9
Caía la noche sobre el puerto occidental; una noche nubosa, con la luna y las estrellas igualmente invisibles y el aire tan inmóvil y pesado que Pirvan se temió otra tormenta. Y el Copa de Oro sin un ancla de repuesto, aunque los oficiales habían improvisado una con viejos toneles rellenos de lastre de piedras y fajados con tiras de hierro, sogas y correas.
A proa, la forja del herrero relucía y su martillo retumbaba mientras trabajaba en más accesorios doblados o retorcidos por la fuerza de la tormenta. Pirvan se volvió para contemplar las luces más lejanas y silenciosas de la orilla, mientras una enorme silueta familiar surgía de la oscuridad y se situaba a su lado.
—Ven conmigo, hermano —dijo Alatorva.
—Tengo permiso para estar aquí.
—Yo no, excepto de servicio.
—¿Esto no es servicio?
—Algunos no lo llamarían así. No si oyeran lo que quiero decir.
—No pueden oírlo, ¿es importante?
—¿Qué mosca te ha picado, hermano? ¿Haimya?
—Se está carcomiendo viva por dentro a causa de aquella soga rota —respondió Pirvan, dejando escapar un suspiro—. ¿Pretende morir en el siguiente combate?
—He visto a hombres y mujeres con esa comezón —dijo Alatorva, encogiéndose de hombros—. Pero no creo que ese sea el problema de Haimya.
—Entonces deberías decirme cuál es, en lugar de proponer adivinanzas.
—Recuerda que me lo has preguntado.
—Recuerda, hermano, que mi paciencia también tiene un límite.
—Que así sea. Se prometió a un hombre, un caballero que tal vez se ha convertido en pirata. Se está enamorando de otro, un ladrón que se ha convertido en un camarada honrado.
Nunca más pudo recordar Pirvan cuánto tiempo había permanecido callado. Finalmente, Alatorva esbozó una afable sonrisa.
—Si permites que tu boca vuelva abrirse tanto, tu mandíbula perforará un agujero tan grande en la cubierta que llegará hasta el camarote de Haimya. Eso podría enfriar su afecto por ti, la próxima vez…
—Si te acompaño y te escucho, ¿guardarás silencio sobre el tema de Haimya? —inquirió Pirvan, simulando clavarle una daga en las castillas.
—A menos que te pongas en ridículo, sí.
Esta promesa no consoló mucho a Pirvan. Recordó que Alatorva el Tuerto daba a menudo un significado muy amplio al término «ridículo».
Sobre la cabaña de Synsaga caía una moderada lluvia, típica del golfo del Cráter. Eso equivalía a un fuerte aguacero en las regiones más civilizadas de Ansalon, en lugar de una auténtica cascada.
Gerik Ginfrayson decidió que si alguna vez tenía sirvientes en aquel lugar, uno de ellos se encargaría exclusivamente de secar, raspar y engrasar sus pertenencias. De lo contrario, el húmedo calor se las comerían como ogros en una pocilga, y un hombre podía quedarse desarmado y andrajoso entre un viaje y el siguiente.
—Has sido requerido por tu nombre para un trabajo difícil pero importante —dijo Synsaga.
Ginfrayson volvió a prestar atención a su jefe. El pirata era moreno como la mayoría de los bárbaros del mar, pero más bajo y con una barba negra tan espléndida que parecía haber absorbido toda la vitalidad de su cuero cabelludo, que estaba completamente calvo. La vela de cera de abeja que ardía en un soporte de coral pulido (éste parte de un botín y aquélla fabricada en el campamento), proyectaba una luz ambarina que danzaba sobre el cráneo desnudo de Synsaga.
—¿Puedo preguntar quién me ha nombrado?
Aquella torpe manera de expresarse acabó más drásticamente que Vinas Solamnus con cualquier esperanza de disimular su inquietud. Pero ser convocado ante Synsaga a aquellas horas de la noche significaba normalmente algo por lo que merecía la pena estar inquieto. Se sabía de hombres que habían desaparecido después de tales reuniones si eran afortunados; si no lo eran, abandonaban el campamento encadenados a un lote de esclavos.
