12

El dragón era macho y dijo llamarse Hipparan. O bien Tarothin no tenía poder para contrarrestar los conjuros protectores que guardaban su verdadero nombre y descubrirlo, o bien no quería ofender al dragón.

Pirvan se convenció enseguida de que en realidad carecía de importancia. Aparentemente, Hipparan creía haber pagado la mayor parte de sus deudas con la raza humana ahuyentando a lo que él llamaba «un lastimero montón de basura y escoria de varias razas».

Pirvan afirmó que si la victoria había sido tan fácil, el dragón debía aún más a sus salvadores. Hipparan replicó que estaba muy bien decir eso según la mentalidad humana, pero los dragones reconocían sus deudas de otro modo. En este aspecto, los de Cobre eran los más escrupulosos de todos los Dragones del Bien. De hecho, sólo los malvados Dragones Blancos eran capaces de admitir más abiertamente que ellos los beneficios y las pérdidas, y todo el mundo sabía que les valía cualquier excusa para jactarse de su superioridad.

—Es útil que Hipparan sepa tanto acerca de su raza —dijo Tarothin. Él y Pirvan estaban fuera del alcance incluso del dragón de oído más fino. El hechicero tenía el aspecto de haber mordido un higo verde—. Tenía la esperanza de que no necesitara instruirlo, además de curarlo.

—Oh, sospecho que son pocas las cosas que necesitará aprender —dijo Pirvan—. Aunque empiezo a desear que tuviéramos que enseñarle a hablar.

—Piensa en el tiempo que habríamos necesitado, además de prepararlo para enfrentarse al Dragón Negro.

—Si existe.

—Creo que Eskaia está en lo cierto. Ambos forman parte del equilibrio, y me sorprendería que no existiera un plan para que se encuentren. Además, recuerda que la mayoría de las armas humanas son inútiles contra los dragones, y sólo a un coste mayor en vidas del que podemos permitirnos. ¿O acaso el Copa de Oro tiene una Dragonlance almacenada en las bodegas con el resto de la madera?

Pirvan aminoró el paso. Casi deseaba que Hipparan hiciera lo mismo. El dragón podía necesitar el don de la palabra para cumplir su misión, pero tenía la esperanza de que no lo utilizara para ensordecer y enloquecer a sus salvadores.

Si Tarothin hubiera sido capaz de curar su ala herida habría evitado la siguiente discusión con Hipparan. No era cuestión de que el dragón no tuviera ganas, ni de que el hechicero no conociera los conjuros adecuados (al menos algunos de ellos, los que no podían causar ningún daño aunque tampoco pudieran hacer mucho bien).

Era cuestión de la ley de Karthay. Esta cala era territorio karthayano (ante una reclamación, la mayoría de los istarianos enarcaban las cejas educadamente, pero no pasaban a mayores). En consecuencia, cualquier mago que no contara con la autorización de Karthay no podía curar a dragones ni a ninguna persona en cualquier lugar cercano al fuerte.

Tarothin afirmó con educadas palabras que él era un hechicero neutral, completamente legal en Istar.

¿Tenía documentos que lo demostraran?

No, pero podía invocar conjuros para traer las pruebas de Istar.

No podía utilizar conjuros. No había excepciones ni exenciones. Pero sí podía enviar un mensajero a Istar para que trajera los documentos necesarios, declaraciones juradas, etc. Los karthayanos no tendrían ningún inconveniente en proporcionarle el mensajero y un barco, a cambio de una gratificación adecuada.

Dejaron a los istarianos preguntándose si los karthayanos intentaban impedir la partida del dragón o sólo hacerla más rentable. Algunos añadieron, cuando ningún karthayano podía oírlos: «Si los karthayanos hacen esto cuando están bajo nuestra autoridad, ¿qué harán cuando se rebelen?».

Tarothin dijo que él podía superar fácilmente a aquella pobre imitación de clérigo, pero sería como usar garitos para prácticas de tiro con arco. Además, eso provocaría más retrasos, más complicaciones legales y más excusas para que los karthayanos impusieran sanciones.

Destilando sarcasmo en cada palabra, Eskaia expresó su satisfacción por poder comprobar que veía las cosas de un modo tan parecido a ella sin que se lo ordenaran.

