Capítulo 14

- No quiero ir.

Juliana tomó la manita fría de Oliver, y le dio un pequeño apretón.

- Ya lo sé -se hincó sobre una rodilla, y lo miró a los ojos-. La música suena muy alto, y está llegando mucha gente. Es normal que tengas miedo.

- ¿Quién dice que tengo miedo? -el niño alzó la barbilla con orgullo.

Juliana miró por encima del hombro del niño, y a través de la entrada entreabierta del pabellón vio a Stephen esperando con actitud tensa junto a la hoguera. A pesar de la presencia de Jonathan, Kit, y la gente de Lynacre, daba la impresión de que estaba muy solo. Tenía los hombros tensos, y su rostro iluminado por la luz de la hoguera reflejaba una gran incertidumbre.

- No, es tu padre el que tiene miedo -dijo en voz baja.

El niño giró la cabeza para poder verlo, y comentó:

- ¿Papá?, ¿cómo es posible que tenga miedo? Es el hombre más grande y fuerte de todo Wiltshire.

- Sí, es verdad, pero el hombre más grande y fuerte del mundo puede tener miedo, porque puede amar -Juliana bajó la mirada antes de añadir-: El amor puede hacerte daño, por muy grande y fuerte que seas.

- No lo entiendo -el niño empezó a juguetear con las cintas de su jubón de terciopelo recién estrenado.

- Un día lo entenderás, pero por ahora lo que quiero que entiendas es que tu padre necesita saber que lo quieres, y que quieres que sea tu papá.

- Entonces, ¿por qué no me lo ha dicho sin más?

Juliana se echó a reír, y lo llevó hacia la hoguera; algún día, aquel niño entendería lo que era el orgullo masculino, y probablemente él mismo tendría en exceso. Tomó su rostro entre las manos, y lo giró hacia Stephen.

- Lo está diciendo ahora, Oliver.

El niño miró a su padre a través del fuego. Asintió de aquella forma tan adulta típica en él, y le dio una palmadita en la mano a Juliana. Entonces se mordió el labio, y le preguntó:

- ¿Va a doler?

Ella negó con la cabeza y lo abrazó. «No como tú crees, pequeño. No como tú crees».

El sonido de las gaitas fue ganando intensidad, y el oboe entonó una nota larga que encogía el corazón.

Juliana tomó a Oliver de la mano, y sufrió un momento de duda mientras iban hacia Stephen. El niño seguía estando enfermo, y eso era algo que no podía cambiar ningún rito romaní; sin embargo, ya era demasiado tarde para echarse atrás. En el círculo de luz creado por la hoguera estaban tanto la tribu cíngara como la gente de Lynacre, y delante de todos ellos estaba Stephen… poderoso y vulnerable a la vez, con el rostro serio y bañado por la luz del fuego.

Mientras rodeaba la hoguera y se acercaba a él, se dijo que la ceremonia sólo era un acto simbólico, nada más. La magia tenía que surgir del padre y el hijo.

Cuando se detuvo delante de él, la música bajó hasta adquirir un ritmo suave. Tuvo la impresión de que permanecían inmóviles durante un momento interminable… mirándose en silencio, con Oliver apretado contra sus faldas y ella con la cabeza alzada hacia él, mientras a su alrededor flotaban pequeñas chispas procedentes del fuego.

Cuando posó las manos sobre los hombros del niño, notó aliviada que su respiración era normal. A pesar de que aún tosía de vez en cuando, no había tenido un ataque fuerte en días.

Laszlo colocó una sábana en el suelo entre padre e hijo, alzó la mano para silenciar la música, y dijo en romaní:

- Si este niño es carne de tu carne y sangre de tu sangre, reclámalo.

Al ver que su marido se arrodillaba en la sábana con la mirada fija en su hijo, Juliana se preguntó cómo era posible que hubiera pensado alguna vez que sus ojos azules eran fríos e indiferentes. En ese momento parecían más impactantes que nunca… eran azules como el corazón de una llama, y en ellos brillaban un amor intenso y una profunda esperanza.

- Eres Oliver de Lacey -dijo él, mientras desenfundaba su daga y se hacía un corte en la palma de la mano-. Eres mi hijo. Carne de mi carne, sangre de mi sangre -apretó el puño y lo sostuvo sobre la sábana, para que varias gotas de sangre cayeran sobre la tela blanca.

