15
El mundo fue una tormenta durante un tiempo que ningún humano habría podido medir, y el único ser que se movía en ella era un dragón demasiado ocupado en mantenerse en vuelo como para hablar con sus jinetes. Pirvan nunca había oído contar que el Abismo fuera una incesante tormenta que se atravesaba a lomos de un dragón, y en cualquier caso debería ser un Dragón del Mal.
Miró hacia abajo y vio las escamas cobrizas de Hipparan inalteradas. No, inalteradas no. Más brillantes que nunca, como si estuvieran mojadas, o les hubieran sacado brillo, o…
Las nubes pasaron de grises a blancas y luego quedaron atrás cuando Hipparan salió a la luz del sol.
Pirvan reparó en que tenía más frío que nunca antes en toda su vida. En el repentino silencio de las alturas, creyó oír un castañeteo de dientes.
—¿Haimya?
—¿S… s… sí?
Por lo menos eran los de ella, aunque los suyos no estaban muy firmes; nada firmes, de hecho. Sus palabras siguientes brotaron a duras penas:
—¿Estás bi… bi… bien?
No estaba seguro de si ella se echó a reír o balbuceó «Sí» de nuevo.
—No pasa nada —dijo Hipparan—. Ya sé que aquí arriba hace frío para unos humanos calados hasta los huesos, y tampoco es demasiado cómodo para mí. Pero no me atrevo a descender hasta dentro de un rato. Varias nubes llegan justo hasta el agua. No puedo ver a través de las nubes y no me arriesgaré a planear justo por encima de las olas, no con este tiempo.
—No te pedimos que lo hagas, créeme —dijo Haimya. Pirvan estuvo a punto de echarse a reír por el fervor de su tono. Probablemente, ella se alegraba tanto como él de volver a ver la luz del sol, pero sin duda preferiría que le arrancaran las uñas a reconocerlo.
Hipparan describió dos círculos completos en el aire, levantando la vista para determinar su posición y el mejor rumbo hacia el golfo del Cráter. Pirvan esperaba que el dragón supiera de navegación, pero no permitió que ni una sola palabra de duda saliera de sus labios.
Él habría calificado de joven a Hipparan, aunque Tarothin no lo dijera. El dragón tenía un vicio común de la alocada juventud: afirmar saber más de lo que realmente sabía y luego enojarse cuando alguien cuestionaba su afirmación.
Era un vicio con el que Pirvan estaba demasiado familiarizado… y más aún quienes se lo habían quitado mediante persuasión, discusiones o palizas. Esperaba que Hipparan no tuviera un viaje tan doloroso como el suyo en el camino de la juventud a la sabiduría, pero eso dependería de la voluntad de los dioses.
—Señora, es hora de abandonar la cubierta. Hallaréis la muerte si una de esas olas rompe sobre vos.
Lady Eskaia tuvo que levantar mucho la cabeza para mirar al único ojo de Alatorva. Él le sonrió desde las alturas, como un indulgente tío a su sobrina favorita.
—Ya no puedo mojarme más, Alatorva. —De hecho, se sentía como si hubiera caído en una charca con la ropa puesta. Por las miradas que todos le dedicaban, se preguntó si se le pegaban al cuerpo de alguna manera interesante.
Agarró el cabo de seguridad y siguió contemplando las nubes que se habían tragado a Haimya y Pirvan, además del dragón.
—Señora, no quiero cogeros y llevaros en volandas…
—Yo tampoco quiero que lo hagas. En eso estamos de acuerdo.
—Como deseéis. Pero Tarothin se está agotando con los enfermos que ya tenemos. Sería demasiado para él tener que curaros de una fiebre pulmonar.
Eso era verdad. También era verdad que la fiebre pulmonar la dejaría muy débil, incluso una vez curada. Ropas húmedas, una cama húmeda en un barco húmedo, sin comida caliente, ni bebidas, para el caso… No eran sólo los pobres sin acceso a medicinas los que morían de fiebre pulmonar, cuando atacaba con la virulencia suficiente.
