Prólogo

Diciembre de 1533

Juliana estaba convencida de que la cíngara ocultaba algo. El establo estaba medio en penumbra, ya que sólo contaba con la luz tenue de la mecha que ardía en un cuerno lleno de aceite, pero alcanzaba a ver la mirada esquiva de Zara y el nerviosismo con el que escondía sus manos voluminosas entre los pliegues de su ajada falda.

- Venga, Zara, me prometiste que me leerías mi futuro.

Zara se llevó la mano al cuello, y empezó a juguetear con el collar de monedas que llevaba puesto.

- Ya es tarde, deberías regresar a la casa. Si tu madre se enterara de que te has escabullido para tratar con cíngaros, te daría una paliza y nos echaría a la calle para que nos heláramos en la nieve.

Juliana trazó con los dedos los granates que abotonaban su abrigo, y comentó:

- No se enterará, nunca viene al cuarto de los niños de noche; además, no tendría que seguir durmiendo con mis hermanos, soy demasiado mayor para las bromitas tontas de Misha y los miedos nocturnos de Boris.

Zara posó una mano en su mejilla con una ternura que Juliana jamás había recibido de su madre. Era una mano grande, pesada, y olía ligeramente a grasa de oveja.

- No eres tan mayor, tienes catorce años.

Juliana la miró a través del aire polvoriento del establo, que estaba empañado por el aliento de los caballos. El olor dulzón y penetrante del heno y de los animales la envolvía, y aislaba el pequeño recinto del frío del exterior.

- Tengo edad suficiente para estar prometida -apoyó las manos en las rodillas, que estaban cubiertas por el abrigo de marta cibelina-. ¿Por eso no quieres leerme la buenaventura? Alexei Shuisky… ¿es un hombre del que podría llegar a enamorarme?

Alexei era un desconocido de cabello oscuro y piel clara que había llegado el día anterior para concretar con el padre de Juliana los detalles del compromiso matrimonial. Ella sólo había coincidido con él en una ocasión, porque la casa era muy grande y, al igual que todos los demás, parecía creer que aún era una cría que debía quedarse en el cuarto de los niños.

- ¿Me pegará cuando estemos casados?, ¿se casará con otra mujer y me mandará a un convento? Eso fue lo que hizo el Gran Príncipe Basilio, a lo mejor es lo que está de moda.

Zara esbozó una sonrisa, pero sus ojos oscuros reflejaban inquietud. Tenía la boca mellada, ya que había sacrificado un diente por cada hijo que había dado a luz. Había tenido siete, y en ese momento estaban durmiendo en uno de los cubículos sobre el heno y varias mantas. Su esposo, Chavula, y su tío Laszlo habían salido a comprobar las trampas para conejos que habían colocado.

Juliana se sentía reconfortada, protegida. Era poco habitual que un grupo de cíngaros viajara tan hacia el norte, pero en invierno siempre se dirigían hacia allí. La ciudad de Nóvgorod estaba situada en una zona boscosa al noroeste de Moscú, y Gregor Romanov, el padre de Juliana, dejaba que la pequeña tribu se cobijara en su extensa finca durante aquellos fríos meses.

Era un privilegio que no se había otorgado a la ligera. Cuando tenía tres años, Juliana se había perdido en el denso bosque, y su padre había organizado una búsqueda frenética. Las esperanzas habían ido menguando conforme había ido oscureciendo, pero entonces había aparecido un desconocido que, a juzgar por sus pantalones de colores alegres y su blusa recargada, procedía de los Cárpatos. El hombre se había agenciado tres de los galgos de la perrera de Gregor, y después de buscarla incansable, había acabado encontrándola llorosa y acurrucada junto a un riachuelo helado.

Juliana recordaba muy poco de aquel incidente, pero jamás olvidaría los ladridos frenéticos de los perros, el rostro maravillosamente fiero de Laszlo, ni la fuerza de aquellos brazos que la habían levantado del suelo y la habían llevado a casa.

