Capítulo 2

Mientras los cortesanos soltaban exclamaciones de incredulidad y lord Wimberleigh parecía quedarse petrificado, Juliana se cruzó de brazos y luchó por intentar controlar el latido acelerado de su corazón.

- ¡No puedo casarme con él! -intentó disimular su acento, pero siempre era más pronunciado cuando estaba nerviosa-. No… no está a mi altura -las risas burlonas de los nobles le dolieron como un hierro al rojo vivo-. ¿No habéis oído nada de lo que os he dicho? Soy una princesa, mi padre era un Romanov…

- Sí, y el mío es el Emperador del Sacro Imperio -dijo lord Cromwell, con una sonrisa gélida.

Sir Bodely la empujó sin demasiada consideración, y le espetó:

- Deberíais mostraros más agradecida, muchacha. El rey acaba de salvaros de la horca.

Juliana enmudeció. Casarse con un noble inglés significaría renunciar al objetivo que la había espoleado durante cinco largos y duros años, dejar a un lado los planes de regresar a Nóvgorod y de castigar a los asesinos que habían masacrado a su familia.

El rey Enrique se echó a reír, y comentó:

- Os equivocáis, mi buen Bodely. He dejado la decisión en manos de Wimberleigh, y él ha optado por dejarla vivir.

- Sí, así es -dijo el noble en cuestión con voz suave.

Estaba muy cerca de Juliana, y su presencia era tan amenazante como una nube de tormenta. Su pelo claro se movía bajo la brisa, y tenía pequeñas líneas de tensión en las comisuras de los ojos.

- Pero creo que los dos descubriremos pronto, mi dulce cíngara, que hay cosas peores que la muerte -añadió él.

Juliana se tensó mientras la recorría un escalofrío, y apartó la mirada de él. Aquel hombre tenía algo que la inquietaba… parecía implacable, pero en sus ojos se vislumbraba un pánico descamado, un miedo similar al que ella misma sentía.

- Qué observación tan encantadora, Wimberleigh -dijo el rey.

Juliana desconfió de inmediato de su sonrisa jovial. De todos los hombres de Inglaterra, aquel soberano era el único que mostraba un esplendor parecido al que ella estaba habituada cuando vivía en Nóvgorod.

Enrique fijó sus ojillos oscuros en el barón, y le dijo:

- Es una buena forma de que cumpláis la promesa que me hicisteis, Wimberleigh. Os comprometisteis a casaros, pero insististeis en una mujer casta. La princesa egiptana es una opción ideal.

Los cortesanos se echaron a reír de nuevo al oír las palabras del monarca.

Stephen se sorprendió al ver que la desaliñada cautiva hacía algo de lo más inesperado: alzó la barbilla, irguió los hombros, y cerró las manos en dos puños apretados. Fue aquel orgullo tan terreo, y a la vez tan incongruente en una muchacha vestida con harapos y de pelo ensortijado, lo que le impulsó a traicionarse a sí mismo.

Se puso firme y miró a los cortesanos con una mirada acerada que los acalló de inmediato, pero mientras lo hacía se dijo que era un tonto. No debería sentir nada por ella, no tendría que defenderla.

La joven miró al rey, y le dijo con voz serena:

- Me concedéis un gran honor al encontrarme un caballero tan noble, pero no puedo casarme con este desconocido.

- ¿Acaso preferís la horca? -le preguntó Enrique, con una sonrisa helada.

Ella no movió ni un músculo, pero empalideció de golpe. Stephen era el único que estaba lo bastante cerca para verle el pulso acelerado en la sien. No quería ver ni el valor ni la desesperación de aquella muchacha, no quería sentir pena por ella… y por Dios, tampoco quería admirarla.

Se sintió como un ciego en medio de una tormenta, incapaz de encontrar una salida. Enrique había envejecido pronto y mal, se había vuelto tan volátil como los vientos del Canal, pero su sed de venganza seguía siendo tan intensa como siempre.

- Os he ofrecido verdaderas bellezas inglesas, lord Wimberleigh. Damas adineradas y de noble cuna -gritó el monarca, con su voz más autoritaria-. Las habéis rechazado a todas, así que os merecéis a una cíngara; en cualquier caso, los de Lacey siempre fueron unos descastados.

Se oyeron más risas, pero algunas de ellas parecían forzadas. Cuando el rey empezaba a repartir crueles insultos, todos temían ser el siguiente blanco de su cólera.

Thomas Cromwell carraspeó ligeramente, y comentó:

- Majestad, no sé si es aconsejable que un noble se case con una cíngara…

- ¡Silencio, pajarraco insulso y pueril! -le gritó el soberano al Lord del Sello Privado-, mejores hombres que Wimberleigh se han casado con mujeres de condición baja.

