7
El viaje de placer no se prolongó mucho más allá del delta.
Recorrieron el Gran Canal (un nombre que habían llevado cuatro pasos distintos a lo largo del delta desde la fundación de Istar) al día siguiente. En una ocasión embarrancaron, pero sólo ligeramente y con la marea subiendo. Al cabo de una hora estaban de nuevo a flote y avanzaban otra vez hacia el mar.
Al alba del siguiente día habían dejado atrás el delta y se dirigían hacia el norte por la bahía de Istar. Su tramo meridional apenas era más ancho que el río, pero se ensanchó rápidamente hasta que, a mediodía, la tierra firme ya no era visible desde la cubierta. Pirvan estaba dispuesto a aceptar la palabra del Almanaque del marinero sobre las características de la costa antes que trepar otra vez al palo mayor con un catalejo para verlas por sí mismo.
Hacia el anochecer, las velas se hincharon con un viento que arreciaba de un modo desconcertante, y las gibosas olas hacían escorar torpemente al Copa de Oro, casi como un oso lechuza intentando realizar la danza de la fertilidad del pueblo de las llanuras. Las rachas parecían soplar en todas direcciones y Pirvan vio que Kurulus fruncía el ceño mientras observaba las velas hincharse como petos y flamear como sacos vacíos alternativamente.
—Oh, no es tan malo como podría ser, y no es probable que empeore tanto en esta época del año —dijo el contramaestre—. La mayoría de las tormentas proceden del suroeste, y si tenemos espacio suficiente, lograremos voltejear hasta salir del golfo a mar abierto con mayor rapidez que sin la tormenta.
—¿Y qué hay de las tormentas procedentes de otras direcciones?
Pirvan había oído a los marineros describir el término «voltejear» durante muchos años, pero no lo entendía mucho mejor que la magia de Tarothin. Sabía que permitía a una nave adecuadamente equipada navegar sin que el viento soplara directamente desde popa, pero cómo se traducía a los movimientos de los tres mástiles de la altura de un árbol y a seis anchas velas era algo que no fingía saber.
—Te lo explicaré siempre que no lo comentes —dijo Kurulus—. Si tenemos espacio suficiente y nada sale volando, podemos resistir en medio del golfo hasta que pase el vendaval. De lo contrario, tal vez necesitemos hacer escala en Karthay, nada bueno, o afrontar algo peor.
Pirvan no preguntó por lo de «algo peor» porque sospechaba que ya sabía de qué se trataba. Nunca había sufrido un naufragio, pero conocía a varios que sí y prefería no ingresar en sus filas.
En cuanto a Karthay, la expresión del contramaestre era la de un hombre a quien podía convencerse para que respondiera, pero preferiría no hacerlo. De nuevo, Pirvan sospechaba cuál era la respuesta. En su profesión, los asuntos de los poderosos sólo revestían un interés moderado, y él tenía poca necesidad de saber dónde era real el poder de Istar y dónde se ejercía sólo levemente. Karthay y sus puertos fronterizos se contaban entre los que los istarianos recorrían de puntillas y en parejas… y debido a que, sin la flota de Istar, Karthay dominaría las principales rutas marinas de la ciudad con el resto de Krynn, no era un asunto de poca importancia.
Pirvan se acercó a la barandilla del puente y formuló una breve plegaria dedicada a Habbakuk para que alejara los temporales peligrosos; al dios no se le pedían brisas suaves y mares en calma, implicando con ello que a uno le faltaba el coraje y la experiencia marinera. Después recorrió con la mirada toda la cubierta hasta la proa y se consoló un poco con la visión.
El Copa de Oro medía cuarenta y siete metros de eslora, con el bauprés sobresaliendo otros trece metros. La nave llevaba un foque sobre el bauprés, dos velas cuadras en el trinquete, dos más en el palo mayor y otra gran vela latina en la mesana. Hacia la proa, un puente se superponía a otro, como castillos en miniatura, e incluso en el centro del barco, donde el casco era más bajo, las bordas («amuras» era el nombre que había oído) eran de madera maciza y más altas que un hombre, y las escotillas eran inmensas estructuras con postigos atornillados y lienzo embreado y bien sujeto con cabos.
Esta construcción, por lo que Pirvan había oído, estaba diseñada sobre todo para que la nave fuera a prueba de piratas. Así no podían subir a bordo por la proa o la popa, y si lo intentaban por las bordas en el centro del buque, los defensores los recibirían con una lluvia de flechas hasta que estuvieran tan muertos como las tablas de la cubierta. Además, la altura de la proa y la popa estaba muy por encima de las olas, que podían rebasar las amuras y atravesar la nave por el centro sin peligro, a menos que los postigos de las escotillas cedieran.
Esto habría consolado más a Pirvan si no hubiese hablado con hombres que tuvieron que alejarse a nado de una embarcación cuyas escotillas se habían hundido a causa de la violencia de una tempestad. Habían conseguido alcanzar la orilla a duras penas y visto a la mayoría de sus compañeros ahogados o cazados en el agua por algo que no tenían intención de describir.