Desde aquel día, se había sentido atraída por aquella gente misteriosa y nómada. Tenía sangre real en las venas y la habían preparado desde la cuna para llegar a ser la esposa de algún poderoso boyardo, así que no tendría que prestar la más mínima atención a los cíngaros, y mucho menos relacionarse con ellos; sin embargo, el hecho de que le estuviera prohibido sólo incrementaba el entusiasmo que sentía por aquellos encuentros secretos.

- Vamos, Zara, dímelo. ¿Has tenido alguna visión sobre Alexei?

- Ya sabes que mis visiones no son ni tan claras ni tan obvias.

- Entonces, ¿qué has visto? -arrancó uno de los botones de plata de la capucha, y le dijo con impaciencia-: Ten, debe de valer cien kopeks por lo menos -al ver que Zara agarraba el botón, sonrió y le dijo con picardía-: Vaya, ¿ahora ya puedes ver con más claridad?

- Los gaje sois unos inocentones -le dijo Zara con afecto, mientras se metía el botón en el corpiño.

Juliana se echó a reír; para ella, aquel botón tenía tanto valor como una astilla. Aceptaba la fortuna de su familia con tanta naturalidad como las largas ausencias de su padre, que solía marcharse a menudo para cumplir los mandatos de Basilio III, el gran príncipe de la vecina ciudad-estado de Moscú.

Se puso seria al recordar que Basilio había muerto varias semanas atrás. Su hijo Iván, que sólo tenía tres años, había heredado el trono, y el consejo de boyardos estaba inmerso en un sinfín de virulentas disputas.

En los últimos tiempos, su padre se pasaba el día encerrado en su despacho, escribiendo frenéticas misivas dirigidas a aliados de otras ciudades. Estaba preocupado por los nobles sin escrúpulos que habían empezado a reclamar el derecho a gobernar tras la muerte del príncipe.

Se obligó a dejar de pensar en la mirada de preocupación que había visto en los ojos de su padre, en su expresión tensa, y alargó la mano con la palma hacia arriba.

- No me ocultes nada. Puede que lo de «una vida larga y llena de felicidad» satisfaga a los gaje supersticiosos, pero yo quiero la verdad.

Zara le agarró la mano con reticencia, y la volvió hacia la luz parpadeante del candil.

- A veces, es mejor no saber ciertas cosas.

- No tengo miedo.

Los ojos de Zara se encontraron con los de Juliana, negro contra verde esmeralda.

- Es bueno no tener miedo, Juliana -trazó con una uña sucia una línea sinuosa y continua que se extendía por la palma de la joven, y entonces fijó la mirada en el enorme broche que Juliana llevaba prendido en el hombro.

La débil llama del candil encendía y daba vida al rubí, que parecía insondable engarzado en una base cruciforme de oro y perlas.

Los ojos de Zara se empañaron, y la mejilla en la que tenía una marca fascinante en forma de estrella pareció hundirse un poco. A pesar de que no se movió, dio la impresión de que se alejaba y se internaba en un reino secreto de intuición e imaginación.

- Veo a tres mujeres fuertes, tres vidas entrelazadas -lo dijo con voz pausada, y su acento romaní se acentuó aún más.

Juliana frunció el ceño. ¿Tres mujeres? Era la única hija de su padre, pero tenía incontables primas Romanov en Moscú.

- Sus destinos están lanzados como semillas a los cuatro vientos -añadió Zara, sin apartar la mirada de la joya, mientras sus dedos recorrían la palma de Juliana. Al rozar una delicada línea curva, dijo-: La primera viajará lejos -su dedo siguió avanzando hasta encontrar una línea quebrada-. La segunda apagará las llamas del odio -su dedo retrocedió, y encontró el punto donde convergían las tres líneas principales-. La tercera curará viejas heridas.

Juliana sintió que un escalofrío le recorría la espalda, y tuvo que aguantar las ganas de apartar la mano. En el exterior, el viento soplaba entre los árboles, y su voz sonaba quejumbrosa en un mundo de hielo y oscuridad.

