5

Pirvan despertó con fuertes dolores tanto en la cabeza como en el abdomen. Llegó a la conclusión de que debía haberse golpeado en la cabeza con la caída. También descubrió que le habían lavado la sien magullada y la mejilla arañada, le habían aplicado un ungüento y que estaba prácticamente desnudo.

Estaba tendido en un jergón relleno de fragante heno, separado del suelo de madera por un bastidor también de madera, y cubierto por una manta de lana limpia. Al lado del jergón, sobre una mesita baja, había una jarra de agua, un vaso y un plato de galletas ligeras. El agua estaba limpia y olía a hierbas, las galletas presentaban un atractivo color marrón y la jarra, el vaso y la bandeja eran de buen peltre gris y tenían el emblema de Encuintras estampado.

Si era un prisionero de la familia de lady Eskaia, o lo estaban engordando para el sacrificio o le deseaban lo mejor.

Tenía un sabor de boca como si un regimiento de ogros hubiera acampado en ella. Eliminó hasta cierto punto el sabor con el agua y el resto con dos galletas. Temía que las galletas le provocaran náuseas, pero había algo en el agua que calmó su estómago lo suficiente como para mantenerlas en él.

El agua también contenía algo que lo hizo dormir. Tras el segundo vaso, se abandonó al sueño. Despertó sintiéndose libre del dolor, con la cabeza un poco turbia y el hambre suficiente para comerse no sólo las galletas restantes, sino también media tahona de buen tamaño.

Cuando concluyó, empezó a estudiar la habitación. Estaban muy por encima del nivel de una celda, aunque no era la habitación de los invitados. Había un cubículo privado en un rincón para el necesario orinal, y un segundo jergón enrollado y apoyado contra una pared. La iluminación era tenue; procedía de unas lámparas insertadas en unas hornacinas de la pared con un techo saledizo. Bastaría para permitirle ver mucho más en cuanto sus ojos se acostumbraran.

Todas las paredes eran de madera pulida hasta dejarlas lisas y habían sido enlucidas, en tanto que dos de ellas estaban además cubiertas por estanterías. En una había baldes, esponjas, jarras, túnicas cortas, calzones holgados y acolchados y lo que Pirvan reconoció como varas y pesas de gimnasia. En los estantes de la otra pared había botellas, jarras tapadas y redomas de cristal que podían contener cualquier cosa, desde pociones hasta especias. Algunas las reconoció como obra de elfos qualinestis.

Se puso en pie, advirtiendo al hacerlo que alguien lo había despojado de todas sus ropas y lo había bañado a conciencia…, cosa que admitió que debía necesitar, después de sus esfuerzos por remontar el pasadizo que conducía a la bodega. Eso significaba que no estaba ni vestido ni armado, pero con los estantes cargados al alcance de la mano, carecía de importancia.

Se acercó lentamente a la estantería de las varas de gimnasia y cogió tres, un par de cortas y otra larga. Comprobó su equilibrio y el suyo propio, y descubrió que ambos eran aceptables. Después se puso una de las túnicas, desapareciendo la sensación de desnudez e indefensión.

Si era un prisionero, parecía extraño que lo hubieran dejado en una habitación tan llena de objetos que podían usarse como armas. Tal vez le estaban tendiendo una trampa, tentándolo para que intentase huir y tener una excusa para castigarlo más severamente.

Pero tal vez no. Presumiblemente habían recuperado las joyas, a menos que aquel sirviente se las hubiera arrebatado al postrado Pirvan antes de que la doncella de lady Eskaia —Haimya era su nombre— tuviera tiempo de registrarlo.

Aunque tampoco un hombre con taparrabos y guantes necesitaba un registro muy a fondo…

La bandeja estaba vacía y la jarra, llena. Pirvan bebió más agua (un ladrón que había viajado con los bárbaros del desierto decía que el mejor lugar donde guardar el agua era el propio estómago). Al parecer, algo había cambiado en el agua desde la primera jarra; esta vez no tenía sabor ni olor a hierbas.