Al amanecer del día siguiente, el sol iluminó cordilleras de nubes hacia el sur y el oeste. Más hacia el sur avanzaban más nubes, oscuras como una bandada de Dragones Negros. El viento había arreciado aún más, pero parecía haberse unificado hasta casi soplar directamente hacia el sur. El Copa de Oro levantaba arco iris de las olas de proa y abría un surco en su estela cuando el viento hinchaba las velas.
Pirvan regresaba de la proa, donde había estado hablando con Alatorva, cuando se tropezó con Haimya. La mujer lucía el uniforme de un oficial de mar con sus propias botas y una expresión que desafiaba a cualquiera a comentar la verdosa palidez de su rostro.
El modo como la brisa azotaba los cabellos contra su cara contribuía a dar esa impresión, en opinión de Pirvan. El ladrón supo que le resultaría difícil recordar que Haimya estaba prometida, si no hacía un esfuerzo.
—Buen día, Haimya —dijo.
—Lo mismo digo, Pirvan. Esperaba encontrarte en la cofa, admirando el mar.
Pirvan miró el palo mayor, que se bamboleaba describiendo un círculo moderadamente reducido, y se estremeció.
—El mar estará bien o mal, tanto si lo miro como si no.
—¿Crees que estamos en peligro?
Formular aquella pregunta era todo un reconocimiento de ser una persona normal, más de lo que él esperaba oír de labios de la doncella guerrera antes de verla en su lecho de muerte. Intentó ser a un tiempo sincero y tranquilizador.
—Creo que hace falta un tiempo mucho peor para que pueda afectar a una nave de este tamaño.
Pensó que el gemido del viento y el siseo del agua juntos disimularían los fallos menores de su discurso. Al cabo de un momento, tuvo motivos para pensar más.
—¿Y cuántos viajes has realizado, Pirvan el Marino? —Encontró en alguna parte la fuerza de voluntad necesaria para elevar una de las comisuras de sus labios.
—Éste es el primero de verdad —respondió Pirvan.
—Muy bien. Hagamos un pacto —de improviso, la mujer le tendió una mano—. El primero de nosotros que aviste tierra firme después de que la nave se hunda guiará al otro hasta allí.
Pirvan se encontró dividido entre el impulso de sonreír ante la determinación de Haimya y el disgusto por oír pronunciar palabras de mal agüero. Se preguntó si Tarothin conocía algún conjuro para alterar el clima y, en tal caso, si podría convencerlo para que lo utilizara.
—¿Sabéis nadar?
—Es una de las pocas cosas que aprendí de niña. Mi padre creía que condenaba al fracaso mis esperanzas de matrimonio. Mi madre sabía que yo no sentía una gran inclinación por ello y me dijo que debía ser buena en tantas cosas como quisiera. «El hombre o la mujer que no es bueno en nada», decía, «es desafortunado, está indefenso y perdido».
Pirvan hizo un gesto de asentimiento y volvió a mirar hacia lo alto. Pero sus ojos no se fijaron en el aparejo. Miraban hacia el interior, a la imagen de Haimya nadando: una imagen agradable, incluso con traje de baño, pues la tela húmeda ceñía estrechamente a sus…
Una débil risa se convirtió abruptamente en un sonido gorgoteante. Pirvan inspeccionó el puente hasta ver a Haimya inclinando la cabeza y los hombros más allá de la borda. Su torso se convulsionó y arqueó durante un instante. Cuando se incorporó, le goteaba agua de la cara y tenía el cabello pegado a la frente y las mejillas.
En silencio, Pirvan deseó que el tiempo no empeorara o, si lo hacía, que Haimya no tuviera obligaciones urgentes hasta que se calmara.
Los deseos de Pirvan se vieron frustrados.
A media tarde, las altas y oscuras nubes se acercaron y ennegrecieron, luego aumentaron de volumen y parecieron estallar. Un viento aullante barrió el mar, revolviendo las aguas y levantando grandes olas. La lluvia y la espuma azotaron la cubierta, convirtiendo las tablas en una superficie tan resbaladiza como la lengua de un glaciar.
El foque del bauprés y la vela latina de la mesana habían sido aferrados hacía rato y las vergas trincadas con dos cabos. Ahora los hombres forcejeaban en las alturas para sujetar la gavia del palo mayor y el velacho del trinquete. Pirvan observó desde el castillo de popa, aunque se había ofrecido voluntario para subir a las jarcias.
—No es lugar ni para el mejor escalador, si no sabe cómo se mueve una vela mojada —le dijo con firmeza Kurulus—. Tú tienes obligaciones con lady Eskaia, apostaría a que más de las que me has contado. Si te espachurras contra la cubierta o te caes por la borda, esa dama pedirá mi cabeza.
A Pirvan no le gustó lo que insinuaban aquellas palabras, pero sabía que el contramaestre habría hablado con más delicadeza si no estuviera tan preocupado. El Copa de Oro no se encontraba en una situación fácil, los rostros de los hombres que trepaban por el cordaje lo revelaba a todas luces. Los de piel clara estaban en su mayoría tan verdosos como Haimya; los más morenos parecían obligarse a ascender por los obenques, cuando en realidad querían apoyarse en la borda y echarlo todo.
