Capítulo 4
- ¡Cuando acabe con vos, no quedará suficiente ni para dar de comer a los cerdos!
Juliana se incorporó de golpe, y parpadeó cuando el sol de la mañana le dio de lleno en los ojos. A través de los cortinajes medio abiertos de la cama alcanzó a ver una figura que le resultaba muy familiar, y entonces notó que Stephen se movía junto a ella.
Se quedó helada, y en aquellos segundos interminables lo recordó todo: Stephen había pasado la noche con ella. Al ver que él se quedaba mirando boquiabierto al recién llegado, apretó el cubrecama contra su pecho y se pasó los dedos por el pelo antes de decir:
- Hola, Laszlo. Sabía que vendrías, ¿has seguido mis vurma? ¿Por qué has tardado tanto?
Laszlo hizo caso omiso de sus palabras, y fulminó con la mirada a Stephen mientras empezaba a remangarse la camisa poco a poco, de forma amenazante.
Jillie apareció en la puerta de la habitación, y exclamó:
- ¡Disculpadme, mi señora! Ha sido Meeks quien ha dejado entrar a este bribón, pero me desharé de él enseguida.
La doncella agarró del cuello de la camisa a Laszlo, que se zafó de un tirón y abrió los ojos como platos.
- ¡Dios del cielo, es una giganta! -exclamó en romaní.
Juliana contuvo las ganas de echarse a reír, y le dijo en la misma lengua:
- Es mi doncella -pasó al inglés al añadir-: Te presento a Laszlo, Jillie. Es un invitado.
- ¡Jamás me rebajaría a quedarme bajo el mismo techo que un gajo! -Laszlo se volvió hacia Stephen, y le dijo en inglés-: Decidme cómo os llamáis, quiero saber vuestro nombre por lo menos antes de mataros y mandaros al infierno.
Stephen se reclinó contra las almohadas, y enarcó una ceja con actitud relajada.
- Parecéis muy capaz de hacer lo que decís, ¿puedo preguntar a qué viene tanta animosidad?
- ¡La habéis deshonrado! Daría mi vida por mantenerla a salvo, maldito…
Stephen se levantó con un suspiro. Estaba completamente vestido, aunque tenía los pantalones y la camisa bastante arrugados.
- Esperad un momen…
Laszlo se lanzó hacia él con un grito de furia, y a pesar de que Stephen era más alto y corpulento, el súbito ataque hizo que perdiera el equilibrio y que cayera al suelo. El dosel de la cama se sacudió por el impacto.
Laszlo empezó a soltar imprecaciones mientras luchaba con su adversario. Maldijo el aire que respiraba Stephen, el suelo que pisaba y el color de su hígado, puso en duda la virtud de su madre y la virilidad de su padre, y lo comparó a algo enganchado al eje de un carro.
Mientras las imprecaciones seguían sucediéndose. Jillie le lanzó una mirada implorante a Juliana, pero ésta negó con la cabeza para indicarle que no interviniera. Laszlo ya había soportado bastantes insultos como para tener que aguantar que le venciera una mujer desarmada.
Al ver que el cíngaro empezaba a aporrear a Stephen en la cabeza, lo agarró de los hombros e intentó apartarlo.
- ¡Laszlo! Por favor, Laszlo…
- ¿Qué?
Cometió el error de alzar la mirada hacia ella, y Stephen aprovechó para apartarlo de golpe y sujetarlo contra el suelo. Laszlo se debatió con furia, y su rostro barbudo empezó a enrojecer por el esfuerzo.
- No sabía que dormir contigo era tan peligroso, baronesa -masculló Stephen entre dientes. Se volvió hacia Laszlo, y le dijo con calma-: Creo que la dama desea que os rindáis.
- He venido a mataros, ¿por qué creéis que voy a rendirme?
- Porque si no lo hacéis, voy a tener que lastimaros.
- ¡Ja! -le contestó Laszlo con indignación.
- Y porque soy el esposo de Juliana -le dijo Stephen, con voz pesarosa.
Stephen estaba sentado en su despacho delante de Laszlo, que permanecía de pie por testarudez. Le ofreció una copa, y al ver que el cíngaro la miraba con suspicacia, le dijo:
- Es malvasía, un vino dulce de Madeira. Os gustará.
- Es un maldito brebaje gajo -murmuró, antes de beberse la copa de golpe y de secarse la boca con la manga de la camisa.
Stephen sintió un latigazo de tensión en el cuello. Los dos estaban observándose con cautela, sopesando el poder y la fuerza del adversario.
- No hace falta complicar este asunto de forma innecesaria, Laszlo.
El cíngaro se metió el pulgar en el ancho fajín de seda que llevaba, y sus dedos sucios rozaron el mango de un cuchillo.
- Habladme de vos, gajo.
- Me llamo Stephen de Lacey -no añadió su título, porque estaba convencido de que no iba a impresionar al cíngaro-. Y vos sois Laszlo. ¿Soléis irrumpir en aposentos ajenos como un padre furioso?
El desconocido se irguió con orgullo, sacó pecho hasta llenar por completo el chaleco bordado que llevaba, y alzó aún más su nariz aguileña.
- Sólo me comporto como un padre furioso por Juliana.
Stephen parpadeó ante aquella nueva información… al parecer, aquel hombre era el padre de su esposa.
Más allá de la ventana, el sol matinal se ocultó tras unas nubes bajas. El despacho se llenó de sombras, y los ojos del cíngaro se volvieron tan oscuros como un pecado mortal.