—Puedes hacerlo, pero no prometo responder.
—¿Es un trabajo honorable?
—Según las costumbres de nuestra banda, sí. ¿Supones que otras costumbres te atan más? Eso viola tu juramento, y ya conoces el castigo por romper un juramento.
No era ni una muerte rápida ni la esclavitud, pero a partir de ahí había muchas variaciones, dependiendo de la ofensa, el ofensor y el humor de Synsaga en el momento de imponer el castigo. Por el vocabulario del jefe, Ginfrayson decidió permanecer en el bando de los cautos.
—No supongo tal cosa. Si es un trabajo honorable según nuestras costumbres, se hará. Pero si es honorable, mi honor exige que se haga bien. Cuanto más sepa, mejor trabajaré.
—Lo sabrás muy pronto. —El jefe de los piratas se arrellanó en su asiento, que crujió bajo su peso, algo que no hacía desde hacía un año. La buena vida cobraba su tributo a Synsaga—. Jura guardar silencio, incluso en tus oraciones, y te lo diré —añadió el jefe.
Gerik pronunció un vibrante juramento por la cabilla de Synsaga, el arma favorita del hombre, y luego esperó.
—Trabajarás a las órdenes de Fustiar —dijo el jefe, transcurrido un incómodo y largo silencio—. No preguntes cómo —añadió—, pues ni siquiera yo lo sé.
La imprudencia de preguntar por el derecho de Fustiar a mantener secretos con su jefe era evidente. Gerik se limitó a llevarse el puño al corazón.
—Lo serviré como os he servido a vos.
—Me complace. —Synsaga parecía sinceramente aliviado—. Puedo decirte que ser istariano, con conocimientos sobre sus grandes casas, ha jugado en tu favor.
Gerik frunció el entrecejo. El asunto, cuando menos, amenazaba con volverse embarazoso.
—Mi madre sirvió como niñera y asistenta de lady Eskaia, de la Casa Encuintras, hasta su muerte. Yo nunca serví en la casa. Su gratificación para mí fue enrolarme en la flota.
—Seguro que tu madre habló de sus servicios en tu presencia —dijo Synsaga, que parecía divertirse.
—Jamás.
—¿Dices la verdad?
—Sí. Lo juraré, y también que ella pronunció un inquebrantable voto de silencio, probablemente reforzado por medio de la magia.
—¿Por qué no lo habías mencionado antes? —inquirió Synsaga, haciendo un gesto como si espantara una mosca, como si tales detalles lo molestaran.
—Nadie me lo preguntó. Mi juramento me obligaba a responder a todas las preguntas sinceramente, no a contar todo lo que sabía o creía, sin importar el honor de otros o las necesidades de nuestra banda.
—Tienes alma de consejero legal.
—¿Estáis seguro de que es diferente de la de un pirata? —osó preguntar Gerik.
—Bien dicho —repuso Synsaga, soltando una carcajada—. Pero es posible que te aguarden más preguntas, y será mejor que las respondas plena y francamente. Fustiar es famoso por castigar a quienes lo decepcionan sin consultármelo.
Gerik rezó para que la reunión finalizara cuanto antes. Synsaga estaba revelando mucho de lo que ya sospechaba, pero poco de lo que le interesaba saber. Además, la cosa iría mal si las preguntas se volvían hacia sus parientes.
Cualquier secreto sobre la Casa Encuintras que su madre hubiera sabido no sólo se lo había llevado a la tumba, sino que a aquellas alturas serían cuentos viejos y polvorientos. Haimya era otra cuestión. En su condición de doncella guardiana de lady Eskaia podía ser una preciada fuente de información para cualquier enemigo de la Casa. Los piratas estaban acostumbrados a abalanzarse sobre tales tesoros, y Synsaga tenía barcos en el golfo, un mago en las montañas y, sin duda, mercenarios en la propia Istar para tal misión.