De hecho, un hombre cayó desde la gavia mayor, y con aquella galerna no había esperanzas de rescatarlo. Pero chocó contra la verga mayor en su involuntario descenso y cayó al mar descoyuntadamente inmóvil y probablemente ya muerto, ahorrándose el trance de ahogarse solo mientras su barco seguía navegando.
Las demás velas mantuvieron la maniobrabilidad de la nave hasta después del anochecer. Pirvan se había retirado a su camarote y empezaba a dormitar, pese al balanceo del barco y el rugido de la tormenta, cuando ocurrió.
Un grito, luego varios más y por fin un alarido. Un atronador crujido de madera. Otro grito: «¡Todos a cubierta!». Luego nuevos truenos que ahogaron el ruido del vendaval y recordaban a un gran árbol al desplomarse.
Pirvan ya había saltado de su cama al grito de «¡Todos a cubierta!». Cuando abrió de un impetuoso tirón la puerta de su camarote, sintió que las tablas del suelo realizaban un nuevo movimiento bajo sus pies desnudos: se inclinaron más que nunca. Desequilibrado, cayó hacia atrás y su espalda se estrelló contra la pared. Durante un terrible instante creyó que la nave no volvería a recuperar la horizontalidad y que él y todos los que se hallaban bajo cubierta se enfrentaban al gorgoteante final de sus vidas mientras el barco se hundía.
Después, el suelo empezó a nivelarse, acompañado por más gritos desde arriba, crujidos y restallidos de la madera y aullidos procedentes de los camarotes. La cubierta se inclinó tanto en la otra dirección como la primera vez, y ahora arrojó a Pirvan hacia adelante. Se habría estrellado contra el mamparo opuesto si algo a un tiempo blando y sólido no hubiera detenido su caída.
Se apartó de su nueva compañía forcejeando y descubrió que era Haimya, vestida con un taparrabos que no la cubría más que la prenda que llevaba él y con una espada en la mano. Advirtió que, sin ropa, no ofrecía sorpresas desagradables y se agarró al primer asidero que vio mientras la nave iniciaba otro cabeceo.
—Haimya, creo que es algo del interior del barco, no los piratas. Si subís a cubierta, necesitaréis ambas manos.
—Quizá más que eso —dijo mirando la espada y luego a sí misma, y, en la penumbra, Pirvan habría jurado que se ruborizaba.
Acto seguido, la mujer desapareció en dirección a su camarote, mientras el ladrón se precipitaba hacia la cubierta superior, bamboleándose adelante y atrás mientras la nave hacía lo propio bajo sus pies.
Logró mantener el equilibrio y el alimento dentro de su estómago hasta que llegó arriba. Luego dio dos pasos y una espumeante muralla de agua lo alcanzó en el pecho y lo derribó. Algo le dijo que no se fiara de que las amuras lo retendrían, y mientras su cabeza se hundía, extendió al máximo los brazos y las piernas.
Un pie quedó atrapado por algo lo bastante sólido como para sujetarlo hasta que la ola se retiró. Después encontró una soga que estuvo a punto de golpearlo en la cara y la agarró con ambas manos. No supo si era un obenque, un estay, un cabo o la cola de un dragón; los curiosos nombres que le daban los marineros no importaban, siempre que lo mantuviera a bordo y con vida.
Sobrevivió a tres olas antes de identificar el problema. El palo mayor se había partido a la altura de un hombre y estaba cruzado sobre la cubierta. Al caer no había abandonado del todo el barco, pero había aplastado buena parte de las amuras, cerca de proa, y cada vez que la nave cabeceaba, las olas penetraban violentamente por el boquete.
Ya había marineros intentando desprenderlo a hachazos, unos sujetándose con una mano y trabajando con la otra, y otros atados al barco y confiando en los cabos de seguridad. Otros, menos afortunados, forcejeaban sobre la cubierta o, sin sentido por algún golpe, flotaban al compás de las olas entrantes y el cabeceo del barco.
Pirvan vio a uno de los hombres inconscientes caer por la borda delante de él. También vio que la soga que agarraba le permitiría recorrer la mayor parte de la cubierta. Se la ató alrededor de la cintura y empezó a seguir metódicamente a los hombres desvanecidos. Sus conocimientos sobre técnicas curativas, incluso no mágicas, eran escasos, pero un hombre que no resbalaba hasta caer por la borda y ahogarse podía vivir para que lo curase alguien más hábil.
Uno por uno, los fue recuperando. Perdió la cuenta de su número y maldijo a los dioses y los hombres por igual cuando una ola le arrebató a uno de las manos y lo arrojó por la borda. Otras olas lo empujaron violentamente contra salientes de la cubierta, o le echaron encima trozos de madera arrancada, o lo vapulearon junto con el hombre al que intentaba salvar. Sabía que tenía magulladuras por todo el cuerpo y que sangraba al menos por una herida, pero hizo caso omiso de todo ello hasta que oyó un salvaje grito por encima de su cabeza.
