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La Varita de Sauce no era famosa en Ansalon, ni siquiera en la ciudad de Istar. Eso era exactamente lo que pretendían sus dueños.

—Las tabernas famosas pasan por tres fases —decía uno de ellos, varios años antes de que Pirvan la frecuentara—. Primero, florecen porque todo el mundo viene y gasta liberalmente. Después, el dinero no corre con tanta liberalidad porque la gente viene a que la vean, más que a pasarlo bien; esa clase de gente ahuyenta a los clientes que pagan más deprisa que un minotauro borracho. Por último, los del tipo «Anoche estuve en La Varita de Sauce» encuentran otro lugar adonde ir. Se marchan, todos los demás ya se habían ido y, si no tienes que cerrar las puertas, es sólo porque Shinare está de tu parte. Bueno, ¿qué cerveza habías pedido?

Los dueños llevaban tan lejos esta opinión que hacia la época en que Pirvan era ya un ladrón notable, La Varita de Sauce se había convertido en el lugar apropiado para quien quisiera ser invisible mientras lo pasaba bien. Esto podía hacerlo fácilmente un hombre o una mujer, ya que la comida era buena, la bebida mejor (los propietarios contaban con una importante reserva de supuesto aguardiente enano, que habían comprado en circunstancias que se negaban a revelar), las habitaciones estaban limpias y el servicio era tan amable como cualquiera pudiera desear razonablemente.

Dos noches después de su trabajo nocturno en la finca de los Encuintras, Pirvan estaba sentado a una mesa, en un reservado sumido en penumbra que normalmente se destinaba a dos o tres clientes. Pero aquélla era una noche tranquila; Reida lo había conducido directamente a aquella mesa y había depositado una jarra de cerveza ante él incluso antes de que tuviera tiempo de quitarse las botas. Volvió con pan y queso, encurtidos y el anuncio de que el estofado especial estaba casi listo.

Pirvan se despachó dos raciones de pan y queso antes de que llegara el estofado (no estaba tan listo como creía Reida) y pidió otra cerveza para acompañarlo. Utilizar su único y modesto conjuro una sola vez le había exigido mucho, y tuvo que utilizarlo de nuevo para salir: había tenido que pasar casi diez minutos con el aspecto de un seto de lengua de dragón primorosamente podado. Se tropezó con la pareja de enamorados cuando entraban en la casa, sin tiempo para esconderse. Estaban desgreñados y sudorosos, pero ya no tan encendidos de pasión como para no reparar en la presencia de un hombre completamente vestido de negro deambulando por el jardín.

La mejor manera de recuperar las fuerzas que el conjuro le había consumido era descansar y comer bien durante varios días. La recuperación se había prolongado más que la última vez que tuvo que recurrir al conjuro, y empezaba a pensar que los años estaban haciendo mella en él. Tendría que espaciarlo mucho más. En cualquier caso, no utilizaría el conjuro de Ver lo Esperado más de una vez en un mismo trabajo nocturno.

El estofado incluía patatas, cebollas, zanahorias, cordero y especias variadas. Aquella noche era una de las versiones más suaves; Pirvan se había encontrado con uno lo bastante fuerte como para ser arrojado por máquinas de asedio contra un castillo, para derramarlo sobre los atacantes y dejarlos ciegos, o incluso para levantarles ampollas debajo de sus armaduras. El ladrón comió la primera escudilla tan deprisa que más bien pareció beberla, y Reida estaba a su lado con otra antes de que él mismo pensara en pedirla.

—Nunca he entendido cómo puedes comer tanto y seguir tan en forma —dijo la mujer cuando depositó la escudilla frente a él.

Pirvan sonrió antes de coger la cuchara. La mayoría de las mujeres lo describían como «flaco», o con un epíteto menos halagador. Reida tenía fama de ser la más amable de las camareras, aunque era más agradable a la vista que hermosa. En efecto, se decía que podía ser muy cariñosa con quien le gustara, pero sus gustos y sus fobias eran tan imprevisibles como el rayo (y además tenía una lengua capaz de abrasar a cualquiera que le cayera mal con la misma contundencia que un rayo).