Beber no contribuyó a mitigar el hambre que a aquellas alturas roía su estómago como las ratas. Si esperaba mucho más tiempo, lo desgarraría como un gato montés. También cobró conciencia de los arañazos y los músculos doloridos que nadie se había preocupado por curar. ¿Dormir otra vez o permanecer despierto, para que no lo pillaran desprevenido?

Su instinto le indicó que dormir era una locura, ya que le arrebataría incluso la esperanza de sucumbir luchando. La razón le dijo que la Casa Encuintras podía limitarse a esperar que la extenuación lo dejara a merced de sus asesinos y acabar entonces con él. En cualquier caso, cuanto más descansado estuviera, mejor. Saber que no tendría que librar un duelo de ingenio medio dormido contribuyó a calmarlo.

Poco después dormía de nuevo. Cuando despertó, no estaba solo.

El golfo del Cráter se hallaba en la costa oriental de la gruesa península que constituía uno de los puntos más septentrionales del continente de Ansalon. No estaba lejos de Istar, para alguien que supiera volar. Pero los dragones dormían, los pegasos eran escasos, los kiris lo más parecido a una leyenda y los grifos tan poco fiables que nadie que deseara acabar su viaje sobre semejante montura pensara en utilizar uno.

Eso limitaba las posibilidades a la tierra y el mar. Las montañas que recorrían el espinazo de la península tenían muchos nombres en muchas lenguas, pero ninguno de ellos cantaba alabanzas. No eran elevadas, pero sus cumbres más altas eran escarpadas, abruptas y gélidas; sus laderas más bajas estaban infestadas por una impenetrable maraña de vegetación. Un hombre podía pasarse un día entero abriéndose paso a machetazos para avanzar un solo kilómetro, caer rendido y no despertar jamás por culpa de las sanguijuelas, que le chuparían toda la sangre, y los insectos, que devorarían lo que hubieran dejado las sanguijuelas.

En dos días sería irreconocible. En cinco, se habría quedado en los huesos y, antes de una semana, llegarían los horadadores de huesos y no quedaría nada de él excepto sus pertrechos de metal, que durarían como máximo una estación antes de que la incesante lluvia los disolviera con el óxido y la corrosión.

Los hombres prudentes no intentaban llegar al golfo del Cráter por tierra.

Por mar, había que aceptar el desafío de la niebla y la bruma, los vendavales y las tormentas más persistentes, los arrecifes cercanos a la orilla que se prolongaban hacia lo que los capitanes creían mar abierto, y suficientes maderos flotantes cada día para construir una pequeña embarcación. Los marinos que no tenían nada que hacer en el golfo del Cráter lo esquivaban con un amplio margen… y eran la mayoría, pues allí había poco que ofrecer excepto madera, frutas y agua potable, y ningún habitante civilizado, de ninguna raza.

Por todo ello, difícilmente podía haber sido más adecuado como refugio para los piratas. Fuera cual fuese su raza (principalmente humanos y minotauros, con algún que otro ogro ocasional; los goblins casi nunca se acercaban al mar por voluntad propia), pocas veces zozobraban por los peligros que empujaban a la mayoría de las naves mar adentro. Sus ligeros y veloces veleros podían pasar por encima de escollos que desfondaban las embarcaciones mayores, la selva ofrecía refugio si un enemigo conseguía llegar a tierra, en los arrecifes abundaba la pesca y, en conjunto, un marinero podía ganarse la vida deshonestamente en el golfo del Cráter con más facilidad que en cualquier otro lugar.

El año en que Pirvan el Ladrón realizó su trabajo nocturno en la finca de los Encuintras, la mayoría de los piratas eran leales a uno llamado Synsaga. No lo hacían con la misma prontitud que antes a su hermana Margiela, y algunos no le guardaban ninguna lealtad. Pero la mayoría de ésos había abandonado el golfo del Cráter para vivir honradamente, o de la piratería, en otros lugares, y Synsaga sólo había necesitado una encarnizada batalla, cinco años antes, para lograr que su dominio fuera, como mínimo, tolerado.

