de sorpresa y después de comprensión de sus rostros…

- ¿Por qué no le enseñas a Jillie los pasos de la danza del tamborín?

Él asintió, y los dos entraron juntos en el círculo de luz.

Juliana se quedó mirándolos con cierta melancolía, pero se tensó de inmediato al oír la voz de Stephen a su espalda.

- ¿Acaso te gusta ser cruel, baronesa?

- ¿A qué te refieres?

- A esos dos -le dijo él, mientras señalaba con la cabeza hacia Rodion y Jillie.

- Se atraen.

- Exacto. Y después, ¿qué? Contribuye a que estén juntos, deja que vislumbren el paraíso, y entonces sepáralos para que se les rompa el corazón.

- Es una apreciación muy sentimental viniendo de ti, pero no tiene nada de malo que disfruten de un poco de felicidad.

- Es una felicidad que no puede durar.

- ¿Por qué?, ¿acaso crees que los cíngaros son inferiores a los ingleses?

- Por supuesto que no, pero creo que no tiene sentido encender un fuego que acabará en cenizas al poco tiempo.

- En ese caso, deja que sean felices por ahora.

- Sólo por ahora -dijo, con tono burlón. Apuró su vaso de sidra, y lo dejó sobre la mesa de golpe-. ¿Y qué pasa después, Juliana?

- Siempre ves la parte negativa de la vida, yo creo que hay que aprovechar el momento -fijó la mirada en la distancia, más allá del círculo de luz-. La felicidad es muy efímera, nunca se sabe cuándo pueden arrebatártela -pareció regresar a la realidad, y comentó-: Cielos, mírame, hablando como si fuera una sabia, cuando…

- Puede que tengas razón.

Se quedó sorprendida al ver la sombra de una sonrisa en sus labios. ¿Stephen de Lacey sonriendo?, imposible.

- Baila conmigo, Juliana.

Su petición la sorprendió aún más. Los músicos estaban tocando una canción que se bailaba en corro, y las mujeres ya estaban tomándose de la mano.

La canción alcanzó una nota aguda y trémula, y por un instante Juliana quedó vacilante entre dos mundos… el reino salvaje de los cíngaros, y los dominios estables de los gajo.

Al sentir que el ritmo frenético de la música le recorría las venas, se quitó el velo y lo lanzó a un lado. Sus pies desnudos empezaron a golpetear el suelo con la cadencia de los latidos de un corazón, y entonces alzó las manos y dio una palmada… dos, tres… mientras ladeaba la cabeza y le lanzaba una mirada seductora a su esposo.

Stephen vio cómo Juliana pasaba de tímida esposa a seductora en un abrir y cerrar de ojos. Alargó la mano sin apartar la mirada de ella, y alguien le dio una jarra. Apenas notó el sabor de la bebida, porque Juliana lo tenía hechizado. Se movía al ritmo de la música, tenía los ojos oscurecidos mientras lo miraba con expresión incitante, y sus movimientos eran tan fluidos como el aceite caliente. Sus pies apenas parecían tocar el suelo cuando pasó a toda velocidad junto a él, y los cascabeles que tenía en los dedos tintineaban en el aire nocturno. La música era frenética, y le recordó al sonido del viento que asolaba las colinas del suroeste del país.

Había presenciado inacabables entretenimientos en la corte, había visto cientos de acróbatas, malabaristas y actores, pero jamás había visto algo así.

Su esposa era una coqueta que se pasaba la mano por la parte inferior de la cara y lo miraba insinuante, al cabo de un segundo era la seductora que alzaba los brazos poco a poco, con un movimiento sensual, y finalmente era la amante, que movía las caderas en círculos sugestivos mientras sus delgados dedos lo incitaban a acercarse y sus ojos lo cautivaban…

Cuando la canción terminó, ella se detuvo y permaneció ruborizada y sin aliento, y volvió a ser simplemente Juliana.

Mientras ella se inclinaba en una reverencia formal, Stephen alcanzó a decir:

- Ha sido… -tuvo que tragar con fuerza para poder seguir-. Una actuación de lo más interesante.