Cualquier esperanza que hubiera podido tener sobre la sinceridad de Juliana se desvaneció de inmediato. Era obvio que había mentido al decir que era hija de un noble ruso.
Miró a Laszlo para intentar encontrar algún parecido, pero sólo vio contrastes. Aquel hombre tenía unas mejillas altas y huesudas, y las de la muchacha eran tersas y dulcemente redondeadas. El pelo de Laszlo era hirsuto, y a pesar de que estaba salpicado de gris, en otros tiempos había sido negro. El de Juliana tenía un profundo tono castaño rojizo. Y en cuanto a los ojos… los de Juliana eran de un verde cristalino, y no se parecían en nada a los de Laszlo.
- Debe de haber salido a su madre -comentó.
El cíngaro alzó la barbilla, y su tupida barba puntiaguda se balanceó hacia delante.
- Sí, en todos los sentidos.
Stephen supo instintivamente que aquellas palabras contenían un significado oculto.
- De modo que Juliana es vuestra hija… ¿por qué huyó de vos? -apretó el puño, y le preguntó con voz tensa-: ¿Acaso la maltratabais?
- ¡No! Jamás le pondría la mano encima.
- Y aun así, se alejó de vos. La atrapé cuando intentaba robar mi yegua.
- ¿La atrapasteis? Vaya, está claro que se le olvidó todo lo que le enseñé.
Stephen suspiró con impaciencia. Era inútil intentar discutir con aquel forastero iracundo, era un rasgo que había heredado su hija.
- ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
- Juliana dejó pistas.
- ¿Qué tipo de pistas? -le preguntó, ceñudo.
- Nosotros las llamamos vurma, son señales que se dejan a lo largo del camino.
- ¿Trozos de tela, hilos y pelo? ¿Cosas así?
Laszlo agarró la jarra que había sobre la mesa, y se sirvió otra copa de malvasía antes de contestar.
- Exacto.
De modo que por eso se había acercado tanto a los setos durante todo el camino, por eso había dejado que se le rasgara el vestido. Era una mujer muy astuta, debería haber sabido que no podía confiar en ella.
- Tendría que haberse casado con Rodion, el capitán de la kumpania -Laszlo observó a Stephen con atención, como si estuviera intentando leerle como a un mapa.
- En ese caso, seguramente se marchó para escapar de ese matrimonio. Vuestra gente permite que las mujeres decidan si quieren casarse o no, ¿verdad?
- Sí, si tienen las ideas claras -Laszlo sacudió la cabeza, y dio la impresión de que por un momento se le olvidaba dónde estaba-. Juliana siempre está soñando, no deja de planear su regreso.
- ¿Adonde quiere regresar?
- A su hogar gajo.
- Creía, que habíais dicho que erais su padre.
- Habéis sido vos el que lo ha dicho.
- Y vos no lo habéis negado.
Laszlo agarró un caballo de hojalata, y observó ceñudo las articulaciones móviles. Stephen lo había inventado para entretener a los hijos de los arrendatarios.
- ¿Y bien?, ¿lo sois? -le preguntó con impaciencia.
- ¿El qué? -le dijo, mientras jugueteaba con el resorte que ponía en marcha el mecanismo del caballo.
- ¡El padre de Juliana! -la voz de Stephen reflejaba la frustración que sentía.
- ¿Y vos sois su marido? -Laszlo dejó a un lado el juguete, y al ver que echaba a andar por encima de la mesa hasta caer al suelo, gritó sobresaltado y retrocedió mientras murmuraba algo y hacía signos para mantener alejado al demonio.
Stephen tuvo que contener una sonrisa, y comentó:
- Nos casamos por orden del rey.
- ¿Por qué ordenó algo así el rey gajo?
Stephen respiró hondo. No quería insultar a Laszlo admitiendo que el matrimonio con Juliana era un castigo que le había impuesto el soberano.
- Es una larga historia -dijo al fin.
- Pero no habéis perdido el tiempo a la hora de acostaros con ella.
Stephen recordó la suavidad del cuerpo de Juliana apretado contra el suyo, su dulce aroma, lo mucho que la había deseado, y se dijo que era un tonto. Seguro que todo aquello formaba parte del plan de la cíngara, sin duda quería seducirlo para que el matrimonio no pudiera anularse.
- Eso no es de vuestra incumbencia, Laszlo.
- Para que sea vuestra esposa, hay que celebrar la plotchka -dijo el cíngaro con firmeza.
- ¡No, Laszlo! -exclamó Juliana desde la puerta.
Su doncella la había peinado con maestría: le había echado el pelo hacia atrás, se lo había sujetado con peinetas, y había dejado que la melena le cayera a la espalda. Stephen no pudo evitar imaginarse acariciando aquellos largos mechones, tal y como había hecho la noche anterior.
Pavlo irrumpió en el despacho de repente y se lanzó entusiasmado hacia Laszlo, que se echó a reír y empezó a rascarle las orejas.
- Laszlo, no habrá ninguna plotchka -le dijo Juliana, mientras se cruzaba de brazos.
Stephen se quedó mirándola en silencio. Cada día estaba más bella. Se preguntó de dónde habría sacado aquel vestido en un vivido tono azul, porque Meg nunca había tenido algo tan llamativo.
- ¡No estarás casada de verdad hasta que no celebres la ceremonia, Juliana! -le gritó Laszlo mientras hacía bajar al perro, que seguía entusiasmado.
- ¡Exacto! No quiero casarme de verdad -le dijo ella, antes de empezar a hablar a toda velocidad en su lengua extranjera.