Pero la batalla había abierto huecos en las filas de los piratas, tanto entre sus amigos como entre sus enemigos. Así llegó a la necesidad de contar con hombres que se lo debieran todo y empezó a buscarlos dondequiera que fuese. Una fuente eran los cautivos, que quizá preferían la libertad y el pillaje a la muerte, la cautividad mientras esperaban el rescate o la esclavitud. Uno de ellos, que había jurado fidelidad a Synsaga, en el cuarto año de mandato del jefe de los piratas, era un joven de Istar llamado Gerik Ginfrayson.

Pirvan no se sorprendió demasiado al comprobar que su visitante era Haimya.

Estaba sentada en el otro jergón con las piernas cruzadas, sin armadura ni cualquier otra prenda más que una túnica sin mangas y unos calzones cortos. Su atuendo era masculino, al igual que la espada que reposaba en su regazo. Todo lo demás no lo era en absoluto. Pirvan reparó especialmente en las largas y musculosas curvas de sus piernas semidesnudas.

—Saludos, Haimya.

—¿Conoces mi nombre? —inquirió la doncella guardiana, enarcando sus pobladas cejas.

—Ofendí el honor de vuestra casa por ignorancia, pero no entré sin saber nada en absoluto. —respondió Pirvan, haciendo una reverencia pese a estar sentado. Se contuvo para no añadir que ya la había visto antes de su encuentro más reciente. Una regla de los ladrones era: «No digas nada, pues el conocimiento exige el precio más alto».

—Entonces supongo que sabes hasta qué punto nos has perjudicado.

En realidad no era pregunta, pero Pirvan decidió tomarla como tal. Si admitía que sabía demasiado, Haimya (que parecía tener una mente tan aguda como la punta de su espada) podría preguntarse cómo se había enterado. Alatorva el Tuerto y la sirvienta eran completamente inocentes; Pirvan no dejaría pistas que condujeran hacia ellos.

—Los rumores y ciertos acontecimientos bastaron para hacerme tomar mi decisión de reparar tal deshonor con otro trabajo nocturno. Pero dudo mucho de que los rumores lo dijeran todo.

—No podían decirlo porque es mucho lo que no deseamos que se sepa.

—A un tiempo prudente y conveniente. Pero insisto en saber una cosa. ¿Están a salvo las joyas?

Haimya pareció titubear. Pirvan habría jurado que miró hacia las lámparas, como si su titilante resplandor amarillo pudiera contestarle sí o no. Si buscaba una respuesta allí, no la encontró.

Por fin, hizo un gesto de asentimiento.

—Estoy encantado —dijo Pirvan—. También quedo libre de cualquier otra obligación con la Casa Encuintras, ¿verdad? Vuestra hospitalidad está a la altura de su reputación…

—Debería. Esto no es una celda de castigo, sino mi sala de ejercicios.

—Ah. He pensado que las túnicas y las varas tenían ese propósito.

—En efecto. Un guerrero debe tener un espacio privado para ejercitarse.

Pirvan era de la misma opinión, pero no pudo evitar una sonrisa. Por su mente deambuló, no sin motivo (aquellas piernas aún estaban a plena vista), la imagen de Haimya practicando con las armas, con un atuendo que sin duda requeriría intimidad.

—Tal es también mi costumbre.

—Cuando una grave enfermedad aqueja a la casa, me ejercito en otra parte si tengo tiempo para ello. Ésta es la habitación de cuarentena, para los que están demasiado enfermos para cuidar de sí mismos o que pueden contagiar su enfermedad a los demás.

«El lazareto de los Encuintras, para decirlo rudamente», pensó Pirvan.

Su estómago se encogió. Un enérgico esfuerzo impidió que su rostro hiciera lo mismo. Su horror a las enfermedades se remontaba a una época muy anterior, a los recuerdos de su madre yaciendo muerta y cubierta de pústulas en un jergón mucho más sucio que aquél. Pero no era conveniente que Haimya supiera hasta qué punto había sido eficaz su amenaza de retenerlo en aquel lugar.