Mientras varios de los tripulantes del Copa de Oro esgrimían palabras, otros empuñaban hachas. Si no era posible curar a Hipparan para que volara hasta que estuvieran en mar abierto, tendrían que llevarlo hasta el barco en una balsa e izarlo a bordo como una chalupa. Esto presentaba algunos problemas, y no era el menor de ellos el peso del dragón, que requería una gran balsa y podía sobrecargar las poleas de la nave.

La primera idea que tuvieron para construir la balsa fue utilizar maderos cortados en el fuerte. Se enteraron de que éstos eran propiedad de los señores de Karthay y no estaban en venta, salvo a un precio que dejó sin aliento a lady Eskaia.

La siguiente idea fue talar árboles. Pero para ello necesitaban permiso, y su obtención parecía tan complicada como conseguir los documentos legales de Istar para Tarothin. Además tenía un precio impresionante, equivalente aproximadamente a una pequeña mansión.

A continuación se plantearon enviar un bote a la otra punta de la cala, o incluso fuera de ella, para cortar árboles y remolcarlos hasta el fuerte. Esa parecía una idea fruto de la desesperación, teniendo en cuenta la cantidad de tiempo que necesitarían para construir una balsa tronco a tronco y la improbabilidad de que los karthayanos pasaran por alto la empresa durante mucho tiempo.

De hecho, una galera de la guardia del puerto siguió al bote inmediatamente. En cuanto la embarcación salió de la cala, la galera se le echó encima tan literalmente que embistió y perforó su popa en un par de ocasiones.

La insinuación era explícita y los istarianos la captaron. Por fin sacaron más oro de la cámara de seguridad y compraron madera suficiente para una balsa capaz de transportar seis dragones.

Al menos ésa era su intención. Hipparan no estuvo de acuerdo. La balsa debía tener como mínimo el doble de ese tamaño.

—¡Corta la madera necesaria y la utilizaremos con mucho gusto! —le espetó Kurulus.

Sería una obviedad decir que tanto a él como a muchos miembros del grupo de desembarco se les estaba agotando la paciencia. De hecho, habían dejado tan atrás ese punto que apenas era visible en el horizonte.

Hipparan contempló los árboles y luego miró a Tarothin. Algún pensamiento que el dragón transmitió al hechicero hizo que éste se diera una palmada en la frente y se volviera para hablar con sus compañeros.

El dragón emitió un sonido inarticulado que destilaba una vulgaridad indescriptible. A continuación, estiró el cuello en dirección al pie del árbol más cercano, cerró los ojos e inspiró profundamente tres veces.

Un reluciente círculo de un tono cobrizo apareció alrededor del pie del árbol. En un abrir y cerrar de ojos, desapareció dentro de una gran ola de barro. De repente, el árbol y varios de sus vecinos se erguían en un vasto cenagal, de la anchura de un buen lanzamiento de jabalina. Tarothin y Pirvan, más cerca del dragón que nadie, se vieron obligados a retroceder apresuradamente para no ser engullidos por un cieno que podía tener cualquier profundidad.

En otro abrir y cerrar de ojos supieron cuál: era lo bastante hondo para que los árboles se desplomaran cuando el peso de sus troncos y copas desequilibró los últimos esfuerzos de sus raíces por sostenerlos. El árbol más alto fue el primero en caer, quebrando ramas, propias y de sus vecinos, al venirse abajo con un estruendo que proyectó lodo y astillas en todas direcciones.

Pirvan y Tarothin retrocedieron aún más, pero no con la suficiente rapidez para evitar que el barro y las ramitas cayeran sobre ellos. El mago y el ladrón retiraron el lodo de los ojos y se arrancaron las astillas del cabello, mientras el resto de los árboles se hundía entre formidables crujidos de ramas. Todos dejaron aún más espacio, mientras fragmentos de madera del tamaño de flechas volaban en todas direcciones.

Hipparan caminó con la delicadeza de un gato por encima de un tronco caído y se detuvo sobre la pila de árboles derribados.

—No sé nada de balsas, por ser artilugios humanos. Pero me inclino a creer que aquí hay tanta madera como la que me habéis mostrado.

A los ojos de Pirvan, que reconocía no ser los de un leñador experimentado, Hipparan había abatido suficientes árboles para construir un barco pequeño.

—¿Por qué no lo has hecho antes? —le preguntó Tarothin, recuperando el habla.

—No os debo lo suficiente como para solucionar vuestros problemas. Al menos no antes de conocer su gravedad.

—Supongo que ahora somos nosotros quienes estamos en deuda contigo —murmuró Haimya.