Pirvan había llegado casi a la mitad de su segunda ración de estofado y empezaba a pensar en tartas de frutas, cuando advirtió que Reida seguía en pie junto a su mesa. Por otra parte, no le había devuelto la sonrisa. De hecho, fruncía el entrecejo y daba la impresión de ser una persona con buenos motivos para preocuparse.

—¿Qué pasa, Reida?

La mujer recorrió con la mirada todo el reservado y se sentó sobre la mesa, con la falda más subida de lo habitual.

—Hay cuatro hombres en la trastienda —dijo en un susurro pasando los dedos de una mano entre los cabellos de Pirvan—. Dicen que te buscan.

—¿Cuatro? —Eso quizá descartaba a la patrulla de la milicia; pocas veces iban a La Varita de Sauce, y nunca más de dos a la vez. Pero decir que cuatro hombres no eran la patrulla no aportaba mucha información sobre quiénes eran.

—¿Alguno de ellos es corpulento, moreno y tuerto? —Cualquier banda a la que se hubiera unido Alatorva el Tuerto, difícilmente podía significar un peligro para él.

Reida parecía insegura, fuera respecto a los hombres o a si debía responder a la pregunta.

—Hay uno con un parche en el ojo izquierdo, hasta ahí llego —respondió, volviendo a fruncir el entrecejo—. Pero no me ha parecido tan corpulento, y tenía el pelo más rojizo que…

Pirvan levantó una mano. Un ojo ausente y un cabello rojizo describían a Silgor de las Espadas (las empuñaba y las robaba con una habilidad fuera de lo corriente). No había realizado muchos trabajos nocturnos en los últimos tres años y era más probable que estuviera persiguiendo a ladrones que habían hecho lo que no debían o dejado de hacer lo que debían.

Pirvan se preguntó en qué categoría encajaba él. También se preguntó, muy brevemente, cuáles eran sus posibilidades de averiguarlo antes de reunirse con los cuatro hombres. Decidió casi en el acto que eran muy pocas y que no debía arriesgarse a que lo tildaran de fugitivo de lo que los ladrones más viejos llamaban «justicia fraternal».

En tal caso estaría más cerca de ser considerado un proscrito de lo que ningún hombre en su sano juicio desearía. Por último, era probable que tanto los ladrones como la patrulla ofrecieran una recompensa por un hombre (o por su cabeza) lo bastante cuantiosa como para que una joven como Reida lo entregara antes de sonreírle por segunda vez. Y especialmente Reida, porque de lo contrario podía ser sospechosa de haber prevenido a Pirvan. (Los ladrones no derramarían su sangre, pero acabar en la calle sin esperanzas de encontrar trabajo en Istar era una forma de muerte más lenta).

—Diles que me reuniré con ellos… —Pirvan hizo una pausa—. ¿Se alojan aquí?

—No.

—Mejor. Me reuniré con ellos, cuando termine de cenar, junto a la puerta trasera de la maderería situada al final del callejón.

Los hombros de Reida se relajaron con alivio. Pirvan sonrió.

—No te preocupes, Reida. Sabes lo escrupuloso que soy en lo de arrastrar a los inocentes…

—¿Qué me estás llamando? —estalló Reida, levantándose de la mesa. Su postura, sumada a la escotada blusa, revelaban una figura mucho más agradable de lo que Pirvan había advertido.

—No lo que tú crees. Puedes disfrutar de mi compañía sólo con pedírmelo cuando vuelva de la reunión con mis amigos.

—Rompe esa promesa y habrá un purgante en la próxima cerveza que te tomes en esta casa —repuso Reida, enarcando las cejas y sonriendo abiertamente.

Pirvan fingió horrorizarse y luego despachó el resto de su cena. La tarta de frutas, decidió, tardaría más de lo que aconsejaba la prudencia.

Las obras de ampliación del dormitorio de lady Eskaia hacia un extremo del corredor de la segunda planta también habían aumentado el grosor de sus paredes. Ahora frustraban a los posibles oídos curiosos casi con más eficacia que la magia.

Aquella noche, eso era una suerte.