Por fin terminó el cónclave, y Gerik salió a recibir una lluvia que se había reducido a una neblina. Apenas se había alejado tres pasos de la puerta, cuando se oyó un bronco alarido en las alturas. Alzó la visa, pero las nubes y la noche ocultaban incluso las copas de los árboles, por no hablar de lo que había emitido el sonido.
Aunque no tenía por qué dudar: el dragón amaestrado de Fustiar había vuelto a salir… y en pocos días él entraría al servicio del mago, tal vez a una distancia equivalente a la eslora de un barco de la guarida de la criatura.
No era un pensamiento que le ayudara a conciliar el sueño aquella noche.
Las amuras destruidas habían sido reconstruidas aproximadamente hasta la altura de la cintura. Apoyados en ellas, asomando la cabeza por la borda, Pirvan y Alatorva podían murmurar sin miedo a ser oídos. La cofa mayor habría sido un lugar más seguro, pero ninguno de los dos encontró una razón suficiente para trepar hasta allí a aquellas horas.
—¿Recuerdas un barco de poco calado, de aspecto veloz, con una vela cuadra en el trinquete y una latina en el palo mayor? —preguntó Alatorva.
Privan tradujo mentalmente la jerga marinera a lengua común.
—Latina, como la de nuestro tercer palo…, ¿la mesana?
—Pronto conseguiremos que hables como un marinero —respondió Alatorva, soltando una carcajada.
—La idea de que este viaje dure tanto no me proporciona ningún placer.
Alatorva estuvo a punto de responder con otra chanza, pero acabó encogiéndose de hombros.
—Estoy pensando en volver a embarcarme, y por ello reparé en ese barco. También tenía velas con franjas verdes y un castillo en el centro de la cubierta. Siempre creí que parecía un gigantesco orinal de madera.
Pirvan juró arrojar a su amigo al interior de algo peor que un orinal si seguía hablando con aquel lenguaje críptico.
—¿Y?
—Es el buque insignia de Jemar el Blanco.
Por lo menos ese nombre no era ningún enigma.
—¿El bárbaro del mar que ha hecho algunos trabajos para la hermandad?
—El mismo. También me debe algunos favores por el asunto de su comisionado en Istar.
—¿El que encontraron flotando en el estanque decorativo que hay frente al templo de Shinare? —preguntó Pirvan, tras reunir las pistas y escarbar en su memoria.
—Es agradable comprobar que Haimya no te ha ofuscado por completo, aunque tú la tengas embobada a ella.
—Hermano, si mencionas otra vez a esa dama antes de que hayas acabado con este tema, nadaré hasta el barco de Jemar y abriré una vía de agua en su casco. Después, cuando me capturen, diré que lo hiciste tú.
Alatorva reculó con fingido terror y estuvo a punto de tropezar con una soga enrollada.
—Y ahora…, ¿qué estabas diciendo? —prosiguió Pirvan, soltando una breve carcajada.
—Yo utilizaba al comisionado para reconvertir una parte de los frutos de mi trabajo nocturno —dijo Alatorva—. Descubrí que me estaba estafando. Al intentar recuperar lo que era mío, me enteré de que también estafaba a otros. Jemar era uno de ellos. Hice correr el rumor y, a partir de ese momento Jemar se ocupó del asunto.
—¿Hasta el punto donde el hombre se mecía en el estanque, con el cuello rebanado de oreja a oreja?
—No tan lejos. Jemar contrata a sicarios profesionales. Pero por lo demás, sí.
—Comprendo. ¿Así que te debe un favor y podría pagártelo ayudándonos?
—Así es, sí. Si le proporcionamos el dinero, podrá acercarse a la orilla y comprar todo lo que necesitamos para reparar el barco sin que tengamos que hacerlo nosotros personalmente. Nadie sabrá para quién lo compra, de modo que sólo tendrá que pagar el precio legal. No es que así salga barato, entiéndeme, pero…
—Ya veo. ¿Y qué hay de nuestra tripulación?
