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El ladrón estaba en cuclillas sobre la rama que se extendía hacia la alta muralla de la finca. La noche y las hojas lo ocultaban casi por completo, y el atuendo típico de su profesión (o arte, como a veces lo consideraba él) hacía el resto.

Era una noche de verano en Istar, por lo que vestía camisa y pantalones de ligero lino, teñidos de un suave y lustroso color negro y muy ceñidos para evitar engancharse en las espinas o que lo agarrara un enemigo. Calzaba sus pies con mocasines, al estilo de los exploradores elfos qualinestis: silenciosos, elásticos y también negros.

Usaba guantes de marinero, con tiras de piel de tiburón en las palmas para agarrarse mejor y una fina malla metálica bajo el cuero y la piel de tiburón. Con los guantes, perdía sensibilidad en el tacto, pero ahora necesitaba que sus manos estuvieran protegidas, no sensibilidad.

Donde su camisa dejaba al descubierto su fibroso cuello y su garganta, un apagado brillo metálico revelaba también la presencia de más malla ligera. Un Caballero de Solamnia o un oficial veterano del ejército de Istar habría admirado aquella malla; después se habría preguntado dónde la había conseguido su propietario.

El propietario seguía con vida y libre porque no se entretenía contestando a tales preguntas, incluso cuando no podía impedir que las formularan.

Alrededor de la cintura, el ladrón llevaba un cinturón de cuero negro, del que colgaban varias bolsas que se bamboleaban pesadamente y abultaban sospechosamente. Era una colección extraña: unas compradas en la plaza de los Bolseros, otras adquiridas en el transcurso del «trabajo nocturno» de su dueño y otras confeccionadas con sus propias manos, con materiales comprados y pagados de su propio bolsillo, para guardar herramientas especiales y mantenerlas ocultas a los ojos de cualquier otro miembro de su gremio.

De estas últimas sólo llevaba unas pocas, pues era del oficio desde hacía casi quince años.

Se cubría la cabeza con un casco de metal, forjado para protegerle hasta la nuca y cubierto por dentro y por fuera con un material acolchado, a fin de evitar las rozaduras y amortiguar los golpes. Dejaba al desnudo las orejas, con la cara, las mejillas y la garganta incluidas, excepto por una capa de una sustancia negra cuidadosamente aplicada.

Muchos de los camaradas del ladrón preferían una combinación integral de capucha y máscara. Pirvan opinaba que éstas entorpecían el oído de un ladrón honrado, podían moverse y taparle los ojos y, en general, constituían tanto un riesgo como una ayuda.

Incluso entre los que se oscurecían el rostro había distintas opiniones respecto al mejor material para ello. Unos preferían cenizas de alubias negras quemadas, otros hojas de leche de alce mezcladas con arándanos desecados, todo quemado mientras un hechicero Túnica Roja formulaba ciertos conjuros menores. Este ladrón tenía la impresión de que lo primero no duraba lo suficiente y que lo segundo duraba eternamente… y se tardaba aún más en pagarlo. (No todos los que vivían del robo, pensaba, eran trabajadores nocturnos. No eran pocos los que vivían de vender a los trabajadores de la noche lo que no necesitaban a precios prohibitivos).

Pirvan se decantaba por una simple combinación de cenizas de fogón lavadas con leche y grasa de oso, aplicada con generosidad. Había tardado varios años en encontrar una mezcla que impidiera ser agarrado por la cara y que no brillara a la luz de la luna, lo cual podía delatar al ladrón o a su víctima, sin importar cuál de las dos brillantes lunas proyectara la luz. La virtuosa Solinari y la neutral Lunitari habían ayudado y perjudicado al ladrón en distintas ocasiones.

Pero no habría salido a realizar un trabajo nocturno a cara descubierta, como tampoco habría ido armado hasta los dientes. La única arma que compartía el espacio de su cinturón con las bolsas era una daga de recia hoja y un pomo aún más recio. Ese pomo tenía tanto que ver con el hecho de que la daga había derramado sangre sólo en contadas ocasiones como con el de que a Pirvan le desagradaba la violencia. Con la daga del revés y un hábil golpe con el pomo en la muñeca, la rodilla o el cráneo del adversario, era raro el hombre que proseguía la lucha o la persecución, cuando no se desplomaba inconsciente para despertar más tarde con la necesidad de acudir a un sanador, pero no de ser enterrado o llorado.

