Epílogo

Verano de 1548

- ¡Que Dios nos asista, mi señor, ha vuelto a hacerlo!

Nance Harbutt entró corriendo en el jardín. La casa y los terrenos que en otros tiempos habían estado ocultos por un oscuro laberinto habían pasado a estar abiertos al mundo de par en par.

- ¿Quién ha hecho el qué? -con su hija mayor tirándole de la mano y su hija pequeña sobre los hombros, Stephen echó a andar hacia Nance.

Pasó junto a Simón y Sebastian, sus hijos gemelos, que estaban entretenidos jugando a la Compañía Moscovita con barcos de juguete en el estanque. Nueve años atrás, el rey Enrique había puesto a Stephen al mando de aquella empresa comercial.

Nance se abanicó las mejillas acaloradas con el delantal, y le dijo:

- ¡Ha vuelto a hacer que lo envíen de vuelta a casa desde Cambridge, y viene acompañado de esa panda de granujas! ¿No os dije que ese muchacho era un pillo? Siempre está metiéndose en algún lío, y…

- Nance -Stephen contuvo una sonrisa.

- Retozando con una moza tras otra…

- Nance.

Ella alzó la barbilla, y el tocado se le ladeó un poco. Natalya, que estaba subida en los hombros de Stephen, soltó una risita.

- ¿Sí, mi señor?

- Vigila lo que dices delante de las niñas.

- Sólo digo la pura verdad, mi señor. ¿Adonde vamos a llegar, con un niño en el trono y esos anabaptistas burlándose de los sacramentos? No me extraña que el bruto de vuestro hijo carezca de moral…

- ¡Oliver!

Belinda, la mayor de las niñas, soltó un grito de entusiasmo y echó a correr por el camino hacia los carromatos que se acercaban. Simón y Sebastian la siguieron de inmediato, y Natalya bajó de los hombros de su padre y echó a correr tras sus hermanos.

Nance echó a andar tras los niños mientras seguía refunfuñando.

Stephen se apoyó en el pilón de la fuente para esperar, y un impulso repentino e inefable le hizo mirar hacia la casa justo a tiempo de ver a Juliana saliendo por la puerta junto a Laszlo. El cíngaro había renunciado a la vida nómada, y vivía en la acogedora casa. Los flanqueaban cuatro elegantes borzoi, que eran hijos de Pavlo y de una hembra que habían llevado a Inglaterra en uno de los primeros viajes a Rusia.

Mientras Juliana iba hacia él, las rosas del cenador que se arqueaba sobre el camino crearon el marco perfecto para su belleza. Se le había ensanchado un poco la cintura después de dar a luz a sus hijos, y él seguía adorando su cuerpo.

- Por Dios, las rosas palidecen en comparación con tu belleza, amor mío -le dijo, mientras alargaba la mano hacia ella.

Juliana sonrió mientras él la apretaba contra su costado. La fuente borboteaba con suavidad en el silencio fragante, y una cálida brisa agitó la hiedra que cubría las bestias mitológicas que él había creado tanto tiempo atrás para un niño que se escondía del mundo.

Sintió que se le formaba un nudo en la garganta al recordarlo, y en ese momento vio a Oliver, corpulento y dorado como un dios, bajando del carromato cíngaro para saludar a sus hermanastros y hermanastras.

Los hijos de Jillie y Rodion bajaron del segundo carromato como un ejército de hormigas, y se unieron al alboroto.

- ¿Qué ha hecho tu hijo esta vez? -le preguntó Juliana.

- ¿Mi hijo? -la miró con indignación fingida, y le preguntó-: ¿Por qué siempre es mi hijo cuando surge algún problema?

- Seguro que ha heredado de ti la afición por meterse en líos.

- ¿Ah, sí? Pues yo creo que le viene por haberse criado con una ladrona de caballos que se negaba a bañarse…

- Hasta que me metiste a la fuerza en el río.

Él se echó a reír, y le besó el pelo antes de decir:

- Los dos tenemos la culpa, el muchacho está muy consentido.

Mientras veían a Oliver jugando con los pequeños, ninguno de los dos se arrepintió de cuánto le mimaban. El joven había capeado una terrible enfermedad, y cuando había empezado a salirle la primera barba, los ataques habían cesado casi por completo. Había llegado a un punto en que sólo tenía un ataque en contadas ocasiones.

Juliana pasó una mano por el agua, y comentó:

- Será mejor que averigües cuál es su última ofensa, y que le impongas un castigo adecuado. ¿Qué habrá hecho?, espero que esta vez no tenga nada que ver con la esposa del rector.

- Ni con el robo de las estatuas de King's College.

- Ni con cantar canciones subidas de tono en una capilla.

Los dos intentaron enfadarse un poco al menos, pero ninguno de los dos lo consiguió. En ese momento, Oliver estaba a cuatro patas, rodeado de niños y de perros.

- A lo mejor sólo necesita una buena mujer que lo domestique, amor mío -dijo él, mientras las risas de sus hijos llenaban como música sus oídos.

Ella sonrió, se secó la mano, le rodeó el cuello con los brazos, y susurró:

- Puede que tengas razón, contigo funcionó.

Cuando se inclinó a besarla, el viento arrastró una lluvia de pétalos de rosa hasta la fuente, y se vio reflejado en el agua con su esposa. Era una imagen resplandeciente iluminada por el sol, y los círculos del agua parecieron rodearlos en el círculo de la eternidad.