- Me alegra que te haya gustado -le contestó ella con voz aterciopelada.

Stephen no supo si estaba burlándose de él. Era difícil de decir, debido a su acento y al tono ronco de su voz.

- ¿Y ahora qué?

Su esposa se inclinó hacia él, y el fuego bañó su rostro con reflejos de oro y bronce. Le rozó la manga con la mano, y susurró:

- Creo que sabes lo que viene ahora, mi señor.

Mientras regresaba a la casa con Juliana, Stephen recordó que Laszlo le había asegurado que la ceremonia cíngara de la noche de bodas no era tan bárbara como creían los ingleses.

Se sentía más que aliviado; al parecer, en la cultura romaní los recién casados no eran acompañados hasta el lecho conyugal por un grupo de borrachos, sino que el novio se limitaba a presentar al día siguiente la prueba de la pérdida de la virginidad de la mujer.

Se dijo que era una tontería pensar en tales cosas. Su matrimonio era nominal, y seguiría siéndolo. No iba a haber ninguna prueba, porque Juliana no iba a perder nada.

Se volvió a mirar a la figura silenciosa que caminaba a su lado por el camino de grava. Las antorchas que había a los pies de los escalones de entrada iluminaban su cuerpo, que seguía cubierto por sedas cíngaras.

Se preguntó qué estaría pensando, ya que ella no le había dicho ni una sola palabra desde que habían salido del campamento. Aquella mujer era oscura y misteriosa como la noche sin luna, y mantenía ocultos sus sueños secretos.

Cuando entraron en el silencioso vestíbulo, que estarte iluminado por la luz tenue de las brasas que quedaban en la chimenea, Juliana lo miró al fin y le dijo:

- Kit se ha quedado en el campamento.

- Sí, he preferido dejar que siga disfrutando de la fiesta -soltó un profundo suspiro, y añadió-: Jonathan me ha confiado la tarea de velar por la virtud del muchacho, ¿crees que debería ir a buscarlo?

Pareció sorprenderla que le pidiera consejo. Él mismo se sorprendió de haberlo hecho, pero la oscuridad que los rodeaba parecía dar pie a que hablaran más allá de las barreras, a que fueran sinceros el uno con el otro.

- ¿Cuál es la mejor manera de salvaguardar la virtud de un joven? -le preguntó ella.

A pesar de sí mismo, Stephen no pudo evitar sentir una pizca de diversión.

- La respuesta políticamente correcta sería decir que debo enseñarle a diferenciar lo que está bien y lo que está mal, en vez de ponerle restricciones físicas.

Ella se echó a reír, y le dijo:

- Sin duda sabes que, cuando a un joven le hierve la sangre, es poco probable que recuerde lo que se le ha inculcado.

Stephen sintió que se le aceleraba la respiración, y se preguntó hasta dónde llegaba la inocencia de su esposa. Deseó poder verle el rostro con claridad.

- ¿Cómo sabes eso, Juliana?

- He vivido durante cinco años en un lugar donde la privacidad es… ¿cómo lo diríais los gaje…? Son pocos los actos íntimos que no he visto. Los jóvenes no son dados a ejercer demasiado autocontrol.

- Entonces, ¿crees que debería ir a buscar a Kit?

Ella se echó a reír de nuevo, y le dijo:

- Se te ha olvidado algo, Stephen.

- ¿El qué?

- Que Jillie también está allí. Le he pedido que vigilara al muchacho, lo tirará al río si ve que se porta mal.

Stephen sintió que los labios se le curvaban de forma extraña… como si fuera a sonreír. Alzó la mirada hacia la escalera principal, hacia el pasillo que se perdía en una oscuridad que parecía estar esperando para tragárselos.

- Ven, deja que te enseñe algo -no se paró a pensar por qué quería entretenerla. Se acercó a la chimenea, y bajó poco a poco una palanca.

- ¿De qué se trata?

- Mira hacia la parte superior de la escalera.

Al cabo de unos segundos, una vela cobró vida en el rellano superior.