El ladrón se sentía muy orgulloso de que, aunque en el pasado había obtenido beneficios suficientes de su trabajo nocturno como para permitirse comprar una casa (si así lo hubiera decidido), nadie lloraba a un pariente difunto, ni había jurado venganza por una vida que él hubiera arrebatado. Estaban los que habían jurado vengar el robo de toda clase de pertenencias, desde cajas fuertes llenas de monedas de oro hasta frascos con supuestos filtros amorosos qualinestis. No obstante, las personas que vengarían a sus dioses eran raras, y menos peligrosas que las sedientas de sangre.

Por lo menos, eso había enseñado la experiencia al hombre que se llamaba a sí mismo Pirvan el Ladrón. (Como la mayoría de los miembros de la hermandad de trabajadores de la noche, no utilizaba su verdadero apellido por protección, tanto propia como de sus posibles parientes). La experiencia de aquella noche le enseñaría una lección distinta y lo llevaría por un largo camino, muy alejado del trabajo nocturno. Pirvan el Ladrón estaba a punto de convertirse en un héroe, porque no pudo resistirse al desafío de robar las joyas de la dote de lady Eskaia, de la Casa Encuintras.

Pirvan estaba agachado junto a la muralla que rodeaba la finca de los Encuintras en un año en el que Istar imperaba, o por lo menos reinaba, sobre todas las regiones humanas de Ansalon y sobre varias tierras ocupadas por otras razas. Su gobierno no era tan justo como en otros tiempos, pero tampoco tan opresor como se volvería más tarde. Entre los súbditos de Istar había quien creía que los tiempos eran mejores cuando se gobernaban a sí mismos, pero en cualquier año eran pocos los que se atrevían a algo más que murmurar mirando al fondo de su jarra de cerveza en compañía de amigos discretos.

A estos murmuradores, los gobernantes de Istar (mercaderes, clérigos y soldados, con algún consejo admitido a regañadientes por las Torres de la Alta Hechicería) los dejaban casi siempre en paz. Si no incomodaban a los distintos instrumentos del poder de Istar, casi nunca eran castigadas por llamar la atención de los poderosos.

Casi huelga decir que el gobierno de Istar aportaba riquezas a la ciudad. De hecho, nunca había visto Krynn tanta riqueza reunida en un mismo lugar. La sangre de quienes combatían en la arena del circo corría sobre armaduras doradas, y por lo menos había pan y vino, agua limpia y pociones curativas al alcance de todos excepto los más pobres.

Esta riqueza cambiaba de mano por muchos medios, desde los más legales (compra o recaudación de impuestos) hasta el trabajo de los habituales cortabolsas y artistas del porrazo y el tirón. Pirvan era un ladrón del tipo más selecto, que robaba más de lo que necesitaba para llenarse la barriga sólo porque disfrutaba con el reto de superar las medidas de seguridad que otros adoptaban.

Pero el tipo de robo de Pirvan no era una profesión reconocida, con un gremio propio. Tanto las leyes de Istar como la manifiesta voluntad de los dioses restringían la legalidad de los ladrones. Sin embargo, entre las filas de los ladrones prudentes había quien se sometía a juicio por parte de sus camaradas cuando se había comportado de un modo demasiado parecido a los cortabolsas, matando o hiriendo sin necesidad, robando en exceso o a quienes la pérdida les resultaría insoportable, o perpetrando otros ultrajes.

Pirvan no se había ensuciado las manos en los últimos quince años y se sentía muy orgulloso de ello. Pero un hombre que practica a la vez el honor y el robo camina por la cuerda floja sobre el Abismo, y en varias ocasiones los dioses del Bien, de la Neutralidad y del Mal pueden sacudir esa cuerda, aunque sólo sea para ver lo que ocurre.