—El capitán quizá refunfuñe por tratar con bárbaros del mar. Si gruñe demasiado fuerte, lady Eskaia le devolverá el gruñido. Si eso no lo detiene, el contramaestre se convertirá en capitán. No creo que el viejo quiera eso. Se supone que este es su último viaje y quiere unas cuantas monedas adicionales que llevarse a tierra firme cuando termine.
Pirvan no dudó de las palabras de su amigo. Alatorva tenía un don sobrenatural para enterarse de todos los rumores que circulaban por una taberna, un mercado o el castillo de proa de un barco. Después sabía entresacar la verdad, o por lo menos aproximarse bastante a ella.
Se preguntó si eso hacía más plausibles los comentarios de Alatorva acerca de Haimya. Luego decidió no animar al hombretón a hablar de ello, pasara lo que pasara.
La noche siguiente, Gerik Ginfrayson ascendió por la montaña hasta la torre de Fustiar. No había pensado subir de noche, aunque no le importaba que las tinieblas lo ocultasen. Varios piratas tenían serias dudas sobre la conveniencia de tratar con un mago renegado.
Gerik compartía hasta la última de sus dudas y no tenía demasiadas ganas de pasar un tiempo indeterminado en un lugar donde debería mantenerlas lejos de sus pensamientos, por no hablar de sus labios.
Intentó consolarse pensando que si Fustiar lo valoraba por sus conocimientos sobre los secretos de los gobernantes de Istar, se apresuraría a descender de la montaña poco después de su llegada. Sin embargo, no podía dejar de pensar que Fustiar quizás estuviera dispuesto a enviarlo mucho más lejos del campamento de la costa.
Era una noche seca, para el golfo del Cráter, por lo que el sendero ascendente sólo estaba resbaladizo, no medio encharcado y mucho menos como un torrente en plena crecida. Los cuatro prisioneros encadenados sólo habían tropezado dos veces, y los marineros que los custodiaban sólo los habían azotado una.
Gerik no tenía obligaciones con los cautivos ni con sus guardias. Iba con el grupo cuesta arriba simplemente porque nadie recorría solo de noche el sendero que conducía a la torre de Fustiar, y los hombres prudentes iban acompañados incluso de día.
El aire se fue haciendo más fresco a medida que salían de la espesura. Poco después los árboles ya no formaban un tupido dosel y Gerik vio unas cuantas estrellas. Una de ellas recorrió llameante el firmamento; pensó que era un presagio, aunque no estaba seguro de qué.
Un poco más arriba, el cielo despejado mostraba las constelaciones de Mishakal y Zeboim. El istariano se dijo que sólo era producto de su imaginación, pero los ojos de Zeboim parecían estar abiertos y mirar fijamente hacia abajo. ¿Se tomaba la hija de Takhisis, dominadora del mar, un interés especial por el trabajo que realizaba Fustiar en nombre de la Reina de la Oscuridad?
Enseguida el sendero se niveló y ante ellos se irguieron unos muros. Todos llamaban «torre» a la morada de Fustiar, pero de hecho era un castillo medio en ruinas, que inicialmente debió ser tan grande como la ciudadela de una ciudad de considerable tamaño. Aquellos días ya quedaban tan atrás que nadie sabía quién, cuándo y por qué lo había construido.
Los relatos, sin embargo, no habían exagerado su tamaño. La única torre que aún se mantenía en pie alcanzaba los veinticinco metros, y el gran salón medio en ruinas, por lo menos la mitad de esa altura. El salón había sido toscamente reparado con maderos verdes y un techado de hojas, y una escalera también nueva y de tosca construcción ascendía por el exterior de la torre.
Estos signos de actividad humana tranquilizaron un poco a Ginfrayson. Al menos Fustiar no había conjurado una horda de ogros para construirse un palacio, ni subía y bajaba de su torre levitando cada vez que se le antojaba. Quizá sólo servía para realizar trucos simples, adecuados para impresionar a los ignorantes, pero era incapaz de causar verdadero daño a un hombre difícil de engañar o asustar…
Un alarido taladró los oídos de Gerik como una barra de hierro al rojo. Ninguna garganta humana, ni ningún animal conocido habían emitido jamás aquel grito. (Aunque los animales y las plantas del golfo del Cráter todavía reservaban sorpresas a los piratas que llevaban viviendo allí diez años, por no hablar de los recién llegados como Ginfrayson). Las antiguas piedras recibieron los ecos y los proyectaron de lado a lado como un par de animosos niños lanzándose una pelota.