Juliana soltó una exclamación ahogada, y retrocedió un paso antes de susurrar:

- Magia negra -entrelazó los dedos para salvaguardarse del demonio.

- Claro que no, es un sistema que creé para poder iluminar la escalera desde aquí abajo.

Ella contempló en silencio la luz de la vela, y al final comentó:

- Una vela que se enciende sola, conductos que transportan agua a través de la casa, vidrios curvados que hacen que un objeto parezca más grande de lo que es… haces cosas sorprendentes, Stephen.

- No, pero se me da bien inventar cosas útiles.

- Ya veo -se acercó al pie de la escalera, pero se detuvo como si no se atreviera a subir.

A Stephen le hizo gracia su actitud cauta, y le dijo:

- Recuérdame que te muestre cómo funciona a la luz del día, para que te convenzas de que no se trata de magia negra. Vamos -la tomó de la mano, y subieron juntos la escalera. Al llegar junto a la vela encendida, se detuvo a encender un candil, y la acompañó a sus aposentos.

Sus aposentos… ¿cuándo había dejado de pensar en ellos como los aposentos de Meg?

¡Pavlo! -exclamó ella, en cuanto entraron.

El perro estaba tumbado panza arriba en la cama, entre mantas y almohadas, tan satisfecho como un sultán. Giró la cabeza hacia ellos, y parpadeó adormilado.

Juliana soltó un resoplido lleno de indignación, y dijo algo en su lengua extranjera con voz seca. El animal echó las orejas hacia atrás, y se bajó cabizbajo de la cama.

Por tercera vez desde que se habían ido del campamento, Stephen sintió ganas de sonreír. Se dijo que debía de ser por el vino que había bebido.

- Para ser un perro tan bien enseñado, tienes unos modales atroces -Juliana miró al perro con indignación fingida.

Pavlo suspiró, apoyó su largo morro entre las patas y cerró los ojos.

- Así me gusta -Juliana se volvió hacia él y entrelazó los dedos con nerviosismo, como si no supiera qué hacer-. En fin…

Stephen dejó el candil encima del baúl que había a los pies de la cama. Quizá fuera por la luz tenue o por el vino, pero su mujer le parecía más encantadora que nunca. Se había quitado el velo, y su larga melena le caía a la espalda como un manto reluciente, oscuro y misterioso, que refulgía con reflejos de color ámbar. Tenía las mejillas sonrosadas y parecía pagana y deliciosa, cautivadora. Sus ojos tenían un brillo más fuerte y profundo que cualquier joya, pero aun así él era incapaz de leer su expresión.

Ni él mismo sabía lo que quería, y se preguntó qué era lo que su esposa esperaba de él. Ella había dicho que también quería la anulación del matrimonio, pero era lo bastante cínico para saber que a lo mejor había cambiado de opinión al ver lo rico que era.

Juliana respiró hondo, y el collar de monedas tintineó con suavidad. Stephen bajó la mirada, y vio que ella tenía los puños apretados a ambos lados del cuerpo.

Al ver aquellas manos pequeñas y delicadas que reflejaban con tanta honestidad lo nerviosa que estaba, su escepticismo se desvaneció. La apretó contra su cuerpo, y en aquella ocasión no había un campamento entero de cíngaros esperando a ver cómo la besaba. En ese momento sólo existía Juliana, y él no era más que un hombre que llevaba demasiado tiempo sin sentirla contra sí.

Mientras acariciaba con los pulgares los mechones de pelo de sus sienes, contempló sus ojos enormes y desconcertados, sus labios tersos e inocentes. Al notar que se apretaba contra él en actitud de entrega, recordó el deseo ardiente que lo había atormentado al verla bailando con movimientos sensuales y expresión seductora.

Juliana soltó un pequeño gemido gutural cuando la besó, y al cabo de un instante subió las manos por su jubón y le rodeó el cuello con los brazos. La fuerza de la pasión que lo atenazaba pareció alzarla del suelo, y sus cuerpos se amoldaron como si ella fuera un recipiente vacío y él el líquido que lo llenaba.