La indolente curiosidad de los dioses había sido la ruina de muchos hombres que vivían menos peligrosamente que Pirvan el Ladrón.

Una luz brillaba tenuemente a lo lejos, en la dirección aproximada del edificio principal. El resplandor tenía que abrirse paso entre demasiadas ramas frondosas para que pudiera revelar más a Pirvan. Era primavera en Istar, una cálida primavera después de un invierno templado y lluvioso, por lo que la vegetación crecía con extraordinario rigor.

Istar se había sumido en el sueño a una hora muy avanzaba del día y pocos de sus habitantes inmersos en asuntos legales estaban despiertos. Las excepciones eran los clientes de algunas tabernas y los trabajadores de los mercados y muelles, que descargaban las mercancías durante la noche y las preparaban para el día siguiente.

Pero esta actividad se desarrollaba muy lejos de la finca. Nada, excepto la brisa y las aves nocturnas, alteraba el silencio. Pirvan descendió hasta una rama más baja con la cautela de un gato que acechara a una de tales aves, para evitar que crujiera. Permaneció inmóvil hasta que la luz se apagó, sin que ningún ruido lo acompañara.

Por lo que él sabía, la finca de los Encuintras se había unido al resto de Istar en el sueño.

Estudió la muralla. Era tres veces más alta que él y su anchura equivalía a la mitad de la altura de Pirvan. De la parte superior brotaban nada menos que tres hileras de largas púas de hierro plateadas, unas inclinadas hacia el exterior, otras hacia el interior y las terceras girando en una ranura que quedaba entre las dos primeras.

Aquellas púas eran tranquilizadoras. Quienes montaban tales defensas físicas, pocas veces incurrían en el gasto adicional de otras mágicas, al menos en Istar, donde un ladrón que empleara conjuros poderosos se buscaba la persecución hasta la muerte por parte de los magos, los clérigos y el afilado acero de sus propios camaradas.

Pirvan poseía suficientes conocimientos sobre magia como para ganarse la vida modestamente en uno de los espectáculos ambulantes de segunda fila, realizando sortilegios menores, embaucando con ayuda de un conjuro de levitación, etc. Siendo un modesto ilusionista, sólo dominaba un conjuro importante y no tenía esperanzas de penetrar o protegerse de defensas mágicas serias.

Sin embargo, las defensas físicas que había visto hasta entonces ya eran considerables. Su cota de malla quizá pudiera protegerlo si se estrellaba contra una de las púas, pero era preferible no pasar por una prueba tan drástica. Además, su agilidad era su mayor orgullo, aunque, según un dicho popular en los callejones de Istar, «un hombre suele acabar en la arena del circo por aquello de lo que más orgulloso se siente».

Pirvan abrió una bolsa, sacó una larga soga de fibras de seda apretadamente trenzadas y comprobó el lazo de un extremo. Cambió de postura, desenrolló la soga hasta que el lazo se movió con holgura y empezó a balancearlo.

Adelante y atrás, el lazo oscilaba como un péndulo, hasta que el ladrón calculó que había adquirido la velocidad suficiente. Entonces lo lanzó con ambas manos y vio cómo se elevaba y caía alrededor de una de las púas inclinadas hacia el interior. Un tirón seco indicó a Pirvan que no cedería.

Enrolló la mayor parte de la soga y se la ató a la cintura, dejando suelta sólo la longitud necesaria para moverse con comodidad. Rodeó la rama hasta quedarse colgado como una ardilla, encontró un buen punto de apoyo para sus pies y saltó al vacío.

Giró sobre sí mismo en el aire tras darse impulso y aterrizó de pie sobre la hilera exterior de púas, que se doblaron con el impacto, rechinando. Por un momento, Pirvan temió que lo harían rebotar hacia uno de los otros juegos de púas, de vuelta hacia las ramas o fuera de la muralla.

