Capítulo 7
Por muy veloz que cabalgara, Stephen era incapaz de escapar de los demonios que lo atormentaban, pero aun así siguió intentándolo, siguió hostigando a la yegua para que acelerara más y más el paso. No necesitaba espuelas, le bastaba con su voz para hacer que Capria galopara como el viento.
La yegua lo llevó a través de campos abiertos y senderos bordeados de maleza, subió las colinas yermas y volvió a bajarlas, sorteó con enormes saltos riachuelos, setos, y tapias de piedra.
No podía escapar. A pesar del peligro que estaba corriendo al galopar a aquella velocidad, su mente se aferraba a la imagen de Juliana. La veía con total claridad… con el pelo suelto y brillante cayéndole sobre los hombros, con los ojos ardiendo de deseo por él. Aquella mujer quería conocer todos sus secretos, quería robarle el alma.
El corazón le martilleaba en el pecho, porque al fin sabía qué era lo que le daba miedo. Estaba aterrado ante la posibilidad de volver a amar de nuevo.
«No, no, no…».
Hincó los talones en los flancos de la yegua y la condujo hacia un lugar escondido que le recordaba quién era y lo que había hecho, un lugar que le ayudaría a congelar sus emociones y a evitar que lo que sentía por Juliana acabara devorándolo por completo.
Cuando llegó a su destino, estaba jadeando como si hubiera sido él el que acababa de recorrer infinidad de millas al galope, en vez de la yegua.
Después de atar las riendas a la rama de un árbol, se acercó a aquel rincón apartado. Sí, ella estaba allí, esperándolo, como siempre. Inmutable y paciente, a la espera. A veces conseguía mantenerse alejado durante semanas y pasar algunos días sin pensar en ella, pero siempre acababa sucumbiendo al poder que tenía sobre él, a su inagotable paciencia, a sus secretos irresistibles.
Estaba sudoroso y jadeante cuando cayó de rodillas ante ella, como un suplicante rogándole indulgencia a una deidad. Susurró su nombre, y su voz resonó con fuerza en la quietud de aquel rincón umbrío.
- ¡Meg!
Juliana no tuvo más remedio que montar con una albarda, porque los mozos de cuadra se habían escandalizado cuando les había pedido una silla de montar normal. Le parecía un poco tonto tener que montar de lado, pero se lo tomó con resignación. Pasó la pierna por el pomo, se relajó contra el borrén posterior, y chasqueó las riendas de la corpulenta yegua parda.
Piers hizo una reverencia, y le dijo con expresión respetuosa:
- Permitid que os escolte, mi señora.
- No es necesario, gracias.
- No es seguro que salgáis sola, las colinas y los bosques están infestados de maleantes y de cíngaros… -se cubrió la boca con la mano, y se puso rojo como un tomate-. Disculpadme, no era mi intención…
Juliana consiguió esbozar una sonrisa, y le dijo:
- Los insultos apenas duelen cuando nacen de la ignorancia de un hombre -sin más, se alejó al trote.
Stephen no le había dicho a nadie adonde pensaba ir. Los sirvientes decían que casi nunca daba explicaciones, y en todo caso, nadie osaría preguntarle. No le costó seguir su rastro, ya que había llovido de madrugada y las pisadas de su yegua habían quedado marcadas con claridad en la tierra húmeda.
Stephen había cabalgado a toda velocidad y sin un destino concreta durante un buen rato, había saltado por encima de arbustos y cercas y se había adentrado en una arboleda. A pesar de que el rastro era cada vez menos claro, fue siguiéndolo sin problemas. Los cíngaros le habían enseñado a leer las vurma, y su vista aguda encontró la huella de un casco o alguna que otra rama rota.
Al salir de la arboleda, fue a dar a una amplia pendiente que bajaba hasta un riachuelo. Era una zona remota con la que no estaba familiarizada, y estaba plagada de carrizos y nomeolvides.
Lo primero que vio fue la yegua de Stephen atada a un árbol, mordisqueando plácidamente la densa hierba que crecía en aquella zona húmeda, pero cuando desmontó se quedó boquiabierta y las riendas de su montura se le cayeron de las manos. Al ver que la yegua parda aprovechaba para alejarse, intentó detenerla, pero el animal se alejó al trote de vuelta a la cuadra.