Quería entregar a Haimya a su prometido en pie y mirándolos a ambos, no jadeando en una cama empapada.
—Tomad.
Alatorva se había quitado la camisa de marinero con capucha y se la tendía. No debía llevar mucho rato en cubierta, porque aún estaba seca.
—¿Quién va a hallar la muerte ahora…? —empezó a decir la joven, señalando el impresionante pecho desnudo del hombre.
De pronto, un trueno restalló en las alturas. Media docena de gargantas se desgañitaron gritando.
—¡Abajo! —rugió Alatorva.
Eskaia empezó a correr hacia la cubierta, pero de pronto se encontró volando por los aires. Otro marinero la frenó en seco, la derribó y la cubrió con su propio cuerpo, mientas el cielo parecía desplomarse sobre los ocupantes de la cubierta del Copa de Oro.
No era el cielo. Sólo era el palo mayor, que caía hacia un lado, seguido por el nuevo trinquete. La mesana duró apenas el tiempo suficiente para que Eskaia se pusiera en pie tambaleándose y luego se unió también a los otros palos en el agua.
Pareció transcurrir una pequeña eternidad antes de que dejaran de llover del cielo cabos, motones, berlingas y todo tipo de materiales variados que los barcos parecían llevar en lo alto de sus mástiles. La mayoría se precipitó por la borda. Una parte cayó como una piedra desde un tejado alto para aplastar todo lo que pillara debajo.
Por fortuna, eso incluyó a muy pocos hombres. La mayoría de los que habían salido a contemplar el vuelo del dragón habían regresado a las cubiertas inferiores, y sólo unos cuantos estaban de servicio al aire libre.
Pero algunos de estos últimos habían caído, entre ellos Alatorva. Yacía contra las amuras, el agua hervía por encima de él mientras el barco cabeceaba, más enloquecidamente que nunca. Una fea línea roja cruzaba su pecho. Eskaia buscó un asidero, no lo encontró y se arriesgó a caminar por la cubierta sin sujetarse.
Dos pasos y el suelo se inclinó bajo sus pies. Luchó por mantener el equilibrio, perdió la batalla y resbaló sobre las posaderas por la cubierta inclinada, hasta estrellarse contra la caja torácica de Alatorva.
El estallido de maldiciones del hombre fue un hermoso sonido que ella pudo oír a pesar del vendaval. Después, el ladrón se puso en pie apoyándose en un brazo, la sujetó bajo el otro y se dirigió pesadamente hacia el castillo de popa.
Eskaia estaba demasiado estrujada para hablar cuando él la dejó en el suelo. Después el barco volvió a cabecear, hasta el punto de que la joven oyó que las maldiciones se convertían en oraciones. Parecía imposible que el Copa de Oro volviera a recobrar la horizontalidad.
Pero lo hizo. En el fugaz momento en que pudieron hablar sin sujetarse para salvar la vida, Alatorva explicó el origen de su herida.
—Es sólo un cabo que me ha segado el pecho cuando caía por la borda. Una hermosa quemadura de soga y quizás un par de costillas rotas, como máximo, pero nada grave.
Eskaia se quitó forcejeando la camisa de Alatorva y se la devolvió. La mirada del hombre la advirtió demasiado tarde de que también se había quitado el vestido. Se había quedado con sólo dos prendas de ropa interior empapadas. Así no sólo dejaba al descubierto más de lo que a ella le habría gustado mostrar, sino que además se estaba muriendo de frío, a pesar de hallarse en la cubierta inferior.
—Gracias, Alatorva. Ya puedo encontrar sola mi camarote y algo de ropa seca.
Si es que quedaba algo parecido a bordo y si importaba que alguien se cambiara de ropa cuando lo más probable era morir con la puesta mojada en cuestión de horas. Ese pensamiento pasó velozmente por la mente de Eskaia. En lugar de permanecer en ella, fue sustituido por la determinación de morir como correspondía a una hija de la Casa Encuintras. Su código de honor no era tan rígido como, por ejemplo, el de los Caballeros de Solamnia, pero sí excluía morir en la cama, sintiendo demasiada lástima por una misma como para ayudar a otros que estuvieran peor.