Pero no había nada infantil en aquel grito. Hablaba de eras desconocidas para el hombre o siquiera imaginables que se remontaban al tiempo más ancestral de los propios dioses, cuando Paladine y Takhisis eran aliados en lugar de enemigos declarados.
Hablaba, de hecho, de muchas cosas que habría sido escalofriante pensar en un día soleado en la plaza de una ciudad populosa. En lo alto de una montaña desolada, lejos de cualquier persona con quien hablar, con la noche ocultando tanto a los amigos como a los enemigos, a Ginfrayson le pareció el sonido más aterrador que había escuchado en toda su vida.
También le recordó el grito que había oído la noche anterior, atravesando la tormenta justo en el momento en que salía de la cabaña de Synsaga. Y, ahora que lo pensaba, no era la primera vez que había oído un grito semejante, y siempre sonaba alto o muy lejano, como si quien lo emitía quisiera ocultarse de los ojos humanos.
En ese momento reparó en que los cuatro prisioneros estaban acurrucados en el suelo o miraban enloquecidos a su alrededor. Los guardias habrían deseado hacer lo mismo si no hubiesen temido la huida de los prisioneros. Ginfrayson obligó a su mente a recibir mensajes de sus ojos, que a su debido tiempo descubrieron una pequeña verja con una campanilla de tirador a su lado.
Gerik confió en que fuera una campanilla de tirador. Al aproximarse al muro descubrió que le temblaba la mano. Si aquel alarido volvía a producirse como respuesta a su llamada…
Por mucho que tuviera que tirar cinco veces antes de que sonara la campanilla, cuando lo hizo escuchó un tañido casi jovial y muy normal. La pequeña verja se abrió basculando sobre goznes bien engrasados y un hombre robusto, que sólo llevaba un taparrabos y un collar de latón con cuentas de vidrio barato, se interpuso en su camino. No sólo parecía humano, sino también un esclavo cuyo amo quisiera impresionar a los visitantes sin tener el dinero ni el conocimiento necesarios para hacerlo bien.
Acostumbrado a los auténticos esplendores y sabiamente elegidos de la Casa Encuintras, Gerik estuvo a punto de soltar una carcajada, pero consiguió reprimir ese impulso.
—Tú entra. Ésos quedar fuera —dijo el hombre, señalando a Gerik y a los guardias. Los prisioneros, aparentemente, no existían. Parecía como si el hombre hubiera aprendido a hablar la lengua Común recientemente y sólo unas cuantas palabras, pero Gerik no consiguió identificar su acento.
Sabía reconocer una orden cuando la oía. Los guardias dieron un paso atrás cuando Gerik desenvainó su espada. Después hurgó con la mano libre en su bolsa. No sabía si a los marineros les pagaban más por hacer de guardias, pero ¡por Majere, se merecían algo por no advertir que estaba aterrorizado!
Los marineros cogieron el dinero y se escabulleron sendero abajo a una velocidad envidiable para Gerik. Se preguntó cuánto tardaría él en volver por ese camino, al paso que fuera. Los prisioneros lo siguieron dando traspiés. Bajo la mirada casi reptiliana del sirviente del mago, Gerik entró y el hombre cerró la verja detrás de ellos.
El chasquido de la cerradura era un sonido apenas una pizca menos desagradable que el grito de pesadilla.
En el interior, las tinieblas y los hedores fueron la primera impresión que tuvo Gerik de la guarida del mago. La oscuridad remitió progresivamente, a medida que sus ojos se adaptaban a ella, y entonces distinguió montículos de tierra, áreas cubiertas de hierbas y otras lo bastante regulares como para ser huertos, baldosas y trozos de pared. Algunas de esas paredes estaban hechas con piedras más altas que un hombre y más largas que dos o tres.