Como era obvio que no podía alcanzarla, centró su atención en la construcción de piedra caliza amarilla que había junto al riachuelo. Tenía las mismas líneas verticales tan distintivas de las catedrales de Salisbury y de Westminster pero era bastante pequeña; de hecho, aquella capilla habría cabido en el salón de Lynacre Hall. Quizás era una especie de santuario.
Se acercó con curiosidad. La capilla tenía dos ventanitas, la puerta estaba abierta, y las golondrinas entraban y salían por los aleros. Se detuvo al llegar a la puerta, miró hacia dentro, y vio a Stephen de perfil. Estaba arrodillado con la cabeza gacha, y tenía la frente apoyada en las manos entrelazadas. La luz que entraba por un ventanuco alto y con forma de trébol lo bañaba con un manto dorado.
Un estremecimiento la recorrió de pies a cabeza. No quería importunarlo mientras rezaba, pero al mismo tiempo sentía la necesidad de acercarse a él, de aliviar el dolor y la angustia que lo atormentaban.
- ¿Stephen…? -dijo con voz queda.
Él se levantó de golpe, y se colocó delante de algo o de alguien como si quisiera ocultarlo… o quizás ocultarla.
- ¿No te basta que te haya dado mi apellido, un techo bajo el que cobijarte, comida abundante y ropa nueva? -su voz reflejaba un extraño cansancio.
- No, supongo que no me basta.
Su marido parecía enorme en aquel lugar pequeño y sumido en sombras, pero a pesar de su tamaño, a pesar de la fuerza y el poder que exudaba, parecía vulnerable.
- ¿Por qué? -su voz severa resonó en la capilla-. Por el amor de Dios, Juliana, ¿por qué tienes que entrometerte en mis asuntos? ¿Por qué me haces tantas preguntas?, ¿por qué me sigues?
Ella misma también se había preguntado a menudo por qué sentía aquella curiosidad insaciable por su marido.
- Hay algo en ti que me atrae. Sé que nos casamos por obligación, y que se supone que no debemos interesarnos el uno por el otro, pero no puedo evitarlo. Quiero saberlo todo sobre ti.
- Ni hablar, te aseguro que lo que llegaras a averiguar no te gustaría. Márchate, Juliana -al ver que se mordía el labio, pareció ablandarse un poco y le dijo-: Te he dado todo lo que puedo. Por favor, no me pidas más.
Ella hizo acopio de todo su valor, y le contestó:
- A veces, me he visto obligada a apoderarme de algo sin pedir permiso.
Entró en la capilla antes de que pudiera detenerla, y vio dos efigies… una de una mujer, y la otra de un niño. Las placas de bronce afiligranadas eran exquisitas, y estaban colocadas en las tapas de dos tumbas de piedra. Ladeó la cabeza para verlas mejor, y vio que la mujer era Margaret, la primera esposa de Stephen. El artista había plasmado una belleza Plantagenet de densas pestañas, nariz y pómulos aquilinos, y labios firmes y delgados.
- Creo que ya es hora de que me hables de ella, Stephen -le dijo con voz trémula. «Quiero saber por qué sigues viniendo a este lugar, a pesar de que murió hace siete años…», las palabras resonaron en su mente, pero no se atrevió a darles voz.
Él se aferró a un reclinatorio con tanta fuerza, que los nudillos se le quedaron blancos.
- ¿De qué serviría?
- No lo sé. Siempre estás triste y distante, ¿crees que te dolería aún más hablar de ella?
Él soltó un profundo suspiro, y a Juliana volvió a llamarle la atención lo cansado que parecía; al parecer, el dolor lo había dejado exhausto.
- Se llamaba Margaret -dijo con voz carente de entonación. Fijó la mirada en la ventana, como si pudiera ver algo más que colinas verdes y copas de árboles meciéndose con suavidad bajo la brisa-. Lady Margaret Genet, aunque yo la llamaba Meg. Ella tenía catorce años cuando nos casamos, y yo quince.