Haimya (podía haberse hecho llamar «lady Haimya», si hubiera considerado que el título era un cumplido) miró hoscamente a su señora. La doncella vestía la armadura de un soldado de infantería, excepto por el casco, que llevaba bajo el brazo, y unas botas menos pesadas y de caña más baja. También llevaba una espada tan formidable como la mejor que nunca usara un Caballero de Solamnia, aunque más sencilla y con filo más mellado de lo que jamás habría permitido un caballero.

La espada que Haimya llevaba al cinto no era menos mortífera que la expresión de la mujer. Lady Eskaia no estaba acostumbrada a que le dirigieran semejantes miradas, y menos procedentes de Haimya. En cualquier momento daría rienda suelta a su vocabulario de mercenaria, y si alguien lo oía, Haimya sería despedida del servicio de Eskaia y de la finca de los Encuintras antes de que Lunitari se ocultase tras el horizonte.

—Lo que he hecho es completamente legal —dijo Eskaia.

—Es algo por lo que no serás castigada —replicó la mercenaria, sacudiéndose como un caballo importunado por las moscas—. No es lo mismo que legal.

—Tal vez. Pero ¿preferirías hacerlo tú y acabar en la arena del circo?

—Sí. —La respuesta dejó sin habla a Eskaia. Haimya prosiguió—: Lo que me irrita no es si tú, yo o cualquier otro será castigado por ello, sino que lo hicieras sin comentármelo.

—No estoy a tu entera disposición, Haimya.

La mercenaria soltó un exabrupto que habría cuajado la leche si hubiera alguna vaca lechera a menos de cuarenta pasos.

—¿Recuerdas una sola palabra de mi juramento? —preguntó Haimya, inspirando profundamente.

—¿El que pronunciaste cuando ingresaste en la Compañía de Kingoll?

—El mismo. Se lo pedía a todas las mujeres que entraban en su grupo. Era una de las cosas que demostraban que no era tonto.

—Tal vez estaría de acuerdo, si lo recordara.

—Es demasiado largo para repetirlo. —Haimya no volvió a maldecir. Se limitó a suspirar—. Pero incluye la promesa de defenderme con mis propias fuerzas y no pedir ayuda a nadie.

—¿Aunque la alternativa sea la muerte?

—Si debo vencer o caer en la deshonra, tengo que aceptar toda la ayuda necesaria para alcanzar la victoria. Pero si no es una cuestión de honor…

—¿Qué te hace pensar que este asunto es otra cosa? —la interrumpió bruscamente Eskaia. El honor era necesario, pero esta noche también lo era el sentido común—. Aparte del destino de tu prometido, no hay ningún honor en hacer la vista gorda ante el robo del regalo que te hice. No lo despreciaste cuando te lo ofrecí. Naturalmente, si deseas poner fin a tu compromiso, puedes hacerlo con mi bendición. Mientras recuperemos las joyas…

Eskaia se interrumpió. Haimya no estaba llorando, pero sus hombros se agitaban convulsivamente y tenía los ojos firmemente cerrados.

—Sírvenos vino a las dos, Haimya, y permíteme contarte lo que estamos haciendo —dijo la joven, agarrando por los hombros a su doncella guardiana—. Cuando sepas cuántas mentiras he dicho, quizá no pienses tan mal de mí.

Una furtiva lágrima brotó del rabillo de un ojo de Haimya. Se la secó con el dorso de la mano, todavía sin abrir ninguno.

—Hablad, señora —respondió Haimya, forzando una sonrisa—. Vuestra sirvienta escucha y obedece.

Eskaia tuvo que contener la risa antes de poder empezar a dar su explicación.

Pirvan se consideraba casi una autoridad en callejones. Istar tenía los más limpios que él conocía, lo que significaba que las brigadas de trabajo cargaban la basura en carretillas aproximadamente cada diez días. Como había transcurrido más o menos ese período desde la última visita de la brigada y el tiempo había sido cálido y húmedo, el callejón trasero de La Varita de Sauce no era ningún vergel.

Los cuatro hombres que lo esperaban tampoco eran del gusto de Pirvan. No consiguió reconocer a dos de ellos pero sí al tercero, aunque no se alegró de ello. Ignoraba su nombre, pero sabía que casi nunca tenía éxito en los trabajos nocturnos. Era más eficaz como luchador cuando se necesitaba uno para mantener el orden entre los ladrones.

