14

El Copa de Oro llevaba dos días navegando en plena tormenta. Sus mástiles todavía aguantaban, pero las escasas velas que aún se aferraban a las vergas, hacía tiempo que habían quedado hechas jirones por el viento. Nadie se atrevía a subir para reemplazarlas, por lo que el barco avanzaba en la dirección del viento con los palos desnudos. Ocho hombres a la vez en el timón mantenían la nave bajo control y su casco era sólido, pero antes o después los músculos o las tablas se debilitarían.

Pirvan se agarró a la barandilla del puente y contempló las nubes de tormenta pasando por encima de su cabeza. No tenía ganas de mirar mucho rato las olas. Allí afuera, en alta mar, no había lobos, sino algo para lo cual él no tenía nombre, largo y engañosamente lento hasta que estaba encima de ti. Entonces caía como un martillo de sólida agua verde.

Dos hombres habían caído ya por la borda sin proferir un solo grito, y mucho menos con alguna esperanza de ser rescatados. Incluso con los cabos de seguridad, era peligroso aventurarse por la cubierta superior. En las inferiores, pequeñas vías de agua insistían en empapar las camas, los cocineros habían renunciado a intentar encender los fogones para no quemarse vivos o prender fuego al barco, y el mareo, los objetos volantes y las caídas habían dejado a veinte hombres postrados en cama.

Vivirían para agradecer a Tarothin sus artes curativas.

Pero tales esfuerzos también habían debilitado al hechicero hasta tal punto que apenas se hallaba en mejor estado que la tripulación.

¿Que había allí, hacia el noroeste, excepto lo que parecía ser el origen de todos los vientos del mundo? Pirvan había oído a los marineros comentar algunos viajes temerarios hasta tan lejos. Había islas, posiblemente un continente entero, y mucha vida vegetal y animal. Incluso había oído hablar de criaturas inteligentes, algunas de ellas no mejores que las bromas pesadas de los dioses, si los dioses tenían algo que ver con su creación.

—Señor Pirvan, el dragón desea hablar con vos —dijo un grumete, tirándole de la manga.

Pirvan estudió al muchacho, pensando si había escuchado correctamente el mensaje y si su rostro infantil estaba verde por el miedo o por el mareo.

—Di a Hipparan que iré enseguida.

Aún no habían encontrado un tratamiento honorífico para referirse al dragón, que por cierto no les prestaba ninguna ayuda en ese tema. Pero Tarothin, Eskaia, Haimya y Pirvan no estaban acostumbrados a estar a la entera disposición de un ser de cuya existencia habrían dudado apenas un año antes.

Naturalmente, un dragón sumido en el sueño de su especie existía, a los ojos de los dioses. Pero Pirvan y sus camaradas de misión no eran dioses. De hecho, cada vez que contemplaba la pradera de agua y escuchaba a los demonios del viento aullando, el ladrón se sentía menos semejante a un dios que nunca.

Siguió al muchacho escaleras abajo, asegurándose de que pisaba con firmeza el siguiente peldaño antes de abandonar el anterior. Un hombre menos cuidadoso se había caído el día anterior, y se había fracturado el cráneo. Sin la habilidad de Tarothin, se habría convertido en la tercera víctima de la tormenta y aún guardaba cama, con un dolor de cabeza equivalente a nueve mañanas de resaca juntas.

Con aquella tormenta era imposible abrir la escotilla de la cubierta principal. El acceso a las dependencias de Hipparan se realizaba a través de una puerta abierta en el mamparo de popa, que conducía a través de una endeble pasarela hasta las escaleras. Cada vez que el barco escoraba a babor, Pirvan se agarraba a los asideros y esperaba que la pasarela se viniera abajo. Cada vez que escoraba a estribor, se quedaba aplastado contra el casco hasta que creía que iba a atravesar las planchas y caer al mar.

Por alguna razón, eso no ocurrió, y después de lo que le pareció al menos media semana, estaba sentado sobre la paja con Haimya, Tarothin y Eskaia. La paja no se había cambiado desde hacía ya bastante tiempo.

Cada vez que el Copa de Oro cabeceaba, todos resbalaban hacia adelante y hacia atrás, agarrándose a cualquier asidero disponible, incluyéndose unos a otros. En una ocasión, los cuatro humanos acabaron amontonados contra Hipparan, con lady Eskaia boca abajo, su cabeza en el regazo de Tarothin y las piernas dobladas sobre un hombro del hechicero.