Incluso entonces siguió arrastrándose por la cubierta en busca de más hombres que arrebatarle al mar, hasta que alguien le gritó al oído:
—¡El mástil ya está suelto! ¡Vuelve abajo y que te atiendan, insensato!
Era Alatorva el Tuerto. Pirvan levantó la vista. Su amigo lo reconoció e hizo un gesto de resignación.
—Allá tú —dijo—. No eres un insensato. Parece como si hubieras estado luchando contra trolls marinos.
Para entonces, la exaltación de Pirvan se había agotado y empezaba a sentirse como le decía su amigo. Agarró el brazo de Alatorva y, con su ayuda, se puso en pie torpemente.
—¿Has dicho que han cortado el mástil?
—Se ha ido, llevándose a un hombre con él. Ya no abrirá ninguna vía de agua en el casco. Estamos a salvo hasta que nos estrellemos contra los arrecifes del Patíbulo. Esta nave es demasiado recia para zozobrar, pero no sobrevivirá a las rocas.
—¿Qué más podemos hacer?
—¿Además de rezar? He oído a un marinero decir que tenemos una posibilidad de alcanzar los escollos de las Flores, pero no sé si muy clara.
Pirvan nunca había oído hablar de los escollos de las Flores, pero el nombre le sugirió un lugar donde había que trabajar duro para salvarse. Eso significaba luchar más contra el mar durante varias horas o varios días.
Y significaba hacer lo que sugería Alatorva.
Las oraciones debieron llegar a oídos de algunos dioses bien predispuestos; al amanecer seguían a flote y lejos de los escollos de las Flores. O eso oyó decir Pirvan a alguien.
Estaba en la cubierta principal, demasiado bajo para ver nada más que la longitud de un barco entre la espuma y la penumbra. Lo único que veía era el tramo de cadena del ancla que corría por sus manos y a los marineros que tiraban de ella por delante y detrás de él.
Los escollos de las Flores, le habían dicho, eran una serie de montículos rocosos que rodeaban un espacio de aguas profundas, lo suficiente para acoger al mayor de los barcos que el hombre pudiera construir. Unos marineros prudentes de siglos atrás habían hundido recio hierro y clavado postes de amarre de piedra («norayes», o algo parecido) a las rocas por los cuatro costados. Un buque capaz de amarrarse a un juego de norayes podía sobrevivir a la mayoría de las galernas a sotavento de las rocas. En ocasiones, los escollos bastaban para frenar el viento lo suficiente como para que un barco pudiera fondear allí sin peligro.
Fondear allí era el plan del Copa de Oro, pues su capitán parecía no desear que la nave estuviera demasiado cerca de los escollos propiamente dichos. El ancla principal de proa estaba lista para ser arriada, pero la ligera cadena del ancla de popa jamás sobreviviría a semejante embate.
La sobrecargo y su grupo habían subido una cadena más pesada de la bodega. Ahora toda la tripulación disponible había acudido a llevar la cadena hacia popa y asegurarla al ancla.
—Soltaremos las dos al mismo tiempo —había dicho Kurulus a Pirvan—. Si arriáramos sólo una con este mar, perderíamos la cadena, el ancla y la posibilidad de mantenernos alejados de las rocas aunque aguantase un rato.
Lo que ocurría si el ancla no aguantaba, no necesitaba explicación. El movimiento del barco había derribado a Pirvan de su camastro tres veces hasta que, entre el dolor remanente de sus recientes magulladuras a medio curar y la oscilante cubierta, tuvo que renunciar a intentar dormir.
Tarothin durmió durante todo el fregado, atado a su camastro y con la mayoría de sus pertenencias apuntalándolo con mayor firmeza, sujeto por más correas atadas alrededor de las bolsas y cajas. Pirvan había sugerido que quizá no le sería fácil abandonar el camastro en caso de necesidad; aún no había olvidado la respuesta del hechicero.
—Si embarrancamos o zozobramos, no importará mucho lo rápido que vaya yo a ninguna parte. No sé nadar y no domino ningún conjuro que me permita respirar bajo el agua el tiempo suficiente para llegar andando hasta la orilla.
Tras escuchar esta respuesta, Pirvan contuvo su lengua.
Ahora contenía su lengua porque necesitaba todo el aliento de su cuerpo para tirar de la cadena del ancla. Y si no fuera por eso, la visión de las olas lo habría dejado sin habla.
El agua ya no entraba en la cubierta principal del barco. Pero a ambos costados, las olas de blanca cresta brincaban como una incesante manada de lobos aullando alrededor de un gran ciervo. El ciervo todavía les plantaba cara, pero ¿cuánto podía aguantar antes de que le hicieran hincar la rodilla?
Pirvan se estremeció por algo más que el frío, y entonces vio que la persona que tiraba de la cadena delante de él era Haimya.
—¡Haimya! —Gritó para hacerse oír por encima del gemido del viento—. ¿Ahora podéis cambiar de forma?