Hipparan aprovechó el viento del norte para dirigirse hacia el golfo del Cráter. Avanzaba más deprisa de lo que cualquier barco podría igualar, más quizá que el viento de la tormenta. Para Pirvan, el viento en la cara era tan insoportable que mantuvo los ojos cerrados casi todo el trayecto.
Los dos humanos se esforzaban por permanecer despiertos. Ambos sabían que lo que sentían era el sueño que precede a la congelación, un sueño del que pocos despiertan.
A medida que pasaban las horas, el sol fue recorriendo lentamente el cielo hasta dejar atrás su cénit y empezó a descender con suavidad hacia el oeste. También con el paso de las horas, los barrancos y colinas de nubes grises de debajo empezaron a mostrar retazos de mar.
Hacia el ocaso, volaban bajo sobre un océano que parecía inquieto, más que borrascoso. Aunque seguían avanzando en línea recta hacia el sur, hacía más calor debido a su menor altitud. Ahora podían arriesgarse a dormir, y eso hicieron.
Pirvan despertó en algún punto de la noche con un vago recuerdo de haber soñado algo que debió de ser aterrador. Haimya seguía durmiendo, y las grandes alas de Hipparan habían reducido su batir a un ritmo constante, casi letárgico.
A la luz de la luna, el ladrón vio que habían vuelto a descender casi a la altura de las crestas de las olas, siguiendo la estela de la luna sobre el agua. El aire era casi cálido, húmedo por algo más que el mar, y sugería aromas de tierra firme. Volaban mucho más lentamente, de modo que ahora pudo mantener los ojos abiertos ante lo que apenas era más que una fuerte brisa.
—No estamos lejos del golfo del Cráter —dijo Hipparan—. Pero tenemos un problema.
—¿Por qué no me sorprende? —replicó Pirvan. Un bostezo hizo que sus palabras sonaran casi incoherentes.
—¿De verdad quieres saberlo? —Inquirió a su vez Hipparan, ladeando su cresta y soltando una mordaz risotada—. Perdona, no es momento de bromas.
Si no era la primera vez que Hipparan se disculpaba, se le acercaba mucho. Pirvan escuchó boquiabierto la explicación del dragón.
—Ciertamente, hay un Dragón Negro en el golfo. Ha sondeado el espacio por si había otros dragones en las proximidades y ha llegado hasta mí.
—¿Ha descubierto dónde estabas?
—Lo dudo —respondió Hipparan tras guardar silencio un instante—, pero si yo he percibido que era un Dragón del Mal, él ha debido percibir que yo soy uno del Bien.
Pirvan tardó unos segundos en digerir la noticia. Antes de que pudiera responder, Hipparan se estremeció.
—Me pregunto qué conclusión sacará —dijo el dragón con una voz extrañamente distante—. Debía creer que estaba solo, como yo, cumpliendo algún propósito que moriría sin conocer.
—¿No lo sabría, si hay un mago allí…? —intervino Haimya.
Si los dragones supieran escupir, Hipparan lo habría hecho.
—¡Eso por los magos! Ni siquiera los más honestos cuentan siempre a sus dragones todo lo que necesitan saber. Todos lo recordamos, y puedo afirmar que al Negro lo han dejado en la ignorancia.
—Lo siento por él —dijo Pirvan.
El silencio duró tanto esta vez que Pirvan se preguntó si su simpatía por el Dragón Negro había sido insultante. Al final, Hipparan se revolvió y, por un instante, el batir de sus alas casi se detuvo. Perdió suficiente altura como para poner nervioso a Pirvan antes de reanudar un vuelo estable.
Cuando finalmente habló, se podría haber hablado de un humano a punto de echarse a llorar.