Quizá no se habría reído durante tanto rato y con tantas ganas si Tarothin no se hubiera puesto del color de una cereza madura.

Hipparan cortó en seco las risas con una tos seca. Una tos de dragón, pensó Pirvan, sonaba casi como un gran desagüe vaciándose, y un ruido semejante atraía indefectiblemente toda la atención.

—Si esta tormenta va a empeorar, nos queda poco tiempo —dijo el dragón—. ¿El rescate que se ha de pagar por Gerik Ginfrayson es pequeño y ligero?

—Bueno… —empezó a decir Haimya.

—Sí —la interrumpió enérgicamente Eskaia—. Confío en que no necesites saber nada más.

—Si crees que voy a traicionarte para añadir el rescate a un tesoro pirata, no necesito saber nada —replicó Hipparan. Parecía medio enojado, medio divertido.

—Haya paz —intervino Pirvan—. ¿Debo suponer que te ofreces para llevar el rescate volando a Synsaga?

—El rescate sin los humanos para negociar sería inútil —respondió Hipparan—. Incluso aunque los hombres de Synsaga no quisieran mi vida, ¿qué hay de ese Dragón Negro? Tal vez sea un rumor, tal vez no. Debo llevar a unos humanos para que entreguen el rescate, si tengo que enfrentarme a un enemigo.

Su tono era altanero, casi despectivo ante la falta de perspicacia de los humanos. Pirvan no escuchó el tono, pero sí la oferta. Hipparan decía que estaba dispuesto a arriesgar su vida, volando en plena tormenta, para completar la misión… si algunos humanos estaban dispuestos a igualar su valor.

—No sé más sobre cabalgar en dragones que cualquiera que hoy siga vivo —dijo el ladrón— pero tampoco menos. En cambio, sí sé algo sobre el arte de negociar, la astucia y el sigilo. Además conozco un conjuro que quizá resulte útil y tengo una daga que estoy seguro que sí. —Se puso en pie y se apoyó en el cuello de Hipparan.

—Nadie debe ir al campamento de Synsaga sin tener las espaldas cubiertas —dijo Haimya. Se unió a Pirvan y, para su propia sorpresa, le rodeó un brazo con el suyo. Sin duda, sólo era para evitar que el siguiente cabeceo del barco la derribara de bruces.

Tarothin empezaba a ponerse de pie cuando Hipparan volvió a toser.

—Con el debido respeto, mi buen hechicero, tú eres más necesario aquí. Además, me temo que no puedo transportar a más de dos humanos hasta la costa, si tengo que volver volando con un tercero. Gerik es más o menos de estatura media, ¿verdad? —añadió mirando a Haimya.

La doncella guerrera hizo un gesto de asentimiento y luego se sobresaltó al ver que se levantaba lady Eskaia.

—Yo soy la más liviana de todos… —empezó a decir la joven.

—Y también la más valiosa.

—Y con quien Synsaga estará más dispuesto a negociar —replicó Eskaia.

—Y la que de más buena gana retendrá para obtener un rescate —gruñó Hipparan. Haimya pareció aliviada por no tener que decirlo ella; Pirvan y Tarothin mantuvieron una expresión neutra.

De modo que irían Pirvan y Haimya con el rescate, una carta de Eskaia demostrando que tenían plenos poderes para negociar y todo lo que pudieran necesitar para sobrevivir al vuelo y al aterrizaje.

—Naturalmente, apostaría a que la tormenta acabará en el momento en que partáis —dijo Eskaia. Su sonrisa parecía forzada; su jovialidad sin duda lo era.

—Sí, y si no lo hacemos pronto, la tormenta hundirá el barco con toda su tripulación y con el rescate —masculló Tarothin—. Como ha dicho Hipparan, no nos sobra el tiempo. Pongamos manos a la obra.

Pirvan había soñado un par de veces con dragones. Estaban profundamente arraigados en la memoria de los humanos y, en ocasiones, en las horas de oscuridad, salían a la superficie.

Pero nunca había soñado con cabalgar a lomos de uno, y menos aún de uno del tamaño de una casa, que tenía que remontar el vuelo desde la bodega de un barco sacudido por la tormenta, sin estrellarse contra el aparejo, el agua o la borda y, a ser posible sin abrir la escotilla de la bodega.

No había forma de evitar esto último. Tarothin lo dejó bien claro.

