CAPÍTULO 8

Madrid, 10 de julio de 1998

Barrio de Vallecas

Las calles de la ciudad ardían bajo un viernes de verano caluroso. En las portadas de los kioscos, Xabier Arzalluz, el presidente del Partido Nacionalista Vasco, aclamaba que solo el diálogo podría terminar con ETA. El país se preparaba para celebrar el primer aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco, un joven político muerto a manos de la banda terrorista. A las siete de la tarde, Ricardo bajaba la calle de Bolívar con una barra de pan en el interior de una bolsa de plástico. El primer y último de los veranos. Una vez pasada la selectividad, no tuvo demasiadas opciones para decidir qué iba a hacer con las vacaciones más largas de su vida. Para mantenerlo ocupado y ayudar económicamente en casa, su padre le había conseguido un trabajo como peón de albañil en el barrio. Ricardo tenía buena visión espacial y el padre pensó que, trabajar en la construcción, le haría entender lo difícil que era la vida. De primeras, el chico —ya mayor de edad—, no recibió la idea con agrado, pero no existió discusión alguna sobre el tema: su madre, cada vez más fuera de sí, enganchada a la bebida y silenciosa, no hizo más que asentir al escuchar las palabras de su marido. Ricardo entendió que no merecía la pena generar una discusión por todo aquello. Tarde o temprano, su madre terminaría pagando los platos rotos.

Más tarde, se daría cuenta de que, quien daba, recibía, y Ricardo estaba a punto de recibir una de las lecciones más importantes de su vida.

De camino a casa, con la ropa manchada, el joven caminaba por el barrio de Vallecas cuando encontró a su progenitor en la barra de uno de los bares que hacía esquina con la avenida de la Albufera. Ricardo miró a lo lejos y encontró un puente que separaba al humilde barrio de la gran ciudad. Debía abandonar aquello.

La oscuridad de un tugurio sucio con forma de pasillo en el que varios hombres se aguantaban sobre la barra. Eso era todo lo que podía ver y, entre ellos, a su padre, completamente ebrio y fuera de sí. Con la desesperación de un hijo que sueña con que algún día cambie, Ricardo observaba cómo aquella persona soltaba sandeces al aire. En su rostro, encontró la felicidad momentánea, la misma que le proporcionaba cuando golpeaba a su madre. Una sonrisa hinchada por el alcohol y una mirada perdida en el infinito, en el más lejanos de los vacíos. Absortos en otra realidad paralela, Ricardo entendió, por primera vez, que la única forma de solucionar sus problemas era deshaciéndose de ellos. No llegaba a entender cómo, en un mundo de leyes y progreso en el que la sociedad trabajaba para que todos vivieran en armonía, el bien y el mal se encontraban tan mal repartidos. De pronto, un hombre con olor a sudor se puso en el camino del joven.

—¿Me dejas pasar, chaval? —Dijo sin esperar una respuesta. Un tufo a tabaco negro se corrió como una persiana.

—Oye, Ramón —dijo el camarero, un hombre de barba cerrada y rostro grasiento—. ¿No es ese tu crío?

Un chispazo cruzó la espina dorsal del joven. Antes de que pudiera reaccionar, en un momento de lucidez, el padre dirigió la mirada hacia la puerta.

Asustado como un cervatillo, el joven caminó sin mirar atrás. Las palabras de ese hombre le buscarían un problema. Estaba seguro de que su padre no lo habría visto, aunque temía que lo siguiera. El malestar se posó en cada uno de sus órganos a medida que movía las piernas. El miedo, la propia sensación de un temor que jamás había sufrido con tanta intensidad. Algo en su interior le decía que era su turno. Se preguntó si habría hecho mejor quedándose allí, pero era demasiado tarde. Caminó sin cesar hasta doblar la esquina, cuando decidió mirar atrás. No había nadie. Esperó unos segundos, pero la presencia no aparecía. Tal vez, tuviera razón y no hubiese visto nada.

Esa misma noche, mientras dormía, alguien abrió la puerta de su habitación. Despistado y bajo la oscuridad, sin tiempo a reaccionar, sintió un primer latigazo en el rostro. Después llegaron los puñetazos y las patadas. Ricardo apenas pudo defenderse. El dolor de los golpes se amontonaba sobre su conciencia. Con los ojos entreabiertos, pudo ver a su padre con una camisa abierta y una camiseta interior de tirantes. Furioso, le golpeaba donde podía sin demasiada habilidad, aunque provocándole fuertes contusiones. Ricardo se protegió el rostro con los brazos. De fondo, escuchaba el lamento de una madre que sufría en soledad. Por cada golpe que recibía, un pedazo de Ricardo se transformaba en Don. Esa fue la primera de una serie de palizas que el chico cobraría durante el verano. Lo que aquel miserable no sabía era que, tan rápido como Ricardo abandonara su cuerpo para albergar el de Don, se convertiría en un desconocido para su hijo.