Silgor se adelantó para recibir a Pirvan. Se lo veía muy serio, pese a la escasa luz del callejón, pero tampoco sonreía a menudo. Pirvan saludó con una mano en alto.

—Saludos, hermano. ¿Qué quieres de mí?

—Es mejor no hablar aquí.

La costumbre y la ley lo permitían. El sentido común lo desaconsejaba.

—Si no sé por qué debo acompañarte, ¿qué me obliga a hacerlo?

—Eso no importa —dijo el luchador. No acabó de desenvainar su espada sólo porque Silgor apoyó una mano en su brazo.

—Haya paz. Estoy seguro de que podemos convencer a Pirvan de que puede confiar en nosotros.

«No sin saber qué está ocurriendo aquí», pensó Pirvan.

Silgor y el matón de alquiler estaban jugando claramente la carta del bueno y el malo, y peor que algunos miembros de la milicia que Pirvan conocía. Decidió no reírse.

—No necesitas media noche para explicármelo, Silgor. No tenemos tanto tiempo, os acompañe o no.

—Date la vuelta, fugitivo —gruñó el segundo hombre— y no verás el próximo amanecer.

—¿Quién me lo impedirá? —Dijo Pirvan—. ¿Tú? ¿Y qué diez caballeros te ayudarán?

La espada empezó a salir de su funda otra vez. Silgor no intentó refrenar al hombre. Pirvan retrocedió dos pasos, se aseguró de que tenía una sólida pared a su espalda y entonces se echó a reír.

—Silgor, aprendí el juego del bueno y el malo sobre el regazo de mi madre, o tan cerca de él como importa ahora. Si crees que estás haciendo algo más que perder el tiempo jugando a eso, ya no eres el hombre que eras hace sólo un mes. Eso sería una triste noticia para los ladrones, suficiente para hacerme pensar en jubilarme.

Silgor tuvo el detalle de sonreír. Hizo un gesto con la cabeza dirigido al matón y la espada volvió a enfundarse. Los otros dos hombres parecían claramente aliviados.

—Muy bien. Te haré una pregunta. ¿Responderás con sinceridad?

—¿Está sujeta la respuesta a voto, juramento o conjuro de silencio?

—¿Bastaría con las dos primeras?

—Viniendo de ti, Silgor, supongo que sí.

—La adulación también puede ser una pérdida de tiempo, amigo. —Silgor tomó aliento—. ¿Realizaste hace dos días un trabajo nocturno en la finca de los Encuintras? ¿Y fue el fruto de tu trabajo…?

—Eso son dos preguntas, Silgor.

—Deja de marear la perdiz, Pirvan. —El ladrón tuerto inspiró de nuevo—. ¿Realizaste el trabajo nocturno del que te hablo?

—Sí.

—No fue un trabajo bien hecho. ¿Hiciste…? Oh, perdona. Sólo una pregunta. Pero… ¿nos acompañarás ahora?

Pirvan asintió. Dudaba de que pudiera sacar mucho más de ello, pero aún eran mayores sus dudas sobre las posibilidades de reunirse con Reida (y lo lamentaba mucho más).

Haimya permaneció en silencio tanto rato después de que lady Eskaia concluyera su relato que la princesa comerciante tuvo ganas de gritar a la cara a su guardiana o de sacudirla.

Reprimió ambos impulsos. Ninguno haría que Haimya cambiase de opinión acerca de lo que Eskaia había hecho. Cualquiera de los dos era motivo de discusión. Una discusión con su amiga de más confianza —no, sólo la más íntima— por este asunto, precisamente ahora, sería una insensatez.

Si la verdad sobre las joyas robadas llegaba a oídos de su padre, se enfadaría, pero si se enteraba de que había discutido con Haimya, se pondría furioso. Incluso cabía la posibilidad de que la desheredara por ser una sabidilla en quien no se podía confiar.

Haimya, por fin, cogió la jarra de vino y llenó sus respectivas copas; acto seguido, vació la suya con la muñeca rígida y la garganta ansiosa de alguien que necesita desesperadamente un trago. El silencio se prolongó un rato más, hasta que la doncella frunció el entrecejo.