Los dragones, al parecer, tenían un oído excepcionalmente agudo. Hipparan agitó su ala sana, proyectando una tormenta de hojas contra el rostro de los presentes. Si los dragones pudieran sonreír, éste lo habría hecho cuando habló.

—Por supuesto, hermosa guerrera. Estás aprendiendo rápidamente las costumbres que conviene observar cuando se trata con Dragones de Cobre.

Haimya y Pirvan no se atrevieron a hablar, pero con su mirada expresaron un pensamiento compartido: «No me habría importado seguir ignorando tales costumbres, y mucho más, acerca de los Dragones de Cobre».

Enseguida, los ojos de Haimya adoptaron una expresión distante. Pirvan supo que se estaba reprendiendo por su egoísmo, cuando Gerik Ginfrayson podía estar en ese mismo instante exponiéndose a la muerte en las proximidades de un Dragón Negro.

Empezó a buscar un hacha, no encontró ninguna y, por un momento, temió que se hubieran perdido todas en el lodazal o quedado enterradas bajo los árboles caídos. Entonces vio los mangos de las herramientas sobresaliendo al borde del barro. Se apresuró a recuperarlas, pisó un profundo agujero y se encontró cubierto de lodo hasta la cintura.

Tuvo que contar hasta cincuenta para reprimir un arrebato de ira y unas imprecaciones que con toda seguridad habrían ofendido a los dioses y quizá también al dragón, aunque su estado de ánimo era propicio a esto último. Luego tendió un hacha con el mango por delante, Haimya y el contramaestre la cogieron y, gracias a los esfuerzos y sudores de los tres, Pirvan salió de la ciénaga como un héroe legendario.

«Si esto es heroísmo, que me den un honrado trabajo nocturno», pensó.

Sus problemas casi habían terminado cuando Hipparan subió a bordo de la balsa. Habían necesitado toda la madera comprada y los árboles derribados, así como sujeciones que requirieron la mayoría del cordaje prescindible del Copa de Oro, además de varias decenas de metros de lianas.

—Si necesitamos más, tendremos que empezar a rasgarnos las vestiduras —comentó Kurulus—. Aunque algunos tendremos mejor aspecto que otros después de eso —añadió, sonriendo a Haimya.

Pirvan tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir las palabrotas que se agolparon en sus labios, pero no pudo evitar que su cara reflejara sus sentimientos. Por fortuna, Haimya no estaba mirando esa indecente exhibición de celos.

Contemplaba al oficial, hasta que sonrió. Se quedó apenas a un milímetro de ser la sonrisa de un gato a punto de agarrar a un ratón por el gaznate. No movió un dedo, pero consiguió parecer tan temible como si ya hubiera desenvainado la espada.

—Mis disculpas, señora —dijo el contramaestre con una reverencia. Intentó quitarse el sombrero, pero estaba pegado a su cabello con barro—. Pero sólo un ciego dejaría de advertir que sois muy atractiva.

—No pretendo que los hombres se arranquen los ojos —replicó Haimya, esbozando una genuina sonrisa—, pero sí que se muerdan la lengua, al menos mientras haya trabajo que hacer.

—Como en efecto lo hay —dijo el contramaestre. No fue exactamente un gemido.

Tras montar la balsa, necesitaron un buen rato para convencer a Hipparan de que se subiera a ella. Era reacio a vadear, nadie quería comprobar las sujeciones con un salto del dragón y en la balsa entraba demasiada agua para dejarlo subir a bordo a pie enjuto.

De modo que tuvieron que comprar más madera, cortarla y construir una pasarela lo bastante larga como para llegar hasta la balsa desde un terreno lodoso razonablemente firme. Al final se alegraron de haber construido la pasarela con escalones, de modo que Hipparan pudiera subir a bordo sin grandes problemas. Nadie se atrevió a pensar siquiera en lo que izarlo a bordo podía suponer con el aparejo laboriosamente reparado.

Para entonces, toda la tripulación sabía que iban a subir a un dragón a bordo. El hecho de que fuera un Dragón del Bien no tranquilizaba a todo el mundo, ni siquiera a los que habían visto a Hipparan combatiendo en tierra firme. Los marineros eran muy supersticiosos, y el único que decía saber mucho de dragones era Tarothin. Sí, claro, él había salvado el barco y obrado otros prodigios, pero ningún hechicero era infalible.

La mayor parte de la tripulación rezongaba, fruncía el entrecejo o miraba boquiabierta. Tres hombres se alejaron, o al menos lo intentaron. Su intención era desertar.