Con otro rechino, las púas se enderezaron, pero tan despacio que Pirvan tuvo tiempo de saltar sin problemas a lo alto de la muralla. Se arrodilló e introdujo varias escarpias de bronce en el canal que albergaba el grupo de púas giratorias. Con unos golpecitos de un martillo acolchado, clavó las escarpias hasta que un tramo de las púas de la longitud de una lanza quedó inmovilizado para toda la noche.

Después cruzó la muralla, avanzando con precaución. En la parte superior había cristales y cerámica incrustados, con sus afilados bordes hacia arriba, lo que le hizo desear que su calzado contara con una capa de malla metálica igual que sus guantes. También se alegró de no haber descargado demasiado peso en la soga hasta el momento.

Con el árbol y la noche de fondo, no debería resultar fácil verlo desde ningún ángulo. Pero si no procedía con cuidado, era tan cierto como que Huma mataba dragones que un par de sirvientes dispuestos a mostrarse su mutuo afecto se encontrarían en el único lugar desde el que fuera visible.

Tal vez dirigirían su atención hacia otro lado… o tal vez no. Pirvan siguió acurrucado en silencio hasta que cualquiera que lo hubiese visto tuviera tiempo de dar la alarma más de cinco veces. Pensó brevemente en trampas más sofisticadas, decidió que se estaba dejando llevar por un exceso de precaución y saltó por encima de la hilera interior de púas, agarrándose a ellas con las manos, y se balanceó durante un breve instante.

Al cabo, saltó al suelo y se puso a cubierto detrás del seto más próximo. Desprendía un ligerísimo aroma ácido a cascabelillas tiernas, pero una fragancia más agradable y varias espinas le indicaron que unas rosas silvestres se emparejaban con las ramas de cascabelilla a lo largo del paramento interior de la muralla.

Pirvan arrancó una rosa a medio abrir y se la introdujo por el cuello de la camisa. Después se agazapó aún más y atisbó por debajo del seto el resto del sendero que conducía a la casa.

No era una distancia larga, acaso unos quince pasos, y la mayor parte habría permitido ocultarse a tres minotauros y a un dragoncillo recién salido del cascarón. Evidentemente, los nobles de la Casa Encuintras se habían dedicado a hacer alarde de su ancestral habilidad para crear espléndidos jardines, incluso ahora, cuando ya no tenían que preparar ni siquiera un ramo de flores con sus propias manos.

Algunas de las grandes familias de mercaderes remedaban en sus fincas las mansiones, fortificadas o no, de los grandes terratenientes de la aristocracia. Era como si quisieran sugerir al mundo que sus antepasados habían gobernado amplias extensiones de territorio y grandes ejércitos de campesinos desde la época de Vinas Solamnus, si no antes.

Cualquier ladrón que se respetara a sí mismo se convertía hasta cierto punto en un experto en la historia de las casas que podían ofrecer un buen botín, y Pirvan era más curioso que la mayoría. Sabía que pocos de los grandes mercaderes tuvieron bisabuelos que pudieran ser presentados en público… y que la Casa Encuintras formaba parte de ese reducido grupo que podía alardear de sus antepasados ante el mundo.

En efecto, la sangre de los antiguos protectores de Istar corría por las venas de lady Eskaia. No obstante, todo lo que había entre Pirvan y el edificio apenas habría pasado por un jardín decente de la cocina de otras fincas. La casa propiamente dicha era grande, pero en su mayor parte desvergonzadamente nueva, sin florituras arquitectónicas para darle un aspecto antiguo, y, en general, no parecía otra cosa que la vivienda urbana de un mercader transportada por el aire hasta el centro de un jardín bien cuidado.

Los miembros de la Casa Encuintras probablemente no habían sido más honrados que la mayoría de los mercaderes, en la época en la que arañaban hasta la última moneda que podían. Ahora que todo eso pertenecía al pasado, incluso actuaban con cierta honradez.

Esa era una de las particularidades de los poderosos que gustaban a Pirvan. Aumentaba el placer de enfrentarse a ellos en un duelo de ingenio.

Por el momento, había necesitado menos agudeza de ingenio que ligereza de pies. Estudió el terreno, recurriendo a sus ojos, a sus oídos e incluso a su olfato. No apareció ningún animal guardián, ni perros, ni leopardos ni grifos (pero no esperaba encontrar tan cerca de la ciudad un grifo, por muy joven y dócil que fuera).