—No es de extrañar que te hayas portado conmigo como lo has hecho. Tú… No utilizas nada ni a nadie como una herramienta para luego descartarlo. Lo que significa para mí… Cuando alguien está en mi situación…
El dragón enmudeció, y en el silencio Pirvan intentó encontrar sentido a lo que acababa de oír. No tardó mucho, en cuanto se le ocurrió pensar en Hipparan como en un muchacho enviado a una misión de hombres, en un mundo que no conocía, donde no podía esperar hallar a otros dragones o incluso humanos amigos.
Pero los había encontrado, humanos que lo habían liberado del cautiverio, curado las heridas que podían haberle producido la muerte y que le habían dicho la verdad. O al menos la parte que conocían, para que pudiera decidir por sí mismo si debía ayudarlos a averiguar el resto o no.
Pero no había decisiones que tomar. Durante el tiempo que Hipparan dedicaba a murmurar sobre la deuda humana con él, su deuda con los humanos seguía creciendo. Un dragón honrado no podía negarlo.
Por naturaleza, un Dragón del Bien tenía que ser honrado. ¿Pero hasta ese punto? Pirvan se preguntó si acababa de descubrir algo nuevo sobre el bien, el mal y la neutralidad, y deseó que Tarothin estuviera presente.
—Muy bien —dijo Pirvan—. Creo que aterrizaremos en la ladera de esa montaña, al este del río Eancho. No la alta con un lago en su cráter, sino la más baja, cerca de la costa. Nos limitaremos a desatar nuestras bolsas y dejarte volar mientras nos escondemos y deshacemos el equipaje. Si alguien intenta atacarnos, seremos difíciles de encontrar y tú estarás bien lejos, en mar abierto.
—Creía que yo era el soldado —masculló Haimya.
—Y lo eres. Pero ninguno de nosotros sabe mucho de combatir montado en un dragón, así que podemos hablar los dos.
—Tienes razón —dijo Hipparan—. ¿Haimya?
—Es un buen plan —respondió la mujer, echándose a reír—. Sólo me preocupa el miedo mágico a los dragones. He oído contar que los Dragones del Mal pueden utilizarlo. ¿Sabes si éste puede?
—No, y no puedo saberlo sin que él averigüe tanto o más sobre mí. Hay ocasiones en las que la ignorancia mutua es lo más seguro.
Esto iba en contra de todo lo que había aprendido Pirvan y sospechó que también encrespaba a su acompañante. Pero en aquellas peculiares circunstancias, parecía el mejor camino.
Como si la tormenta hubiera agotado sus gigantescas fuerzas desarbolando el Copa de Oro, el viento empezó a amainar poco después. Los marineros arriesgaron sus vidas empuñando hachas y machetes para cortar los restos de los mástiles caídos, antes de que abrieran vías de agua en el casco.
Otros marineros consiguieron desplegar un retal de vela sobre el muñón del palo mayor. Esto permitió que la proa del barco girara lo suficiente para impedir que la nave cabeceara salvajemente como un tronco hasta escorar y hundirse. Entonces fue posible permanecer en pie e incluso moverse sin andar a gatas como un simio, y hasta trabajar sin peligro de caídas capaces de fracturar los huesos.
Eskaia trabajó hasta después del anochecer, ayudando a Tarothin con las curas, hasta quedarse más exhausta de lo que recordaba haber estado nunca. Pero Tarothin lo estaba más aún, por utilizar tanta magia en tan poco tiempo. El contramaestre y Alatorva el Tuerto tuvieron que llevarlo a la cama del camarote de lady Eskaia.
Para cuando el cocinero consiguió, sin magia de ningún tipo, el milagro de preparar un té caliente, el hechicero apenas estaba bastante despierto para tomárselo. Después se tendió sobre las almohadas, sonriendo débilmente a Eskaia.
—Gracias por ser… inadecuada —dijo.
—Bastará hasta que tengas fuerzas para más —respondió ella, devolviéndole la sonrisa. Después se sonrojó al caer en la cuenta de que había dado pie a un chiste verde.
Tal chiste nunca llegó. Tarothin era un caballero. En su lugar, hizo señas a Alatorva el Tuerto.