- ¿Cómo es posible que veas los destinos de otras dos mujeres en la palma de mi mano?

- Shhh… -Zara le agarró la mano con más firmeza, cerró los ojos, y empezó a balancearse como al ritmo de una melodía que sólo podía oír ella-. El destino cae como una piedra en aguas mansas. Los círculos se expanden y alcanzan otras vidas, cruzan límites invisibles.

En la distancia, los perros sumaron sus voces al aullido del viento. Zara se estremeció, y añadió:

- Veo sangre y fuego, pérdida y reencuentro, y un amor tan enorme, que no puede ser destruido ni por el tiempo ni por la muerte.

Aquellas palabras parecieron quedar suspendidas como motas de polvo en el aire, y Juliana permaneció inmóvil en la penumbra. Era consciente de que Zara era una embaucadora que tenía tantos poderes de adivinación como el pony preferido de su hermano, pero algo en su interior se movió y se encendió, como unas brasas avivadas por el hálito del viento. De forma instintiva supo que en las palabras de Zara había una magia real, y a pesar de que no eran más que profecías vagas, le quedaron grabadas en el corazón.

«Un amor tan enorme…» ¿era eso lo que iba a tener con Alexei? Sólo le había visto una vez. Era atractivo, joven, ambicioso, y parecía bastante afable, pero no sabía si podría llegar a enamorarse de él.

Las preguntas se le agolparon en la garganta, pero antes de que pudiera articular palabra, oyó que un búho ululaba con suavidad desde las tablas del techo.

- ¡Bengui! -Zara le soltó la mano, y sus ojos reflejaron un miedo descarnado.

- ¿Qué pasa? Zara, ¿qué estás ocultándome?

La cíngara formó con los dedos un símbolo para mantener alejado al demonio, y dijo con voz temblorosa:

- El búho canta a Bengui… al demonio. Es un presagio claro de…

- ¿De qué? -Juliana oyó el sonido de caballos galopando en la distancia… aunque más que oírlos, sintió el golpeteo rítmico de los cascos en la boca del estómago-. No es más que un búho, Zara. ¿Qué crees que presagia?

- Muerte -Zara se levantó de inmediato, y fue corriendo al cubículo donde dormían sus hijos.

Juliana se estremeció, y le dijo:

- Eso es rid…

La puerta del establo se abrió de golpe y Laszlo entró junto a la ventisca de nieve, iluminado desde atrás por la gélida luz de la luna. Tras él entró Chavula, el marido de Zara. Los dos parecían aterrados.

Chavula empezó a hablar a toda velocidad en romaní, pero empalideció al ver a Juliana y dijo en ruso:

- ¡Dios…! ¡No dejes que lo vea!

- ¿Qué pasa, Chavula? -le preguntó la joven. Su aprensión iba en aumento, y echó a andar a toda prisa hacia la puerta.

Él le cerró el paso, y le dijo con firmeza:

- No salgas.

Juliana sintió que una oleada de furia se sumaba al miedo que sentía, y le dijo:

- No tienes derecho a darme órdenes. Apártate.

Al ver que él vacilaba, aprovechó para salir del establo.

Su abrigo empezó a ondear bajo la fuerza de la ventisca, los copos de nieve le azotaron el rostro, y tuvo que entornar los ojos cuando miró hacia su casa a través de la tormenta.

Empezó a gritar al ver el sobrecogedor resplandor rojizo que iluminaba la mansión… se había declarado un incendio. Su familia y los criados corrían peligro, y sus adorados perros estaban atrapados en las perreras adyacentes a la cocina.

Al oír que Laszlo le gritaba algo a Chavula, se alzó un poco la falda y echó a correr hacia la casa. Notó que Laszlo la agarraba de la manga, pero se zafó de él de un tirón.

Corrió como si tuviera pies alados, avanzó por encima de la nieve sin hundirse mientras veía las llamas que salían de las ventanas y oía los ladridos de un perro y el relincho de algún caballo.