Stephen pensó en Ana Bolena. La mujer que había sacudido los cimientos de la monarquía era hija de un comerciante ambicioso.

Cromwell hizo una mueca, pero mostró su aplomo habitual y dijo:

- Puede que sea una cuestión que deban debatir los clérigos.

- Dejadme a mí a los letrados canónicos, mi querido Cromwell -le contestó el rey, antes de volverse hacia Stephen-. Tenéis dos opciones, Wimberleigh: podéis casaros con la moza, o dejar que la cuelguen por ladrona.

- Habrá que limpiarla, y tardará meses en aprender el nuevo catequismo. Después, a lo mejor… -dijo Stephen, en un intento de ganar tiempo.

- De eso nada… ¡traed a un clérigo! Al demonio con las amonestaciones y los preparativos, los casaremos ahora mismo.

* * *

El atardecer caía ya sobre el jardín que había delante de la capilla, y los cortesanos seguían al rey como una bandada de gaviotas tras una barca de pesca. Los susurros ahogados llenaban el ambiente, con una cadencia seductora y a la vez acusadora.

Juliana se sentía entumecida, era incapaz de sentir emoción alguna mientras se detenía bajo una pérgola y trazaba con un dedo una larga hoja de tejo. No sabía qué decirle a aquel desconocido que se había convertido en su esposo por el capricho de un rey.

Stephen de Lacey se volvió hacia ella… Stephen. Se había enterado de su nombre en la apresurada y casi clandestina ceremonia, cuando se había visto obligada a unirse de por vida a aquel noble inglés alto y serio.

«Que lo que Dios ha unido no lo separe el hombre».

Se preguntó si, al igual que ella, su marido aún seguía oyendo las palabras del clérigo. Él estaba a su lado, entre dos espinos. La brisa agitaba su pelo de reflejos dorados, y por un instante dio la impresión de que los mechones se movían bajo los dedos de alguna amante invisible. Tenía el rostro más extraordinario que Juliana había visto en toda su vida, y el juego de luces y sombras acentuaba aún más su atractivo. Cuando sus ojos brillaron bajo un rayo de luz errante, ella volvió a ver dolor y pánico en su mirada, un miedo descarnado.

- ¿Siempre es tan cruel?

Stephen se aclaró la garganta, y le contestó en voz baja:

- ¿Os referís al rey?

- Sí, ¿quién más maneja vidas ajenas como si fueran piezas de ajedrez?

Wimberleigh apoyó las palmas de las manos en la baranda que delimitaba el jardín. Permaneció en silencio durante unos segundos con la mirada fija en los arbustos, y al final comentó:

- Es apasionado a la vez que caprichoso. Creció siendo el segundo hijo, casi olvidado por su padre, y cuando la muerte de su hermano lo lanzó a la sucesión, se aferró al poder como si temiera que alguien pudiera arrebatárselo. Cuando un hombre como él es rey y también papa, puede llegar a ser indescriptiblemente cruel.

- ¿Por qué le complace tanto atormentaros?

Al verle sonreír con amargura, Juliana supo que no iba a contestarle con sinceridad.

- Me sorprenden vuestras quejas, os ha salvado de la muerte.

- Habría luchado hasta escapar.

- ¿Para qué?, ¿para volver junto a vuestros amigos cíngaros? Con ellos habríais acabado siendo una sirvienta y una ramera de por vida.

- ¿Y qué acabaré siendo con vos, mi señor? -le preguntó ella con sequedad.

Stephen de Lacey se le acercó más, pero Juliana no se dejó amilanar y permaneció firme a pesar de que su instinto la instaba a salir huyendo. El peligro la acechaba, estaba a un suspiro de distancia.

- Acabo de convertiros en baronesa, mi querida descarriada -le dijo él, con la voz suave de un amante.

Su tono de voz burlón fue como una estocada en el orgullo de Juliana.

- Y esperáis mi gratitud, ¿verdad?

Él soltó una carcajada, y se acercó tanto a ella que Juliana sintió la caricia de su aliento en la mejilla.

- Vuestros poderes de observación son muy agudos, cíngara mía.

- No habéis contestado a mi pregunta. Parecéis un hombre que valora su independencia, pero habéis saltado como un perrito bien entrenado cuando el rey ha dado sus órdenes. ¿Por qué, mi señor? Intuyo que el rey Enrique tiene una lanza dirigida hacia vuestro corazón.

Él alzó la barbilla de golpe, y le contestó con tono cortante:

- No perdáis el tiempo con especulaciones inútiles, mis asuntos no son de vuestra incumbencia.