Dos robaron un bote y remaron hasta la orilla. Los soldados karthayanos los capturaron mientras recorrían ciegamente la jungla, haciendo más ruido que un número doble de ogros. Los soldados los devolvieron al Copa de Oro y el castigo que recibieron fue doble: por lo que los karthayanos cobraron por el servicio prestado y por haber desertado.

El tercero se lo pensó mejor, o por lo menos eso pareció al principio. Saltó por la borda que miraba a mar abierto y nadó hacia la cala. Tal vez pretendía llegar a la galera que los vigilaba y entregarse a sus camaradas marinos o simplemente llegar a tierra firme fuera del alcance de la guarnición.

Fueran cuales fuesen sus planes, no consiguió realizarlos. El bote enviado tras él lo vio nadando vigorosamente a la luz de Lunitari. De pronto alzó los brazos, gritó una vez como si le partieran el alma al mismo tiempo que el cuerpo y se hundió.

Un calambre, la corriente, una maldición o algo que acechaba bajo el agua, nadie supo qué y pocos tuvieron ganas de especular al respecto. Los murmullos se acallaron y las deserciones cesaron.

No causó ningún problema que, al día siguiente, Hipparan subiera por la pasarela desde la balsa a la cubierta sin tropezar ni una sola vez. Con un lenguaje que parecía haberse enriquecido en los escasos días transcurridos desde su aparición, agradeció a la tripulación su hospitalidad y juró no abusar de ella. Después se deslizó hasta la bodega de popa, que había sido despejada para acomodarlo con un extenuante trabajo a causa del bochorno imperante.

Pirvan observó cómo se cerraba la trampilla de la bodega y suspiró.

—Aún no se ha acabado —dijo Haimya—. Aunque reconozco que pocas veces he visto a un caballo entrar en un establo desconocido con tan pocos remilgos.

—¿He dicho yo que se haya acabado? —preguntó Pirvan.

—Como mínimo ese suspiro expresaba esperanza.

—Sí. Espero que piense que ahora nos debe algo, por todas las molestias que nos hemos tomado. Él se limitó a lanzar un conjuro y derribar unos cuantos árboles. ¿O acaso lanzar un conjuro representa tanto trabajo para un dragón como para un hechicero humano?

—Supongo que es diferente con cada dragón, como lo es con cada mago.

—Podemos preguntárselo a Tarothin —dijo Pirvan.

—¿Y nos contestará? —preguntó Haimya. Luego la expresión dolida desapareció de su rostro—. Apuesta: Hipparan sigue considerando que estamos en deuda con él.

—Acepto. ¿Cuál es la prenda?

—El perdedor dará un masaje al ganador en los músculos más doloridos —respondió Haimya, esbozando una forzada sonrisa.

Pirvan no podía haber respondido de otro modo que con una inclinación de cabeza, pero eso pareció bastar. Se preguntaba para sí qué podía hacer para perder la apuesta.

Pasaron otro día en la cala, cargando toneles de agua fresca, haces de leña y cestas de fruta y pescado en salazón. Por la noche, el capitán inspeccionó la nave y levaron anclas al alba del día siguiente, aprovechando el reflujo de la marea para dejar atrás la galera y salir a mar abierto, que algunos dudaban en volver a ver.

Tres días después, Haimya se hallaba en un rincón de la bodega, sosteniendo una tira de metal flexible. La bodega estaba débilmente iluminada por lámparas de latón, y el metal no reflejaba la pálida luz para indicarle de cuál podía tratarse. No tenía intención de ponerlo a prueba doblándolo o rascándolo con la uña, aunque Tarothin no la hubiese prevenido de que no debía intentar semejante cosa.

El hechicero estaba detrás de Hipparan, justo bajo el ala lesionada del dragón. Llevaba un taparrabos y sandalias, y sostenía su bastón en una mano, y en la otra, un aguamanil de latón.

Lady Eskaia estaba sentada a horcajadas sobre la cola medio enroscada de Hipparan. Llevaba una corta túnica sin mangas que dejaba sus hombros al descubierto, al igual que sus piernas a partir de las rodillas, y con los pies descalzos. Escurría una esponja sobre un boquete irregular abierto en las escamas del dragón. El líquido que goteaba era azulado y apestoso, ¿o el olor era sólo el de la bodega, después de tres días de albergar a un dragón bajo el sol septentrional?