Laszlo le respondió con la misma premura mientras hacía un gesto imperioso con el dedo, y cuando ella alzó la barbilla para contestar, él se mantuvo inflexible y acabó la discusión con un sonoro grito.
Juliana empalideció de forma visible, y sus ojos reflejaron una profunda angustia. Miró al uno y al otro, y dio la impresión de que se le encogían los hombros.
A pesar de que Stephen no había entendido lo que habían dicho, se dio cuenta de lo atormentada que estaba, y por una vez no se cuestionó la necesidad que sentía de reconfortarla.
- ¿Qué os habéis dicho, Juliana? -le preguntó con voz suave.
- Yo le he dicho que el rey ordenó nuestro matrimonio a modo de broma y que vamos a conseguir la nulidad, pero se niega a escucharme. Dice que le he avergonzado, que he avergonzado al hombre que lo arriesgó todo para protegerme.
- ¿Qué es una plotchka?
- Una ceremonia matrimonial romaní.
- ¿Eso es, todo?
- ¿Qué queréis decir con eso? -Laszlo dejó su copa sobre la mesa con un sonoro golpe, y le espetó-: ¿Acaso sois tan noble y de alcurnia tan elevada, que el orgullo de un cíngaro os trae sin cuidado? ¿Sois un hombre tan importante, que no soy más que estiércol bajo vuestras botas?
Stephen se sintió avergonzado por su propia desconsideración. Por el amor de Dios, se había vuelto tan intolerante como el rey.
- Soy muy consciente de lo frágil que puede ser el orgullo de un hombre, jamás se me ocurriría pisotear el de otro.
- En ese caso, acceded a celebrar la plotchka.
- Nuestro matrimonio sólo es nominal -Stephen no habría sabido decir por qué, pero sus propias palabras le dolieron-. Anoche no pasó lo que creéis, Juliana tuvo una pesadilla y yo la consolé. Nada más.
Por primera vez, Stephen vio una expresión de aprobación en los ojos de Laszlo. Para que el cíngaro no se hiciera una idea equivocada, se apresuró a añadir:
- Pienso darle a Juliana su libertad en cuanto el rey se canse de su estratagema.
- Así que os desharéis de ella como si fuera un caballo cojo cuando ya no os sirva, ¿no?
- ¡Por el amor de Dios, estoy intentando ayudarla! Ni ella ni yo queremos seguir casados -se volvió hacia Juliana, y le preguntó-: ¿Verdad que no?
Ella entrelazó los dedos, y la palidez de sus manos contrastó con el profundo tono azul del vestido.
- Lo que quiero es complacer a Laszlo, se decepcionó mucho cuando me negué a casarme con Rodion. Fue el único que me protegió cuando los asesinos intentaron acabar conmigo, dejó a su familia por mí y defendió mi honor contra todo aquél que quiso arrebatármelo.
- No esperaría menos de un padre -le dijo Stephen.
Juliana pareció recuperar todo su orgullo, y miró a Laszlo con una expresión de afecto ferviente.
- No es el hombre que me engendró, pero ha sido mi padre durante los últimos cinco años.
Stephen no sabía qué creer. Se preguntó si todo aquello era una farsa para engañarlo, pero en ese caso, ¿qué propósito podía tener? ¿Que una cíngara taimada consiguiera un marido de la nobleza? Además, ¿por qué era incapaz de ver una mentira cuando contemplaba el rostro orgulloso y bello de su esposa?
- De modo que quieres que se celebre esa… plotchka.
- Es mi obligación para con Laszlo -le dijo ella, sin revelar lo que opinaba realmente.
Stephen estuvo a punto de negarse, pero cometió el error de seguir mirándola y alcanzó a ver demasiado… el temblor casi imperceptible de su barbilla, y el brillo diamantino de una lágrima que ella se apresuró a disimular parpadeando.
Y entonces cometió el error definitivo: recordó de nuevo lo que había sentido al tenerla abrazada durante toda la noche.
- ¿En qué consiste la ceremonia? -se oyó preguntar como un necio.
En ese momento se dio cuenta de que él, el barón de Winberleigh, estaba comportándose como un títere en manos de un par de cíngaros. Se dijo que se trataba de una ceremonia pagana, y que por lo tanto no sería legal. No tenía nada de malo acceder a la petición de Laszlo, porque después no sería ningún impedimento para la anulación.
- En primer lugar, hay que reunir a toda la kumpania -dijo el cíngaro con satisfacción. Era obvio que intuía que la victoria estaba en sus manos.
- Habéis venido solo, no hay otro cíngaro en kilómetros…
- ¡Lord Wimberleigh! -el grito lleno de horror reveló la llegada de la oronda Nance Harbutt. Apretó la espalda contra la jamba de la puerta, y su papada y sus senos temblaron al unísono mientras fijaba la mirada en Laszlo-. ¡Cielos, hay otro!
Stephen empezó a perder la paciencia, y cerró los ojos por unos segundos antes de decir:
- ¿Qué sucede, Nance?
- ¡Los cíngaros nos invaden, mi señor! -la mujer se abanicó el rostro con el borde del delantal, y añadió-: Me lo ha dicho el hijo del velero, que ha venido a entregar un pedido… por cierto, las velas que nos ha traído son de mala calidad y grasientas, estoy segura de que apenas tienen cera de abeja. Por no hablar de las mechas, que…
- Muy bien, de acuerdo. Ya hablaremos más tarde de las velas. Nance. Así que el muchacho ha visto a unos cíngaros, ¿no?