—Amigo mío, si puedes ir a mi camarote y sacar del baúl que hay debajo de mi litera el libro más grueso de todos, el del trébol de cuatro hojas plateado en la cubierta…
—¿Un libro de encantamientos? —preguntó Alatorva, titubeando.
—No hay peligro en cogerlo y traerlo —aseguró Tarothin—. Yo viajo mucho y no tiene sentido matar a hosteleros y posaderos por accidente. No, el libro no es peligroso, siempre que lo cojas y me lo traigas directamente. No lo dejes caer, no intentes abrirlo y no dejes que se moje con agua natural, es decir, el agua que cae del cielo.
—No hay nada de eso bajo la cubierta o, si lo hay, tenemos más problemas de los que me apetece conocer —dijo Alatorva, y se puso en pie con un gruñido.
—¿Te duelen las costillas? —preguntó Eskaia.
—Un poco —respondió Alatorva—. Pero si pude traer hasta aquí a este fardo de mago, también podré traer sus libros. Además, aunque no lo pudiera, nuestro amigo no podría curar ni a una cucaracha enferma.
—¿Quién querría hacer algo semejante? —preguntó Eskaia, haciendo una mueca.
—Un hechicero… neutral —respondió Tarothin, y volvió a quedarse dormido.
Hipparan se aproximó a la costa, muy al norte del golfo del Cráter, volando bajo. Podía haberse dirigido tierra adentro desde el sur del golfo, pero eso habría significado un vuelo más largo a baja altura, a oscuras y sobre un territorio desconocido. Más posibilidades de accidentes y, también, más posibilidades de dar la alarma a humanos, al Dragón Negro o a los posibles ogros, enanos gully y similares que merodearan por la jungla.
Pirvan, que nunca había visto una jungla, no deseaba ni siquiera a un enano gully que tuviera que vivir en ella. Todo el mundo merecía algo mejor que una lucha por la vida basada en comer o ser comido, en una perpetua combinación de baño de vapor y laberinto.
Hipparan se dirigió hacia la ladera septentrional de la montaña, que estaba cubierta por una vegetación más tupida que la sur. Justo en la línea donde los árboles se aclaraban, desplegó al máximo las alas y se posó en un claro con la suavidad de un tronco deslizándose por una artesa engrasada hasta un río.
El problema de Pirvan y Haimya era bajarse ellos y todo el equipo del dragón al cual llevaban atados con firmeza casi todo un día. Durante un rato, pareció que no lo conseguirían, ya que no debían cortar más de lo necesario. Si todo iba bien, necesitarían arneses para tres personas cuando emprendieran el regreso.
Pirvan sudaba y Haimya utilizó un vocabulario muy elocuente, incluso para una ex mercenaria, cuando todo quedó suelto. El hombre comprobó que, en realidad, los marineros sabían más de nudos que los ladrones, incluso los ladrones que se enorgullecían de su destreza manual.
—La próxima vez que hagamos esto, usaremos cadenas y candados —dijo Pirvan con un gruñido cuando la última bolsa quedó libre y estuvo a punto de derribarlo—. De eso entiendo.
—¿Infiero que ya lo tenéis todo? —preguntó Hipparan.
—Yo diría que Haimya lo tiene todo —respondió Pirvan—. Por mi parte…
Haimya ululó de risa, hasta que las aves nocturnas enmudecieron y la cresta de Hipparan se puso rígida.
—Si tenéis que reíros del chiste de un hombre, señora mía —dijo—, ¿no hay lugares y momentos mejores para ello?
Por un momento Pirvan creyó que Haimya iba a besarlo a él o al dragón. Hipparan echó a perder cualquier demostración semejante remontando el vuelo con una atronadora racha de viento y una nube de polvo, grava y ramitas.
—Cada día eres más extraño —dijo Haimya, dando un suave puñetazo al ladrón en las costillas.
«Cada día te aprecio más», pensó Pirvan. Esperaba que lo segundo no condujera a lo primero. También había lugares y momentos mejores para eso.