Hipparan parecía bastante limpio en todos sus hábitos, pero era un animal grande, y los animales grandes dejan huella cuando se encuentran confinados en espacios reducidos. No obstante, Haimya había limpiado establos peores de niña, por lo que sólo tenía que recordar su antiguo arte de relegar el olor al fondo de su mente y seguir trabajando.

—¿Es ésa la última herida? —preguntó Tarothin.

—¿Por qué no me lo preguntas a mí? —respondió Hipparan, adelantándose a Eskaia.

—Os lo preguntaba a los dos —dijo Tarothin en tono cortante.

Todos sudaban por el calor de la bodega, pero Tarothin parecía haber participado en una carrera o remado todo el día en una galera. Además, se había bebido tres jarras de agua y una de vino y comido la mayor parte de una cesta de pan, queso y salchichas que habían bajado de cubierta hacía una hora.

—He lavado hasta la última herida que he visto —dijo Eskaia—. ¿Queda alguna otra, Hipparan? Si es así, puedo continuar siempre que a Tarothin le quede poción.

La voz de Eskaia era cálida como cuando hablaba con Jemar el Blanco. Haimya se sobresaltó cuando su señora levantó el dobladillo de la túnica para secarse la cara. Por fortuna, la joven llevaba unos pantalones cortos de seda roja razonablemente discretos bajo la túnica. La doncella guardiana no se habría apostado a que su señora llevase algo debajo de la túnica por encima de la cintura.

Haimya se preguntó por décima vez si su señora iba en busca de conocimientos mágicos y del rescate de Gerik Ginfrayson. No, eso era injusto. Mejor dicho, si sólo iba en busca de esas cosas que reconocía en voz alta.

¿Era su propósito, no reconocido pero real, divertirse cuanto pudiera, de un modo que no sería tolerado en casa, por una vez en su vida? ¿Un único viaje —en el caso de un hombre se llamaría escapada— sola como un kender, para demostrar que era adulta y luego regresar a las obligaciones de una hija de la Casa Encuintras, con una sabiduría muy superior a la que podía haber adquirido en un año y más segura de sí misma?

—¡Haimya! —Tarothin parecía dispuesto a arrojarle algo—. Es la tercera vez que te lo pido. La tira de metal, por favor. Dámela, ¡y que los dioses te perdonen si la dejas caer!

Haimya se acercó al hechicero como se hubiera dirigido al comandante de su compañía para presentarse al servicio de guardia. Sus manos estaban resbaladizas por el sudor pero firmes cuando le tendió el metal a Tarothin.

El mago introdujo su bastón en el cinturón para tener libres las dos manos. Después se encaramó torpemente sobre el lomo de Hipparan y ciñó el metal alrededor del ala herida. La tira pareció alargarse a medida que Tarothin trabajaba, hasta que se convirtió en una anilla gris mate que daba tres vueltas alrededor de la extremidad lesionada.

—Atrás, por favor, apartaos —dijo Tarothin—. Esta es la magia curativa más sencilla que puede producir algún efecto, pero Hipparan es un dragón y yo no soy un dios.

—Descubriremos antes hasta qué punto eres poderoso si dejas de decir obviedades —comentó Hipparan. A estas alturas, Haimya sabía lo suficiente sobre los matices retóricos del dragón como para detectar su aburrimiento.

Eskaia, por otra parte, se mordía el labio para evitar reírse cuando se acercó a su doncella. Ambas observaron a Tarothin retroceder, tocar el cerco de metal con la punta de su bastón y empezar a entonar un encantamiento.

No era en ninguna lengua que las mujeres conocieran, y por lo que respectaba a Haimya, ni siquiera eran palabras. Según ella, podía estar recitando la tabla de multiplicar en el idioma de algún clan elfo desaparecido hacía siglos.

Sin embargo, Hipparan sentía algo. Tenía los ojos cerrados y estiraba el cuello, casi como un gato al ser rascado en algún punto concreto y especialmente oportuno. Su cresta temblaba ligeramente, como las orejas del mencionado gato.

La situación se prolongó durante algún tiempo sin cambios aparentes, y la mente de Haimya empezó a derivar hacia su apuesta con Pirvan, la cual era un misterio más insondable que las razones de Eskaia para emprender este viaje.

No temía que el ladrón se comportara de un modo inadecuado. Difícilmente se podría imaginar a un caballero más completo cuando había una mujer implicada. Se podía descartar a casi toda la población masculina de una gran ciudad antes de encontrar a otro hombre como Pirvan.