Si es que era una amenaza. Una vez más, Pirvan se preguntó qué impresión debía darle el curioso comportamiento de la Casa Encuintras.

—Bueno, no debería preocuparme por causaros problemas a vos en la salud o a cualquier otra persona en la enfermedad. Yo diría que, una vez devueltas las joyas, ya no tenemos más asuntos que tratar vos y yo.

—Eso no es del todo cierto.

—Oh. Entonces quizá deberíais explicarme, por favor, las circunstancias de vuestra casa, porque los rumores no decían nada de que yo os hubiera causado otra afrenta que el robo de las joyas.

Haimya tuvo el mérito de explicarse con rapidez. La historia se parecía mucho a lo que había oído Pirvan, con ciertos datos que ninguna persona ajena a la Casa Encuintras hubiera podido aportar. El ladrón también detectó cierto tono en la voz de Haimya que le hizo preguntarse cuál sería la verdadera opinión de la mujer sobre su prometido.

Oh, sí, las palabras eran las adecuadas para describir la situación. Pero por detrás de las palabras, Pirvan no descubrió tanto la añoranza por un compañero amado como el despecho por el insulto de los piratas al arrancarlo de su lado. Por el bien de Gerik Ginfrayson (y de hecho por el bien de Haimya, a quien él no deseaba infelicidad en el amor), el ladrón esperó estar juzgando mal a la dama.

Por fin, Haimya concluyó su relato y buscó a su alrededor algo de beber. Pirvan levantó la jarra; esta vez no la habían rellenado.

—No os secaré la garganta mucho más —dijo—. Me habéis contado todo lo que quería saber excepto una cosa. Y es qué otro servicio se requiere de mí. —Consiguió llegar hasta aquí sin que la voz lo delatara, por lo que pudo adivinar de la expresión de la mujer.

—Oh, es bastante sencillo. Navegarás con nosotros hasta el golfo del Cráter, donde rescataremos a Gerik Ginfrayson.

«Cuando los dioses quieren gastar una broma pesada, contestan a las preguntas de los hombres». Si no era un viejo dicho, merecía serlo.

Pirvan decidió que no tenía nada que perder mostrándose firme.

—Eso puede resultar difícil. ¿O atacaréis aún más a los ladrones con vuestro mago amaestrado si no obedezco?

El rostro de Haimya no reveló nada, ni en un sentido ni en otro. Pirvan resolvió no permitir que se hiciera ilusiones.

—No puedo ser el juez del honor de todos los hermanos y hermanas trabajadores de la noche. Ni siquiera del mío propio. Si tuviera que renunciar a él haciendo lo que me pedís, ya no estaría seguro en Istar. Y si no me liberáis, vuestra casa correrá peligro.

—La milicia…

—La milicia puede ser sobornada por los enemigos de vuestra casa, que estoy seguro de que son numerosos. Además, el trabajo nocturno puede realizarse de un modo tan sutil que sólo vos os enteraríais de las heridas que sufrís.

—¿Y el honor de los ladrones, de no lastimar a los inocentes? —estalló Haimya.

Pirvan se alegró brevemente de haber atravesado aquella máscara de hierro.

—Yo seré una víctima inocente si me retenéis aquí después de haber devuelto las joyas.

—Tu inocencia no te mantendrá a salvo si sigues desafiándonos continuamente.

—No tendré que desafiaros continuamente. Saldré de aquí, vivo o muerto, antes de que Branchala haya empezado a desaparecer.

—Tonterías.

—Si deseáis apostar a que son tonterías, apostaos lo que podéis permitiros el lujo de perder.

Haimya lo fulminó con la mirada. No se podía decir con justicia que el enfado la volviera hermosa, pero sus rasgos eran tan proporcionados que la ira no los afeaba. Pirvan buscó sus varas, descubrió que estaban al alcance de su mano (de hecho, no se habían movido del sitio) y decidió que Haimya no pensaba atacarlo con el acero desnudo.

Eso sólo dejaba trescientos o cuatrocientos otros actos violentos que podía realizar. Pirvan inspiró profundamente y se arrellanó en el jergón, con las manos a la vista.