Tampoco había centinelas humanos, aunque tenía que haber alguien vigilando en algún sitio. Era antinatural que un tesoro no estuviera custodiado.

Pirvan tardó un momento en desprender a tirones el nudo corredizo de la soga. El lazo siseó al caer en el seto; lo desenredó y se lo enrolló a la cintura. Dejar la soga colgando podía ahorrar unos segundos en la huida, si se tenía la suerte de escapar por donde se había entrado. Pero cualquiera podía ver la soga, sacar la conclusión acertada y dar la alarma en el momento más inoportuno.

Con la soga a buen recaudo, Pirvan emprendió el tortuoso camino hacia la casa. Sabía lo suficiente sobre guardias humanos y animales o sobre defensas mágicas, y algo menos acerca de trampas ocultas y otros artilugios mecánicos. Corrió de un abrigo a otro, una vez recurriendo a una fuente, otra a un banco, pero siempre atravesando el terreno despejado con la mayor rapidez posible, aspecto en el que era más rápido que la mayoría de los hombres.

Cada vez que salía al descubierto, tenía que tomar una decisión delicada, pero se había entrenado durante la mitad de su vida: quedarse en las sombras, que podían ocultar una trampa, o cruzar un descampado, donde la luz de la luna los delataría a él y a las trampas. A su favor tenía no sólo ser de pies más ligeros que la mayoría de los hombres, sino también la posibilidad de ver más lejos a ambos lados.

Sus mocasines estaban untados con una esencia de hierbas que pondría difícil a cualquier animal que se guiara por el olfato seguir su rastro. Además, cada pocos pasos dejaba caer una galletita cocida con harina de hierba del ciervo que resultaba tentadora y soporífica tanto para los perros como para los leopardos.

Nada acechaba en ninguna parte, nada saltó sobre él, y llegó a la casa sin más sudores que los que la cálida noche había acumulado bajo su ropa. Conocía a ladrones que realizaban su trabajo nocturno, al menos en primavera y verano, con sólo un taparrabos y un cinturón para las herramientas, pero eso a él le parecía una invitación a ser agredido e incluso repelido por las espinas más normales.

Pirvan prefería mantener la dignidad en su profesión mientras no pudiera pasarse a otra.

A partir del tosco plano de la casa que había obtenido por caminos tortuosos (incluidos los sirvientes indiscretos), sabía que la principal cámara de seguridad estaba en los sótanos, como de costumbre. Otra cámara de seguridad se hallaba cerca de la cocina, a cargo del cocinero, y en ella se guardaba la vajilla ceremonial, de indudable valor pero también demasiado pesada para llevársela encima y fácilmente reconocible. (Los fundidores de artículos de oro y plata no hacían ascos a aceptar un soborno de un ladrón que pretendía ocultar sus huellas y otro de la milicia ciudadana por delatar su aspecto).

Había otras cámaras de seguridad menores en las dos plantas reservadas a la familia, y sin duda más en los pisos superiores para los sirvientes que ganaban lo suficiente (honradamente o no) como para acumular posesiones que muchos ladrones codiciarían. Pirvan no se planteaba robar en ellas; la doncella de una dama quizá se había privado de muchas cosas durante diez años para comprar un simple anillo de adularia.

Tampoco tenía tiempo ni herramientas para forzar las cerraduras de la cocina o los sótanos. Para esa clase de trabajo, sólo los ladrones dispuestos a invertir en una poderosa magia ilegal o en juegos de herramientas odiosamente caras podían salirse con la suya sin sobornar a algún miembro del servicio. Pirvan tenía muchas objeciones contra este procedimiento, la menor de las cuales no era que ponía su futuro en manos de alguien que, una vez sobornado, podía ser sobornado de nuevo. No se podía corromper a otros sin corromperse uno mismo (algo imprudente para una persona cuyo trabajo amenazaba constantemente con empujarlo al bando del Mal).