—¿Eh?
—No importa. ¿Cómo se encuentra vuestra señora?
—Ha dicho que una de nosotras debía colaborar en esta operación.
—Decís que…
—Insistí en venir en su lugar.
—Vuestra señora tiene más valor que sentido común, y más sentido común que fuerza.
No añadió que lo mismo podía decirse de Haimya. El rostro de la mujer ya no parecía verdoso, pero seguía estando pálido y contraído. Era como si acabara de pasar una prolongada y debilitadora fiebre que la había dejado bien pero débil.
Pirvan no supo cuánto tiempo tiraron de la cadena hasta que el ancla de popa estuvo lista para soltarla. Sólo recordaba un momento en que se dio cuenta de que el viento había cesado, e incluso la espuma ya no bañaba la cubierta. Después, en otro momento, advirtió que Haimya se había girado hacia Alatorva el Tuerto.
El hombretón tiraba voluntariosamente, pero su único ojo parecía apuntar hacia el cielo.
—¿Qué ocurre ahora?
Pirvan sabía que su voz sonaba quisquillosa, pero estaba cansado. Le resultaba desagradable, por no decir algo peor, que en el último momento les fuera arrebatada la posibilidad de salvarse.
—No me gusta esta repentina calma —dijo Alatorva. El viento era ahora tan suave que Pirvan podía oír a su amigo sin que tuviera que levantar la voz.
—Podría ser el fin de la tormenta —replicó el ladrón más joven.
—Tal vez. Tal vez sólo sea el ojo del huracán, o incluso una señal de que el viento está a punto de cambiar.
Pirvan no necesitaba preguntar por los detalles de ese último peligro, ni deseaba ser testigo de ellos. Con el viento procedente de cualquier dirección que no fuera el sur, tenían las orillas rocosas de sotavento demasiado cerca para que hubiera muchas esperanzas de sobrevivir si la tormenta duraba unas cuantas horas.
En algún momento, mientras el ladrón reflexionaba sobre esto, sonaron las trompetas para avisar al grupo que tiraba del ancla y alguien se llevó a Pirvan aparte. Otra persona le puso en la mano una taza de té de brearándanos caliente bautizado con brandy.
Sólo después del tercer trago advirtió que las manos que sostenían la bandeja eran blancas, estaban limpias y cargadas de lujosos anillos.
—¿Mi señora?
Levantó la vista cuando una racha de viento empujó hacia atrás la capucha de lady Eskaia e hizo bailar los oscuros rizos de su cabeza. También danzaron los ojos de la joven, traviesos y resueltos.
—Prometí a Haimya que no tiraría de la cadena. Nada más.
A Pirvan le traía sin cuidado si Eskaia había prometido a su doncella guardiana una armadura forjada por enanos y un castillo en Lunitari. Cuanto menos tiempo pasara la joven en cubierta, más felices serían él y muchos otros.
Sin embargo, antes de que pudiera decir nada, se oyó un salvaje grito en las alturas y otros alaridos le hicieron eco desde proa.
—¡El ancla se ha soltado!
Era la cadena del ancla principal la que se había soltado, la única que habían arriado. Al parecer, para bajar ambas a la vez se habrían necesitado más marineros de los disponibles para el trabajo. Por eso el capitán había apostado a que la calma momentánea de la tormenta duraría un par de minutos más.
La calma se mantuvo casi todo ese rato. Pero seguía soplando suficiente viento, que además cambiaba imperceptiblemente, para tensar la cadena contra una afilada arista de roca. Cuando el viento arreció y el grupo del ancla se precipitó hacia proa para arriar la segunda áncora, la roca aserró la recia cadena como una espada mellada el cuello de un ogro.
Instantes después de que se partiera, Pirvan sintió una racha de viento que se convirtió en un soplo constante… del noreste. En el tiempo transcurrido al socaire de los escollos de las Flores, el viento había girado hasta tal punto que las mismas rocas dejaron de estar a sotavento.
Si todos los tripulantes del Copa de Oro hubieran tenido un hermano gemelo, aun así habría habido trabajo para todos en los siguientes minutos. Pirvan se vio envuelto en todo ello, aplicando sus manos a cualquier tarea que le encomendaban o que no se estaba realizando. No era consciente de lo que estaba ocurriendo mientras la tripulación luchaba por salvar la nave y a sí misma, pero recordó lo que vio cuando por fin pudo apartar la vista de la cubierta.
El Copa de Oro había puesto proa al viento y se dirigía al sur, con los escollos de las Flores aparentemente lo bastante cerca para hacerlo encallar. La nave también parecía derivar un poco hacia el este, aprovechando hasta el último jirón de velas que conservaban sus dos mástiles restantes. Alguien incluso había atado algo al muñón del palo mayor, y fue más allá de eso donde lo vio:
Tarothin se hallaba junto a la barandilla del puente, con las manos en alto y su bastón en una de ellas. Tarothin, el hechicero debilitado por la convalecencia, que no sabía nadar, se erguía junto a la borda sin una soga alrededor de su cintura, ni un flotador atado a su torso, ni nadie cerca que lo sujetara si resbalaba.