Juliana asintió. Su compromiso con Alexei Shuisky se había concertado a las pocas horas de que ella naciera. Margaret había crecido, se había casado, y había tenido hijos incluso antes de llegar a la edad que ella tenía en ese momento. La idea le provocó un escalofrío.
- De modo que vuestros padres concertaron el matrimonio, ¿no?
- Sí, es lo habitual… cuando el propio rey no ordena una unión en concreto.
Juliana hizo caso omiso de la alusión velada a su propio matrimonio, y comentó:
- Pero seguro que la amabas.
- ¿Por qué lo dices?
Pronunció aquellas palabras con tanta furia, que Juliana retrocedió por miedo a que la golpeara. Tenía un aspecto imponente y amenazador con los pantalones ajustados de cuero y la camisa blanca que llevaba, con su pelo dorado cayéndole sobre los hombros, con las manos apretando el reclinatorio con tanta fuerza, que la madera parecía a punto de romperse.
Consciente de que quería asustarla con aquella actitud de violencia contenida, hizo acopio de valor y le preguntó:
- ¿Y bien?
- ¿Y bien qué?
- ¿Estabas muy enamorado de ella?
Él soltó el reclinatorio con una lentitud deliberada, y se llevó las manos a las caderas.
- ¿Qué más da eso ahora?
Como parecía tan decidido a no contestar, Juliana decidió dejar a un lado el tema. Rozó con la punta de los dedos la placa más pequeña, y le preguntó con voz suave:
- ¿Cuál de tus hijos descansa en esta tumba?
Stephen la agarró de los hombros con fuerza, y la miró con una furia ardiente muy distinta a su frialdad habitual.
- ¡Eres una bruja! Por Dios, ¿qué clase de criatura infame eres?
Juliana se dio cuenta de que debajo de toda aquella furia había un terror visceral; por alguna razón que ni ella misma alcanzaba a entender, se sentía completamente a salvo junto a él, aunque estuviera fulminándola con la mirada.
- Perdona si te he ofendido, no sabía… -tragó con dificultad, y se preguntó por qué se había enfurecido tanto con ella. Era como si alguien acabara de quemarle con un hierro al rojo vivo-. ¿Es tan horrible que te pregunte por tus hijos?, sólo me preguntaba cuál de ellos…
- Sólo tuve uno -le dijo entre dientes. Dio la impresión de que necesitaba toda su fuerza de voluntad para obligarse a abrir los dedos y soltarla.
Juliana estaba desconcertada. Sabía que Stephen había tenido dos hijos, porque había visto con sus propios ojos las miniaturas… la de Margaret, y las de dos niños. A lo mejor se trataba del mismo pequeño a distintas edades, o de algún pariente. Quizás era un sobrino o un primo.
- Lo siento, di por supuesto que… que habías tenido dos.
- ¿Por qué?
Sabía que tenía que contestar con cuidado. Si Stephen llegaba a creer de verdad que era una bruja, podría hacer que la ahogaran o que la quemaran en la hoguera.
- Por cosas que le he oído decir a la gente en la casa.
- ¿Qué tipo de cosas?
- Supongo que las malinterpreté, ya sabes que el inglés no es mi lengua nativa.
Él la miró ceñudo durante unos segundos, y al final hizo un esfuerzo visible por relajarse.
- Ésta es la efigie de Richard -le dijo con voz ronca-. Le llamábamos Dickon. Murió dos meses antes que su madre, a los seis años. Le amaba con todo mi corazón. Recé y luché con todas mis fuerzas, pero fue debilitándose poco a poco. Murió en mis brazos.
Juliana no pudo contenerse, y lo tomó de la mano. Al ver que él no se resistía, la alzó hasta sus labios y le dio un beso en la palma. Él la contempló estupefacto, y al cabo de unos segundos apartó la mano con suavidad.
- No sabes cuánto lo lamento, Stephen. No puedo ni imaginar lo que se siente al perder un hijo.
- Tiñe hasta el último de mis pensamientos, todo lo que siento, cada bocanada de aire que inhalo. La felicidad ha dejado de existir para mí -tenía los puños apretados, y sus ojos reflejaban la angustia que lo desgarraba por dentro.
Juliana tuvo ganas de decirle que se equivocaba, pero sabía que sólo alguien que había tenido un hijo podría entender su dolor.