Quienquiera que hubiese edificado el castillo, fue la conclusión de Gerik, tenía una cantera cerca, un número ilimitado de esclavos o ciertas artes más poderosas y menos placenteras de pensar en ellas que las dos primeras posibilidades. Su placer ante la idea de vivir allí, tal vez entre espíritus deformados por la magia, se diluyó aún más.
—Ah, bienvenido —dijo una voz, arrastrando las palabras, al parecer procedente de todas direcciones a la vez. Gerik no dio un brinco ni blandió su espada. Se limitó a intentar devolver la mirada, también en todas direcciones a la vez.
El propietario de la voz prorrumpió en una áspera risa burlona, y después surgió de las sombras por una pared.
—Desencadenadlos —dijo, con un gesto de su mano que hizo salir de la oscuridad a otros dos hombres, tan parecidos al primero que podían haber sido parientes. Sin embargo, no tenían orejas y, cuando abrieron la boca, se podía ver que también les faltaba la lengua.
Qué más podía faltarles, Gerik prefirió no pensarlo. Pero sí tenían espadas y dagas en el cinturón, lanzas sujetas a la espalda y pesadas llaves en sus manos, que se ocuparon con rapidez de los grilletes de los prisioneros.
Mientras los recién llegados se aplicaban a la labor, Gerik examinó al hombre que suponía que era Fustiar. No había razón para que los magos tuvieran que tener un aspecto concreto, y además estaba oscuro. No obstante, tuvo la impresión de hallarse ante el borracho del pueblo, el tipo de persona que trabajaría apenas lo suficiente para pagarse el vino, pero no lo necesario para pagarse un baño o ropa decente. La túnica del hechicero tenía agujeros y remiendos. Si en otro tiempo había sido de color claro, las manchas de polvo y vino la habían oscurecido hacía mucho.
Fustiar dio un paso inseguro… y uno de los prisioneros saltó con ímpetu hacia atrás. Estuvo a punto de caer, pero no lo hizo. Un instante después corría en dirección al extremo opuesto del castillo, donde una amplia sección del muro se había desplomado en ruinas escalables.
Gerik deseó tener un arco, sabía que no acertaría ni a la torre con aquella oscuridad y empezó a correr. Había dado unas cinco zancadas cuando Fustiar alzó ambas manos, gritó una palabra que Gerik no había oído nunca (le sonó vagamente obscena) y luego añadió otras que sí entendió, con demasiada claridad.
—¡Detente, insensato!
Gerik obedeció con tanta rapidez que estuvo a punto de perder el equilibrio, la espada y la dignidad. Acababa de recuperar las tres cosas, cuando el prisionero en fuga llegó al montón de piedras caídas. Sus ojos intentaron penetrar en la oscuridad, mientras el hombre trepaba por ellas con la fuerza y la velocidad de la desesperación.
De pronto, de las tinieblas que se extendían más allá del hombre surgió un monstruo. Al menos eso fue lo que creyó Gerik al principio. Era algo enorme y maligno, pero no tenía forma.
Más cerca de su condenación, el hombre pareció verlo con más claridad. Gritó una vez, porque su segundo grito se confundió con un ruido semejante al de una verja de hierro al cerrarse. Después, un tercer sonido descendió del cielo y luego se hizo el silencio, perturbado únicamente por el empuje del aire revuelto por lo que sólo podían ser unas poderosas alas.
Gerik comprendió que, después de todo, no necesitaba ver lo que había acudido a llevarse al hombre por los aires. Ya lo había visto aquel día en el sendero.
—¿Así que domináis a un Dragón Negro? —dijo a la zona de oscuridad desde donde creía que acechaba Fustiar.
—Mantiene el orden entre mis demás sirvientes, ¿sí o no? —respondió desde allí la voz que arrastraba las palabras.
—No lo dudo.
—No creas que tú… serás… perdonado, si… te rebelas.