Pirvan dejó un trabajo que no recordaba haber empezado y corrió hacia la escalera. La cubierta pareció hundirse bruscamente bajo sus pies cuando saltó para agarrarse a los peldaños e izarse, más que trepar. Una carrera, una segunda escalera, el barco balanceándose salvajemente otra vez, y se encontró a la distancia de la longitud de una espada de Tarothin.
Entonces se detuvo. A ambos lados, las olas se elevaban y espumeaban en las aguas poco profundas y por encima de las rocas. Sobre buena parte de la zona de proa, el viento parecía haberse detenido. Pirvan vio espuma ascendiendo más lejos, hacia el norte, abalanzarse hacia el barco y detenerse en el aire, reverberando como el calor que se eleva de una hoguera.
También vio que uno de los hombres que trabajan en el palo mayor cogía una especie de lanza corta —un botavante, había oído Pirvan que la llamaban— y la empuñaba, dispuesto a lanzarla.
Fuera lo que fuese lo que Tarothin tenía en mente, sin duda no era hundir el barco con lady Eskaia a bordo, a menos que fuera tanta la gente que le había mentido a Pirvan que el Copa de Oro ya estuviera irremediablemente condenado.
Desenvainó su daga en un abrir y cerrar de ojos y el arma voló por el aire cuando el marinero echaba el brazo hacia atrás. Antes de que su mano soltara el botavante, el pesado pomo de la daga de Pirvan se estrelló contra su hombro. La lanza describió una trayectoria alocada y estuvo a punto de alcanzar más a Pirvan que a Tarothin. El ladrón se abalanzó sobre el marinero, le propinó un puntapié en el estómago, recogió la daga mientras el hombre se desplomaba y se dispuso a contener a los camaradas del caído.
—¡No toques el bastón! —gritó alguien. Pirvan creía que los hechiceros no podían hablar mientras invocaban un conjuro, pero enseguida comprendió que era Alatorva quien había gritado. El corpulento ladrón recorrió tempestuosamente la cubierta con una soga enrollada bajo un brazo y una maciza porra en la otra. Al llegar al puente, pasó varias vueltas de soga alrededor de la cintura de Tarothin y la ató con el mismo número de nudos a la barandilla. Cuando Alatorva terminó, Tarothin era una parte del barco más firme que gran parte del equipamiento de cubierta superviviente.
Para entonces, los marineros se habían retirado y Pirvan pudo concentrar su atención en lo que estaba haciendo el hechicero. Había un canal en los escollos de las Flores que corría de norte a sur, estrecho y de altas paredes, más parecido a un desfiladero que a otra cosa, pero lo bastante ancho para los buques más grandes.
Con el viento que soplaba, incluso un marinero de agua dulce como Pirvan comprendía que no lo conseguirían. Pero cuando el conjuro de Tarothin cambió la dirección del viento, el Copa de Oro avanzó sin desviarse hacia el canal.
No sin desviarse todo el rato; el bauprés se quebró por la mitad cuando la fuerza del oleaje venció tanto al hechicero como al timonel. Pero pronto tenían aguas mansas delante, donde demasiado recientemente para la comodidad de nadie había sólida roca, y se oían órdenes a gritos que Pirvan sabía que no podía desobedecer.
—Yo mantendré apartados de él a los listillos —dijo Alatorva.
—A menos que se necesite… tu fuerza —dijo Tarothin. Tenía la voz ronca como si su garganta estuviera llena de arena.
—Te necesitamos a ti —dijo Pirvan—. Si Alatorva no se queda, tú te ahogas.
Tarothin no pareció oírlo. Se agarraba a la borda y miraba fijamente las olas. A sotavento de los escollos de las Flores habían recobrado su aspecto lobuno… y el ciervo había perdido varias puntas de una de sus astas.
Las órdenes procedentes de la cubierta sonaron más fuertes y Pirvan se volvió para descender por la escalera.
El oficial de cubierta había llamado a Pirvan para que ayudara a reparar los cabos de seguridad. El ladrón sabía tanto de sogas y nudos como muchos marineros, por lo que sus manos volaban, y mientras tanto escuchaba sus conversaciones.
Al parecer, todavía no estaban fuera de peligro. Si el viento volvía a girarse hacia el sur, sólo les quedaba un ancla para mantenerse alejados de las rocas. Si seguía soplando hacia el norte, todavía era posible que fueran empujados hacia el sur, hacia los bajíos de Finburnighu. Se trataba de otro de los accidentes geográficos del golfo de Karthay del que Pirvan nunca había oído hablar y que se habría alegrado de no conocer ahora.
Cuando sujetaba un cabo de seguridad a una amura, Pirvan vio uno de aquellos grupos de norayes sobre una cornisa de las rocas, a un tiro de arco de distancia. También vio que el agua hervía entre el barco y las rocas, y el trecho que se abría entre él y los norayes.
—El viento va en una dirección, la corriente en otra y la marea en otra distinta —dijo Kurulus. Bajó la voz—: Puedes navegar conmigo siempre que quieras, hermano Pirvan.