Juliana sintió una mezcla de resentimiento y frustración. A aquellas alturas ya debería estar de camino a la feria de caballos planeando su primera audiencia con el rey, que a su vez la ayudaría a recuperar lo que había perdido cinco años atrás.

- Sí que son de mi incumbencia, soy vuestra esposa.

- Sólo en nombre. ¿Creíais que iba a tomarme en serio este matrimonio? -la miró de pies a cabeza con un rígido desdén, y añadió-: ¿Creíais que honraría unos votos que me ha impuesto el rey Enrique?

Juliana dio gracias a Dios al ver que no pensaba tratarla como a una esposa de verdad. En ese momento decidió seguir con el disfraz de cíngara desaliñada y piojosa, porque era obvio que repugnaba a su marido, pero por alguna razón perversa se sintió herida en su orgullo.

- En ese caso, soy libre para marcharme, ¿verdad? -contuvo las ganas de cerrar aún más el escote de la blusa, de esconderse de él-. ¿Y bien?

- Aún no. Os llevaré a Wiltshire. y en cuanto el rey se canse de su estratagema, conseguiremos una anulación y vos podréis volver a… a leer la buenaventura, o a estafar, o a lo que quiera que hagáis cuando no estáis robando caballos.

- Se me dan bien muchas cosas, algunas de ellas muy útiles. Perder el tiempo en Wilthouse…

- Wiltshire, querida. Está a unos cuantos días a caballo de aquí, hacia el oeste.

Juliana se llevó las manos a las caderas, y le espetó:

- Perder el tiempo en Wiltshire no forma parte de…

- ¿De qué?

No podía contarle a nadie sus planes, en especial a aquel desconocido, así que se limitó a decir:

- De mi plan.

El hizo una reverencia, y comentó:

- Lamento la inconveniencia, quizás habríais preferido que os dejara colgando de la horca.

Juliana lo detestó, porque sabía que él tenía razón. Por mucho que le costara admitirlo, aquel hombre también había sido una víctima de los caprichos del rey.

Soltó un suspiro de resignación. Había oscurecido, y las primeras estrellas salpicaban ya el cielo.

- ¿Y qué pasará esta noche?

- He conseguido que el Maestro de Ceremonias desista de la idea de llevar a cabo el ritual de la noche de bodas.

- ¿En qué consiste ese ritual?

- A vos y a mí nos habrían escoltado hasta el lecho un grupo de cortesanos ebrios, y… en fin, da igual. Podéis quedaros sola en mis aposentos, mi escudero y yo dormiremos en la antesala. Estad lista para partir a primera hora -sin más, se volvió para marcharse.

- Mi señor… -Juliana le tocó la manga, y se sobresaltó al sentir la calidez dura y masculina que había debajo de la suave tela. Al ver que él parecía sobresaltarse también y que la miraba con repulsión, recordó de golpe el tiempo que había pasado desde la última vez que se había dado un baño, y se apresuró a apartar la mano-. Disculpadme.

- ¿Qué ibais a decir?

- Se… se me ha olvidado.

Lo siguió en silencio mientras la conducía a sus aposentos. Lo que le había dicho era mentira, no se le había olvidado lo que iba a decirle. Había querido agradecerle que la salvara de la horca, que acallara a los cortesanos que se burlaban de ella, que hubiera pronunciado los votos matrimoniales en una voz alta y clara que había silenciado las risitas de las damas, pero la forma en que la había mirado cuando lo había tocado había borrado cualquier gratitud que hubiera podido sentir hacia él.

Era su noche de bodas, y la pasó en compañía de Pavlo. Se sintió más sola que nunca.

El día siguiente amaneció despejado y radiante, como por orden del rey. El tiempo contrastaba con el estado de ánimo taciturno de Stephen. Tendría que haber dejado que la cíngara le robara la yegua, debería haber permitido que el rey ganara la apuesta. Valoraba mucho a Capria, pero su propia libertad era más importante.

Había dejado que lo engatusaran los enormes ojos verdes de la cíngara… eran unos ojos claros y cautivadores, que contrastaban con el polvo que le ensuciaba el rostro y los nudos que le ensortijaban el pelo.

Ojos de cíngara, tan falsos y llenos de mentiras como su alma romaní.

- Dime que ha sido una pesadilla, Kit -le dijo a su escudero, mientras se sentaba en una silla y se llevaba las manos a la cabeza-. Dime que no estoy atado por la ley divina a una cíngara salvaje y medio loca.

La boca de Kit Youngblood se curvó en un gesto que se pareció sospechosamente a una sonrisa disimulada. Se acercó con el jubón de Stephen, y comentó:

- No fue ninguna pesadilla, mi señor. El rey decretó que las amonestaciones no eran necesarias, y mandó llamar a un clérigo. Estáis casado con esa muchacha tan extraña.