No, lo que ocurría es que ella temía estar comportándose como no debería hacerlo alguien de su posición. Había acabado preguntándose si ella y Gerik estarían como antes cuando volvieran a verse en cuanto él fuera rescatado. Haimya tenía serias dudas de que su compromiso matrimonial fuera capaz de soportar grandes cambios si ambos fuesen libres para decidir al respecto.

Pero en realidad no eran libres. El linaje de Leri Ginfrayson (en ocasiones llamada Leri la Buena) debía perpetuarse, al menos Eskaia lo entendía así. También estaba la incómoda situación en que se encontraría Haimya con la Casa Encuintras si rompían el compromiso. Ella debería devolver la sustanciosa dote que el padre de Eskaia había aportado para la doncella y confidente de su hija, y no tendría otra opción que volver a trabajar de mercenaria.

Era una profesión que había abrazado durante seis años con más éxito que la media. No habría vergüenza ni misterio alguno en volver a ella. Pero había conocido un mundo completamente diferente al que podía verse desde una columna desfilando en formación, medio asfixiada por el polvo y pensando en las llagas provocadas por las sandalias y la mancha de óxido de la propia espada. Deseaba quedarse en el nuevo mundo, y Gerik Ginfrayson era el medio honorable de cumplir sus deseos.

Además, como hombre, Gerik era mejor que Pirvan en muchos aspectos. Había servido honrosamente a Istar en la flota, si bien no mucho en el mar. Estaba más relleno; su barba podía ser rala, pero su cabello era largo y fino; y su nariz guardaba proporción con su rostro.

Pirvan era todo fibra y hueso, como un gato callejero que tuviera que buscarse cada comida. Su cabello era de un indeciso color de pelo de ratón y presentaba claros síntomas de desaparecer en poco tiempo, y su nariz haría de besarlo una empresa algo incierta.

Sus ojos, sin embargo, y su manera de moverse, y la gentileza de su manera de hablar (excepto cuando se enfadaba por cosas que enfurecerían al clérigo menos mundano), y aquellas manos que habían encontrado un empleo tan ilegal pero que resultaba tan fascinante observar en movimiento… Fascinantes, también, cuando tuvieron oportunidad de tocarla a ella…, o viceversa…

—¡Ya está! —dijo Tarothin. Reculó dando traspiés, y sin la ayuda de su bastón y de Eskaia habría caído sobre cubierta. En cambio, se sentó y rebuscó en la cesta hasta encontrar unas cuantas migajas sueltas.

Haimya miró a Hipparan. Al principio no advirtió ninguna diferencia. Los ojos del dragón estaban cerrados y su cresta seguía temblando débilmente. Sus dos alas, desplegadas sobre las tablas de la bodega, cubiertas de paja, estaban tan inertes como el caramelo que se vuelve blando sobre un fuego.

Entonces vio que la herida de la cola había desaparecido. Buscó las otras heridas que le había visto antes y no descubrió ninguna. Dirigió la mirada de nuevo hacia las alas, vio cómo se estremecían… y entonces Hipparan abrió los ojos y profirió su familiar grito gorjeante.

Ahora parecía distinto. El hueso se había desprendido de la garganta del ave. En su lugar, el sonido fue como un coro de los cantores más grandes de una raza desconocida para los dioses y los hombres. Retumbó en la bodega y Haimya pensó en taparse los oídos con las manos.

No lo hizo, en parte porque tampoco lo hicieron los demás y en parte porque habría sido cobarde e incluso indecoroso.

—Abrid la escotilla —dijo Hipparan. No levantó la voz, ni ésta sonó diferente de su grito. Pero sin duda era una orden de alguien que creía tener todo el derecho a darla.

Haimya no pensaba discutir. Subió por la escalera y aporreó la trampilla de madera.

—¡Abrid! —gritó—. ¡Abrid paso al dragón! —Fue casi un berrido. Se quedaría afónica si tenía que volver a gritar.

Se oyó un rumor de cadenas arrastradas, un siseo de lienzo, y la trampilla se deslizó lateralmente, estirada por una docena de marineros. Haimya se preguntó cuánto tiempo llevaban allí esperando y qué esperaban. Se habría alegrado de decírselo, si lo supiera.