El ladrón hizo un gesto de asentimiento. En su mente se estaba formando una idea.
—¿Nos queda algún bote?
—Todos están aplastados —respondió el contramaestre encogiéndose de hombros—, pero ayer construyeron una balsa con barriles. Si sigue de una pieza… Pero ahora no se puede maniobrar en ella por esas aguas.
—¿Y si estuviera atada a una cuerda?
—¿A un cabo?
—Como quieras llamarlo.
La paciencia de Pirvan con la puntillosidad de los marineros en cuanto a su vocabulario amenazaba con agotarse. Igual que su paciencia con todo lo demás. Veía que la separación entre el barco y los norayes aumentaba inexorablemente, y ¿quién sabía dónde estaba el siguiente grupo?
—Puedo nadar hasta los norayes con un cabo atado. Después los hombres de la balsa pueden tirar de él para acercarse a la orilla con un cabo más grueso. Un cabo y el ancla deberían retenernos.
—¿Sabes nadar bien?
—Lo suficiente para llegar a las rocas, luego sólo será cuestión de escalar. Y apostaría a que eso lo hago mejor que nadie de a bordo.
—Como he dicho, hermano, cuando tenga mi propio barco…
—Acepto la oferta, si ambos vivimos lo suficiente.
—Sería mejor que tu amigo el hechicero lanzara el cabo con un sortilegio.
—No sé si conoce algún conjuro de levitación. Además, frenar el viento lo ha debilitado mucho.
Kurulus y varios marineros que se habían reunido para escuchar sus palabras adoptaron una expresión siniestra. Pirvan estuvo a punto de proferir un exabrupto. Antes estaban dispuestos a matar a Tarothin por usar un conjuro y ahora parecían dispuestos a matarlo porque no podía utilizar el que necesitaban.
Y quién iba a acercarse, abriéndose paso a codazos entre los marineros, sino Haimya, casi la última persona que Pirvan deseaba ver en aquel momento. Había varios hombres que habían tomado sus robos como motivo de un agravio de sangre, pero dos estaban muertos y ninguno de los vivos se había embarcado en esta ni en otra nave.
Tal vez la doncella guerrera no hubiera oído al contramaestre y a él hablando de…
—Debemos ser dos los que nademos hasta la orilla con el cabo, Kurulus. No, no discutas —añadió Haimya—. Nado mejor que Pirvan, aunque él escale mejor que yo.
No parecía un buen momento para mencionar los mareos de la mujer. El tiempo apremiaba, los norayes se alejaban, el viento parecía arreciar y posiblemente la perspectiva de entrar en acción había curado el mareo de Haimya.
Y posiblemente las tres lunas bailarían un vals perfecto aquella noche.
Pirvan se quitó la camisa y empezó a buscar a su alrededor un trozo de soga adecuado.
El viento siguió soplando cada vez con más fuerza mientras Pirvan y Haimya realizaban los preparativos. Pese a su rapidez, los primeros norayes ya habían desaparecido de la vista cuando estuvieron preparados. Por la gracia de los dioses y los albañiles difuntos desde hacía mucho tiempo, un segundo grupo empezaba a hacerse visible cuando se dirigieron a las amuras.
Pirvan sólo iba vestido con su taparrabos y sus guantes; Haimya con un taparrabos, una camiseta de marinero y calzones de lana asargada. Ambos llevaban dagas, Haimya un cinturón lleno de clavijas de madera y Pirvan una pequeña maza, y se habían arrollado una soga alrededor de la cintura.
—Ahora, recordad, no hagáis tonterías. ¿Seguro que no queréis poneros flotadores? —insistió la sobrecargo. Era una mujer baja y rolliza, lo bastante mayor como para ser la madre de Pirvan, y en aquel momento se comportaba como si lo fuera.
—Tendremos que escalar tanto como nadar —respondió Pirvan—. ¿Lista, Haimya?
—Haimya… —empezó a decir lady Eskaia. Había subido a cubierta, aunque ahora parecía tan mareada como antes la aludida. Pero se le quebró la voz y se limitó a abrazar a su doncella guardiana.
Alatorva llegó a la cabeza de los hombres asignados a la balsa.
—Hermano, Tarothin dice…
Pirvan se agachó para pasar por debajo del cabo de seguridad y se mantuvo en equilibrio sobre el irregular borde de la cubierta. Nada de lo que dijera Tarothin merecía permanecer allí un segundo más, escuchando el aullido del viento y preguntándose cuántos minutos le quedaban de vida.
Un salvaje grito se impuso al ruido del viento. Haimya saltó por los aires, se dobló por la mitad y se sumergió bajo la espuma hasta desaparecer. Pirvan sólo esperó el tiempo suficiente para ver su cabeza reaparecer y se zambulló tras ella.
El cabo se tensó alrededor de la cintura de Pirvan, abrasándole la piel a pesar de la frialdad del agua. Lo estrujó hasta dejarlo sin aliento, de modo que apenas le quedaba suficiente aire en los pulmones para alcanzar la superficie. Aspiró grandes bocanadas, los pulmones dejaron de arderle y en ese momento una ola rompió sobre él y se atragantó con el agua.