Juliana sintió que el niño se tensaba, pero que volvía a relajarse al ver que su padre enfundaba de nuevo la daga. Oliver permaneció inmóvil como un soldado mientras Stephen agarraba una punta de la sábana en cada mano, y ella tuvo que contener el impulso de darle un pequeño empujoncito. El niño tenía que ir hacia su padre por su propia voluntad.

- Por favor, hijo -le dijo Stephen, con voz baja y llena de dolor.

Los músicos cíngaros empezaron a tocar de nuevo, y la extraña y sinuosa canción hizo que Juliana se estremeciera. El contrapunto de los oboes y las gaitas, de las guitarras y los tambores, inundaba el aire nocturno, y la melodía era tan misteriosa como el vínculo ineluctable entre padre e hijo.

Oliver avanzó un paso. Stephen lo apretó contra su pecho, lo envolvió con la sábana, y lo abrazó con fuerza.

Los presentes lanzaron vítores de júbilo, y los músicos empezaron a tocar una canción alegre y perfecta para bailar. Stephen alzó a su hijo hacia el cielo, y empezó a girar con él en alto mientras el niño reía encantado.

Juliana recordaría aquel momento durante toda su vida. No olvidaría jamás a padre e hijo riendo juntos, girando sin parar mientras el mundo entero parecía sonreírles.

Ella también sonrió, pero no pudo evitar sentir una punzada de tristeza. Debido a toda la excitación que se había creado por lo de Oliver, Stephen no había vuelto a mencionar el tema de la nulidad, pero ella sabía que su marido tenía los documentos sobre el escritorio, pendientes de su decisión. Y lo peor de todo era que ni ella misma sabía lo que quería… una vida con Stephen en Lynacre, o la posibilidad de descubrir al culpable de los asesinatos de su familia.

Rodion agarró a Jillie de la cintura, y empezaron a bailar. Laszlo hizo una reverencia ante Nance Harbutt, que se ruborizó y se abanicó con el delantal mientras negaba vigorosamente con la cabeza. Cuando el cíngaro se encogió de hombros y empezó a dar media vuelta, la mujer lo agarró del brazo, tiró de él, y se pusieron a bailar. Los que no tenían pareja formaron un corro y empezaron a girar alrededor del fuego.

Juliana lo observó todo con los ojos inundados de lágrimas, mientras una felicidad agridulce le constreñía la garganta. Había aprendido a amar a toda aquella gente, compartía tanto sus alegrías como sus penas, pero aun así permanecía separada de ellos, era una forastera que lo observaba todo desde fuera, porque tiempo atrás había hecho un juramento de sangre y estaba decidida a cumplirlo.

Pero aún no había llegado el momento. Aquélla no era una noche para la venganza, sino para el amor y la curación.

Cuando Stephen se acercó a ella, lo miró con el corazón en los ojos mientras sentía que se le aceleraba el corazón. Oliver estaba subido a hombros de su padre, y cuando éste se inclinó hacia delante para saludarla con una reverencia exagerada, soltó un grito de entusiasmo.

Los tres se unieron al baile entre risas, mientras la luz del fuego bañaba sus rostros.

- Shhh… -Stephen se llevó un dedo a los labios después de tumbar en la cama a Oliver, que ya estaba dormido.

Juliana acarició el pelo del niño, y se inclinó para darle un beso en la frente. Sintió una oleada de afecto y ternura, y vaciló por un momento con la cabeza aún inclinada. Las sombras que reinaban en la habitación en penumbra ocultaron la emoción que se reflejó en su rostro.

Stephen también besó al niño, y las miradas de ambos se encontraron cuando se incorporó.

- Antes sólo le besaba cuando estaba dormido -susurró.

La honestidad de aquellas palabras la conmovió. Mientras tapaba bien al niño, comentó:

- Creo que él siempre supo que le querías, pero tenéis que ir conociéndoos día a día.

- Momento a momento -tomó su mano y se la llevó a los labios antes de añadir-: Así llegué a conocerte a ti, Juliana.

«Te amo». Ella oyó las palabras que su marido no pronunció, la pregunta silenciosa, y le dio la respuesta que sabía que él quería.

- Sí, Stephen.