Pero todos los caballos estaban en el establo… la idea se deslizó por su mente abotargada por el pánico, y desapareció como agua a través de un sumidero.

Mientras cruzaba el amplio terreno salpicado de cenadores y arbustos cubiertos de nieve, oyó una respiración jadeante a su espalda.

- Juliana, por favor, detente. Te lo suplico.

- ¡No, Laszlo! -le gritó por encima del hombro-, mi familia… -papá, mamá, los niños y su niñera, Alexei… su ansiedad se acrecentó, y aceleró aún más el paso.

Laszlo la agarró por la capucha del abrigo y tiró de ella. Juliana soltó una exclamación ahogada al caer al suelo bajo una morera, y quedó medio enterrada por el aluvión de nieve que cayó de la planta.

Abrió la boca para gritar, pero Laszlo se la cubrió con una mano enfundada en un guante maloliente de cuero, y sólo alcanzó a soltar un pequeño resoplido lleno de furia.

Él la apresó contra el suelo con su propio cuerpo, y le susurró al oído:

- Lo siento, pequeña gaja, pero tenía que detenerte. No sabes lo que está pasando.

Ella le apartó la mano de un tirón, y le dijo:

- Tengo que ir a ver… -enmudeció al oír una serie de estallidos.

- ¡Disparos! -Laszlo la arrastró hasta que quedaron más ocultos bajo la morera cubierta de nieve, y apartó las ramas bajas con manos temblorosas para poder ver la fachada de la casa.

Juliana se quedó sin palabras, y permaneció inmóvil como una estatua dorada. El viento invernal había avivado las llamas, que parecían lenguas gigantescas que rugían desde las ventanas y proyectaban en el suelo sombras rojas como la sangre.

Un grupo de jinetes se detuvo delante de la casa. Sus caballos se movían inquietos, sus hocicos dilatados desprendían vaho y la nieve salía disparada bajo sus pezuñas.

A los pies de la escalinata de piedra yacía una figura oscura.

- ¡Gregor!

Era la voz de su madre, que reflejaba una agonía que Juliana no había oído en su vida. Natalya Romanov se lanzó sobre la figura inmóvil que permanecía tirada en el suelo, y mientras gritaba y sollozaba llena de angustia, un hombre de hombros anchos ataviado con un sombrero de piel y botas negras se le acercó. Su espada curva relampagueó bajo la luz de las llamas, y los gritos de Natalya Romanov enmudecieron de golpe.

- ¡Mamá! -Juliana intentó salir de debajo del arbusto, pero Laszlo siguió sujetándola.

- Quédate quieta, no puedes hacer nada -le dijo él al oído.

Nada, nada más que ver cómo masacraban a su familia. Al ver a Alexei, sintió un atisbo de esperanza y creyó que quizás él pudiera salvar a sus hermanos, pero su prometido desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido, rodeado por atacantes y llamas descontroladas.

Para Juliana fue una tortura permanecer allí, impotente, como sumida en una pesadilla horrible. Los asesinos habían atacado con una rapidez fulminante, y no se trataba de bandidos, sino de soldados que sin duda estaban a las órdenes de alguno de los numerosos rivales de su padre. Quizá se trataba de Fyodor Glinsky, que vivía al otro lado del río y la semana anterior había tildado a su padre de traidor.

- Tápate los ojos, pequeña -le pidió Laszlo.

Juliana sofocó con sus manos heladas los sollozos que la sacudían, pero se negó a apartar la mirada. Ya era demasiado tarde para salvar a sus seres queridos, porque los soldados actuaron con premura. Sus sombras se extendían como demonios sobre la nieve coloreada por el brillo de las llamas. En segundos vio cómo le cortaban el cuello a Mikhail, vio al pequeño Boris volar hacia atrás cuando un hombre le disparó desde corta distancia. Sacaron a los criados como si fueran reses y los acuchillaron. Los perros habían escapado de su recinto, y murieron también al intentar atacar a los invasores.

El mundo resplandeciente de Juliana, que hasta entonces había sido opulento y prometedor, se derrumbó como un castillo de naipes.