Laszlo y Juliana intercambiaron una mirada llena de diversión.
- Sí, un montón de granujas mugrosos, mi señor -se llevó una mano regordeta a la frente, y añadió-: Están por todas partes, vienen directos a la casa en una larga procesión por el camino de Chippenham -se detuvo a tomar aliento por un segundo, y continuó diciendo-: Seguro que vienen a saquearnos. Será mejor que las madres escondan a sus hijos, porque es de todos sabido que los cíngaros roban a los niños -le lanzó una mirada furibunda a Laszlo, como desafiándole a que la contradijera.
- ¿Para qué querríamos robar niños?, ya tenemos los nuestros.
Nance soltó el delantal, y se llevó las manos a las caderas.
- ¡Ja! Mi señor, será mejor que nos pongamos en guardia antes de que…
- Nance… -le dijo Stephen, con la paciencia que siempre tenía con ella.
- Esos tunantes llegarán de un momento a otro…
- ¡Nance!
- Decidme, mi señor.
- Creo que tienes razón, los cíngaros se acercan -le dijo él con voz suave.
- ¡Dios mío! -empezó a sacudir el delantal con vigor renovado-. ¿No os he dicho que esos ladronzuelos, esos renegados…?
- No vienen a robar niños ni vajillas, Nance.
- Entonces, ¿qué…?
Stephen miró a Juliana, cuyo rostro resplandecía de anticipación, y dijo con voz suave:
- Mi querida Nance, vienen a presenciar mi boda.
- Disculpad mi pregunta, mi señor, pero… ¿por qué? -dijo Kit, mientras retrocedía un poco para comprobar que la ropa de Stephen estaba perfecta.
Stephen examinó las mangas acuchilladas de terciopelo del jubón, que dejaban ver las de la camisa a través de las aberturas, y contestó con calma:
- He pensado que era apropiado lucir ropa festiva, ya que nuestros invitados se toman muy en serio esta ceremonia. ¿Crees que tendría que haberme puesto el jubón morado?
Kit frunció el ceño, y le dijo:
- Sabéis muy bien que no me refiero al traje, mi señor. ¿Por qué habéis aceptado participar en esta ceremonia pagana? ¡Es una locura!
«Sí, al igual que lo que siento por mi esposa». Stephen apretó los labios con determinación. No estaba dispuesto a admitir cuánto anhelaba complacer a Juliana y borrar el tormento que veía en sus ojos, así que se pasó una mano por su pelo recién lavado y dijo:
- Mi joven amigo, a veces vale la pena ceder un poco. Si me hubiera negado, Laszlo habría hecho que su gente les hiciera la vida imposible a los aldeanos. Es mejor celebrar su ceremonia pagana y que se marchen cuanto antes.
- ¿Y qué me decís de la baronesa, mi señor? ¿Se irá con ellos?
- No -a Stephen le habría gustado poder sacar a Juliana de su vida para no tener que enfrentarse a lo que sentía por ella, pero sabía que era demasiado pronto. El rey aún estaba saboreando la treta que le había jugado-. Me temo que los cíngaros esperarán que me la quede después de la plotchka.
Kit se ruborizó, y empezó a buscar en un arcón labrado el mejor sombrero de su señor.
- ¿Te complace todo esto? -le preguntó Stephen con voz pétrea, al verle sonreír.
- No soy quién para hablar sobre la señora, ni sobre vuestras… circunstancias.
- No serías digno hijo de tu padre si no hablaras abiertamente, Kit.
El muchacho se incorporó con el sombrero en la mano, y no intentó ocultar su sonrisa.
- Después de que Jillie la peinara y la vistiera con ropa adecuada, me di cuenta de que la baronesa es realmente… -se interrumpió de golpe, y alzó la mirada hacia el techo como buscando la palabra adecuada entre las vigas.
- ¿Realmente qué? -Stephen observó al muchacho secretamente fascinado, como siempre. Jonathan Youngblood no tenía ni idea del regalo que le había hecho al mandarle a su hijo.
- No sé cómo explicarlo -Kit empezó a tirar de los escasos pelillos que le salpicaban la barbilla, y añadió-: Tiene algo que… es…
- ¿Atractiva? -Stephen podía defenderse de una mujer atractiva, era un especialista en esas lides.
- No, mi señor, ésa no es la palabra.
- ¿Bella? -la belleza era un peligro más grande, pero no infranqueable.
- Eso podría decirse a primera vista, pero es mucho más que eso.
Stephen tuvo ganas de decirle que no estaba bien observar con tanta atención a la esposa de otro hombre, pero se le formó un súbito nudo en la garganta y fue incapaz de articular palabra. A pesar de que Kit ya casi era un hombre, aún no dominaba el arte más masculino… el engaño.
- No es simplemente bella, mi señor -siguió diciendo el muchacho, con completa honestidad-, es… luminosa. Sí, brilla con una luz propia, es algo mágico -satisfecho con su explicación, le dio el sombrero de terciopelo. La prenda tenía una pluma de faisán sujeta al borde con un broche de plata.
Stephen la agarró con manos entumecidas. Kit acababa de decir la verdad con la ingenuidad típica de alguien tan joven, era cierto que Juliana tenía algo especial. Si fuera atractiva, o simplemente hermosa, no le habría resultado difícil mantener las distancias, pero la luminosidad y la magia eran harina de otro costal.
Jamás se había enfrentado a tales peligros, y mientras Kit le sujetaba una espada al cinturón, se sintió como si estuviera preparándose para entrar en batalla… y de hecho, así era.