Hipparan se incorporó sobre sus cuartos traseros. Apoyó las patas delanteras en el borde de la escotilla, dejando profundos surcos en la madera con sus afiladas garras. Volaron astillas, que cayeron sobre Eskaia y Tarothin, y un marinero profirió una breve maldición por el daño sufrido por el barco.

Guardó silencio cuando Hipparan posó sus grandes ojos oscuros en él. A continuación, el dragón volvió a gorjear y los marineros se dispersaron cuando medio saltó y medio salió escalando de la bodega. Haimya se precipitó hacia los peldaños superiores de la escalera, tropezó y cayó a cuatro patas.

Seguía así cuando Hipparan dio tres pasos y se arrojó hacia un lado. Desapareció de la vista durante un instante, pero luego los cabos restallaron y las velas se hincharon con la racha de viento que levantó al extender sus alas en toda su envergadura y elevarse, de nuevo a la vista. Goteaba agua de sus patas y su vientre, pero siguió ascendiendo.

Después dejó de subir y empezó a planear. Las grandes alas batieron poderosamente, transportándolo hasta la parte inferior de la nube más cercana. Desapareció en el interior de la nube, los hombres profirieron gritos de asombro y luego salió lanzándose en picado hacia el mar, arrancando nuevas expresiones de admiración de los espectadores.

Las expresiones de asombro se tornaron en otras de preocupación cuando puso fin a su picado y rozó con las garras las crestas de las olas. A continuación, voló en línea recta hacia el barco, atronando el aire con las alas. A la distancia de un tiro de flecha del Copa de Oro, ascendió una vez más, se volvió del revés y pasó volando por encima del barco, apuntando con la cresta a la cubierta y con las patas a las nubes.

El estandarte de los Encuintras se puso rígido como una tabla por el viento al paso de Hipparan.

El dragón siguió remontándose y profirió un grito. Pero no fue su grito gorjeante, sino otro más bronco, menos musical, casi un rugido. Todavía sonaba como un lenguaje que un dios pudiera utilizar para hablar con otro dios. Haimya tuvo la sensación de que el mundo entero iba a enmudecer hasta que el mar y el cielo engulleran aquel grito.

Casi ocurrió, excepto por el quedo sollozo de Eskaia. Ella y Tarothin habían llegado a la cubierta y permanecían muy juntos. La cabeza de la dama no estaba apoyada sobre el hombro del hechicero, pero sin duda habría sido bien recibida.

Tarothin tenía el aspecto más próximo a la humildad, incluso al respeto, que podía presentar un hechicero. Pero acababa de curar a una criatura de una raza más próxima a los dioses que cualquier otro ser de la creación.

A Haimya se le antojó que la frivolidad y el placer ya no tenían cabida en aquella misión.

Seis días después, la tierra firme quedaba muy lejos del Copa de Oro. El capitán había trazado un rumbo que los conducía directamente hacia el norte, tras salir del golfo de Karthay. Se hallaban muy cerca del cabo Norte, con el fin de esquivar cualquier barco de Synsaga dispuesto a abordarlos primero y negociar después.

También estaba el asunto del dragón. Cuantos menos ojos vieran a Hipparan fuera del Copa de Oro, mejor.

Pirvan se disponía a descender por la escalera del castillo de proa cuando el dragón surgió repentinamente de un banco de nubes bajas y se acercó velozmente, con puesta de sol de fondo. El barco viró suavemente hacia el este, con las velas ondeando a causa de una brisa constante que soplaba casi directamente desde popa.

Hipparan desplegó las das y planeó hasta aterrizar antes de que Pirvan llegara a la mitad de la escalera. Al tocar a la cubierta, el dragón plegó las alas y se posó sobre los cuartos traseros, deslizándose entre los obenques como si llevara años practicando.

Varios rostros barbudos se asomaron por las portillas y escotillas. Los marineros seguían siendo cautelosos con Hipparan, pero ya no lo temían porque no les había causado ningún daño. Algunos apreciaban su gracia y su esplendor, y todos valoraban el nutrido banco de peces al que los había conducido dos días antes.

Aún preferían encomendar los tratos con el dragón a sus oficiales, entre los que ahora se encontraban Pirvan y Haimya. Como lo expresara Alatorva el Tuerto: «La sensación general es que el dragón no ha hecho ningún daño hasta ahora, pero ¿por qué arriesgarse a estar demasiado cerca cuando cambie de opinión?».