A pesar de que era consciente de que estaba cometiendo una locura, Stephen la tumbó en la cama y la cubrió con su cuerpo. Su mente era una vorágine de pensamientos inconexos mientras la besaba con una pasión desenfrenada. Agarró con una mano el dobladillo de la falda, y fue subiendo la prenda mientras deslizaba la palma por su pierna tersa, por la rodilla y el interior del muslo, hasta descubrir con una satisfacción enfebrecida que no llevaba ropa interior.

- Stephen… Stephen… ¿a esto te referías cuando hablaste de vislumbrar el paraíso? -susurró ella contra su boca.

Al oír sus palabras, Stephen recordó de golpe que aquél era un matrimonio casto, que tenía que serlo. Poco a poco, con renuencia, odiándose a sí mismo y luchando por odiarla también a ella, apartó los labios de los de su mujer y dejó de acariciarla. Bajo la luz tenue, alcanzó a ver que la blusa de Juliana estaba tirante y perfilaba a la perfección la forma de sus senos.

Masculló una imprecación, y se apresuró a apartar la mirada.

- ¿Stephen…? -susurró ella con incertidumbre. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para apartarse de ella y levantarse de la cama.

- Te dije desde el principio que iba a ser un matrimonio nominal, y eso es algo que no va a cambiar por nada… ni por una ceremonia cíngara, ni por un baile sensual, ni por una jarra de vino.

Se obligó a mirarla, a enfrentarse a aquellos ojos que contenían un mundo de dolor… un dolor que él había causado.

- ¿Lo entiendes, Juliana?

- Sí, Stephen, lo entiendo perfectamente -le contestó ella, con un acento inglés preciso y estudiado.

Stephen viajó veinte millas, y bebió la misma cantidad de jarras de cerveza para intentar olvidar la expresión del rostro de Juliana, pero no lo consiguió. Estaba sentado en la taberna más mugrienta de la ciudad de Bath, rodeado de embaucadores, tahúres y rameras, pero no podía desprenderse del recuerdo de aquellos ojos que primero lo habían mirado oscurecidos de deseo, y después dolidos y llenos de lágrimas cuando la había rechazado.

«Te dije desde el principio que iba a ser un matrimonio nominal».

Se preguntó qué había sentido Juliana al oír tales palabras del hombre con el que segundos antes había estado al borde del éxtasis. Permaneció ceñudo y con la mirada fija en el suelo, hasta que una sombra cayó sobre él.

- Te pediría más cerveza si pensara que así te ayudaría en algo, pero dudo que una o dos jarras más solucionen tu problema -le dijo Jonathan Youngblood.

Stephen miró a su amigo con ojos enrojecidos, y le dijo:

- ¿Qué haces aquí?, lárgate.

Después de soltar un profundo suspiro, Jonathan se sentó en el taburete opuesto y comentó:

- Prefiero quedarme.

Alzó una moneda, y al ver el color de su dinero, la camarera se apresuró a acercarse con una jarra de cerveza y le prometió que se aseguraría de ir rellenándosela.

Stephen fulminó con la mirada a su amigo, que no podía disimular lo preocupado que estaba a pesar de que intentaba aparentar naturalidad.

- ¿Cómo me has encontrado? -le costaba un poco articular las palabras.

- Sabía que vendrías a Bath, porque es el lugar más cercano con tabernas lo bastante sórdidas. En cuanto he llegado, me he limitado a preguntar. No eres un borracho normal y corriente.

- Vaya, así que soy un borracho de lo más singular.

- Y tampoco eres fácil de olvidar, sobre todo montado en tu imponente caballo.

- Pues ya me has encontrado. Como puedes ver, no estoy desangrándome en algún rincón ni muerto, así que ya puedes marcharte.

- No he acabado aún mi cerveza, y tú no me has dicho lo que te preocupa.

- ¿Quieres que te haga una lista?, creo que hay para rato.

Stephen se sintió molesto al verle sonreír, porque le habría resultado mucho más fácil enfadarse con alguien que no se mostrara tan considerado.

- Kit me comentó que habías participado en una boda cíngara.