—¿Tarothin es un mago repudiado por las Torres? —preguntó.

—Es neutral —respondió Eskaia.

—Él dice que es neutral —la corrigió Haimya—. Eso puede afirmarlo cualquiera, al menos cualquiera incapaz de demostrarlo.

—He recibido ciertas enseñanzas de los clérigos. ¿Acaso lo has olvidado?

—Ni lo más mínimo. Pero piensa que alguien instruido en alta hechicería puede disimular mucho, incluso ante un clérigo ordenado y con muchos años de entrenamiento.

—Muy bien —dijo secamente Eskaia—. Suponiendo que no se pueda confiar completamente en él, ¿qué sugieres? ¿Que un mensajero le diga que no haga nada hasta que ellos tengan ocasión de responder a mi pregunta sobre el nombre del ladrón?

—Mejor aún, dile que no haga nada hasta que le ordenes expresamente que lo haga.

—Me temo que tal gesto de desconfianza no le hará ninguna gracia.

—Si su vanidad es tan grande, quizá debas despedirlo definitivamente y buscar a otro para que haga el trabajo.

—Haimya, ¿qué posibilidades tenemos de encontrar a otro hechicero dispuesto, capaz y fiable? Sobre todo cuando corra la voz de la suerte del primero.

Haimya guardó silencio. Eskaia decidió aprovechar la ventaja que hubiera podido conseguir.

—Para este tipo de mensaje, quizá deberías ser tú la mensajera. Tienes más autoridad. Además, cuanta menos gente conozca la existencia de Tarothin, mejor.

—Seguid así, señora, y seréis una intrigante acabada antes de casaros —respondió Haimya, esbozando una sonrisa.

Eskaia no estaba segura de que eso fuera exactamente un cumplido. Pero no insistiría después de que el peligro de una discusión con Haimya hubiera quedado atrás.

Pirvan relató su trabajo nocturno en la finca de los Encuintras a Silgor y otras tres personas. Conocía a dos de ellas: Cresponis, un pirata retirado, y Yanitzia, una de las escasas mujeres que estaban a la altura de tales cometidos. El cuarto hombre era un desconocido para él; era evidente que pasaba de los ochenta años y que tenía la penetrante mirada de un clérigo del Bien muy veterano. Casi seguro que no era nada semejante, pero su presencia no hacía más cómoda una situación capaz de encoger el estómago a cualquiera.

Por lo menos, Pirvan consiguió contar su historia sin que le temblara la voz, y si le temblaban las rodillas, su público tuvo la delicadeza de no mencionarlo. Deseó que esa delicadeza se hubiera ampliado con un cuando terminó. En su lugar, se produjo un silencio que pronto adquirió la consistencia y el sabor de la grasa de oca coagulada.

—¿No conocías la importancia de las joyas, cuando decidiste llevarte algunas? —preguntó Yanitzia, rompiendo el opresivo silencio.

—He dicho que tropecé con la oportunidad —respondió Pirvan—. ¿No es lo mismo?

—Quizá mi pregunta debería ser más clara —dijo la mujer, y luego miró hacia el techo.

«No te entretengas toda la noche con eso», pensó Pirvan.

—¿No tenías ni idea de que esas joyas formaban parte de la dote de lady Eskaia? —preguntó la mujer, bajando la vista.

—No, aunque el haberlo sabido, no me habría impedido cogerlas. Sin duda, Encuintras puede permitirse mucho más que un puñado de joyas para ofrecer una buena dote a su hija.

—¿Qué creíste que eran? —preguntó Silgor. Un bostezo deformó maliciosamente sus palabras. Pirvan esbozó una sonrisa. Aunque no estuviera de acuerdo con él, Silgor coincidía al menos en la idea de poner fin al asunto antes de que todos se quedaran dormidos.

—Pensé que podían ser regalos de un amigo o incluso de un amante. O que tal vez las guardaba para librarse de un prometido al que rechazaba o de un marido que la maltrataba. ¿Necesito decir que estas situaciones son bastante habituales?

Fuera cual fuese la inmediata respuesta, Pirvan no se enteró. El terremoto se le adelantó.