Él la alzó en sus brazos, y ella apoyó la cabeza en su hombro mientras la sacaba de la habitación pasando por encima de Pavlo, que estaba dormido, y de todos los fantásticos juguetes que había construido para su hijo y que habían quedado olvidados desde que Oliver podía jugar con otros niños.

Juliana sintió una oleada de excitación al ver que iban directamente a la habitación de su marido. Conforme había ido avanzando la velada, se había dado cuenta de que aquella noche iba a pasar algo inevitable. Stephen y ella iban a hacer el amor. La idea había ido abriéndose paso en su mente poco a poco y en secreto, como si él le hubiera susurrado al oído lo que pensaba hacer.

Su marido no había dicho nada, pero el mensaje había quedado claro con cada mirada seductora, con cada roce de la mano en el muslo, con cada sonrisa compartida; aun así, la tomó por sorpresa que la llevara a su propia habitación.

El brillo tenue y anaranjado del brasero se mezclaba con la luz de la luna que entraba por la ventana. Los árboles se mecían bajo la brisa, y sus sombras se proyectaban en el suelo y las paredes. Las finas colgaduras del dosel le daban a la cama un aire de misterio.

Stephen la dejó en el suelo con cuidado, y enmarcó su rostro entre las manos antes de decir:

- Esto es una locura. Dime que me detenga, Juliana.

- Eso sí que sería una locura, mi señor -aún no estaba plenamente convencida de que no estaba soñando.

Con una lentitud deliberada, se quitó el tocado y el pelo le cayó libre por la espalda. Entonces oyó un sonido sordo, y se dio cuenta de que él estaba quitándose el jubón.

- No estás ayudándome en nada, baronesa -le dijo, antes de inclinarse a besarla.

Sus labios la rozaron con suavidad al principio, con la delicadeza de un hálito de viento, y Juliana sintió una calidez placentera que fue bajando desde sus labios por sus pechos y su estómago hasta llegar a su entrepierna.

- Por favor… -se apretó contra él para intentar aliviar la deliciosa presión que se acrecentaba en su interior, y añadió-: Stephen, no quiero que sea como aquella noche en el campo, cuando sólo yo llegué al éxtasis.

Él soltó una carcajada ronca, y le dijo:

- Sería incapaz de conseguirlo. Esta noche estás perdida, querida.

Cuando él profundizó el beso y empezó a explorarla con la lengua, Juliana arqueó el cuello y deslizó las manos por su pecho, que aún estaba cubierto con la fina tela de la camisa.

Inhaló profundamente su aroma masculino y único, que para ella era tan embriagador como un buen vino.

Se le había olvidado lo bueno e inventivo que era con las manos, pero lo recordó de golpe al notar que le quitaba las mangas, que deslizaba los dedos por debajo de los cordones del corpiño y abría la prenda de un solo tirón. En cuestión de segundos le quitó la falda y las enaguas, y la dejó sólo con la camisa interior.

Él apartó la boca de la suya, alzó una mano, y trazó con la punta de un dedo la curva húmeda de su labio inferior. Entonces la tomó de la mano, y la condujo hasta la cama.

- Dios del cielo, eres una bruja -murmuró, cuando ella quedó iluminada por la luz de la luna.

Juliana ladeó la cabeza. Al sentir el peso de su pelo, se alegró de tener algo que pudiera cubrirla un poco.

- ¿Por qué lo dices?

Él posó una mano sobre su seno, la otra en la nuca, y la atrajo con firmeza hacia su cuerpo.

- Lo que me haces sentir debe de ser cosa de brujería, Juliana. No sé de qué otra forma llamarlo.

- Llámalo como quieras -susurró, mientras se acercaba aún más a él.

- ¿Sabes lo duro que ha sido mantenerme alejado de ti?, ¿saber que eras mi mujer y no poder tenerte?

- Sí, creo que tengo una vaga idea -le dijo ella, mientras bajaba la mano hasta su bragueta.

Él gimió al sentir el roce de sus dedos mientras ella le desabrochaba las calzas, y le dijo:

- Sabes que esta noche va a cambiar todo entre los dos, ¿verdad?

Ella no se paró a pensar en el significado que podrían tener aquellas palabras, y le contestó:

- Eso espero -le besó el cuello, y se sintió embriagada con su aroma.

- ¿Por qué dices eso?

- Porque me he enamorado de ti, Stephen de Lacey.