De modo que tenían que ser las dos plantas de la familia. ¿Cuál era la mejor manera de entrar? Subir directamente al tejado le ofrecía las mejores oportunidades de explorar el terreno sin ser visto o (con suerte) oído por los mozos encargados de las escupideras que velaban en los dormitorios. Sin embargo, el tejado estaba muy alto y su alero (por lo menos en este lado) carecía de salientes en los que sujetar una cuerda. La pared estaba casi igualmente desprovista de enredaderas trepadoras, árboles cercanos, celosías u otros elementos útiles para un ladrón con prisas.

No obstante, ésta sólo era una de las, por lo menos, siete o incluso más paredes. La casa había sido edificada originalmente con una sencilla forma cuadrada, y poco después se le habían agregado salientes en al menos tres lados, diseñados más para aumentar el espacio disponible que para embellecer el diseño o disuadir a los intrusos.

Pirvan empezó a rodear la casa.

En el tercer paramento encontró a la pareja de enamorados que había temido. Hacían tanto ruido que hubiera sido imposible tropezarse con ellos de improviso o que desviaran su atención de lo que tenían entre manos. Si su entusiasmo no había conseguido despertar a toda la casa, sus habitantes difícilmente podían estar atentos o haber sido alertados.

La cuarta pared presentaba un pabellón de dos pisos, con un balcón en el superior. Habría sido fácil lanzar un garfio a la barandilla, pero Pirvan prefería los lazos a los garfios (el debate sobre sus respectivos méritos era intenso y antiguo entre los ladrones cuyo trabajo nocturno requería unos u otros). Por fortuna, los montantes del balcón estaban rematados por complicados ornamentos de metal, con delicados encajes alrededor de núcleos sólidos, probablemente obra de elfos o al menos inspirada en ellos, pero lo bastante sólidos para sostener el peso de Alatorva el Tuerto trepando por la cadena del ancla de un buque de guerra.

Pirvan deseó por un instante que Alatorva el Tuerto estuviera en el balcón para que lo izara, o por lo menos esperando en el exterior para cubrir su retirada. No le hubiera importado demasiado compartir con él los frutos del trabajo de aquella noche. Sus respectivos métodos laborales nocturnos eran tan diferentes como sus cuerpos —Alatorva hacía dos Pirvan— y llevaban más de un año sin trabajar juntos. Aun así, su amistad no se había resentido lo más mínimo.

Otro breve deseo: ¿encontraría alguna vez un trabajo en el que los amigos estuvieran físicamente presentes y no sólo mentalmente?

«Quien desea las estrellas cae en las zanjas» era un lema que los ladrones habían hecho suyo, aunque no lo habían inventado ellos.

Pirvan desterró de su mente todo pensamiento y, concentrándose en su trabajo, desenrolló la cuerda de su cintura.

Llegar al balcón fue cuestión de un momento y recuperar la soga, sólo de otro. Estudió el terreno mientras la enrollaba; la pareja de enamorados seguía con su «trabajo nocturno». La mujer miraba hacia arriba, pero era improbable que pudiera ver algo más que el flequillo de su pareja.

Pirvan esperaba que el balcón diera a un pasillo que lo condujera hacia las escaleras. En su lugar, al mirar a través de la celosía de metal de los postigos, vio unas cortinas de brocado, y una abertura en ellas le mostró un dormitorio.

El de una dama, dedujo, y, por lo tanto, no un honroso botín, sólo un camino adecuado para otro que sí lo fuera.

Durante un breve instante, Pirvan se preguntó si lograría encontrar tal camino. Si los postigos no eran obra de enanos, no les faltaba mucho, por su robustez. Cortar el metal sin despertar a medio Istar habría exigido la fuerza de un dragón, y también su ingenuidad. Tras mellar varias herramientas, descubrió un cierre casi invisible que se abría tanto desde el interior como desde el exterior. Le quedaban suficientes herramientas sin mellar para despacharlo con rapidez y, gracias a Reorx, las bisagras no chirriaron cuando abrió los postigos.