Stephen alzó la cabeza, se frotó las mejillas con las manos, y metió los brazos en el jubón.

- ¿Por qué tienes que ser siempre tan sincero?

- ¿Por qué no os negasteis a casaros con ella, mi señor? -le preguntó el muchacho, mientras sujetaba una manga a la sisa del jubón.

Stephen no contestó, porque ni siquiera Kit sabía la verdad. Si se atrevía a contravenir al rey una vez más…

- Tendrían que haberla ajusticiado -dijo con brusquedad-. En fin, no me queda más remedio que cargar con ella. Cuando lleguemos a casa, encontraré la manera de salir de este embrollo. Por cierto, ¿dónde está la muchacha?

Juliana ya había montado y estaba lista para partir cuando Stephen salió al patio que había junto al río Támesis.

- Ah, mi ruborosa esposa -dijo en voz baja.

Al verla a lomos de un caballo castrado, con las mejillas limpias y los ojos llenos de dolor e incertidumbre, recordó a una cierva joven que había encontrado varios años atrás. El animal moribundo tenía la pata atrapada en el cepo de un cazador furtivo y le había mirado con aquella misma expresión en los ojos, suplicándole una muerte rápida.

Él le había cortado el cuello.

- Al parecer, la dama no se alegra de ver a su esposo -dijo con tono burlón.

- No me alegra tener que marcharme con mi carcelero -le espetó ella-. No pienso fingir que me caéis bien, al igual que no pienso calentar vuestro lecho.

Él la recorrió con la mirada. La cíngara montaba a horcajadas, y su falda remendada caía sobre el arzón delantero. Sus piernas largas y desnudas y sus pies polvorientos se aferraban con pericia a los flancos del caballo.

- Elijo con cuidado a las mujeres con las que me acuesto, y vos no estáis a la altura. Parecéis más indicada para las labores domésticas -la furia que sentía hacia el rey lo impulsó a hablar con tanta crueldad.

Ella lo fulminó con la mirada, y le dijo:

- No pienso lavar ni arar para un gajo -sin más, se puso en marcha. Con su extraño perro trotando junto al caballo y su expresión pétrea, parecía una amazona errante que acababa de escapar de un asedio.

Comía y bebía de forma mecánica cuando se detenían en alguna posada, y por la noche yacía inmóvil en su jergón. El perro no se apartaba jamás de su lado, y mientras ella dormía permanecía vigilante y gruñía si Stephen la miraba siquiera.

Como era de esperar, Kit se sentía incómodo ante tanta tensión, y no dejaba de parlotear mientras avanzaban… que si el rey Enrique había enviado a varios consejeros al extranjero en busca de una nueva prometida, que si en la corte de Francia la gente bebía en copas que al secarse revelaban escenas de hombres y mujeres in flagrante delicto, que si el marinero Sebastián Cabot había mandado un salvaje a Londres desde España, y la criatura estaba expuesta en los jardines del oso…

Para cuando llegaron a los amplios campos bordeados por muros de piedra y setos espinosos que pertenecían a Lynacre, Stephen tenía los hombros doloridos por la tensión. Miró hacia atrás, y vio algo que se había repetido en varias ocasiones: Juliana se había acercado demasiado a un espino, y como la falda se le había quedado enganchada, dio un tirón para soltarse y la tela se rasgó.

Era una amazona excelente, pero a lo largo del camino se había mostrado descuidada y había ido dejando jirones de tela o algún que otro mechón de pelo en los matorrales. Era obvio que estaba tramando algo, así que iba a tener que vigilarla.

- Adelántate y anuncia nuestra llegada, Kit -le dijo a su escudero-. Dile a la cocinera que no hemos comido desde el desayuno, y pídele a Nance Harbutt que prepare el baño de la baronesa.

Kit dejó una nube de polvo a su espalda cuando se alejó al galope. Stephen retomó la marcha, pero a un ritmo más pausado. Se sentía cada vez más inquieto, porque tenía la certeza de que su mundo perfectamente ordenado estaba a punto de cambiar por completo.

Una alondra cantó desde uno de los arbustos, pero se calló al cabo de unos segundos. El suave repiqueteo de los cascos de los caballos y el crujido del cuero de las sillas de montar acentuaban el silencio cargado de tensión.

Al cabo de un momento, el perro de la cíngara soltó un ladrido y echó a correr por uno de los campos. Parecía un relámpago blanco a través de aquel terreno ondulante.

- ¿Adonde va?

- Ha oído algo -Juliana ladeó la cabeza, y añadió-: Otros perros, los oigo.