Abrió la boca en un grito silencioso, y cerró los dedos en un gesto convulsivo alrededor de su broche cruciforme. Se lo había regalado su padre y contenía oculta una pequeña daga, pero el arma era inútil contra las espadas, los sables y los rifles de los soldados.

El crepitar de las llamas quebraba el silencio de la noche. Al oír el ladrido de un perro, entornó los ojos y vio a dos hombres luchando. Al darse cuenta de que uno de ellos era Alexei, cerró los ojos y rezó por él.

Al oír otro ladrido, abrió los ojos a tiempo de ver que uno de los perros emergía de entre las sombras y mordía una pierna cubierta por una bota.

- ¡Maldito seas! -masculló una voz ahogada.

Cuando el hombre cayó al suelo, Juliana alcanzó a ver la silueta de la mejilla y una espesa barba. Sintió una punzada de familiaridad, pero la sensación se desvaneció en medio del horror dantesco de sangre y llamas.

El hombre atacó al perro con su espada. Alcanzó a darle en el lomo, y el animal se alejó aullando hasta perderse en la noche.

En medio de la conmoción, como a través de una neblina, Juliana alcanzó a oír las voces de los soldados.

- ¿… encontrado a la chica?

- Aún no.

- Maldita sea, busca mejor. No podemos dejar vivo a ningún hijo de Gregor Romanov.

- Estoy aquí -intentó gritar, pero su voz fue un susurro ronco-. Sí, estoy aquí… ¡venid a por mí!

- ¡Insensata! -Laszlo volvió a taparle la boca con la mano-. ¿De qué te serviría que estos boyardos te mataran a ti también?

Juliana lo entendió todo de golpe. Boyardos… nobles celosos y sedientos de poder. Habían asesinado a su padre, a su familia, a su prometido.

Recordó las discusiones en voz baja de sus padres. A pesar de las objeciones llenas de miedo de su madre, su padre había ayudado al gran príncipe a redactar en su lecho de muerte un nuevo testamento en el que recortaba de forma drástica el poder de los boyardos; al parecer, los temores de su madre estaban más que fundados, ya que acababa de demostrarse que los nobles estaban dispuestos a asesinar a niños y a mujeres con tal de hacerse con el control del reino.

- ¡Buscad fuera de la casa! -ordenó uno de los soldados.

Juliana miró a Laszlo con ojos llenos de angustia, y le suplicó en voz baja:

- Ayúdame.

- Tenemos que darnos prisa -la sacó de debajo del arbusto, y la agarró de la mano-. Agáchate un poco, y camina entre las sombras.

Mientras avanzaban, Juliana sintió que le cosquilleaba el cuello. Tenía la impresión de que de un momento a otro sentiría la mordedura de una espada afilada.

Al llegar al establo, entraron con sigilo. La luz de la luna entraba por las ranuras que quedaban entre las tablas. Zara y Chavula se habían ido con sus hijos, pero en el ambiente aún se notaba ligeramente el olor del aceite del candil.

Los dos caballos más veloces de Gregor estaban atados a un poste fuera de sus cubículos. Los habían ensillado, y esperaban con la cabeza gacha y resoplando suavemente. Eran dos animales criados para la velocidad y el aguante en las extensas estepas.

- Vamos, monta -Laszlo entrelazó las manos, y ella las usó a modo de escalón.

Juliana miró hacia la puerta abierta al oír una explosión, y vio que parte del tejado del palacio se había desplomado. Una nube de chispas se alzó hacia el cielo, y las llamas avivadas perfilaron la silueta de tres figuras que corrían hacia el establo.

- Iremos a través de los pastos -le dijo Laszlo, mientras abría la puerta trasera.

Juliana se inclinó hacia el cuello de su montura, y chasqueó las riendas. Estaba aturdida, su mente era incapaz de procesar la agonía que sentía.

Los dos jinetes se internaron en la oscuridad invernal, y se dirigieron hacia el río Volkhov. Bordearon las murallas del kremlin de Nóvgorod, y las torres iluminadas por la luz de las antorchas quedaron atrás en un relampagueo.