Los cíngaros habían acampado con la eficiencia y la rapidez habituales en la zona este de la finca. Las caravanas y los animales estaban al amparo de una arboleda, y había una hoguera encendida en medio de un claro junto al río Avon.
Juliana estaba rodeada de mujeres en el interior de una especie de pabellón creado a partir de unas largas telas. La privacidad de la novia se guardaba con celo antes de la plotchka.
- Estate quieta, voy a ponerte un poco de brillo -le dijo Leila, una de las mujeres mayores del clan. Con movimientos delicados, le colocó un fino aro de oro en la nariz.
Juliana contuvo una sonrisa. Su marido pensaba que era rara, pero aún no había visto nada.
- Y ahora, el collar de monedas -le dijo Mandiva.
Siguiendo la tradición, las mujeres habían recogido una moneda de cada hombre del clan, para que Juliana le llevara a su futuro marido un regalo de buena fe de cada uno de ellos.
Recorrió las monedas con la punta de los dedos, y al ver un noble de oro, supuso que procedía de Laszlo. Se sentía culpable al aceptar dinero por un matrimonio que era una farsa, pero la alternativa era dejar que Laszlo se sintiera deshonrado, y no podía permitir tal cosa.
- ¿Rodion también ha contribuido? -le preguntó a Mandiva.
- Aún no, pero le daré un buen pescozón si pone algún impedimento.
- ¡Maldita sea, dejadme pasar!
Al oír aquellas palabras que procedían del exterior de la tienda, Juliana les lanzó una mirada de disculpa al resto de mujeres y se asomó al exterior. Jillie Egan estaba abriéndose paso entre un grupo de hombres y niños como una barcaza vikinga navegando a toda vela.
Los pequeños se quedaron mirando sobrecogidos a aquella giganta, y uno de ellos incluso la confundió con la bruja de una antigua leyenda romaní.
- ¡Es Joffanka!
Un hombre agitó ante ella una ristra de ajos, ya que era un método infalible para lograr que desapareciera una hechicera, pero Jillie se la quitó de las manos, la olió como si nada, y se la devolvió antes de decir:
- Gracias, pero ya he comido.
Cuando otro hombre agitó delante de ella un amuleto hecho a base de huesos de murciélago, gritó:
- ¡Bu!
Los cíngaros retrocedieron de inmediato, y la miraron con cautela.
- Una hechicera que no teme a los amuletos debe de ser muy poderosa -susurró alguien.
- Dejadla pasar, es una amiga -les dijo Juliana.
Leila y Mandiva protestaron un poco, pero la dejaron pasar y la miraron con suspicacia antes de marcharse.
- ¡Estáis preciosa, mi señora! -exclamó Jillie, al verla ataviada con la falda de seda y el corpiño que le habían prestado, con el anillo en la nariz y el collar.
- ¿Lo dices en serio? -le preguntó, sonriente.
- Por supuesto, aunque la verdad es que la vestimenta es un poco extraña -bajó la mano, y rozó la corona que sostenía el velo-. ¿Qué es esto?
- Una corona de trigo para tener prosperidad, de romero para el recuerdo, y de lavanda para el amor. Es la tradición.
Jillie asintió con aprobación mientras contemplaba el pelo de Juliana, que caía libre bajo el velo y le llegaba a la altura de las rodillas.
- Se supone que Stephen no debe verme la cara hasta que hayamos intercambiado los votos -le dijo Juliana, mientras echaba hacia delante el velo de gasa.
- Pues ya es un poco tarde para eso, os ha visto la cara y mucho más -la doncella sonrió de oreja a oreja-. Sólo queda esperar al novio -comentó, antes de salir del pabellón.
Al ver que se colocaba junto a la hoguera con los brazos en jarras y una sonrisa resplandeciente, Juliana sintió una oleada de afecto por ella. La mayoría de los criados de Stephen temblaban de miedo y cerraban las ventanas para protegerse de los cíngaros, pero Jillie estaba encantada con la novedad de aquellos visitantes tan particulares. No había salido nunca del condado, a lo mejor los cíngaros podrían enseñarle cómo era el mundo.
Laszlo entró en el pabellón al cabo de un momento, y su expresión se suavizó al verla.
- Mírate… -le dijo en ruso, la lengua que utilizaban cuando estaban a solas-. Huí de Nóvgorod con una huérfana asustada, ¿cuándo te convertiste en una mujer?
Juliana sonrió tras el velo, y le dijo:
- Lo hice en secreto, cuando no estabas mirando.
- ¿Y cuándo empezaste a tomar tus propias decisiones? ¿Por qué huiste, Juliana? ¿En qué estabas pensando?
- En mi futuro -le dijo ella, mientras se perfumaba con un poco de agua de rosas que le había dado Mandiva-. Intenté decírtelo, pero no me escuchaste. No podía casarme con Rodion.
- Creí que sería lo mejor, que ya era hora de que te centraras y formaras parte de la kumpania.
- Sabes tan bien como yo que nunca fui parte de la kumpania, Laszlo. Si me hubiera casado con Rodion, habría tenido que renunciar a mis planes de vengar la muerte de mi familia.
- Eso es un sueño que deberías olvidar. Nóvgorod está a un mundo de aquí, no hay forma de regresar.
- Pues yo creo que sí que la hay, y ahora más que nunca -le dijo ella, mientras sujetaba el broche al centro del corpiño.
- ¿Con ese gajo imberbe y paliducho?, ¿cómo?