Él la levantó en vilo y empezó a girar y girar, mientras soltaba una exclamación mezcla de felicidad y frustración. Juliana echó la cabeza hacia atrás y vio el caleidoscopio de luces y sombras dando vueltas a su alrededor.

Cuando la dejó en el suelo, de espaldas a uno de los postes de la cama, ella permaneció inmóvil y jadeante, a la espera, ardiendo de deseo.

La miró con una sonrisa seductora mientras se inclinaba hacia delante, y la besó en la oreja antes de bajar los labios por su cuello. La acarició con la lengua y entonces empezó a mordisquearla con suavidad, como si fuera un hombre hambriento y ella un festín.

La atrapó entre su cuerpo y la cama al agarrar el poste, y empezó a desatarle el lazo de la camisa interior con los dientes. Cuando dio un firme tirón, el lazo se deshizo y la prenda cayó al suelo. Al verla desnuda, inhaló hondo y le dijo con voz trémula:

- Oh, Juliana… amor, no tienes ni idea de lo que siento al verte así -le apartó un mechón de pelo de la cara, y bajó la cabeza para besarle un pecho-. Cariño, vienes a mí tan pura y nueva, tan inocente…

- Lo mismo que tú, amado mío. Últimamente, pareces un hombre nuevo.

- Me has enseñado a volver a tener esperanza -la alzó en brazos, y la tumbó sobre el cubrecama de terciopelo.

Viviendo entre los cíngaros, Juliana había aprendido que hacer el amor era algo frenético y furtivo que se realizaba en la oscuridad y que generaba un ritmo discordante de respiraciones entrecortadas, algún que otro gemido ahogado, y los crujidos de un carromato; sin embargo, mientras yacía con Stephen en aquella cama enorme se dio cuenta de que estaba equivocada.

A pesar del deseo que se reflejaba en sus ojos, él se tomó su tiempo. Después de tumbarse junto a ella, empezó a besarla en los labios, el cuello, y los senos, y entonces se apartó un poco como si fuera un artista contemplando su obra.

Él apenas hablaba, pero a pesar de que las pocas frases que susurraba eran inconexas, su significado estaba claro. Sus caricias despertaron en lo más profundo de Juliana una pasión y una ternura avasalladoras, y también la convicción de que allí estaba su lugar, entre los brazos de aquel hombre. Se sentía como si hubiera alcanzado el final de un largo camino.

Al sentir que él se apartaba de repente, soltó una exclamación ahogada y se arrodilló mientras intentaba encontrarlo en la oscuridad.

Él se rió con suavidad, posó la mano bajo su barbilla, y le dijo:

- Ten paciencia, cariño -apoyó una mano en el poste de la cama y se quitó las botas, las calzas y las medias. Cuando quedó cubierto sólo con un blusón largo y ancho, se detuvo y la recorrió con la mirada.

Era obvio cuánto la deseaba, Juliana lo vio en sus ojos con tanta claridad como si él lo hubiera admitido en voz alta. Se estremeció al ver su expresión descarnada.

- Tienes miedo -le dijo él, en voz baja.

- No… -apartó la mirada antes de poder admitirlo-. Sí.

Él la tomó de la barbilla, y la instó a que lo mirara.

- Te va a doler.

- Sí, es posible.

- ¿Quieres que pare?

- ¡No! -lo agarró de la camisa, y le dijo-: Siento como si me hubiera pasado la vida buscando algo, sin saber de qué se trataba -bajó las manos hasta el borde de la prenda, y añadió-: No sólo necesito el calor de tu cuerpo junto al mío… necesito algo más, algo más profundo, algo que empiezo a creer que puedo encontrar contigo, con nadie más.

Lo miró con atención al oírle soltar un extraño sonido gutural, y lo que vio en su rostro la sorprendió.

- Tú también tienes miedo.

Él esbozó una sonrisa traviesa, y le dijo:

- No traigo a una esposa a mi lecho todos los días.

- Soy una mujer como cualquier otra, y debes de haber estado con muchas…

- Shhh… -le dio un beso breve y firme, y le dijo-: En primer lugar, eres una mujer muy diferente a las demás; de hecho, estoy seguro de que eres la baronesa más singular de toda Inglaterra. Y en segundo lugar, creo que deberías saber que no ha habido nadie desde Meg.