- ¿Cómo murió tu esposa?
- Al dar a luz.
Juliana se tensó de inmediato, ya que aquello confirmaba que había habido un segundo hijo.
- ¿El bebé era una niña?
- El bebé está muerto -de todo lo que le había dicho hasta ese momento, aquello fue lo más escalofriante, lo más inapelable-. Y ahora será mejor que te marches, mi querida baronesa -añadió, con su sarcasmo habitual. Posó una mano en su espalda, y la condujo hacia fuera.
La luz del sol quedaba un poco difuminada por las neblinas vespertinas, y estaba teñida por el verde de las hojas de los árboles.
Juliana se giró, pero él estaba más cerca de lo que pensaba y sus cuerpos quedaron a escasos milímetros de distancia. Se puso un poco nerviosa, y como no supo qué hacer con las manos, optó por cruzarse de brazos.
- Sé que se supone que no debemos sentir ningún aprecio el uno por el otro, pero no siempre hago lo que debo.
- ¿Qué quieres decir?
- Que empiezo a sentir aprecio por ti.
- Pues es una verdadera lástima, Juliana.
Ella le acarició la mejilla, y le dijo con suavidad:
- No me tengas lástima a mí, sino a ti, por ser incapaz de aceptar mi amistad.
Se quedaron inmóviles, como figuras en el friso de un artista, capturados en la luz de la tarde. Juliana sintió que todos sus sentidos se agudizaban mientras lo miraba a los ojos. Oyó el zumbido de las abejas que volaban entre los cardos, olió el aroma de las vellosillas y los tréboles, y sintió la cálida caricia de la brisa en el rostro. Era como si estuvieran solos en el centro del mundo, como si la belleza del prado existiera sólo para los dos.
Le gustaba estar a solas con aquel hombre, cerca de él. A pesar de que a menudo la miraba iracundo y la trataba con frialdad, seguía siendo el hombre que había ayudado a una viuda, que le había dado de comer a un vagabundo, que aconsejaba a Kit cuando éste le pedía su opinión.
Tuvo la impresión de que el mundo se inclinaba, y se dio cuenta de que se debía a que él se había acercado un poco más. A pesar de la expresión adusta que le ensombrecía el rostro, la tomó con suavidad de la cintura. Movió los pulgares hacia arriba hasta que quedaron peligrosamente cerca de sus senos, pero sin llegar a tocarlos.
- La lástima no tiene nada que ver con lo que siento por ti, Juliana.
Sus tiernas caricias despertaron un anhelo profundo y abrumador en el interior de Juliana. Quería estar más cerca de él, mucho más. Le rodeó el cuello con los brazos y se puso de puntillas, pero aun así no llegaba a sus labios. Él bajó la cabeza hasta que sus bocas se encontraron.
Su propia reacción la tomó por sorpresa, no estaba preparada para sentir la suavidad de los labios de su marido, su fascinante sabor, el tacto de su pelo sedoso, ni la calidez y la solidez de su espalda.
Había visto cómo asesinaban a su familia, había atravesado un continente y había pasado cinco años con los cíngaros, pero a pesar de que tenía un corazón resistente, aquel beso la sobresaltó y la volvió maleable y flexible, como un sauce meciéndose bajo la caricia del viento.
Quería que aquella conexión, aquel momento en que ya no había barreras ni defensas, durara para siempre. La forma en que la abrazaba y la besaba rebosaba honestidad, una honestidad que brillaba por su ausencia cuando la ignoraba o la trataba con sarcasmo.
Soltó un gemido de protesta cuando él se apartó un poco, porque no quería que se detuviera.
- Esto es una insensatez -parecía aturdido, como si alguien le hubiera tirado de un caballo al galope.
- No conozco esa palabra… «insensatez».
Cuando él la miró con ojos sonrientes y la comisura de su boca se curvó ligeramente hacia arriba, Juliana pensó que estaba más atractivo que nunca.
- Claro que la conoces, cíngara mía -le apartó un mechón de pelo de la mejilla, y se inclinó para mordisquearle el pulso que le latía en el cuello-. Te aseguro que sí.