Stephen observó el horizonte, más allá de las aulagas en flor, de los espinos y los acebos, hacia las colinas que se alzaban en la distancia, y masculló una imprecación al ver a un jinete.

- ¿Por qué hemos tenido que encontrarnos precisamente con él?

- ¿Quién es? -le preguntó Juliana.

- Mi vecino, y el mayor chismoso de todo Wiltshire.

- ¿Acaso os dan miedo los chismes, mi señor?

Juliana observó en silencio a Pavlo, que se acercaba a la carrera a los lebreles que acompañaban al jinete. Unos grajos que estaban posados en unos fresnos cercanos se sobresaltaron con los ladridos, y alzaron el vuelo antes de alejarse hacia las colinas como una nube de tormenta.

Lo cierto era que se sentía bastante complacida al ver que Pavlo había roto la monotonía del viaje y el tenso silencio. Dio una palmada, se llevó las manos a la boca, y gritó una orden en ruso, y el perro regresó de inmediato con la cabeza en alto y moviendo la cola, que parecía la bandera de un vencedor.

Mientras los lebreles huían despavoridos, el jinete descendió por un sendero de ovejas que se unía al camino principal mediante una obertura en los setos. El desconocido detuvo su montura, y fulminó con la mirada al enorme perro.

- Habría que acabar con esa condenada bestia.

- Seguro que se resistiría, Algernon -le dijo lord Wimberleigh.

- Por los clavos de Cristo…

El joven miró boquiabierto a Juliana, y mientras él observaba su ropa harapienta y su pelo ensortijado, ella le devolvió la mirada y contempló el fino corte de su jubón y su justillo y la finura de sus manos enguantadas. Llevaba también una gorra de terciopelo, y sus rizos dorados enmarcaban su apuesto rostro.

- ¿Qué demonios es eso, Wimberleigh?

- Una gran equivocación, pero me temo que voy a tener que cargar con ella hasta que pueda remediar la situación.

Juliana se indignó al oír sus palabras. Hasta ese momento no tenía en demasiada estima a lord Wimberleigh, pero la opinión que tenía de él empeoró aún más.

- Cielos, ¿dónde están mis modales? -siguió diciendo él, con su habitual tono sarcástico-. Algernon, esta dama afirma ser Juliana Romanov. Juliana, os presento a Algernon Basset, conde de Havelock.

El joven la miró sonriente. Cuando se quitó la gorra y se la llevó al pecho, la larga pluma que decoraba la prenda se agitó ligeramente.

- Encantado, lady Equivocación -dijo, con una carcajada.

Juliana sintió una punzada de familiaridad. Havelock era un hombre afable, de buena cuna y modales impecables, y habría encajado a la perfección entre el círculo de amigos íntimos de su padre. Era muy diferente a Stephen de Lacey, el hombre circunspecto que se había casado con ella por culpa de un arranque de caballerosidad del que se arrepentía.

Miró al conde con una sonrisa cauta, y le contestó:

- Enchanté, milord.

Algernon enarcó las cejas, y Juliana se preguntó qué era lo que le había sorprendido… su acento, su voz, o su sonrisa.

- ¿Qué os trae a nuestro distrito?

Juliana lo miró con la sonrisa traviesa que había aprendido de Catriona, la hermana menor de Rodion.

- Una boda, mi señor.

- Ya veo. Sin duda esperáis casaros con un pastor, o con alguno de los mozos del pueblo.

A Juliana le habría gustado tomarle un poco más el pelo, pero Wimberleigh suspiró con impaciencia y dijo:

- Está casada conmigo, Algernon. Es una historia muy larga, así que…

- ¿Contigo? -Algernon lo miró boquiabierto-. ¿Contigo?

- Por orden del rey -le explicó Stephen con voz tensa, como si estuvieran arrancándole cada palabra-. Te agradecería que mantuvieras silencio…

- Ni hablar, Wimberleigh -Havelock sonrió de oreja a oreja, y posó una mano en su bragueta-. Ni un alabardero de la Torre podría silenciarme -después de soltar una carcajada, se puso la gorra y regresó al galope por donde había llegado.

Wimberleigh cerró los ojos, se pellizcó el puente nasal, y masculló una palabra que seguramente hacía referencia a alguna función corporal desagradable.

Juliana luchó por mantenerse calmada y racional durante el resto del camino. Era la esposa de un noble, y al margen del carácter encantador de su marido, quizá podría sacar ventaja de la situación. Era posible que su título de baronesa la ayudara a conseguir llevar ante la justicia a los asesinos de su familia.