—Haimya —dijo—, no dudo de que lady Eskaia confía plenamente en vos. Pero lo que habéis dicho es tan improbable que debo oírlo de sus propios labios. Si lady Eskaia dice que es necesario que yo vaya al cráter del Golfo, la escucharé. No prometo ir, pero sí concederle la misma atención que prestaría a un hermano o a un padre.

Creyó ver que Haimya se mordía el labio, pero el ruido de la puerta al abrirse desvió su mirada. En cuanto se hubo abierto lo suficiente, una joven de cabello oscuro, vestida con una sencilla túnica con adornos de color vino en el cuello y los puños, entró en la habitación con pasos livianos.

—Pirvan, creo que has preguntado por mí. Soy lady Eskaia, de la Casa Encuintras.

Iba a descargar una tormenta antes del anochecer. Gerik Ginfrayson lo sabía, aunque no tenía un sentido innato del clima y su motivo para estar en los barracones del sanador no le habían proporcionado ninguno. Una caída en un arroyo mientras perseguía a un cautivo fugitivo le había torcido un tobillo, y tragar la sucia agua le había provocado una fluxión y fiebre. Nada capaz de matar a un hombre, sólo de hacerle desear morirse, al menos durante un par de días.

Pero había prestado juramento a Synsaga hacía un año, y en todo ese tiempo en el golfo del Cráter sólo un loco pasaba por alto los signos de tormenta. La pegajosa calma del aire, las densas pero altas nubes y el extraño tono del canto de las aves, todo indicaba lo mismo.

Sería una tormenta procedente del oeste, donde las montañas rasgaban los vientos. En la orilla no habría más que lluvia, pero a las pocas horas de remar hacia mar abierto sería un asunto distinto y más mortífero, aunque no tanto como una galerna del este o el norte; había mucho espacio en el mar para cualquier nave capaz de seguir el rumbo de la tormenta.

Gerik ya conocía los peligros de una costa de sotavento tan bien como cualquier navegante, aunque pasarían años antes de que confiaran en que pudiera mantener una nave alejada de una, si es que alguna vez lo hacían.

El marinero manco que ejercía de enfermero en los barracones del sanador apareció por la puerta y tosió.

—¿Sí, señorrr?

Lo que le había arrancado el brazo también le había privado del juicio o del habla, o quizá de ambas cosas. Aquí había poca magia curativa para tales heridas, y Gerik había oído hablar de hombres tan lesionados que se quitaban la vida o suplicaban el golpe de gracia de sus camaradas. Sin embargo, este hombre no deseaba morir y, como había sufrido las heridas vengando la muerte de la hermana de Synsaga, Margiela, el jefe de los piratas le habría concedido un trono de oro, si hubiera estado en sus manos.

Gerik contempló la bolsa, luego se la quitó al viejo y la puso sobre la mesa. Todo lo que había llevado a los barracones estaba en ella, incluidas las escasas monedas de cobre y la pieza de plata. Naturalmente, el robo entre piratas se castigaba de formas que, en comparación, una condena a la arena del circo parecía un manotazo en los dedos…

—¿Necesitáis una camilla, señorrr?

Gerik hizo un gesto de negación. No necesitaba que nadie lo ayudara a recorrer cuesta abajo el sendero que conducía a sus dependencias, y mucho menos que lo llevaran a cuestas. Levantó la bolsa y por un momento casi cambió de opinión; su pierna estaba lo bastante fuerte para caminar sin una carga, pero para correr o cargar pesos necesitaba un poco más de tiempo.

Rebuscó hasta encontrar dos o tres monedas de cobre y se las dio al hombre.

—Habrá más cuando haga otro viaje y tenga una parte o dos del botín que gastar.

—Vale. ¿Y cuándo serrrá eso, señorrr?

—No lo sé.