La suave caricia de su lengua y el roce de sus dientes la dejaron sin aliento, pero consiguió decir con voz ronca:
- Entonces, ¿no es malo cometer una… insensatez?
Él se echó a reír y fue bajando los labios hacia la parte superior de sus senos, que se alzaban por encima del ajustado corsé. Después de saborearlos durante unos segundos, se enderezó y la tomó de la mano.
- Vámonos, Juliana. Éste es un lugar de muerte y recuerdos, y no es adecuado para encuentros amorosos -miró hacia su yegua, que seguía atada al árbol y mordisqueando hierba, y comentó-: Tu montura no está.
- Se ha marchado antes de que pudiera sujetarla.
- Encontrará el camino de regreso a casa, sabe que allí le darán avena con miel.
- ¿Y cómo voy a regresar yo?
- Dos pueden cabalgar juntos, baronesa -la tomó de la mano, y la condujo hacia la yegua-. ¿No lo sabías?
Juliana supo de forma instintiva que sus palabras guardaban un significado oculto, pero no alcanzó a entenderlo. Cuando montó a horcajadas con total naturalidad, la falda y las enaguas que llevaba, y que el padre de Jillie le había teñido de rojo, se levantaron un poco y revelaron sus piernas enfundadas en unas medias de seda.
Stephen montó tras ella, agarró las riendas con una mano, y le rodeó la cintura con el otro brazo. Mientras emprendían el camino de regreso, Juliana notó que su mano empezaba a ascender hasta rozarle la parte inferior de los senos, y que después iba bajando por un muslo. Creyó que enloquecía de deseo cuando él deslizó los dedos por debajo de la falda, y alcanzó a susurrar:
- ¿Qué estás haciendo?
- Asegurándome de que no pierdas interés en el camino de vuelta. ¿Quieres que pare?
Si le hubieran quedado fuerzas, Juliana se habría echado a reír al oír aquella pregunta tan absurda. ¿Que si quería que parara?, sería como intentar apagar un incendio forestal con un dedal de agua.
- No, no pares -echó la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en su pecho, y él empezó a besarle y a mordisquearle el cuello mientras su mano le acariciaba los senos.
Al sentir una súbita sensación de frescor, se dio cuenta de que él había conseguido liberarle los pechos de la opresión del rígido corsé, y soltó un gemido de placer mientras él jugueteaba con los pezones. Se sentía indefensa, vulnerable, atrapada en el cerco de sus muslos y sus brazos musculosos.
Tuvo ganas de echarse a llorar de frustración al notar que dejaba de acariciarla, pero él se limitó a darle las riendas para tener las dos manos libres. Con una delicadeza sorprendente, le alzó las faldas y acarició la seda húmeda de su ropa interior, justo en el punto más vulnerable. Se sintió atrevida y libre con la piel desnuda mientras los dedos de su marido la acariciaban sin parar, mientras su boca seguía besándole el cuello.
A través de una neblina de placer, vio cómo aparecía entre los árboles una senda umbría, que un poco más adelante se unía al camino principal que conducía a la casa.
Al oír que Stephen jadeaba como si estuviera dolorido, quiso decirle algo para intentar aliviar su incomodidad, pero estaba tan inmersa en la magia de sus caricias, que fue incapaz de articular palabra.
- ¡Por los clavos de Cristo!
Juliana soltó un jadeo ahogado, abrió los ojos, y vio lo que había causado la exclamación de su marido.
- Es Havelock -masculló él en voz baja.
Mientras Algernon Basset, conde de Havelock, se les acercaba al galope, Stephen se apresuró a ponerle bien el corsé y a bajarle las faldas.
Ella se volvió a mirarle, y le preguntó:
- ¿Qué querrá? Espero que no se haya dado cuenta de… de lo que estábamos haciendo.
Él se quedó mirándola en silencio, como si estuviera debatiéndose entre el horror y la diversión, y al final le dijo:
- Un hombre tendría que estar ciego para confundir la expresión de tu rostro. Si pareces una moza bien saciada después de unas cuantas caricias, me pregunto qué aspecto tendrás después de que te lleve a las alturas.
- ¿No es lo que acabas de hacer?
- Ni de lejos, baronesa. Ni de lejos.