Aeropuerto Internacional de Riga (Riga)

16 de marzo de 2016

Tres horas y cincuenta y cinco minutos fue lo que tardó el avión de la compañía Air Baltic en cruzar el continente europeo de punta a punta. El cielo raso de las alturas se fue nublando a medida que el aeroplano descendía sobre la ciudad de Riga. Don miró por la ventanilla y encontró un lugar verde aunque helado. Una primavera que no lograba levantar cabeza en un país minúsculo, lleno de bosques frondosos y el río Daugava que lo cruzaba. Las torres de bloques de viviendas deterioradas, productos del período soviético, formaban un paisaje plano y simétrico propio de un videojuego ruso. La llamada Europa del Este guardaba un aspecto similar en su extensión, que comenzaba desde la vieja Alemania Oriental y se fundía con la frontera Rusa. También observó, desde lo alto, cómo el Palacio de Cultura y Ciencia de la ciudad sobresalía del mercado central y la estación de trenes. Riga, una interesante ciudad que Don no había visitado todavía, famosa por ser la capital del Art-Noveau y haber sufrido la invasión de diferentes imperios a lo largo de la historia. Don se preguntó qué clases de sorpresas se encontraría allí. Durante su viaje, había tenido tiempo para leer a conciencia el informe que Mariano, su chófer y ayudante personal, le había entregado acerca de Andrey Bogdánov.

La capital letona era uno de los mejores escondites para los llamados rusos europeos, ciudadanos de descendencia eslava que habían obtenido la nacionalidad letona al haber nacido en el país. El hecho de que Bogdánov tuviera tal privilegio, le permitía viajar de extremo a extremo del globo sin demasiados impedimentos. La caída del Muro y el fin de la Unión Soviética a principios de los noventa, provocó a las repúblicas absorbidas por el sistema reiniciar sus economías. Períodos de pobreza en los que los más hábiles se llenaron los bolsillos buscando oportunidades en el extranjero. Las inyecciones de capital vecino, en una Europa que funcionaba a dos velocidades, provocó que los países fronterizos se lanzaran como tiburones sobre el sector inmobiliario. Era cuestión de tiempo que las sociedades procedentes del comunismo se viesen ensimismadas por las posibilidades del capitalismo. De no tener nada, a fabricar los sueños a gusto del consumidor. Pese a todo, Letonia era uno de los países que crecía por detrás de otros como Polonia y se comprobaba en el estado de las ciudades. Según el informe, Bogdánov había sabido jugar sus cartas desde una edad temprana. Las apuestas en el mercado negro le aportaron el capital suficiente para que fundara su primera constructora. Con métodos poco rudimentarios, formó parte del oligopolio que, durante la primera década, se encargó de gobernar sobre el cielo del país. Cuentas en paraísos fiscales, dinero destinado a la república vecina y diferentes empresas a nombres de personas que no existían, eran algunos de los métodos que Bogdánov utilizaba para evitar a la justicia. Sin embargo, si en algo destacaba el ruso, además de su talento para sembrar el terror por donde pasaba, era su capacidad para no dejar rastro, un detalle que llamó la atención del arquitecto. Por otro lado, además de negocios en el sector inmobiliario, Bogdánov también poseía inmuebles distribuidos por toda el casco antiguo de la ciudad, de los cuales, la mayoría, funcionaban como locales de alterne y barras de estriptis. Don pensó que no sería demasiado difícil dar con él. Al fin y al cabo, aunque el cliente con quien iba a tratar fuera letón, daba por hecho de que alguien le llevaría hasta el emprendedor ruso.

Al bajar del avión, Don sintió un latigazo de frío seco contra su rostro. No estaba seguro si tendría con él toda la ropa de abrigo necesaria para una corta estancia. Con una ligera maleta de mano, caminó hacia la salida del área de llegadas. Una mujer de altura y rubia, vestida de traje y falda de color negro y con medias de encaje oscuras, aguantaba un cartel de color blanco con el apellido Donoso en mayúsculas. El arquitecto se sorprendió al avistar a la dama, con un porte único y una belleza exagerada. Si bien Don era un hombre con muchos kilómetros a sus espaldas, los estereotipos sobre las mujeres bálticas estaban en lo cierto. Con paso firme y una ligera sonrisa de calidez en su rostro, arrastró la maleta de ruedas hasta la mujer, que buscaba a un hombre que no era él.