Había jurado fidelidad sólo a Synsaga, lo cual lo protegía en tierra firme y le permitía ocupar un puesto a bordo del Troll Dorado o el Surcador de los Mares. Para los otros capitanes, era un istariano de habilidad incierta y sin ninguna lealtad que ellos estuvieran dispuestos a reconocer. Synsaga ya llevaba dos días de retraso, no recalaría en tierra con esta tormenta y sus reparaciones podían tardar más tiempo del habitual, antes de permitirle hacerse a la mar de nuevo.

—¿Palabrrra?

—Palabra de honor —dijo Gerik. El hombre había hecho más por él que por los otros cinco ocupantes de los barracones, aunque dos de ellos no estaban en condiciones de exigir gran cosa. Uno se moría a causa de una herida en el vientre sufrida en una riña y el otro, de una enfermedad que hacía cosas horribles en su cerebro y obligaba a tenerlo atado a la cama la mayor parte del tiempo. Incluso entonces, cuando empezaban los ataques, sus aullidos aterraban a las aves y los monos de un kilómetro a la redonda.

La dignidad obligó a Gerik a caminar rápidamente por el sendero hasta que estuvo fuera de la vista de la puerta de los barracones del sanador. Para entonces, sus labios se habían quedado sin sangre por el dolor de los músculos, forzados más allá de sus límites.

Debía encontrar la manera de ejercitarlos, pensó, donde nadie pudiera verlo u oírlo hasta que hubiera recuperado el tiempo perdido.

Antes era duro y estaba en forma, para un hombre cuyo trabajo era principalmente contar madera en los muelles de la ciudad. De otro modo, Haimya nunca se habría fijado en él. Pero los piratas tenían criterios propios en cuanto a la forma física, y a Gerik le había costado seis meses ponerse a su altura.

En ese tiempo había echado músculos, perdido grasa y sudado, y llegó a comprender todo a lo que se sometía Haimya para conservar su cuerpo de guerrera, y también su cuerpo de mujer. Mujer más que suficiente para perturbar sus pensamientos de un modo que no tenía cabida en este resbaladizo sendero.

Gerik apartó de su mente los recuerdos de Haimya y se concentró en el descenso de la cuesta. Fuera de la vista de los barracones y de todos los demás, podía aflojar el paso y adoptar uno que sus músculos pudieran soportar. De este modo llegó a la parte más frondosa del sendero justo en el momento en que el primer trueno retumbaba al oeste.

Miró hacia el cielo, sus ojos se elevaron con las aves que alzaban el vuelo entre graznidos. El horizonte estaba ahora más oscuro que antes, pero no tanto que le impidiera ver una gran sombra de alas negras que planeó ante su vista y luego desapareció entre las nubes. Por lo menos creyó verla, y como mínimo estaba tan seguro como las tres veces anteriores.

Reanudó su descenso. ¿Qué había visto, siempre brevemente y hoy durante poco más de un abrir y cerrar de ojos, precipitándose entre las nubes? Largas alas, una larga cola, una cabeza con cresta, todo de una negrura que parecía engullir incluso la tenue luz de la tormenta.

Ninguna ave tenía esa forma, ni alcanzaba ese tamaño. Parecía demasiado grande y con una forma inadecuada, para ser un grifo. Eso sólo dejaba una posibilidad.

Un Dragón Negro. Una criatura del Mal, un esbirro de Takhisis… y un pensamiento lo bastante frío como para hacer que un hombre olvidara el calor tropical por un instante.

El frío remitió. Tampoco podía ser un Dragón Negro. Todos los dragones, del Bien y del Mal sin distinción, habían abandonado el mundo después de que Huma empuñara la Dragonlance y muriese conduciendo a la victoria a las fuerzas del Bien. Todos ellos dormían el sueño de los dragones, ninguno podía ser despertado excepto por los dioses.

Al menos eso era lo que había oído Gerik Ginfrayson. Y se lo había oído contar a hombres sabios, clérigos y magos, que sabían tanto sobre el tema como podían averiguar los hombres mortales.

O bien esos hombres estaban equivocados, o lo que Ginfrayson había visto pasar por encima de su cabeza cuatro veces no era un dragón.