- Aún no lo sé, pero encontraré la forma. Aunque ninguno de los dos quería, Stephen y yo somos marido y mujer, y es un noble del reino.
- ¿Por qué ha sido incapaz de encontrar una esposa inglesa?, ¿qué es lo que le pasa?
- No lo sé -Juliana pensó en el taciturno lord Wimberleigh, en el dolor que brillaba en sus ojos, en el tono ronco de su voz cuando hablaba de cosas que le llegaban al corazón-. Creo que algún día lo averiguaré.
Laszlo la tomó de la mano, y le dijo:
- He sido tu padre durante cinco años. Hemos recorrido muchas millas, y hemos visto un sinfín de portentos. Al principio me resultabas muy extraña… eras una princesa gaja que huía para salvar la vida, tan indefensa como una niña en una tormenta de invierno… pero has cambiado, Juliana. Te has hecho fuerte y firme como un árbol capaz de enfrentarse a las ventiscas de las estepas. Aprendí a ver lo que había dentro de tu corazón, y descubrí que no era tan diferente del de un cíngaro. Eres una gaja y siempre lo serás, pero por encima de todo eres una mujer… eres Juliana.
Ella lo miró con los ojos inundados de lágrimas, contempló desde detrás del velo aquel rostro tan querido y dolorosamente familiar.
- Has sido muy bueno conmigo, Laszlo. Cuando venza a los asesinos de mi familia, te recompensaré.
Él le soltó la mano, y le dijo:
- Te aferras a la idea de volver, a tus ansias de venganza. ¿No ves que es imposible, pequeña? Escribiste mensajes frenéticos a la familia de tu prometido, Alexei Shuisky. Yo mismo los envié por los canales que conocía, y con un poco de oro para acelerar su camino.
Juliana recordaba aquellos mensajes. Cuando Laszlo y ella habían llegado a una distancia prudencial de Nóvgorod, habían contactado con cuatro mensajeros. Cada uno de ellos había recibido un botón de plata y granate de su manto, además de la promesa de que, si el botón llegaba a los Shuisky en Moscovia, la poderosa familia de boyares añadiría una generosa recompensa.
- La familia de Alexei no vino a por mí, a pesar de que en los mensajes los informaba de nuestro viaje y nuestro destino -dijo en voz baja.
- Han pasado cinco inviernos, Juliana. Estaba escrito que las cosas sucedieran así. Tu destino está aquí, con la gente que se ha convertido en tu familia.
Juliana contempló las formas que la luz de la hoguera proyectaba sobre la tienda, y por un instante estuvo de vuelta en el establo de su padre, con la mano extendida hacia Zara. «Veo sangre y fuego, pérdida y reencuentro, y un amor tan enorme, que no puede ser destruido ni por el tiempo ni por la muerte».
- No -dijo con firmeza, mientras apoyaba los dedos en la manga de Laszlo-. Me has tratado muy bien, pero tenía que marcharme. No podía quedar atrapada siendo la sirvienta de Rodion. Puede que hiciera mal al irme sola, pero tenía que hacer algo. No te conté mi plan porque sabía que no estarías de acuerdo.
- ¡Claro que no!
- No debo seguir tu sueño, sino el mío -acarició su rostro sombrío, y añadió-: ¿Por qué me miras así?, ¿crees que lo que quiero es exagerado?
- A lo mejor quieres cosas equivocadas.
- No te entiendo.
Él señaló el rubí del broche, y le dijo:
- Sangre, promesas, y honor. No me gusta que vivas por y para la venganza, tus anhelos son como un veneno que va actuando poco a poco. ¿Cuándo vivirás tranquila y satisfecha?
- Cuando recupere todo lo que perdí.
- ¡Ah, claro! -Laszlo alzó las manos con exasperación-. ¿Acaso crees que podrás resucitar a tu familia derramando la sangre de otros? ¿Piensas recuperar tu honor haciendo que tu alma arda hasta quedar hecha cenizas por una meta imposible?
- Sí, si es necesario -le dijo con decisión.
Laszlo agachó la cabeza, y comentó con pesar:
- Creía que habías encontrado la paz, pero a lo mejor hay cosas que un cíngaro no podrá llegar a entender jamás sobre los gaje.
Juliana sintió una oleada de tristeza. Laszlo le había dado todo lo que estaba en sus manos, pero sabía que no era bastante. Se odiaba a sí misma por querer… por necesitar… más de lo que podían ofrecerle los cíngaros.
Al oír que fuera del pabellón empezaban a sonar gaitas y tambores, Laszlo alzó una mano y le dijo:
- Ha llegado el momento de que salgas a recibir a tu esposo. Quizás él pueda darte lo que yo no he podido… o quizá pueda enseñarte lo que yo no he sabido inculcarte.
- ¿A qué te refieres?
- Al valor de ser simplemente Juliana -la besó en la frente, y añadió-: Quiero que dejes de pensar en el honor familiar, en la venganza e incluso en la justicia, y que disfrutes siendo tú y sólo tú.
Juliana pensó en Wimberleigh, en sus silencios melancólicos e impenetrables, en su carácter sombrío, y dijo:
- Dudo que mi marido pueda hacer lo que has dicho, Laszlo -lo tomó de la mano, y salieron del pabellón.
- ¿Qué demonios estoy haciendo aquí? -se preguntó Stephen en voz alta, por encima de la música de las gaitas y los tambores.
- Casándoos de nuevo -le dijo Kit, que estaba junto a él en el borde del círculo de luz que creaba la hoguera.