En un pequeño y recóndito rincón de su interior, albergaba un profundo pesar. Tendría que haberse casado con Alexei Shuisky. Los recuerdos del joven se habían teñido de sueños y anhelos, y en su mente su prometido había ido volviéndose más atractivo y encantador con el paso del tiempo. Qué felices habrían sido viviendo en las espléndidas fincas de los Shuisky, criando a sus hijos en un entorno bello y lleno de esplendor.

Miró ceñuda a Stephen de Lacey, que montaba como un plebeyo. Vestía ropa muy sencilla, y su pelo dorado estaba demasiado largo y necesitaba un buen corte. Aquel hombre había arruinado cualquier futuro que ella hubiera podido tener en Nóvgorod, a no ser que…

Una idea empezó a arraigar en su mente poco a poco, insidiosa como el viento a través de la lona de una caravana. El mismísimo rey de Inglaterra se había otorgado a sí mismo la potestad de acabar con un matrimonio, todo el mundo hablaba del tema cuando ella había llegado a aquel país. El rey Enrique había apartado a un lado a su esposa española para casarse con una dama de la corte de ojos oscuros, incluso a los cíngaros les había impresionado su osadía.

Se habían impresionado aún más con el destino final de Ana Bolena, que había muerto ajusticiada.

Cuando vio aparecer en el horizonte la torre de entrada de su nuevo hogar, no pudo evitar estremecerse. Estaba claro que los ingleses que no querían seguir con sus esposas eran muy peligrosos.

Al oír un alarido terrible, Stephen subió a la carrera las escaleras que conducían a la segunda planta de la casa señorial. Recorrió con paso rápido el pasillo semiabierto que iba de un extremo del hastial al otro, y tuvo que agacharse un poco al pasar bajo varias vigas bajas.

Se preguntó qué demonios estaba pasando. Habían llegado minutos antes, pero a juzgar por la voz aterrada de la mujer, daba la impresión de que estaban matándola.

Pasó junto a los retratos enmarcados de sus antepasados y de sus padres, y junto al suyo propio. Como era habitual, apartó la mirada al pasar junto al de Meg, pero a pesar de que era incapaz de mirarlo, sintió una punzada de dolor.

Siguió avanzando hacia los aposentos de su esposa cíngara, que parecía tener unos pulmones muy potentes para ser tan menuda. Sus gritos eran largos y estridentes, y probablemente se oían desde el pueblo que estaba más allá del río que bordeaba la finca.

Al llegar a la puerta, se detuvo y contempló la escena que tenía ante sí.

Juliana estaba acorralada contra un armario infestado de gárgolas. Los rostros tallados de expresión maliciosa con ojos de madera y lenguas colgantes rodeaban el de su esposa, como si pensaran que era uno de ellos.

Nancy Harbutt avanzaba hacia la cíngara como una fuerza al asedio. La gobernanta formaba parte de Lynacre desde que Stephen tenía uso de memoria, y era tan constante e inalterable como el armario de gárgolas. Llevaba un sencillo griñón almidonado, atado con una cinta bajo la barbilla.

- ¡Mantente alejada de mí, vieja clueca! -le gritó Juliana.

Nance señaló con un gesto la falda y la blusa de la cíngara, y le dijo a Stephen:

- Ya sé que os sentíais presionado por la necesidad de casaros, mi señor, pero por el amor de Dios… ¿dónde habéis encontrado a esta gata abandonada?

- Es una larga historia -Stephen miró a Juliana para ver si había signos de violencia. La vieja Nance nunca había sido adversa a utilizar una vara cuando lo creía necesario-. ¿Qué es lo que pasa?

Juliana intentó contener una mueca de dolor al notar contra la espalda algo abultado que sobresalía del armario. ¿Qué clase de hombre era Stephen de Lacey?, ¿cómo osaba irrumpir en los aposentos de una dama?

- Esta mujer quiere obligarme a que me siente en ese… ese… ¡pozo negro! -fingió que estaba horrorizada, y señaló hacia la enorme bañera que había frente a la chimenea.

- Es un baño caliente, y lo necesitáis con urgencia. Por Dios, apestáis -le espetó la vieja Nance, mientras la miraba con desagrado.

Juliana intentó apartarse aún más de la bañera, aunque en realidad estaba deseando meterse en el agua caliente. Era un aparato bastante singular, que tenía un conducto que podía conectarse al caldero que estaba calentándose en la chimenea y que proporcionaba un suministro constante de agua caliente. El baño humeaba, y en la superficie del agua flotaban plantas troceadas que emanaban un olor bastante intenso.

Juliana había utilizado durante años la suciedad y la mugre para escudarse de los hombres libidinosos. Con la excepción de Rodion, había conseguido mantener a raya a todos los que hubieran podido interesarse en ella, y estaba decidida a seguir con aquel disfraz.