Otro pensamiento escalofriante lo invadió. La pequeña aldea de piratas de Synsaga no tenía dioses a sus órdenes y, probablemente, no gozaba del favor de muchos (exceptuando quizás a Hiddukel). Pero tenía un hechicero renegado que recibía oro, esclavos, comida y obreros como si en realidad hiciera algo útil para los piratas.

¿Había encontrado Fustiar el Renegado una manera de interrumpir el sueño de los dragones?

En ese caso, era un secreto a cuyo conocimiento Gerik tardaría años en ser admitido. Pero las lenguas no estaban quietas cuando el vino corría libremente, y Gerik podía fingir tanto beber como estar ebrio. El vino correría libremente cuando regresara Synsaga y Gerik no tendría ningún problema para asistir a esa celebración con la mente sobria y los oídos abiertos.

Pirvan no se atrevió a preguntar qué aspecto tenía después de la entrada de lady Eskaia. Tampoco tuvo necesidad de hacerlo.

Las dos mujeres le echaron una ojeada y prorrumpieron en una risa incontrolada. No había nada aristocrático o digno en aquella risa. Parecía y sonaba igual que la de dos niñas de la calle que hubieran gastado una pesada broma a un hombre.

Pirvan esperó con la máxima dignidad que le fue posible mientras las mujeres se desternillaban de risa. Pensó en aprovecharse de que la puerta no estaba atrancada y de que las mujeres estaban distraídas para escapar. Pero ¿adónde? ¿Y cómo, sin el atuendo adecuado ni las armas necesarias, probablemente con toda la casa despierta y alerta?

Además, si las mujeres no habían perdido su sano juicio por completo…, bueno, nunca había golpeado a una mujer y estaba seguro de que nunca había herido a ninguna ni siquiera fortuitamente. (De hecho, estaba más seguro de eso que de no haber dejado atrás algún hijo ilegítimo).

En aquel preciso momento Pirvan reparó en que lady Eskaia había dejado en el suelo —sólo dejado, gracias a los dioses, no dejado caer— una sólida fuente de madera llena de queso, pan, jamón, encurtidos, uvas rojas maduras y una escudilla de algo con un aspecto muy apetitoso, aunque Pirvan no habría sabido decir qué era.

Durante unos instantes, intentó conservar la dignidad. Después, las agradables fragancias del pan y el queso alcanzaron sus fosas nasales. Hacía varios días que no comía nada más que agua y galletas. Cogió un pedazo de queso con una mano, un trozo de jamón con la otra y se embutió ambos en la boca sin la dignidad, ni siquiera los modales, de un niño de cinco años.

Cuando Pirvan empezó a masticar, las mujeres ya no se reían. Sus rostros estaban igualmente encarnados, el cabello normalmente arreglado de lady Eskaia era ahora una enredada maraña, y Haimya parecía sufrir un ataque de hipo. Pero se hallaban en un estado en el que un hombre podía esperar hacer una pregunta e incluso, si tenía la suerte suficiente y rezaba las oraciones adecuadas al dios apropiado, obtener alguna respuesta.

—Lady Eskaia, os estoy agradecido por vuestra hospitalidad y por vuestra presencia —dijo Pirvan—. Como hice mi promesa al alcance de los oídos de ambas, la mantendré. Recordad, no obstante, lo que os pedía.

Eskaia se atusó el cabello y compuso una mueca al darse cuenta del embrollo que había provocado en su peinado. Después encajó la mandíbula. Era una mandíbula bien formada, en la que brillaban dos hileras de dientes blancos y regulares. Incluso si hubiera sido la hija de un hombre pobre, habría constituido un trofeo matrimonial muy apetecible.

—Muy bien. Pero debo pedirte que hagas una promesa más…, de hecho, un juramento por todo lo que más honras. Que jamás hablarás de lo que voy a confiarte, a menos que Haimya, mi padre o yo lo autoricemos.

El hecho de que Josclyn Encuintras hubiera sido sacado a colación de improviso inquietó a Pirvan. Intuyó que lo que estaba a punto de oír lo inquietaría aún más. Pero una promesa era una promesa; un ladrón honrado no podía vivir en un mundo donde no se cumplieran las promesas.