- No alcanzo a entender por qué accedí a esto, debí de perder la razón momentáneamente.
- Lo hacéis para complacer a vuestra esposa -al ver pasar a una muchacha cargada con un cesto de pan que lo miró sonriente, el muchacho se humedeció los labios y comentó-: Cualquier hombre haría lo mismo.
- Tienes razón -Stephen se dijo que iba a participar en aquella ceremonia pagana para aplacar a Laszlo, y para conseguir que los cíngaros se marcharan cuanto antes-. En fin, será mejor que empecemos -dijo, antes de entrar en el círculo de luz.
Vestía sus mejores calzas, su jubón más elegante, y unas botas procedentes de Córdoba. Llevaba en la mano una botella de moscatel envuelta en seda y engalanada con un collar de monedas de oro.
Cuando Laszlo apareció en el extremo opuesto de la hoguera, la música de las gaitas y los tambores fue perdiendo intensidad hasta alcanzar una cadencia baja y constante. El cíngaro estaba flanqueado por dos hombres, y tras él avanzaban tres mujeres. La que iba en medio, cubierta con un velo que le daba un aire de misterio, era sin duda Juliana.
Stephen se tensó de inmediato. Se dijo que aquello era una locura, que su alma acabaría ardiendo en el infierno por participar en aquel ritual pagano… aunque aquello daba igual, porque hacía mucho que estaba condenado. Cometer herejía con unos cíngaros era un pecado menor en comparación con los otros.
Un cíngaro de tez morena ataviado con unos pantalones bombachos de color rojo y un chaleco verde decorado con cascabeles pasó de repente junto a Laszlo, y fijó su mirada furiosa en Juliana.
- Debe de ser el tal Rodion, mi señor. El hombre del que huyó vuestra esposa -susurró Kit.
- ¿Cómo sabes todo eso, muchacho? ¿De dónde has sacado esos chismorreos? -le preguntó Stephen con irritación.
Kit no contestó, no hizo falta. El guiño que le hizo a la joven cíngara que le había sonreído antes fue explicación suficiente.
- ¡Es mi mujer! -exclamó Rodion, con voz potente.
- Dios del cielo -Stephen no había contado con tener que lidiar con un amante despechado.
Rodion agarró a Juliana del brazo, y le dijo:
- Ven, muchacha. Rodion te enseñará a no huir de tu prometido.
Sin importarle la multitud que los rodeaba, la atrajo hacia sí de repente, echó hacia atrás el velo, y la besó con pasión mientras hundía los dedos en el pelo de Juliana.
Stephen se quedó petrificado, y fue incapaz de apartar la mirada. Al ver tanto la sensualidad descarnada y elemental del beso como el aire de agresión sexual que emanaba de Rodion, se quedó inmóvil con una sensación de deseo insatisfecho; de repente, fue dolorosamente consciente de que se había negado a sí mismo lo que Rodion estaba tomando de forma tan abierta.
La protesta gutural de Juliana avivó su tormento. Sería una gata salvaje y excitante en manos de un amante, muy distinta a…
- ¡Maldito seas! -tras gritar aquellas palabras, Juliana apartó al cíngaro con un súbito empujón.
Kit le dio un codazo a Stephen, y le dijo:
- ¡No podéis permitir que ese canalla trate así a la señora!
Después de mascullar una imprecación, Stephen le dio la botella de vino al muchacho y fue hacia Rodion, que estaba alargando las manos hacia Juliana de nuevo. Le dio unas palmaditas en el hombro, y el cíngaro se volvió y lo miró con expresión ceñuda.
- Vaya, aquí está el novio gajo. No podíais encontrar una yegua propia que pudierais montar, ¿verdad?
- Si os oigo decir una palabra, una sola palabra más, esparciré vuestros pedazos por todo Avon. ¿Está claro?
- Caramba, escuchad al ga…
- Eso es más de una palabra -después de soltar un profundo suspiro de resignación, le dio un puñetazo en la cara, y saboreó el dolor que sintió en los nudillos debido al impacto.
Rodion trastabilló, y se habría caído al suelo si Jillie Egan no lo hubiera sujetado a tiempo.
Stephen miró a Laszlo, que estaba sonriendo de oreja a oreja, y murmuró:
- Sigamos con la ceremonia.
Fue a colocarse de nuevo en su puesto, en el otro extremo de la hoguera. Al pasar junto al ceñudo Rodion, se dijo que ojalá que el cíngaro se hubiera quedado con Juliana, pero en cuanto aquel pensamiento se formó en su mente supo que estaba intentando engañarse a sí mismo.
El paseo semicircular alrededor de la hoguera le pareció eterno. Notó con una percepción fuera de lo normal el crepitar del fuego, el olor de la hierba quemada, el sonido de un tambor, sutil y constante como el latido de un corazón.
En el lado opuesto del círculo se encontró con Laszlo, y le ofreció el vino y las monedas a cambio de una esposa que no quería. Se colocó delante de Juliana, y quedaron separados por un pequeño montículo de rocas apiladas en el suelo.
Su esposa tenía un aspecto exótico y enigmático tras el velo, y olía a rosas y a misterio. La luz del fuego bañaba su silueta menuda, y por un momento iluminó sus ojos brillantes y llenos de incertidumbre a través de la gasa.
- Ahórrate el teatro, princesa. Estás consiguiendo justo lo que querías -le dijo en voz baja.
Ella ladeó la cabeza con altivez, y le contestó con voz acaramelada:
- Que yo recuerde, no quería un asno insensible.