Stephen asintió, y contempló taciturno su jarra de cerveza.

- Creí que así los aplacaría, que se largarían cuanto antes.

- Pero has sido tú el que se ha ido. ¿Por qué?

Stephen alzó la jarra, y con cierto esfuerzo consiguió llevársela a los labios. Después de apurarla del todo, se limitó a decir:

- Por ella.

- ¿Te refieres a Juliana?

Stephen alzó su jarra vacía en un brindis burlón, y dijo:

- Juliana Romanov de Rusia, una gran princesa del este humillada por el humilde y malvado barón inglés con el que se vio obligada a casarse.

- ¿No te has planteado que lo que dice puede ser cierto?, habla muy bien en francés.

- Tant pis pour elle.

- No te burles de ella, sus modales en la mesa son exquisitos y me pareció que sabía manejar a la servidumbre con naturalidad. ¿Crees que los cíngaros le han enseñado tales refinamientos, los buenos modales, y el perfecto francés?

- No resulta tan difícil enseñarle un idioma extranjero a una mujer, es mucho más difícil conseguir que aprenda a permanecer callada.

- Así que habla demasiado, ¿no? ¿Por eso la dejaste?

Stephen miró a su amigo a los ojos, y admitió:

- La dejé porque la deseo.

Jonathan dio una palmada en la mesa, y comentó:

- Tu lógica es impecable. Mi querido Stephen, en momentos como éste recuerdo por qué somos amigos… puedes llegar a ser muy divertido -se desabrochó un botón del jubón, y añadió-: De modo que huiste de casa porque deseas a tu mujer.

Dicho así parecía una ridiculez, y el mal genio de Stephen se avivó aún más.

- Maldita sea, conoces las circunstancias de nuestro matrimonio. El rey nos obligó a casarnos, accedí para aplacarlo. No pienso convertir esta unión en algo permanente.

- ¿Por qué no? -Jonathan apoyó los codos en la mesa, y añadió-: ¿Es por Meg, a pesar de todos los años que han pasado?

Oscuros recuerdos se arremolinaron en la mente de Stephen como una mortaja. Jonathan tenía razón… y al mismo tiempo, estaba equivocado.

- Cuando elija otra esposa no será una cíngara, ni una mentirosa que dice ser de noble cuna. No, no será alguien así.

- Claro, será una mujer recatada e insulsa.

«Como Meg…», pero Stephen sabía que su amigo se equivocaba en cuanto a su primera esposa.

- ¿Tanto te cuesta dejar que me ocupe de mis propios asuntos?

Su amigo se echó hacia atrás, y abrió los brazos de par en par antes de decir con sorna:

- Claro, como los manejas tan bien…

- No me pasa nada malo.

- Nada que un milagro no pueda curar -se inclinó hacia delante, y le dijo con seriedad-: Esa muchacha es un misterio, Stephen, pero también es hermosa y capaz. Déjala entrar en tu vida, nunca se sabe. Puede que sea capaz de hacer desaparecer ese nubarrón que lleva tantos años sobre tu cabeza… a lo mejor eso es lo que temes en el fondo.

- Lo que temo es… es… -fue incapaz de confesarle a su amigo sus verdaderos temores, y al final dijo-: Temo regresar y encontrar mi casa saqueada, mi despacho desvalijado, y a mi gente aterrorizada por los amigos cíngaros de mi esposa.

- ¿Qué dice ella en su propia defensa? Apuesto a que también siente cierta ternura hacia ti. A pesar de que eres un bruto de pelo amarillo, pareces caerles bien a las mujeres.

- Sería una necia si sintiera algo por mí -tenía una estrategia para defenderse de las mujeres que querían abrirle el corazón. Había usado aquella artimaña en muchas ocasiones, y sabía interpretar su papel a la perfección.

- Serás un tonto si la rechazas, Stephen.

