LOS PIBES DE LA CUARTA ESPECIAL
Los entrenamientos en Bella Vista o en el predio del Colegio Sagrado Corazón tenían los condimentos de siempre… Y algunos más. Bielsa entregaba su catarata de conceptos a los jugadores, que escuchaban extasiados, y el sentimiento puesto al servicio del trabajo no conocía límites. El joven entrenador les explicaba cómo ejecutar un golpe bien específico al balón, el del «empeine total», y allí ocurrió lo inimaginable. Las palabras ya no le alcanzaban para ser todo lo concreto que el técnico quería, y entonces fue al ejemplo directo.
«Cuando hay que meter un pase en posición de número dos, para que el volante se reencuentre con la pelota, vos tenés que pegarle con el empeine, pero abarcando esta parte del pie.» Bielsa tomó una birome y sus zapatillas blancas empezaron a recibir las marcas, salvajemente. El calzado quedó manchado, pero lo importante era que quedara claro el concepto.
«Yo venía de un pueblo humilde, y encontrar unas Topper en esa época era como ver el paraíso. Cuando se empezó a hacer un montón de rayas en las zapatillas no lo podíamos creer. En un momento dejamos de escucharlo… ¡Estábamos todos pensando en cómo estaba arruinando las zapatillas nuevas! Después capaz que iba una semana con esas manchadas hasta que se las cambiaba por otras. Y si tenía que explicar otra vez, se pintaba la zapatilla de nuevo, sin problemas. Imaginate para mí, venir de mi pueblo y encontrarme con un tipo como Bielsa.»
El recuerdo de Fernando Gamboa evoca una situación propia de aquellos años de trabajo con ese grupo de jóvenes que, cual esponjas, incorporaban el torbellino de ideas marca Bielsa. El defensor lo conoció en Quinta División de la Liga Rosarina y recuerda cómo mejoró su pegada trabajando en soledad: «Me dejaba una hora después del entrenamiento practicando. Me ponía en la raya central y tenía que pasar la pelota por encima del travesaño del arco de una cancha y hacer el gol en el de otra, que estaba dos metros más allá. Al primer día nada, al segundo lo mismo. Al mes lo logré. Eran inmensas conquistas. Bielsa estaba en esos detalles».
El Loco dirigió desde la Quinta hasta la Reserva y en todas las categorías fue campeón. La que más se recuerda es la llamada «Cuarta especial», que estaba formada por los mejores jugadores.
En aquellos años también conoció a otros muchachos con los que luego logró llegar al profesionalismo. A Darío Franco y Eduardo Berizzo los detectó en diciembre de 1983 en un torneo del que participaba Newell’s en la localidad de Casilda, Santa Fe. Jugaban para Newerton de Cruz Alta, el pueblo de la provincia de Córdoba del que son oriundos, en la categoría de los nacidos en 1969. Bielsa los juntó y los invitó a probarse.
—Los estuve mirando y ya que están con sus padres quiero invitarlos a jugar en Newell’s.
—Y… no sé —fue la respuesta dubitativa de ambos.
—¡Ah, eso es preocupante! —les dijo el técnico con cierta sorpresa.
—¡No, no, está bien, nos gustaría! —contestaron ambos, casi al unísono, disipando el suspenso.
A la semana siguiente estaban en el estadio del Parque Independencia para que Griffa los probara. Lo buscaban a Bielsa pero no lo encontraban entre los entrenadores que observaban la práctica. Luego se darían cuenta de que producto del sol y el calor, enemigos de Bielsa, el joven con el que habían conversado días atrás se había pelado por completo.
Los dos pasaron la prueba. Dada la enorme cantidad de chicos que había en las inferiores, todas las categorías tenían «A» y «B». Franco fue a parar a la «A», dirigida por Bielsa, con su rigurosa carga de entrenamientos. Y a Berizzo le tocó la «B». De cualquier manera, la separación no sería más que momentánea. Ya juntos, la Primera les tendría preparada una historia inolvidable.
Los ensayos en la semana contenían cientos de ejercicios con pelota. Algunos de gambeta, pero especialmente focalizados en el pase y la recepción. Además, Bielsa machacaba permanentemente conceptos fundamentales: a la hora de recibir la pelota, el jugador debía ir en su busca y no esperarla estático. Así se evitaba el anticipo.
No dejaba ni el más mínimo detalle librado al azar y eso también generaba situaciones insólitas. «Estábamos en el Batallón 121 entrenando tiros libres, era el primer año. En un momento empezamos a buscarlo y no lo encontrábamos por ningún lado. Hasta que lo descubrimos. ¡Estaba arriba de un árbol detrás del arco viendo como pateábamos! Habrá pensado: de acá veo espectacular.» Franco amontona recuerdos risueños y su cara se desencaja por las carcajadas.
«Él daba las charlas arriba de una pelota. Tiraba el cuaderno en el suelo, junto con los cigarrillos. Era un fumador impresionante. Un día el cuaderno quedó debajo del balón y, por supuesto, no se dio cuenta. Como no encontraba el cuaderno se empezó a desesperar: ‘¿Dónde está el cuaderno? ¿Dónde está el cuaderno? ¡Y la puta madre!’ Estaba sentado encima. No nos reímos porque se iba a enojar todavía más.»