Laszlo alzó un trozo curvado de teja que seguramente había robado de algún tejado. Stephen sabía que tenía que romper junto a Juliana un trozo de tierra quemada, aunque no entendía el simbolismo de aquel acto.
Los dos pusieron una mano sobre la teja, y la alzaron juntos. Stephen la miró… aquella mujer era una ilusión velada, una cíngara seductora, el precio que tenía que pagar por mantener sus secretos.
En un súbito movimiento, golpearon la teja contra el montículo de rocas. Cuando la teja se rompió, Laszlo gritó una orden, y las dos mujeres que flanqueaban a Juliana se adelantaron con el cesto de pan.
Siguiendo las instrucciones que Laszlo le había dado con anterioridad, Stephen partió en dos la hogaza de pan y le entregó una mitad a cada mujer.
La siguiente parte del ritual le ponía nervioso, porque le parecía algo muy pagano. Algunos hombres habían muerto en la hoguera por menores ofensas.
Juliana se llevó la mano al broche, y dio un tirón. La parte cruciforme superior se separó de la inferior enjoyada, y la pequeña daga relució bajo la luz del fuego.
- Alarga la mano -le susurró detrás del velo.
El sonido de los tambores fue ganando intensidad, el ritmo se aceleró. Stephen alargó la mano, pero apenas sintió el corte de la daga en la palma, apenas notó cómo manaba la sangre. Se mantuvo distante, ajeno a lo que pasaba, mientras veía cómo una sola gota caía sobre el trozo de pan que sujetaba una de las mujeres.
Vaciló por un instante cuando Juliana le dio la daga y alargó la mano hacia él. Su piel era tan suave, tan pálida… no quería hacerle daño a aquella mujer.
Ella soltó un pequeño sonido de impaciencia, y alzó la mano hacia la hoja del arma. La sangre empezó a brotar del corte, y las gotitas adquirieron un brillo siniestro al reflejar la luz del fuego mientras una sola de ellas caía sobre el segundo trozo de pan.
- ¿Te encuentras mal, Stephen?
- No.
Ella guardó la daga, y la música fue in crescendo hasta llegar a un ritmo enfebrecido mientras intercambiaban los trozos de pan. Stephen se movía lentamente, como si estuviera atrapado por un hechizo, como si estuviera moviéndose a través de un agua cálida y densa.
Cuando Laszlo le había explicado el rito, le había parecido bastante sencillo, pero se había equivocado. Era tan complejo y misterioso como el corazón humano.
Se llevó el pan a la boca, y comió mientras Juliana hacía lo propio. Había algo profundamente íntimo en el hecho de intercambiar pan ungido con su esposa cíngara. La sensación parecía insoportablemente sensual, y creaba un vínculo con la fuerza invisible de una promesa sellada con sangre. Era como si ella pasara a formar parte de él, como si estuvieran aunándose, como si fuera carne de su carne. Un cuerpo, un corazón, un alma.
Se oyó un gran grito, y los presentes empezaron a aplaudir y a dar patadas en el suelo. Él alzó el velo de Juliana con dedos temblorosos, y se lo colocó detrás de la cabeza.
Sabía que debía de estar tan pálido como ella. Mientras se inclinaba hacia delante poco a poco, se preguntó si le habrían dado alguna poción amorosa, porque le parecía increíblemente hermosa y la deseaba con toda su alma.
Cuando posó las manos sobre los hombros de su esposa, ella alzó la cabeza y lo contempló con una mirada que parecía contener toda la sabiduría del mundo, pero que al mismo tiempo revelaba una inocencia que rompía el corazón. Tenía los labios húmedos y carnosos, entreabiertos, a la espera…
Él tenía intención de rozarle la boca con la suya y acabar de una vez con aquella farsa, pero cuando sus labios se tocaron, un torbellino posesivo le nubló la mente, mezclado con el recuerdo de cómo había probado su sangre, con el ritmo pulsante de los tambores y los cascabeles. Cuando la apretó contra sí se maravilló al sentir aquel cuerpo esbelto y flexible, y la besó con pasión, con la boca abierta, dejando que su lengua la explorara y la saboreara, que buscara un tesoro para el que no tenía nombre.
El sabor dulce de Juliana lo embriagó, la suavidad de sus labios lo abrumó. Sintió una explosión de sensaciones, como si hubiera estado preso durante una eternidad y lo hubieran liberado de golpe.
Cuando ella soltó un pequeño sonido gutural, un gemido de indefensión que era a la vez una súplica, él recobró la cordura y la soltó antes de retroceder. Al ver que se quedaba mirándolo con expresión de aturdimiento, con los labios húmedos y ligeramente hinchados, carraspeó un poco y al final logró decir:
- ¿Ya está? -se volvió hacia Laszlo, y le preguntó-: ¿La ceremonia ha concluido?
El cíngaro lanzó a la hoguera la botella de vino, que se rompió con un fuerte sonido.
- Ahora habrá un banquete, y también baile. Después llevaréis a vuestra esposa al lecho.
La mera idea hizo que a Stephen se le secara la garganta, y el deseo que se había encendido en su interior cuando la había besado se avivó de nuevo. Ardía por ella, de repente estaba lleno de sueños y de deseos que creía muertos desde hacía mucho tiempo. Miró a su esposa, que estaba resplandeciente vestida de seda y perfumada con agua de rosas.
Era lo que todos esperaban de él; si no lo hacía, Juliana se sentiría avergonzada. Todos esperaban que la llevara a la cama, así que iba a tener que cumplir con su obligación.