El adormilado vigilante del puente de madera de Veliky se sobresaltó al oír el estruendo de los cascos de los caballos, pero para cuando estuvo lo bastante despejado como para pensar en exigir que le pagaran, Juliana y Laszlo ya habían cruzado.

Galoparon a través del pequeño barrio de comerciantes de la ciudad. Varios perros se pusieron a ladrar y alguien gritó, pero siguieron a toda velocidad y sólo aminoraron la marcha cuando llegaron a un camino cubierto de nieve y flanqueado a ambos lados por el bosque.

- Nos sigue alguien -dijo Laszlo.

Juliana miró por encima del hombro, y vio una sombra que se acercaba. Cuando Laszlo se sacó una daga de la manga, exclamó:

- ¡No! -desmontó del caballo en un revuelo de faldas y abrigo, y le dijo-: Es Pavlo.

En cuestión de segundos, tuvo al corpulento borzoi en sus brazos. Era su perro preferido, sólo tenía un año y siempre había estado a su cargo. No le sorprendió que los hubiera alcanzado, porque los borzoi se criaban para correr a toda velocidad, incansables, durante millas, para agotar a un lobo y que los cazadores pudieran atraparlo.

Pavlo… -hundió el rostro en el pelaje del cuello del animal, y notó el olor a sangre-. Está herido, Laszlo -recordó una imagen de la pesadilla… un perro atacando, la hoja de una espada, una maldición ahogada seguida del gemido de un animal.

Laszlo estaba agachado en el camino, examinando algo.

- Ha dejado un reguero de sangre, gaja. Lo siento, pero tenemos que dejarlo aquí.

Juliana le apartó de golpe la daga, y le dijo:

- Ni te atrevas -se sorprendió al oír la dureza de su propia voz. Era la voz de una desconocida, de una mujer que había dejado la niñez atrás al ver el infierno-. Por el amor de Dios, Laszlo, es lo único que me queda.

Después de mascullar algo en romaní, el cíngaro vendó el lomo del animal con un jirón de tela, y poco después retomaron la marcha.

Laszlo impuso un paso constante, y cuando la luz plateada del amanecer empezó a asomar en el horizonte nevado, Juliana hizo la pregunta obvia:

- ¿Adonde vamos?

Tras vacilar por un instante, él miró hacia el oeste y le dijo:

- A un sitio del que he oído hablar en las canciones de mi gente, un lugar llamado Inglaterra.

Inglaterra. Era una noción vaga en la mente de Juliana, unas cuantas palabras en las páginas de un libro que había leído, una tierra neblinosa y oscura plagada de bárbaros. Su tutor, un verdadero erudito, le había enseñado el idioma para que pudiera leer por sí misma poemas de aventuras y de virtud triunfal.

- ¿Por qué quieres ir tan lejos? Tendría que ir a Moscú, para contarles a los padres de Alexei lo que le ha pasado a su hijo.

- No, es demasiado peligroso -la voz de Laszlo era dura, y su rostro estaba oculto entre sombras-. Los asesinos pueden ser vecinos, gente en la que confías.

Juliana se estremeció al pensar en Fyodor Glinsky, y en todos los rivales de su padre.

- Pero… Inglaterra…

- Si nos quedamos aquí, te perseguirán hasta matarte. Tú misma los oíste, pequeña. No me atrevo a ir a Moscú, es demasiado arriesgado.

Juliana estaba exhausta. Cerró los ojos y respiró hondo, pero tras la oscuridad de sus párpados cerrados volvió a verlo todo de nuevo… muerte, sangre y fuego, teñidos del rojo de una violencia salvaje.

Se obligó a abrir los ojos, y vio una hoja en el camino medio cubierta de nieve y bañada por la luz débil del sol naciente.

Fue entonces cuando recordó la profecía. Zara la había susurrado la noche anterior, pero daba la impresión de que había pasado una eternidad.

«La primera viajará lejos».