- ¿Por eso estaba gritando?, ¿por un baño? -Stephen soltó una carcajada-. No es algo que deba causar pánico, sino una necesidad ocasional.

- He visto a gente que ha enfermado con fiebre y ha muerto después de sentarse en agua estancada.

- ¿No os bañáis jamás? -le preguntó él con calma.

Juliana se cruzó de brazos en un gesto de autoprotección, y le contestó:

- Me baño una vez al año, pero en agua corriente. No quiero hacerlo en una cuba de agua estancada que apesta a plantas venenosas.

- ¿Plantas venenosas? -Nance la miró con indignación, y le espetó-: Son mis propias plantas medicinales. No soy una nigromante como Jenny Failow, que mató a su marido con mandrágora. Le dijo que prolongaría el acto sexual, y…

- Nance.

Al ver que Stephen cortaba la diatriba, Juliana supuso que aquella mujer era dada a contar chismes.

- Ella dijo que funcionó durante un tiempo, pero…

- Por favor, Nance -le dijo él con impaciencia.

- Perdonad que me ande por las ramas, mi señor -la mujer miró ceñuda a Juliana, y añadió-: Que Dios me ciegue los ojos, es una verdadera descarada -se llevó las manos a las caderas, y se inclinó con actitud amenazadora hacia ella-. Si queréis agua corriente, id a bañaros al río.

- ¡Jamás!, no acepto órdenes de nadie.

Juliana dio una patada con uno de sus pies descalzos y mugrientos, y el aguamanil lleno de agua que estaba junto a la bañera cayó al suelo. No se dio por satisfecha, así que pasó a toda velocidad junto a Nance, agarró el borde de la bañera, y la ladeó.

Mientras Nance invocaba a todos los santos católicos y retrocedía hasta la pared, una oleada de agua aromatizada inundó la habitación.

Juliana oyó que Stephen soltaba una imprecación, y antes de que pudiera reaccionar, se encontró colgada sobre su hombro. Soltó un grito, pero al ver que no le servía de nada, empezó a golpearle la espalda y se ganó una palmada en el trasero.

Stephen pasó junto a Nance, se detuvo a agarrar unas toallas de lino, un trozo de jabón y un frasco que contenía un líquido oscuro, y echó a andar hacia la puerta.

Nance corrió tras ellos, y exclamó:

- Mi señor, tened cuidado…

- No te preocupes, no muerde -mientras salía a toda prisa de la habitación, añadió-: Bueno, es probable que sí que muerda, pero aún no la he pillado in fraganti.

Cuando salieron de la casa, Pavlo se puso a ladrar como un loco. Juliana le gritó una orden, pero entonces vio que el borzoi estaba atado a un poste.

Notó que avanzaban por una cuesta mientras Stephen seguía mascullando imprecaciones, y entonces oyó el sonido de un río.

- No os atreveréis… -exclamó, indignada.

- Vuestro encanto me da valor, querida -sin más, la lanzó al agua.

Juliana empezó a gritar, pero tuvo que callarse cuando la boca se le llenó de agua. La temperatura fría del río la impactó, pero no tanto como la crueldad del hombre con el que se había casado. Cuando consiguió apoyar los pies en el lecho pedregoso, salió a la superficie con la mano en la daga.

Estaba dispuesta a pelear, pero no tuvo oportunidad de hacerlo. Él también se había metido en el río completamente vestido, y estaba armado… con el trozo de jabón.

Juliana se puso a gritar como Pavlo cuando estaba confinado en una jaula. Se magulló las manos y los pies intentando golpear el cuerpo duro de su marido, pero todo fue inútil. Stephen de Lacey era implacable, y después de empaparle el pelo con una especie de brebaje a base de hierbas, la lavó a conciencia mientras ella seguía debatiéndose y después la hundió en el agua como si fuera un montón de ropa enjabonada.

Cuando terminó de lavarla, ni siquiera la miró. Dio media vuelta, salió del río, y le dijo con sequedad:

- Las toallas están allí. Cenaremos a las seis, tendremos invitados.

- ¡Espero haberos pegado algún piojo! -le gritó ella, al ver que se alejaba.

La vieja Nance se metió un dedo bajo el tocado, y se rascó un poco. Soltó el suspiro propio de una mujer que está convencida de su propia santidad, siguió esparciendo rastrojos limpios por el suelo con sus manos regordetas, y dijo:

- He arreglado los aposentos de la señora, dejad que os diga que no ha sido nada fácil.

Cuando Stephen le ofreció una silla de respaldo recto, la mujer se sentó con aires de grandeza. Él se había puesto a toda prisa ropa seca, y se había peinado el pelo húmedo.