El dormitorio era el de una joven acaudalada, sin duda una hija de la casa, tal vez incluso el de la propia lady Eskaia. Una lamparita de noche permitió a Pirvan ver la albañilería nueva y el enlucido reciente donde las paredes no estaban cubiertas por gruesas capas de pintura o tapices. A todas luces, se habían realizado algunos cambios en las dependencias de la familia desde que había conseguido completar el plano.

Manteniéndose entre las cortinas y las sombras, Pirvan estudió la habitación. El gran lecho con dosel estaba separado del suelo la longitud de una daga y, al parecer, ocupado; cuando menos, los oscuros rizos esparcidos sobre la almohada no eran los de una muñeca. Pirvan aguzó el oído, oyó una respiración tenue pero regular y serenó su propio aliento hasta conseguir que fuera inaudible.

La habitación traslucía riqueza sin hacer ostentación de ella, y la opinión de Pirvan sobre la ocupante de la estancia mejoró notablemente. Por desgracia, todo lo que contenía era, como botín, algo peor que deshonroso. Era, como la vajilla ceremonial, demasiado identificable para deshacerse de ello sin peligro o demasiado pesado para llevárselo.

La mesa situada junto a la pared, por ejemplo: patas de mármol rosado, tablero de mármol negro, un marco de plata y ébano con aguamarinas engarzadas y, dentro del marco, un espejo y docenas de minúsculas hornacinas doradas que contenían frascos de cristal con tapa de oro e incluso de piedras preciosas. Todo ello exquisito, indudablemente el tocador de la dama, y sin duda digno del precio de una granja… y tan pesado que se necesitarían dos minotauros dispuestos a sudar sólo para levantarlo.

Pirvan pensó llevarse uno o dos frascos de cosméticos si se veía obligado a huir rápidamente sin haber obtenido otro provecho por su trabajo nocturno. Después se deslizó hacia la puerta pegado a la pared… en el preciso momento en que una llave hurgaba en la cerradura.

La rapidez de Pirvan conocía pocos límites cuando su vida o su libertad corrían peligro. La lamparita de noche estaba fuera del alcance de su mano, pero no del pesado pomo de su daga. El arma se movió como la lengua de una serpiente y apagó la llama aplastando la mecha. Un humo acre luchó con las fragancias de rosas y delicados perfumes, y finalmente fue derrotado por ellos.

La puerta se abrió instantes después de que Pirvan encontrara el mejor, si bien el menos digno, escondite de la habitación: debajo de la cama. Confió en que el recién llegado no fuera un ardiente amante que estuviera a punto de agitar la cama al mismo tiempo que a su ocupante. Al menos un ladrón conocido de Pirvan había resultado lesionado gravemente en tales circunstancias, para ser capturado luego porque los ocupantes del lecho no estaban tan amartelados como para no reparar en los gemidos que surgían de debajo de la cama.

También tuvo tiempo de sentir alivio al comprobar que quien entraba era una mujer. A juzgar por sus macizas muñecas y anchos hombros, era tan alta como él y posiblemente igual de fuerte. Sin embargo, su rostro tenía forma de corazón, sus anchos ojos un atractivo color verde y su cabello (cortado como si pretendiera embutirlo bajo un casco) era lustroso y rubio.

La mujer llevaba sandalias de cuero con remaches de oro, una túnica de fino lino que se ceñía a una figura que invitaba a rodearla con los brazos y un ancho y sencillo cinturón de cuero del que colgaban una bolsa y una daga. Pirvan no tuvo tiempo de especular con el posible significado de esta curiosa combinación, porque la mujer se dirigió directamente hacia la cama.

Pirvan no podía hacerse invisible, pero sí algo mejor. Invocó el conjuro de Ver lo Esperado y adoptó la apariencia de uno de los edredones de repuesto espolvoreados con hierbas aromáticas y embutidos en una bolsa de seda debajo de la cama. Estaba seguro de que reproducía la forma de un modo sólo aproximado pero no el color, aunque era improbable que la mujer mirase bajo el lecho con una lámpara en la mano, y el espejo lo ocultaría de cualquier otra posibilidad menos peligrosa.