Con los dos jugadores estableció una relación muy especial. A Franco lo acompañó en momentos clave de su vida. Cuando sufrió una fractura que lo marginó de la Copa del Mundo de Estados Unidos 94 lo llamó por teléfono. En su partida al fútbol europeo lo acompañó hasta el aeropuerto. Al obtener el título en México con el Morelia le dejó un mensaje en el celular. Para la cena de su retiro, al no poder estar, le mandó un fax de puño y letra. Y cuando murió su padre, en agosto de 2006, se hizo llevar hasta Cruz Alta para darle sus condolencias.
Con Eduardo Berizzo, el Toto, también hay una ligazón estrecha. Bielsa siempre lo pone como ejemplo por sus fantásticas condiciones y su inteligencia para jugar al fútbol, al punto de ubicarlo de lateral izquierdo tanto como de central o de mediocampista. Pero también subraya sus valores humanos, su educación y su compañerismo. Semejante confianza quedó plasmada cuando le ofreció ser su ayudante en el ciclo frente a la Selección de Chile. En los tiempos de juventud la historia fue diferente. En el equipo del pueblo, Berizzo jugaba de diez, pero luego de la prueba quedó como wing izquierdo. El problema fue que luego de un par de años, su crecimiento biológico no iba de la mano de su evolución futbolística y por eso fue prestado al club Juan XXIII para actuar en la Liga Rosarina. Al regreso, tras una muy buena temporada, Bielsa lo incorporó a sus filas, le mostró su método de entrenamiento y, además, le cambió el puesto.
«Yo para jugar de puntero izquierdo era muy lento. Él lo detectó y me ubicó de cinco. Para mí fue una cantidad tremenda de información. Imaginate que venía de un equipo de pueblo en el que se entrenaba bien, pero sin acceso a todo eso. Incluso me modificó el horario y tuve que cambiarme de colegio para poder entrenar de mañana y estudiar de noche. Esto era el Primer Mundo, ahí me hice jugador de verdad y decidí que me iba a dedicar al fútbol. Cuando estábamos en la Tercera, comíamos con la Primera y en el micro de regreso ya veíamos el video del partido que habíamos jugado un rato antes.»
Claudio Vivas también fue su colaborador directo desde su paso por el fútbol mexicano hasta su salida de la Selección argentina. Lo conoció trabajando en las divisiones inferiores del club y con él fue todo lo directo y frontal que no habían sido sus técnicos anteriores. Vivas era un guardavalla discreto y Bielsa se lo hizo saber.
«Mi papá era un dirigente de muchos años en el club. Yo era un arquero mediocre y nadie se animaba a decírmelo. Hasta que llegó Marcelo y un día me explicó que era mejor que pensara en dedicarme a otra cosa, porque con mi nivel no iba a poder llegar a Primera. Al final me hizo un favor y yo le valoro su honestidad.» El tiempo volvió a juntarlos y durante doce años fue el ladero incondicional del entrenador.
Otro de los pibes que crecieron bajo su ala fue Gabriel Batistuta. Griffa lo había encontrado y detectó en él una potencia y una violencia para impactar el balón realmente infrecuentes. Para Bielsa era un delantero algo torpe al que había que controlarle el peso, ya que tenía cierta tendencia a engordar. Sin embargo, no sólo lo terminó protegiendo, sino que además le ponía pruebas para incentivar su esfuerzo. Fue su centrodelantero estrella.
La lista sigue. A Ricardo Lunari, nacido en San José de la Esquina, otro pequeño pueblito de Santa Fe, lo encontró jugando de diez para el equipo de su localidad en un cuadrangular de juveniles. Había marcado tres goles en el partido previo al que iba a jugar Newell’s y, ante semejante actuación, Bielsa se acercó a su padre y le comentó que lo quería probar. Todo se demoró un par de años, porque Lunari era muy chico, pero cuando llegó el tiempo del traslado también se sumó a la legión del Loco.
Podemos sumar a Cristian Ruffini, un zurdo grandote de gran pegada al que tuvo un año y bautizó «Inmundicia» por su desobediencia táctica. También a otros apellidos, como los consagrados Roberto Sensini y Abel Balbo, que llegaron de forma precoz a Primera, o los menos relevantes Torres, Stachiotti y Garfagnoli, para citar solo algunos.
Sin embargo, Mauricio Pochettino es la mejor expresión de lo que realmente era para Newell’s, en general, y Bielsa, en particular, el tema de captar jugadores. Una noche, comiendo un asado con amigos, le comentaron que en Murphy, cerca de Rosario, vivía un pibe de catorce años muy corpulento que jugaba de nueve, que estaba a punto de arreglar con Rosario Central. Bielsa y Griffa se levantaron al terminar la comida y se fueron directo a la casa del chico. El padre los recibió y accedió a un extraño pedido. Ingresaron al cuarto mientras el adolescente dormía y le levantaron la frazada para constatar que medía nada menos que un metro ochenta y cinco. Lo que vino después fue un discurso para convencer al padre de las ventajas de llevarlo a Newell’s antes que a su eterno rival. Pochettino terminó arreglando y con el tiempo sería un defensor de categoría mundial.
Esa Cuarta fue un verdadero lujo. Ganaba todos los partidos de la Liga Rosarina, aun dando ventaja en las edades de los jugadores, pero la capacidad técnica de los muchachos y la convicción de su joven entrenador suplían todo.
«Vamos a jugar en la Primera de Newell’s y vamos a salir campeones. Con usted de técnico, Marcelo, para que sea completo.» La promesa de los pibes estaba hecha. Sólo era cuestión de tener paciencia.