- No os importunaré con un sinfín de preguntas, mi señor. Dejaremos que los chismosos se entretengan intentando adivinar cómo es posible que el barón de Wimberleigh se haya casado con una cíngara salvaje.

- Gracias -Stephen se sentó a horcajadas en una silla, y apoyó los brazos en el respaldo. Aunque se sentía aliviado al ver que Nance no le pedía explicaciones, sabía que era la única que podría haberle entendido, ya que sólo ella estaba al tanto del arma que el rey Enrique usaba para amenazarlo.

- No es asunto mío saber el porqué y las circunstancias de vuestro reciente matrimonio. Dios sabe que mi pobre y avejentada cabeza es demasiado débil para poder entender cómo os habéis metido en semejante situación -la mujer entrelazó las manos, y añadió-: Ahora que la cíngara ya está bañada, hay que procurarle ropa. Ya nos encargaremos más tarde de sus modales asilvestrados.

- ¿Crees que realmente es tan extraña, Nance? -Stephen intentó no pensar en la batalla que habían librado en el río-. A veces vislumbro algo en su comportamiento, oigo una nota melódica en su forma de hablar, y empiezo a dudar.

- Es una cíngara, mi señor. Todo el mundo sabe que son grandes imitadores -la gobernanta soltó un bufido, y añadió-: Como un mono que vi en una ocasión. Pertenecía a un marinero de Bristol, y…

Stephen asintió sin prestarle demasiada atención, y apoyó la barbilla en la mano; de repente, se dio cuenta de que hacía ocho años que no entraba en aquellos aposentos. El dormitorio tenía una sala de música adyacente y un patio, y había pertenecido a Meg.

A pesar de que se había aireado y limpiado a toda prisa para la nueva baronesa, la habitación seguía teniendo la impronta indefinible de Meg… el cubrecama festoneado de damasco en un tono rosa un poco desteñido, la muñeca de ojos carentes de vida que estaba sentada junto a la ventana, el candelabro que él mismo había diseñado, y el peine que descansaba sobre una mesa de patas finas, y que en la parte posterior tenía grabada una escena de la virgen protegida por un unicornio.

Por miedo a las emociones que empezaban a arremolinarse en su interior, Stephen fijó la mirada ceñuda en el suelo, y vio un trozo de cordel que asomaba de debajo del cubrecama. Se levantó de la silla, cruzó la habitación, y lo agarró antes de preguntar:

- ¿Qué es esto?

Nance contuvo el aliento por un instante, y al final admitió:

- La señora estaba jugando a la escala de Jacob la noche en que… -se calló de golpe cuando Stephen se volvió y le lanzó una mirada gélida, pero entonces se llevó la mano al pecho y añadió-: Era una chiquilla muy dulce.

Stephen seguía sintiéndose culpable, y el recuerdo fue como sal en la herida. Se imaginó a su esposa vagabunda invadiendo aquellos aposentos, durmiendo en la cama de Meg, utilizando sus cosas… Juliana iba a ser como una mala hierba, como una plaga en aquel lugar perfectamente ordenado.

«Lo siento, Meg. Lamento todo lo que pasó». La culpa lo quemó como cal viva.

- Habrá que incinerar la ropa, por supuesto -estaba diciendo la vieja Nance.

Stephen sacudió la cabeza, y se obligó a dejar a un lado los dolorosos recuerdos. Empezó a pasear de un lado a otro frente a la ventana, y dijo:

- ¿Qué estabas diciendo?

- Que la ropa de la cíngara debe de estar infestada de bichos, mi señor. Será mejor que la quememos.

- Sí, pero entonces no tendrá nada que… -apretó el puño contra la jamba de la ventana, y alcanzó a decir-: Tiene medidas parecidas a las de Meg.

- No está tan rellenita como vuestra primera esposa, pero yo puedo ajustarle los vestidos… si no os importa, por supuesto.

- No, no me importa -dijo con firmeza, mientras cerraba las puertas a los recuerdos del pasado.

- Y en lo que respecta a una doncella para que la sirva…

- Lo que necesita no es una doncella, sino alguien que la vigile.

- Estoy de acuerdo. Mientras estabais ocupado con ella, he mandado llamar a Jillie Egan, la hija del tintorero.

- ¿A Jillie Egan? Eres malvada, Nance. Esa muchacha tiene el tamaño de un buey, y es terca como una mula.

Nance sonrió de oreja a oreja, y le contestó:

- No tolerará que la cíngara haga ninguna tontería.

- Haz lo que creas conveniente -Stephen echó a andar hacia la puerta, y añadió-: Tengo un compromiso urgente.

- Mi señor, ¿qué pensáis decirle a la cíngara acerca de…?

- Nada -le dijo, con voz cortante como un cuchillo-. Ni una sola palabra.