Ella lo miró con incredulidad, y le dijo:

- Por favor, no me mientas. Esta noche no. Tu reputación te precede, Stephen. La gente chismorrea sobre tus aventuras amorosas con mujeres descocadas.

- Puras invenciones, mi amor. Era una forma de evitar compromisos matrimoniales que no quería.

- ¿En serio?

- Sí -hundió los dedos en su pelo, y añadió-: Esto es lo mas íntimo que pueden compartir dos personas, Juliana. Hay quien se lo toma a la ligera, pero yo no. Nunca lo he hecho.

- Te amo -le dijo en voz baja. Al ver que su boca se tensaba por un instante, sintió el peso de la duda, y no pudo evitar preguntar-: Stephen, ¿amabas a tu primera mujer? ¿Amabas a Meg?

Él vaciló por un momento, y sus manos se detuvieron.

- ¿Tenemos que hablar de ella ahora?

- Es algo que me he preguntado durante mucho tiempo, desde que te vi en la capilla que construiste en su memoria.

Él alzó la mirada hacia el techo, y le preguntó como si fuera una autoridad superior:

- ¿Por qué las mujeres siempre quieren saber estas cosas? -bajó la mirada hacia ella, y le dijo-: Cariño, la verdad es que sabes usar las palabras como si fueran una jarra de agua fría.

Ella contuvo una risita, y le acarició la mano antes de decir:

- Aprendo a conocerte sabiendo qué tenía importancia para ti.

Stephen soltó un profundo suspiro, se sentó en el borde de la cama, y se llevó las manos a la cabeza.

- La eligieron para mí, al igual que mi primer caballo. Nos casamos cuando aún éramos unos niños, y al principio daba la impresión de que sólo jugábamos a estar casados. ¿Cómo podía amarla, si ni siquiera pensaba que ella era de verdad?

Juliana alzó las sábanas contra su pecho, y se enderezó hasta sentarse. Como no tenía ninguna respuesta para su pregunta, se limitó a escuchar mientras intentaba imaginarse a un Stephen mucho más joven, cuando aún no tenía el alma empañada por el dolor.

- El mundo cambió, por supuesto, y yo también. Heredé la finca tras la muerte de mi padre, y Meg dio a luz a un niño… a Dickon.

- ¿Tener un hijo la cambió?

- La verdad es que no, por extraño que parezca. Era tan infantil como siempre, jugaba con Dickon como una niña con un muñeco. Supongo que, cuando los veía juntos, sentía gratitud y una calidez en el corazón que podría llamarse amor, pero ese sentimiento no tardó en quedar destruido.

- ¿Por la enfermedad de Dickon?

- Sí, y también… porque era incapaz de perdonarla -alzó la cabeza, y apretó los puños sobre las rodillas.

Juliana cerró los ojos, y recordó la piedra que Stephen había tirado. Volvió a verla impactando contra la hermosa vidriera, contra el regalo que Meg había recibido del rey Enrique.

Stephen se volvió hacia ella de repente, y la agarró de los hombros.

- Soy un hombre implacable, Juliana, pero no soy ningún mentiroso. Lo que pensaste que era mi devoción por Meg en realidad era culpabilidad, porque murió antes de que pudiera perdonarla, antes de que pudiera comprender por qué se había convertido en la amante del rey. Murió maldiciéndome, y maldiciendo a los niños que había dado a luz. No son recuerdos demasiado agradables.

- Pero ahora tienes esperanzas, las veo en tus ojos cuando miras a Oliver. Por eso me has traído a tu habitación esta noche -le dijo con firmeza, antes de darle un beso largo y profundo.

Cuando ella apartó la boca de la suya, parecía un poco aturdido.

- Creo que me he recuperado del agua fría, Juliana -se puso de pie, y se quitó la camisa.

- Cielos… -fue lo único que alcanzó a decir. Posó las manos sobre sus hombros y saboreó la calidez de su piel mientras iba trazando el contorno de su pecho musculoso, pero se apresuró a apartarlas cuando él soltó un gemido.

- Por Dios, no pares -le suplicó, mientras la agarraba de las muñecas.

Cuando ella soltó una exclamación de entusiasmo y le rodeó el cuello con los brazos, cayeron juntos y quedaron en diagonal sobre la cama, encima del cobertor de terciopelo.