—Si un dragón no puede trasladarse de un lugar a otro con el poder de su mente, ningún hechicero humano puede hacerlo por él de un modo seguro. Los conjuros para eso funcionan con humanos y quizá con caballos y jinetes. Yo ni siquiera los domino por completo. Si intentase trasladar a un dragón y a dos jinetes, los enviará a una muerte segura.

—Serán enviados a una muerte aún más segura si el barco se inunda a través de una escotilla abierta —repuso Eskaia.

Discutieron varias maneras de superar este inconveniente y encontraron una solución que al menos tenía una virtud: no ponía en peligro a nadie más que a Hipparan y a sus jinetes.

Prepararían los arneses y el equipo de los jinetes del dragón en la bodega y lo sujetarían todo con correas, incluyendo a los jinetes, sobre el animal. A continuación, unos marineros desatrancarían la escotilla y otros situados en el castillo de proa la abrirían tirando de recias sogas. Un hombre señalaría en la dirección del viento.

En el momento en que supiera qué era sotavento y qué barlovento, Hipparan saltaría. Un salto sobre la cubierta, un segundo en el aire y, con oraciones por parte de todos y cualquier conjuro que Tarothin considerara útil y pudiera invocar sin riesgo, se iniciaría el vuelo de rescate.

La ventaja de este plan era más una falta de defectos que un exceso de virtudes. Necesitarían mucha suerte y una coordinación exacta. También era necesario que los arneses fueran muy resistentes ya que no disponían de tiempo para probarlos y ajustarlos. Si algo se soltaba en el momento en que el dragón saltaba, un jinete al menos necesitaría cuidados médicos y el segundo seguiría su camino solo o sola, sin tener las espaldas cubiertas.

Pirvan decidió que si esta perspectiva no alarmaba a Haimya o a Hipparan, no iba a ser él la voz de la prudencia, ya que en aquella situación se parecería demasiado a la cobardía. De hecho, se preguntó una vez más cuántos héroes debían su condición de tales al deseo masculino de no ser cobardes.

Lo que los jinetes del dragón llevaban consigo equivalía casi al peso de un tercer jinete. Una parte, como la comida y el agua, se consumiría. Pero el resto incluía armas, sacos de dormir, una tienda ligera, cinturones flotadores, ropa y botas de recambio, una bolsa de medicinas, una lámpara y muchos otros artículos que Haimya aseguró que serían útiles o necesarios aunque Pirvan no supiera ni qué eran.

El ladrón estaba dispuesto a concederle el beneficio de la duda. Después de todo, ella había participado en campañas al aire libre, mientras que él era un animal de ciudad, pese a su curiosa mezcla de habilidades. Pero sí planteó la dificultad de transportar todo aquello por la jungla.

—Oh, no son más que treinta o treinta y cinco kilos por cabeza —dijo Haimya jovialmente, y luego se rió de la expresión de Pirvan—. Además, probablemente esconderemos la mayor parte antes de aproximarnos al campamento y lo recogeremos más tarde. Gerik podrá cargar con su parte durante el viaje de vuelta.

Eso suponía que no tendrían que cargar con Gerik, o que no se verían obligados a regresar con tanta precipitación como para no arriesgarse a renunciar al camino que habían seguido a la ida. Aun así, Pirvan no vio razón alguna para retrasar más la partida por algo que podría considerarse como una evasiva. Cuanto más deprisa atacaran, más probable sería que tuvieran el factor sorpresa de su parte, y nada contaba más en esta clase de empresas.

Los marineros registraron a fondo el Copa de Oro en busca de cuero, sogas y cadenas para confeccionar las sillas de montar y los arneses. El velero del barco en persona recibió la orden de montarlos. Cuando todo estuvo listo, el arnés habría soportado el peso de un caballo y un carro, y mucho más el de dos humanos.

Tras las objeciones de Haimya, la mayor parte del equipo iba en bolsas distribuidas sobre los arneses. Pirvan le recordó que tenían que estar preparados para luchar en el acto, y que lo harían mejor sin impedimentos. No pretendía mencionar el tema de nadar si caían de su montura, en lugar de hundirse como piedras por el peso de su equipo.

Hipparan fue menos discreto. Haimya se puso blanca, Pirvan la rodeó con el brazo, ella no se resistió y luego ambos se ruborizaron cuando un coro de vítores se alzó a su alrededor. Por la expresión de su rostro, Hipparan estaba a punto de unirse a la algarabía; por la del suyo, Haimya de buena gana habría convertido en sapos a todos los espectadores.