Shilriya fue la primera en avistar el buque mercante abandonado que flotaba a la deriva en el revuelto mar que la moribunda tormenta había dejado. Jemar fue el primero en llegar junto a él, ya que el viento era más favorable a su barco que al de Shilriya. Ninguno de ellos quería quedarse sin remos en un mar así.
Que el buque había caído víctima de los piratas era evidente a cien metros de distancia. La cubierta estaba sembrada de escombros, todas las escotillas y portillas visibles rabian sido forzadas o hundidas y las aves marinas luchaban por las partes comestibles de una docena de cadáveres humanos vestidos de marinero.
Jemar envió un grupo de abordaje y su informe posterior no le produjo ninguna sorpresa, salvo el hecho de que todos los hombres estaban horriblemente mutilados y que, a pesar de los daños de los camarotes, no se habían llevado nada.
—Es como si los piratas fueran locos furiosos en pleno ataque violento —dijo el cabo de mar.
—Volved y registrad el buque de las cofas a los pantoques —ordenó Jemar secamente—. A ver si encontráis más cadáveres o armas abandonadas.
—Los piratas parecen haberse llevado todas las suyas —replicó el hombre—. Al menos no he visto ninguna otra cosa que lo que un barco como ése llevaría normalmente. ¿Acaso pensáis…?
—Pensaré si es necesario. A un jefe le pagan para eso, en parte. Guárdate tus pensamientos para más tarde y ve a registrar el buque.
Fue Zygor quien resolvió el misterio. Su aparejo y parte del casco apenas eran visibles cuando los otros dos barcos avistaron el pecio a la deriva, y poco después el viento se giró en su contra. La nave de Zygor sacó los remos al punto y forzó al máximo la marcha, para detenerse a cien metros y arriar un bote casi al mismo tiempo.
—Hemos encontrado varios cadáveres —dijo en cuanto llegó a la cubierta.
—¿Humanos? —preguntó Jemar, adivinando más de lo que decía.
—Todos ellos. Pero uno tenía esto clavado.
Entregó el objeto a Jemar. Era una daga de la longitud aproximada de la mano de su jefe, con una extraña empuñadura, en su mayor parte hueca y con un travesaño para sujetarla. Presentaba dos prominentes guardas laterales y la gruesa hoja se iba estrechando hasta acabar en una aguda punta.
—Un katar —dijo Jemar.
—Minotauros —añadió Zygor.
La daga katar era una de las armas exclusivas de los minotauros. Los humanos podían utilizar las otras que eran comunes a otras razas, si eran lo bastante fuertes. Las armas diseñadas para la imponente fuerza de un minotauro caían en manos humanas una vez cada cien años, y con menos frecuencia aún eran clavadas en cuerpos humanos…, a menos que los minotauros se hubieran encargado de ello.
—Me pregunto por qué no han recuperado ésta —reflexionó Jemar. Zyrub le describió la escena que se habían encontrado a bordo del buque abandonado.
—El pobre diablo probablemente cayó por la borda después de que lo apuñalaran, antes incluso de que un minotauro pudiera extraer el arma. Cumplimos los ritos funerarios con él y lo devolvimos al mar junto con sus compañeros.
Jemar apenas escuchaba. Los minotauros no eran desconocidos en estas aguas. A veces se presentaban como pacíficos mercaderes. Incluso entonces tenían la enorme arrogancia y el fiero carácter típicos de su raza, y ya se habían producido incidentes sangrientos.
Pero nunca había sido masacrada toda la tripulación de un buque mercante. Eso hablaba de minotauros con algún objetivo bélico que para los humanos podía estar más allá de toda comprensión.
Aun así, los minotauros no tenían que ser comprensibles para resultar peligrosos. Especialmente peligrosos para el Copa de Oro, que tal vez no había sobrevivido a la tormenta en condiciones de combatir o de huir.
—Redoblaremos la vigilancia a partir de ahora, esperaremos a que lleguen los demás y formaremos una línea de exploración con las cinco naves.
—¿Con la separación habitual?
—Sí.
—Será una buena batalla, por vengar a esos pobres infelices.
—Espero que sean todo lo que tengamos que vengar.