Un fuerte brazo se deslizó por debajo de su cuerpo y lo obligó a ascender, al tiempo que una mano igualmente fuerte lo cogía por el cabello y le sacaba la cara fuera del agua. Manoteó y pataleó frenéticamente, intentando ascender aún más, por encima de la siguiente ola y de la que vino a continuación. Para entonces ya podía respirar con normalidad.
No hicieron falta palabras. Se limitó a dirigir una mirada de gratitud a Haimya y empezó a nadar hacia las rocas. Lo mismo hizo la mujer, pero con una seguridad en los movimientos de sus bien torneados brazos y piernas que demostraba la veracidad de lo que había afirmado. Podría haber avanzado el doble que Pirvan si no se hubiera frenado deliberadamente para llegar juntos a las rocas.
A sotavento de los escollos de las Flores, las olas no se estrellaban contra el afloramiento ni contra los nadadores. Aun así, era como salir de una cazuela hirviendo con un borde de la altura de dos hombres. Pirvan braceó sin moverse durante un momento, buscando la mejor manera de ascender.
Una grieta de aproximadamente la anchura de su cabeza parecía el mejor camino. Siempre que las olas no lo arrastraran demasiado lejos y se quedara atrapado sin remedio bajo el agua, o fuera derribado y aplastado contra las rocas…
Fue entonces cuando vio que la cabeza de Haimya desaparecía bajo la superficie.
Por un momento creyó que se había sumergido para apartarse de las rocas, o bien que la arrastraba el reflujo. Después vio que los hombres que seguían a bordo del Copa de Oro agitaban los brazos y señalaban algo. También parecían estar gritando, pero con aquel viento podían estar en Qualinesti, por lo que podía oír el ladrón.
Fue el gorgoteante grito de Haimya lo que lo puso en máxima alerta. Eso y que su cabeza reapareciera bruscamente, con algo enorme e informe en el agua a menos de tres metros de ella.
La alerta se convirtió en acción en el transcurso de un parpadeo. Sumergirse con una daga en las manos era la mejor manera de perderla. El acero de Pirvan seguía prendido en su cinturón cuando se hundió. Deliberadamente, descendió a mayor profundidad y rodó sobre sí mismo mientras desenvainaba el arma y buscaba a su enemigo.
El agua estaba turbia por la tormenta, pero distinguió a Haimya agitando furiosamente los brazos y una pierna. ¿Una sola pierna? Buscó la otra y vio que pendía flácida, como si algo se la hubiera roto o, peor aún, le hubiera aplastado la cadera.
Pero no había sangre en el agua, aunque Pirvan detectó algo grande y maligno que los rodeaba, justo al límite de su visión. Incluso creyó oír un sonido melodioso que recordaba el de un polluelo recién salido del cascarón, pero mucho más áspero, justo al límite de su audición de los agudos.
De pronto, una forma serpentina salió de la lobreguez y Haimya manoteó con mayor desesperación. Pirvan apenas tuvo tiempo de ver que la otra pierna de la mujer se quedaba inmóvil, antes de abalanzarse contra la forma. Era gris y se parecía más a una salchicha que a una serpiente, pero tenía escamas y una cara que era una parodia de pesadilla de un rostro humano.
Una naga marina… y de las malas, o había tomado a Haimya y a Pirvan por enemigos. No había tiempo de discutir con ella, aunque fuera lo bastante inteligente para comprender.
La daga de Pirvan resbaló sobre las escamas, pero subió inexorablemente hacia el ojo izquierdo de la criatura. El conjuro paralizador lo alcanzó, pero en el otro brazo… y entonces la daga se clavó en el ojo de la naga y el dolor anuló su capacidad de lanzar conjuros.
Pirvan buceó hacia la superficie, utilizando el brazo sano y las dos piernas, sin dejar de buscar a Haimya por debajo y por encima del agua. Vio su cabeza en medio de un círculo de espuma que ella misma había creado con sus brazos, y luego que se hundía hasta desaparecer de la vista.
Se sumergió tras ella, convencido de que ya nunca regresaría a la superficie.
«Al menos no tendré que explicar a Gerik Ginfrayson que se ahogó ante mis ojos».
Mientras descendía, sintió un hormigueo en el brazo paralizado. Le ordenó moverse y tuvo ganas de gritar cuando el miembro obedeció la orden. Quiso gritar por segunda vez cuando Haimya pasó velozmente junto a él, braceando y pataleando frenéticamente con ambos brazos ¡y ambas piernas!
Estaba en la superficie, esperándolo, observándolo todo a su alrededor con los ojos bien abiertos por la alarma y (aunque Pirvan nunca lo habría pensado) con bastante miedo. No podía reprochárselo; el agua parecía mucho más fría por el simple pensamiento del conjuro paralizador de la naga.
—¿Puedes trepar? —gritó—. Si quieres esperar en el agua, puedo tirar de ti…