—Todo lo que me es dado entregar, lo ofrezco libremente a vuestro servicio —dijo Gerik. Creyó que su voz sonaba firme. En cuanto a las palabras, no estaba tan seguro, pero la frase pertenecía al juramento de servidumbre a la Casa Encuintras, y si fue bueno para su madre, también podía serlo para un mago renegado y borracho.
—Todo lo que se ofrece, lo acepto. —Aquellas palabras no se arrastraron tanto. Fueron seguidas por un sordo chapoteo. Gerik dio un paso al frente, hasta que los dedos de sus pies casi tropezaron con el pie levantado del hechicero.
Un ronquido se elevó del barro. Empezaba a parecer que el primer servicio de Gerik Ginfrayson a Fustiar el Renegado iba a consistir en acostar al hechicero.
Su primera obra después de eso sería encontrar un medio de escapar que no acabara en la barriga del dragón, en la jungla o en el mar. Podía ser una larga búsqueda, pero ahora estaba decidido a emprenderla.
Estuvo dispuesto a poner fin a su compromiso de matrimonio con Haimya cuando se embarcó en el viaje que terminó en el golfo del Cráter; ya no temía lo que ella pudiera decir que hiciera más fácil jurar lealtad a Synsaga. De hecho, sospechaba que también ella se habría sentido aliviada al verse libre de un compromiso que asumió, principalmente, porque ninguno de los dos había sido capaz de buscar una excusa convincente para negarse.
Haimya era una mujer excelente; no tardaría mucho en enterrar su recuerdo o en consolarse con otro hombre. Gerik no le debía más que a cualquier otra persona, es decir, no seguir asociado más tiempo del necesario a un mago renegado que había despertado a un Dragón Negro de su sueño y lo había dejado suelto por el mundo.
Fuera lo que fuese lo que Jemar el Blanco consideraba que debía a Alatorva el Tuerto y a los ladrones de Istar, valía dos botes cargados de suministros en los primeros cuatro días. Uno contenía duelas y aros de tonel, así como material de calafateo y varios de los toneleros del propio Jemar para ayudar a la tripulación del Copa de Oro a realizar las reparaciones.
El otro consistía en berlingas y sogas (el barco tenía muchas velas de repuesto). Como una bandada de monos huyendo de un leopardo, los tripulantes del Copa de Oro se agolparon en su vapuleado aparejo, que en un solo día empezó a presentar mejor aspecto.
Pirvan se hallaba entre los escaladores. Sus heridas más superficiales habían sanado hacía tiempo y podía trepar como el que más, de hecho mejor que la mayoría. Que estuviera sobrio sólo le concedía más oportunidades. La tripulación no podía desembarcar, pero ningún marinero con dinero en el bolsillo y una embarcación pequeña pasando cerca de su navío anclado estaría mucho tiempo sin vino.
Al quinto día, Pirvan estaba en la cofa mayor, arreglando la jarcia muerta, cuando un bote surgió de entre la niebla y se situó junto al barco. Le dirigió una breve ojeada, advirtió que era una gabarra con los colores de la guardia del puerto y volvió a limar una polea que había salido del taller de efectos navales con unas dimensiones algo exageradas, incluso para el enorme aparejo del Copa de Oro.
Al otro lado de la cofa, Haimya iba largando una soga recién embreada y enrollada a dos hombres que se hallaban en la verga mayor. Como antes, cuando estaba en su camarote, Eskaia había dado a su escolta permiso —de hecho, órdenes— de ayudar a la tripulación en sus tareas. También como antes, al menos desde la tormenta, Haimya trabaja con rapidez, habilidad y tantas palabras como una estatua de Mishakal.
Por lo menos, desde que habían llegado a aquel acuerdo con Jemar sonreía de vez en cuando y en una ocasión Pirvan la oyó reír (o, mejor dicho, oyó contar que se había reído, lo cual no era exactamente lo mismo). Si él formaba parte del problema de la mujer, naturalmente, cuanto menos hablara, mejor, pero si Alatorva se equivocaba y ella confundía su silencio con el abandono, después de haberla salvado en la tormenta…
—¡Ah de la cofa! —Pirvan reconoció la voz de la sobrecargo.