La mujer no miró bajo el lecho. En cambio, se arrodilló junto a él y metió ambas manos debajo, sin mirar. Si hubiera mirado, la suerte de Pirvan podría haberse acabado, porque la mano izquierda de la mujer pasó rozándole la nariz. Aun en las sombras y a través de la imprecisa bruma del conjuro, Pirvan vio que la mano era fuerte y estaba bien formada, con uñas cortas y limpias, callos en las palmas y los dedos por empuñar armas, y una cicatriz reciente de bordes irregulares en el dorso y otra más antigua y menos profunda en la muñeca.

Ambas manos cogieron algo de las sombras más intensas que se extendían justo al lado de la cabeza de Pirvan y se retiraron. Oyó el chasquido de una cerradura o un pestillo, algo que caía, algo más (más pesado y de madera, le pareció) que también caía y otro chasquido. Vio que las manos volvían, esta vez claramente sujetando algo estrecho, oscuro y rectangular. Lo depositaron como si el suelo fuera de tenue aire y se retiraron de nuevo.

Pirvan esperó mucho rato después de la retirada de las manos y todavía un buen rato más después de que su dueña abandonara la estancia. Aparte de encender otra vez la lamparita de noche, la dama guerrera no se entretuvo y Pirvan recordó entonces los rumores de que una de las doncellas principales de lady Eskaia, una mercenaria retirada, también actuaba como guardaespaldas de la joven.

«¿Por qué retirada? —Preguntó Pirvan a las sombras—. Es más joven que yo, o soy un enano gully».

Pirvan tanteó cautelosamente entre las sombras hasta que sus dedos tocaron algo en el sitio esperado. Un cauto golpecito le confirmó que era de madera. Un cauto tirón atrajo un cofre de caudales de madera, tan sencillo como el que se fabricaría un oficial carpintero para guardar las ganancias del día.

En efecto, carecía de la más simple cerradura. Evidentemente, se trataba de algo protegido por el secreto, más que por la fuerza. Pirvan abrió la tapa, confiando en que sus guantes lo protegerían de cualquier aguja envenenada accionada por un resorte.

En su lugar, su mano resbaló y el cofre se volcó, esparciendo por el suelo una docena de pequeños e irregulares envoltorios de seda. Tenían el tamaño aproximado de grandes trozos de carbón, pero por el ruido que hicieron, eran mucho más pesados. Así lo comprobó cuando sostuvo uno en la mano, y cuando lo abrió, comprendió por qué.

Tras abrir el resto, comprendió mucho mejor. En sus manos sostenía una fortuna en piedras preciosas, suficientes para comprar esta finca o proporcionar a lady Eskaia la dote necesaria para casarse con un príncipe. Rubíes, adularias, coronas de serpiente y más; ninguna engarzada, pero todas pulidas y talladas por una mano maestra. Posiblemente fueran útiles para practicar la magia, pero habría que tratar con un mago para venderlas con ese propósito. Sin recurrir a algo tan deshonesto y peligroso, seguían siendo útiles para que un tal Pirvan el Ladrón disfrutara de una vida regalada durante algún tiempo.

Si lady Eskaia y su casa podían prescindir de tal fortuna. El hecho de que las joyas estuvieran escondidas de este modo, sugería que era un secreto entre la dama y su marcial doncella. Eso sugería, a su vez, que no armarían un gran escándalo por su desaparición.

Los joyeros tampoco armarían un escándalo. Pero podían hacer preguntas difíciles de contestar, si veían más de… bueno, va, seis bolsas. Como cada bolsa contenía siete u ocho gemas, cada una de un valor equivalente a un mes de vida fácil, Pirvan decidió no llevarse más de seis. De hecho, con tres tendría suficiente, pero como jamás se había tropezado con el fruto de una noche de trabajo tan liviano y valioso, ¿por qué no llevarse cuatro?

Cuatro bolsitas de joyas iban en una bolsa de cuero previsoramente vacía para tal fin cuando Pirvan salió a rastras de debajo de la cama y empezó a volver sobre sus pasos.