Juliana estaba embriagada con su sabor, con aquella mezcla de vino, dulzura masculina, y deseo ardiente. Fue explorándolo con confianza creciente, y al final se atrevió a tocarlo en su parte más íntima. Se sobresaltó con la calidez y la dureza que notó bajo la suavidad de su piel, y se le olvidó cualquier temor que hubiera podido tener.

Arqueó las caderas hacia arriba mientras él la acercaba con su mano y sus dedos a aquel placer adictivo.

- Descarada -le susurró él al oído. Tenía la respiración acelerada, y parecía a punto de perder el control-. Estoy intentando ir despacio, pero no soy de piedra.

La apretó contra las almohadas mientras bajaba la cabeza y le besaba los pechos, y entonces deslizó la mano entre sus muslos y empezó a acariciarla con una ternura refinada que la dejó sin aliento.

- Stephen, ¿qué estás haciendo?

Él sonrió al oír aquella pregunta tan ingenua. Dios, era tan dulce y cálida, tan carente de falsa modestia…

- Estoy amándote. No te preocupes, cariño -le dijo con voz suave.

Había mil razones por las que no debería estar con ella, por las que no debería estar tocándola, pero en ese momento no podía recordar ni una. Y entonces se dio cuenta de que no tenía sentido pensar. Deslizó la mano por la parte interna de su muslo cálido y suave, como de alabastro. Cuando bajó un poco más los dedos, ella abrió los ojos de golpe y lo miró con la anticipación y el desconcierto de una mujer que estaba a las puertas de un descubrimiento maravilloso.

- Sí, amor… -susurró, enfebrecido de deseo, mientras le mordisqueaba la oreja-, deja que te acaricie aquí… y aquí… y aquí también…

Con cada palabra fue profundizando la caricia, hasta que Juliana jadeó y se estremeció de placer. Su cuerpo entero se cubrió de un cálido rubor, y la mirada de sus ojos pasó de anticipación al éxtasis mientras echaba la cabeza hacia atrás y se le escapaba un pequeño grito.

Sintió una punzada de pesar mientras se inclinaba para besarla, porque aquello iba a ser el fin de la inocencia de Juliana, pero la idea se desvaneció bajo el peso de la pasión. Estaba perdiendo el control, no iba a poder postergar mucho más su propia satisfacción. Cuando ella lo abrazó y lo rodeó con las piernas, sus cuerpos se amoldaron el uno al otro.

- No te muevas, Juliana.

En vez de obedecer, ella arqueó las caderas y completó la tarea, y el sonido que soltó no era tanto de dolor como de placer. Él perdió el poco autocontrol que le quedaba, y se hundió en su cuerpo hasta el fondo.

- No… -intentó una última protesta inútil, pero llevaba demasiado tiempo reprimiendo sus deseos, y sucumbió ante ellos-. Juliana… -su voz era la de un desconocido, la de un hombre que estaba aprendiendo a volver a sentir, que estaba descubriendo que los sentimientos no siempre eran dolorosos.

Al cabo de un largo momento, alzó la cabeza, miró maravillado a su esposa, y alcanzó a decir:

- Dios del cielo.

- ¿Qué pasa?

Él intentó poner en palabras lo que sentía, y al final le dijo:

- Acabo de ver el cielo. Nunca me había pasado algo así… Dios, no tenía ni idea -la besó en la frente, en las mejillas, y en los labios.

- ¿Eso es bueno?

Él se echó a reír, y su cuerpo le recordó que aún estaban profunda e íntimamente unidos. No recordaba haber sentido en toda su vida una felicidad tan grande.

- No, no es bueno -cuando ella lo miró alicaída, añadió-: Es magnífico, increíble, mágico -y aterrador, le dijo una vocecilla desde el fondo de su mente. ¿Qué iba a hacer con Juliana?-. Voy a hacerlo otra vez -contestó como por voluntad propia el desconocido en que se había convertido.

Ella lo miró desconcertada, y le dijo:

- ¿Hacer el qué? Stephen, tu comportamiento es muy extraño. ¿Qué es lo que vas a hacer otra vez?

- Esto -bajó la cabeza, y empezó a acariciarle el pecho con los labios y la lengua-. Y esto -descendió aún más, y saboreó el néctar dulce y adictivo de su sexo. Cuando ella empezó a rezar en ruso, añadió-: Y esto -siguió amándola hasta dejarla sin palabras.