Apartó la mirada, y contempló al hombre que estaba jugando a cartas en la mesa vecina. Era español, y estaba inhalando el tabaco que se había puesto tan de moda. En ese momento, un mendigo entró en la taberna sin que el propietario se diera cuenta. Vestía ropa harapienta, estaba salpicado de pústulas, y tenía un ojo cubierto con un parche. Avanzó cojeando entre las mesas, y fue directo hacia él.

Stephen contuvo un suspiro de resignación al ver cómo se acercaba. Por muy severo y adusto que intentara parecer, los mendigos siempre creían que era un blanco fácil.

- ¿Una limosnita, señor? -tenía la voz ronca, seguro que por la cantidad ingente de vino barato que debía de haber bebido a lo largo de su vida.

Stephen agarró el brazo de su amigo al ver que éste hacía ademán de indicarle al mendigo que se alejara. Metió una mano en su portamonedas, pero vaciló cuando se le ocurrió una idea.

Quizá, si se esforzaba al máximo, lograría que Juliana estuviera desesperada por marcharse de Lynacre.

- Puedo hacer algo mucho mejor, buen hombre -le dijo al mendigo.

- Stephen, no pretenderás… -Jonathan lo miró boquiabierto.

- Claro que sí. Ya tengo a una banda de cíngaros en mi casa; en comparación, unos cuantos granujas y algún que otro pordiosero no son nada.

Juliana se enfadó consigo misma por preocuparse por Stephen. ¡Por el amor de Dios, era una Romanov! A pesar de que él se negaba a creerla, se había casado con una mujer que tenía una posición social mucho más elevada que la suya.

Sabía que debería darle igual que él la despreciara, pero jamás se había engañado a sí misma, y no le quedaba más remedio que admitir que le dolía. Sentía un dolor insoportable al pensar en cómo la había besado, en la sensación de sus manos acariciándola, deslizándose por sus hombros y sus piernas desnudas… y al recordar cómo se había apartado de ella, cómo la había mirado con frialdad y sin remordimiento, cómo se había mostrado aparentemente indiferente al fuego que había encendido él mismo con sus caricias.

«Te dije desde el principio que iba a ser un matrimonio nominal».

Sí, también era lo que ella quería, pero él había sido tan cruel, tan insensible… se preguntó con amargura si su esposo disfrutaba haciendo que lo deseara para apartarla después como si fuera una pedigüeña. Por el amor de Dios, ¿con qué clase de hombre se había casado?

Decidió que iba a averiguarlo, que no iba a dejarse vencer por la melancolía. Recorrió la enorme mansión como una estratega militar, buscando pistas que le revelaran algo sobre el carácter de aquel hombre que había logrado que lo deseara con tanta desesperación.

Empezó por los enormes aposentos de la galería superior. Nance le había dicho que Stephen dormía allí… en las contadas noches que pasaba en casa.

Sintiéndose como una ladronzuela, descorrió el pasador de la puerta y entró en la antecámara. Los muebles eran elegantes, y las paredes estaban decoradas con telas coloridas. Libros y mapas enrollados llenaban las estanterías, y en medio de la habitación había un enorme globo terráqueo sobre un soporte. Las masas de tierra estaban pintadas en color ámbar y tenían su nombre correspondiente escrito con hermosas letras, y los mares estaban decorados con dragones y serpientes.

Sobre una mesa baja y ancha había infinidad de objetos extraños; unos parecían aparatos ópticos, otros las herramientas de un marino o un astrónomo… había un astrolabio y un cuadrante, calibradores y transportadores.

Después de observar aquellos instrumentos durante unos segundos, fijó su atención en las hileras inacabables de libros. Algunos de ellos parecían obras impresas, mientras que otros estaban escritos a mano sobre papel de vitela. Era consciente de que estos últimos tenían un gran valor, que vendiendo uno de ellos se podría alimentar a una familia de aldeanos durante años. Reconoció varias obras en latín y en francés, y aunque también había muchas en inglés, en ese momento no tenía paciencia para intentar descifrar los títulos.

Al entrar en el dormitorio propiamente dicho, vio una enorme cama con dosel. La luz del sol entraba por una ventana con unas vistas espectaculares del jardín principal.