Esto, afirmó Tarothin, negaba los conceptos básicos del bien y el mal. Alatorva replicó que el hechicero podía saber mucho sobre el bien y el mal, aunque por su parte fuera neutral, pero ¿cuánto sabía sobre dragones? ¿O los marineros, para el caso?

Tarothin se marchó con indisimulado enojo, tras este desaire por parte de alguien a quien se había obligado a respetar. Cuando las cosas parecían ir bien con Haimya, Pirvan había intentado que el mago cambiara de opinión, pero últimamente no disponía de tiempo para eso.

Haimya había vuelto a adoptar su anterior actitud distante. Pirvan lamentaba, no sin razón, el hecho de no poder ponerle las manos encima, y en realidad no estaba seguro de quién había ganado la apuesta. Por otra parte, la doncella guerrera tampoco volvió a demostrar la frialdad que habría dificultado su trabajo en equipo.

Pero su amistad parecía formar parte del pasado, como la Guerra de Kinslayer de los elfos, algo legendario. Esto preocupaba a Eskaia, y Pirvan no tenía la menor idea de cuánto le había contado Haimya a su señora y cuánto había adivinado la joven dama. Las suposiciones de Pirvan iban de no mucho a bastante.

Por desgracia, él y Eskaia no podían fusionar sus mentes y combinar sus conocimientos con la esperanza de encontrar una solución. Él no tenía tales derechos sobre Haimya, ni Eskaia tampoco, aunque pensara lo contrario. Semejante conspiración bienintencionada terminaría casi con toda seguridad consiguiendo que Haimya se alejara de su señora y estuviera dispuesta a castrar a Pirvan con una cuchilla desafilada.

—Ah, Pirvan el Ladrón —dijo Hipparan—. He divisado una tormenta hacia el noroeste. Su rumbo parece dirigirse hacia este barco.

Sus palabras hicieron que se adelantara uno de los rostros que observaban, el del oficial de cubierta.

—¿Qué más puedes decirnos?

Hipparan describió una tormenta lo bastante seria para que quienes lo escuchaban se mirasen unos a otros y luego al aparejo. El casco y las cubiertas inferiores del Copa de Oro eran lo bastante sólidos como para soportar cualquier cosa menos el fin del mundo, pero la cubierta superior y el aparejo aún conservaban las cicatrices y los puntos débiles de la primera embestida. Tan al norte no tenían que preocuparse mucho por los bajíos y arrecifes, pero Pirvan había oído que en este lugar las tormentas eran más largas y peligrosas.

—¿Algún rastro de magia? —preguntó Haimya. Pirvan vio ojos y bocas muy abiertos, quiso reprenderla por su indiscreción y entonces se le ocurrió que la discreción requería la colaboración de Hipparan. Haimya podía susurrar su pregunta en la oscuridad del turno de guardia nocturno, y pese a ello oír proclamar la respuesta desde el tope del palo mayor si a Hipparan se le antojaba.

Además, el propio Pirvan tenía interés por conocer la respuesta.

—¿Cómo voy a saberlo? —contestó Hipparan. Parecía malhumorado—. Volé a lo largo del frente de la tormenta bastante cerca para verla con claridad. A esa distancia, no percibí ningún conjuro. Pero si me hubiera acercado lo suficiente para captarlo, podía haberme quedado atrapado en él. ¿Y qué sería entonces de todos nosotros?

La salud de Hipparan había mejorado, pero no sus modales. Pero todos conocían la respuesta a su última pregunta y a nadie parecía gustarle.

Hipparan dejó plantado a su público y se introdujo en la bodega. Un grupo de marineros empezó a arrastrar la trampilla para cerrarla.

—Espero que a nuestro escamoso amigo no le importe estar un poco encogido cuando sople la galerna —dijo el oficial de cubierta—. No quiero escotillas abiertas por donde entre agua, ni por todos los dragones de Krynn.

Pirvan se preguntó cuántos podía haber en aquel momento. También se preguntó dónde estaría Jemar. Incluso el barco del bárbaro del mar podía suponer el éxito o el fracaso de la misión; toda su flotilla casi garantizaría el triunfo. Synsaga no podía permitirse el lujo de perder los hombres y barcos que le costaría una batalla con Jemar.

Haimya se limitó a mirarlo como si no existiera. El ladrón se dirigió a la barandilla del puente y oteó el horizonte hacia el norte. Tenues y lejanas, elevándose muy por encima del resplandor carmesí del ocaso, distinguió las espigadas nubes que tan a menudo constituían la vanguardia de una tormenta.