Stephen estaba consternado, no entendía cómo era posible que hubiera perdido el control por completo.
Juliana soltó un suspiro trémulo mientras acababa de colocarse bien la ropa, y se movió ligeramente contra él. Estaba tan excitado, que creyó que iba a reventar la bragueta. Con un esfuerzo titánico, consiguió alzar la barrera invisible que siempre interponía entre los dos. Llevaba años ocultando sus emociones tras un escudo impenetrable, pero Juliana se las había ingeniado para abrir una brecha en él con sus miradas llenas de dulzura y unos cuantos susurros.
Apretó los dientes para contener una imprecación. Cuando desmontó y alzó las manos hasta su cintura para ayudarla a bajar, intentó no notar el roce sensual de su cuerpo contra el suyo, intentó no sentir un profundo vacío cuando se apartó de ella para esperar a Havelock. Se dijo que era un necio. Aquello no era un juego, y Juliana no era un juguete.
Ella pareció notar su retraimiento, porque susurró con voz vacilante:
- ¿Stephen…?
Maldición, ¿por qué tenía que parecer como… como una recién casada que acababa de levantarse del lecho conyugal?
- ¿Qué pasa? -le preguntó con impaciencia.
Ella lo miró ceñuda, y comentó:
- Tus cambios de humor me desconciertan. Primero me abrazas como si fuera la única mujer del mundo, y después te comportas como un desconocido.
Stephen la contempló en silencio durante unos segundos, y entonces se obligó a decir:
- Lo que ha pasado no ha sido nada más que pasión animal, se te da muy bien inspirar ese tipo de reacción.
Al ver su expresión dolida, tuvo ganas de acariciarle la mejilla, de admitir que no lo había dicho en serio, pero que lo que sentía por ella era demasiado peligroso.
Juliana consiguió recuperar la compostura, y cuando el conde de Havelock detuvo su sudoroso caballo junto a ellos, lo saludó con amabilidad.
Por una vez en su vida, Algemon Basset se quedó sin palabras. Miró boquiabierto a Juliana, y sus rizos dorados se balancearon ligeramente cuando se inclinó desde su montura para verla mejor. Si Stephen no hubiera estado tan afectado por la pasión prohibida que acababa de vivir con su esposa, se habría echado a reír al ver su expresión atónita.
- ¿Se te ha comido la lengua el gato, Algernon? -le preguntó con ironía.
- Me alegro de volver a veros, milord. Bienvenido -le dijo Juliana, con un acento tan incitante como las especias de Bizancio, mientras le ofrecía la mano.
- El honor es mío, mi señora.
Stephen le entregó las riendas a uno de los mozos de cuadra que se habían apresurado a salir a su encuentro. El segundo estaba esperando a que Algernon le entregara las suyas, pero el conde negó con la cabeza y comentó:
- No puedo quedarme -recorrió a Juliana con una mirada hambrienta, y añadió-: Por mucho que lo lamente, debo regresar de inmediato. He venido a entregar un mensaje.
Stephen lo miró con recelo, y le preguntó:
- ¿No tienes mensajeros para esos menesteres, Algernon?
- Sí, pero esto es demasiado delicioso… incluso mejor de lo que esperaba -comentó, mientras devoraba a Juliana con la mirada.
Stephen se limitó a esperar. Algernon era muy dado a hacer pausas teatrales, pero sabía cuándo estaba a punto de acabar con la paciencia de sus interlocutores.
- Mi querido lord Wimberleigh, supongo que querrás engalanar tu salón y sacrificar a uno o dos cerdos. El rey viene a cazar a los bosques de Lynacre.
Stephen soltó el aire de los pulmones como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago. El rey… a cazar… los bosques de Lynacre… rezó para haberlo oído mal.
- ¿No te sientes honrado? -le preguntó Juliana, con los ojos brillantes de entusiasmo-. Una visita real es un gran acontecimiento.
Algernon alzó los talones para espolear a su caballo, y comentó con ojos risueños:
- Espero que hagáis algo con el campamento cíngaro. Por cierto, Stephen…
- ¿Qué?
Algernon recorrió a Juliana con la mirada una última vez, y comentó:
- Pon a buen recaudo tus objetos valiosos.