Todo, desde los instrumentos científicos y los libros hasta la majestuosa cama, reflejaba que aquellos eran los dominios de Stephen de Lacey… un hombre erudito, pero que a la vez sabía apreciar la belleza y la sensualidad.

Deslizó los dedos por la pesada cabecera de roble de la cama, y encontró las letras M y S grabadas en la madera. Deseó que no le importara, pero no pudo evitar su reacción. Stephen no podía olvidar a Margaret… seguro que cuando la había besado y la había llevado a la cama se había imaginado que estaba con su amada esposa, pero al oírla hablar el hechizo se había roto y se había apartado de ella.

Le dio la espalda a la cama, y fijó la mirada en el enorme jardín. En la distancia, más allá del manzanar, había una extensa arboleda, y aunque por un instante le pareció ver un hilillo de humo que se alzaba entre los árboles, se dijo que debían de ser imaginaciones suyas.

Reflexionó ceñuda sobre su marido. Era mucho más sensato que ella, era una tontería que deambulara embobada por toda la casa porque un hombre le había dado unos cuantos besos. Tendría que estar centrada en buscar la forma de encontrar a los asesinos de su familia.

Con decisión renovada, se sentó tras el escritorio como si fuera suyo, y encontró hojas de papel en el cajón inferior y pluma y tintero en el superior.

Le resultó un poco extraño escribir con tinta, era una práctica que los cíngaros no empleaban. Escribió dos copias por si una se perdía, y en el escueto mensaje se limitó a informar a la familia Shuisky sobre su paradero y se refirió a sí misma como una «invitada» de lord Wimberleigh.

Había escrito numerosos mensajes como aquél a lo largo de los años, pero suponía que ninguno de ellos había llegado a Moscovia. En esa ocasión no iba a pasar lo mismo, porque iba a permanecer en un mismo lugar el tiempo suficiente para que la encontraran; además, podía pagar al mensajero una buena cantidad de dinero.

Rezó para que todo saliera bien, y empezó a rebuscar en el escritorio para ver si encontraba cera para sellar las cartas. Al topar con un cajón cerrado con llave, vaciló por un instante. El único impedimento para abrirlo era su propia conciencia, pero no tardó en acallarla. No le debía ninguna lealtad a un noble inglés que ni siquiera podía soportar tocarla.

Después de abrir el cerrojo con facilidad gracias a su habilidad como ratera, abrió el cajón y sólo encontró algunas baratijas… un par de plumillas, unas tijeras… y tres pequeños retratos ovalados. Eran lo que se conocía como miniaturas, se trataba de pequeños dibujos realizados sobre suave cerámica.

Los colocó sobre la mesa con manos temblorosas. Uno era de la primera baronesa, la reconoció gracias al retrato que había visto en la galería superior. Era una mujer de belleza pálida, expresión recatada, facciones aquilinas, y pelo rubio claro.

Los retratos restantes eran de dos niños muy pequeños, de unos cuatro o cinco años. Se parecían mucho, debían de ser hermanos. Tenían labios rojos y carnosos, mejillas sonrosadas, pelo claro, y ojos azules… exactamente iguales a los de Stephen.

Sintió que la recorría un escalofrío al darse cuenta de que se trataba de los hijos de Stephen de Lacey.

Se apresuró a volver a meter las miniaturas en su sitio, y cerró el cajón con llave. Stephen tenía dos hijos… ¿dónde estaban?

Se le formó un nudo en la garganta cuando pensó en la explicación más plausible: quizás habían fallecido, al igual que su madre.

Se apresuró a salir de la habitación de su marido. Primero iría a darle las cartas a Laszlo, que se encargaría de llevarlas a Bristol y de mandarlas en algún barco con rumbo al este, y después iría en busca de Jillie para intentar sacarle información sobre los hijos de Stephen.

No consiguió cumplir ninguno de sus dos objetivos aquel día, porque segundos después de que saliera de los aposentos de Stephen, oyó un gran jaleo procedente de la puerta y se apresuró a asomarse a la ventana.

Su marido había regresado a casa, y llegaba acompañado de unos invitados bastante inusuales.