—¡Cofa!
—¡Gentes de nuestra señora, moved el culo hasta aquí abajo! Saltad, si podéis.
Pirvan miró hacia abajo. La gabarra de la guardia del puerto estaba junto al portalón. Parecía ir más cargada de lo que justificarían los habituales ocho remeros, y en la cubierta del barco había cuatro o cinco hombres con la librea de color vino y los calzones azules de la guardia.
Pirvan se lanzó hacia el cordaje y se dejó resbalar, sin problemas gracias a sus guantes, por ser preferible a saltar. (Sólo habría saltado si hubiera estado seguro de que los guardias portuarios no habían subido a bordo con sanas intenciones y que caería encima de ellos).
Haimya descendió por la flechadura, con más viveza que la primera vez que se embarcó, pero sin intentar igualar la velocidad del ladrón. Él estaba sobre el puente antes de caer en la cuenta de que quizá debería haber pensado en la dignidad de la mujer y no derrotarla tan descaradamente.
Pero también la orden de la sobrecargo debía obedecerse por mucho que alguien se avergonzara… ¿Y por qué le preocupaba tanto a él la vergüenza de Haimya? Poco le importaba que ella estuviera o no enamorada de él, pero ¡que se condenara si, por simple despreocupación, empezaba a enamorarse de ella!
Eskaia subió a cubierta cuando Haimya llegaba a ella, con una capa gris sobre un vestido de viaje de color crema. Unas botas rojas y las perneras de unos pantalones azules asomaban bajo el vestido, una indumentaria que habría escandalizado a todo el mundo en un templo durante una celebración, pero muy práctica para navegar por los muelles de Karthay en una gabarra que sin duda tenía agua en el pantoque y podía inundarse más durante la travesía.
—He sido invitada a bordo del buque insignia de la guardia del puerto —dijo Eskaia—. Debo llevar una escolta. Ataviaos y armaos adecuadamente.
—Mi señora… —empezó a decir Haimya, pero Eskaia la clavó en la cubierta con su mirada.
—Mi señora —intervino Pirvan, inspirando profundamente—. No pretendo insultaros a vos ni a la guardia del puerto, pero vuestra seguridad a bordo del barco es algo en lo que pensar.
—Pirvan, ¿no estáis preparados Haimya y tú para afrontar peligros menores? —preguntó Eskaia. Si estaba bromeando, no había nada en sus ojos azules ni en su voz suave que lo dejara traslucir.
—Peligros menores sí. —Envalentonada por Pirvan, Haimya había recuperado la voz—. Pero un barco lleno de karthayanos podría no ser nada menor, en determinadas circunstancias.
—¿Osas…? —empezó a protestar el oficial de la guardia.
—Sí —dijo Haimya con calma, aunque su mano estaba cerca de la empuñadura de su daga—. Mi madre era karthayana. Sé que todo hombre tiene un precio. Aunque, para haceros justicia, vuestro precio sería alto y no os dejaríais comprar para cometer ningún delito realmente grave.
El oficial cerró la boca, al parecer inseguro de si lo estaban alabando o insultando. Después suspiró.
—¿Bastaría con que yo y unos cuantos más permaneciéramos aquí mientras veis…, mientras estáis a bordo del buque insignia?
—Sí —dijo Eskaia, antes de que Haimya pudiera replicar de nuevo. Su tono de voz y su rostro obligaban a cualquiera de los tripulantes del Copa de Oro a recordar cuando menos el nombre de Tarothin—. Dispondré que os traten con la hospitalidad adecuada, aunque nuestro trabajo debe proseguir.
—No lo interrumpiríamos aunque pudiéramos —dijo el oficial.
El último comentario provocó un intercambio de miradas entre Haimya y Pirvan mientras abandonaban la cubierta para vestirse y armarse. No se atrevieron a hablar, pero el rostro de Haimya reflejaba la misma pregunta que el de Pirvan: el guardia resoplaba con furia y suavidad al mismo tiempo, como un día en Crinispus.
¿Por qué?