Pirvan juró guardar silencio, invocando a Gilean y a Shinare; luego miró a Eskaia.

—Ya podéis serviros a mis expensas.

Haimya pareció conmocionada. Eskaia le sacó la lengua al ladrón. Después se serenó.

—Es cuestión de lo que estén haciendo los piratas del golfo del Cráter. O, mejor dicho, de lo que hayan estado haciendo…

Cuando Eskaia hubo concluido (con algunas precisiones por parte de Haimya), Pirvan comprendió por qué el padre de la joven había decidido tomar cartas en el asunto. Lo que podía estar ocurriendo en el golfo del Cráter provocaría una hecatombe en el comercio de Istar e incluso en la propia ciudad. Josclyn era el líder de los mercaderes, que rivalizaban con los clérigos por hacerse con el poder supremo en Istar.

Descubrir y poner fin a una amenaza contra la ciudad podía proporcionar algo más que honor y oro a la Casa Encuintras. Podía significar una oferta de matrimonio con un miembro de la alta nobleza o incluso con un heredero real para Eskaia.

Un hombre afortunado, pensó Pirvan, y luego concentró su mente y su lengua en cuestiones más prácticas. Evidentemente, padre e hija hablaban entre sí más abiertamente de lo que afirmaban los rumores. También era evidente que esta situación favorecía al ladrón. No ponía en peligro ningún secreto de los ladrones y añadía más recursos de la Casa Encuintras a los preparativos del viaje.

—Ahora entiendo por qué deseáis mi compañía en esta aventura —dijo Pirvan—. Puedo ir a donde ninguna de las dos puede. Pero no he prometido afrontar los peligros de ser… un espía, por no complicar un asunto sencillo. Un espía entre personas que son más duras que la mayoría al tratar con tales individuos.

—Se te pagará, naturalmente —dijo Eskaia—. Al menos el salario de un jefe de la guardia, o tal vez más.

—Aun así —replicó Pirvan—. He devuelto las joyas de buen grado, pero lo que habría obtenido por ellas debe pagarse de algún modo.

—¿Por qué no más? —Preguntó Haimya—. ¿El precio de una de las joyas, el precio completo, no lo que los mercaderes nocturnos os habrían dado, cuando vuelvas?

Pirvan contempló a las dos mujeres con creciente respeto. Haimya no tenía ni un pelo de tonta, y bajo el vestido y el cabello primorosamente peinado, tampoco Eskaia. Pero, por otra parte, una soldado mercenaria y una princesa comerciante no tenían por qué sentirse ofendidas al hablar de dinero.

—¿Estoy autorizado a elegir la joya?

—¿Cómo puedes estar seguro de que te mostraremos las que te llevaste? —replicó Eskaia.

—Pediré verlas todas. Además, cien monedas de plata ahora, que serán descontadas de mi paga.

—¿Sólo eso? —dijo Haimya.

—He pensado que no os importaría ser generosas con los ladrones —respondió Pirvan haciendo un gesto de asentimiento—. Tampoco tengo esposa o hijos, ni parientes vivos o amigos jurados, que yo sepa, de modo que eso es todo lo que pido de antemano. Ah, eso y mi equipo.

—¿La bolsa que ibas a izar hasta la bodega? —preguntó Haimya. Su sonrisa era casi una mueca.

—¿La tenéis vos?

—Sí, aunque no sin intercambiar algunas palabrotas con… un camarada tuyo, estoy segura, que esperaba abajo para cubrir tu retirada.

—Doy por sentado que no ha sufrido ningún daño. Si habéis derramado su sangre… —La seriedad de su expresión borró la sonrisa de Haimya.

Después de eso permitió que cambiaran de tema. No sabía cuándo zarparían, pero si no era al día siguiente, tenía un plan.

Lo llevaban al norte para que les cubriera las espaldas. ¿Por qué no podía él enrolar a alguien en este curioso viaje para que hiciera lo mismo por él?