Las despedidas tuvieron que hacerse en la bodega, con la galerna aullando por encima de la escotilla cerrada. Incluso así, la paja estaba empapada, y cada vez que el barco cabeceaba, la sucia agua que aún no había encontrado el camino a los pantoques se desplazaba chapoteando.

—Bueno, hermano pequeño —dijo Alatorva el Tuerto—. Ésta no es la despedida que esperaba.

—Y que lo digas. Las sábanas de seda y las damas encantadoras son un lecho de muerte más apropiado. Pero esto puede no ser un lecho de muerte, y la dama es lo bastante encantadora, en cualquier caso. De hecho, apostaría el precio de un juego de sábanas de seda a que volveremos.

—¿Quién me pagará la apuesta si pierdes?

—Pídesela a lady Eskaia. —Pirvan apuntó con la barbilla hacia el extremo opuesto de la bodega, donde las dos mujeres se abrazaban torpemente, intentando no llorar ni caerse.

—A la orden. —Alatorva bajó la voz—. Son varios los hombres que dicen que no les importaría que no volvieras, con tal de librarse del dragón.

—¿Eso dicen?

—No son más de los que puedo manejar, eso seguro.

—Tarothin…

—Con perdón, hermano, pero los marineros son marineros. Recibirán un puñetazo mío en plena cara y lo considerarán una pelea limpia. Con Tarothin, gritarán sus motivos y otros podrían oírlo.

—Como quieras.

Apoyaron las manos en los hombros del otro y de pronto Haimya estaba al lado de Pirvan. Había llegado la hora de montar en el dragón.

—¡Preparados aquí arriba! —gritó alguien. Por lo menos se escuchó algo parecido, debido a los incesantes crujidos del barco y al rugido de la tormenta.

—¡Preparados aquí abajo! —respondió Pirvan. Haimya no dijo nada, se limitó a agarrar el arnés con una mano y a dar una palmadita a Hipparan con la otra.

—Con las dos manos y sin sentimentalismos, señora —rezongó el dragón—. ¿No pensaréis que haría esto si no creyera que estoy en deuda con vosotros?

Cualquier respuesta humana se perdió con el chirrido de la trampilla de la bodega al abrirse deslizándose, el seco estampido cuando cayó sobre cubierta y el bramido de la tormenta que penetró en la bodega. Haimya se sujetó con las dos manos y se echó hacia atrás en su arnés, para luego cerrar los ojos. Pirvan mantuvo los suyos abiertos… hasta que el primer brinco de Hipparan lo sacudió de modo que su cráneo se clavó en su nuca.

Los volvió a abrir sobre cubierta, y el viento trató al punto de cerrárselos soplando. Recordó un cuadro de un caballero montado en un dragón de los tiempos de Huma que llevaba algo para protegerse los ojos. Demasiado tarde para preocuparse de eso.

Los marineros gritaban y agitaban los brazos. Pirvan no los oía. No habría oído a un millar de clérigos entonando canciones a los dioses, con aquella tormenta. Levantó una mano para saludar… y sólo se sujetaba con la otra cuando Hipparan saltó hacia la tormenta.

Por un momento, Pirvan vio las olas encima y el cielo y los mástiles del Copa de Oro debajo. Advirtió que demasiadas vergas se habían unido a los jirones de lienzo que ondeaban sueltos al viento. El dragón parecía caer boca abajo, las olas se acercaron, se detuvieron… y al final empezaron a retroceder.

Cuando Hipparan se dio la vuelta para volar del derecho, Pirvan volvió a sujetarse con las dos manos. Incluso tenía los ojos abiertos, aunque lo primero que vio le hizo desear cerrarlos de nuevo.

Hipparan ascendía velozmente hacia la parte inferior de las nubes. Volaban demasiado alto para que les alcanzara la espuma, pero no la lluvia. A través de la lobreguez creada por ambas, Pirvan vio el Copa de Oro, ya reducido al tamaño de un barquito de juguete infantil balanceándose en una bañera.

Excepto que el agua de una bañera jamás había presentado el siniestro tono gris y el extraño aspecto arrugado del océano asolado por la tormenta. Y los barquitos de juguete infantiles siempre eran pulcros y multicolores, no estaban destartalados y deslucidos.

Entonces Hipparan se zambulló entre las nubes. La última mirada de Pirvan fue para Haimya, que tenía los ojos cerrados con tanta fuerza y el rostro tan pálido que no supo decir si estaba viva o muerta. Masculló una breve oración a Habbakuk y cerró los suyos, porque ya no había nada que ver.