—¿Señor Donoso? —Preguntó ella en español con acento marcado—. Pensaba que…

Don estiró aún más el gesto y le ofreció la mano, manteniendo un trecho de distancia.

—Así es —respondió él—. ¿Y usted, quién es?

La chica se encontraba nerviosa aunque sabía guardar un poso de frialdad en sus movimientos. Le ofreció la mano y Don sintió el tacto de su fina piel. Estaba fría como un glaciar.

—Mi nombre es Baiba Viluma —contestó dirigiéndose en inglés—. Bienvenido a nuestro país. Me encargaré de que su estancia sea lo más agradable posible.

El arquitecto aprovechó el silencio entre sus palabras para clavar su mirada en los claros ojos de la chica, un gesto que pareció intimidar a la letona.

—Nadie me informó que tendría una asistenta… —comentó el español—, tan bella.

Sin embargo, las palabras rebotaron contra el rostro de la joven como en una pared de frontón. Don sabía que bajo aquel escudo se encontraba una chica sin experiencia en las situaciones clave. Eso la hacía más interesante. Se preguntó a sí mismo cuánto sería capaz de decirle sobre Bogdánov. Aún así, prefirió seguir su juego. Necesitaba intimar con ella, aunque no tenía intenciones de cortejarla sino de generar una tensión de la que aprovecharse más tarde.

—Un taxi nos espera a la salida —dijo ella ignorando el comentario y señalando a la puerta del aeropuerto—. Abríguese… Ustedes, los del sur, no están acostumbrados a este clima, ni a este lugar.

Salieron al exterior y el conductor, un hombre mayor de tez pálida, corte de cabello claro y bigote frondoso, se hizo cargo del equipaje. Don se anticipó a su anfitriona y le abrió la puerta caballerosamente para que subiera. Ante el gesto, Baiba se mostró agradecida y entró en el vehículo. Todo un hombre gentil, pensaría ella. Don conocía que la sociedad letona era de las más castigadas de Europa: el número de mujeres que vivía en el país era dos veces mayor al de varones debido a las guerras y a los excesos de alcohol. La caída del totalitarismo entró como un soplo de aire fresco en un país donde las mujeres no estaban dispuestas a casarse con cualquiera, exigiendo para ellas a un hombre que estuviese a la altura de sus expectativas.

Cruzaron la calle Lielirbes, una avenida de dos carriles y sentidos, separados con gran distancia. Por la ventana, Don contemplaba el paisaje formado por largos espacios verdes de árboles y pinos y, de cuando en cuando, viejas casas de planta baja y bloques de arquitectura comunista con formas rectangulares. Un escenario desolador que acompañaba al cielo gris y nuboso que cubría la ciudad. Tras ver ladrillo y más ladrillo, el arquitecto se preguntó qué haría la gente en su tiempo libre. La cultura española y la costumbre de pasar demasiado tiempo en la calle también servía como vía de escape para muchos, entre ellos, su padre. A veces, Don se planteaba cómo hubiese sido su vida sin los bares. Si los acontecimientos hubiesen llegado antes o no. Si algo quedaba claro, era que a los letones les gustaba tanto el alcohol como al resto de los europeos. A falta de locales en los que beber, los hombres paseaban con botellas por la calle, serpenteando como reptiles a punto de hibernar sobre el mobiliario urbano. Poco después, se incorporaron a Krišjāņa Valdemāra, una arteria que conectaba la ciudad con el otro lado del río, cruzando la urbe hasta su otro extremo. A medida que el coche pasaba el puente, desde el interior se podían observar, en lo más alto de una torre, las letras de una famosa compañía de teléfonos coreana. El centro de la ciudad tenía otro color diferente a lo que habían visto minutos antes: edificios de arquitectura modernista que habían sobrevivido a los años; techos inclinados, volúmenes masivos, monumentalidad, fachadas asimétricas, acabados en yeso de varios colores y texturas diferentes. Como era de esperar, Don se encontró ante una ciudad distinta a la que solían separar los puentes. Riga se convertía en un lugar interesante para sus ojos, digno de estudio y reflexión. Se dijo a sí mismo que, más tarde y cuando tuviera tiempo, saldría a dar un paseo para tomar algunas notas y disfrutar de la belleza de las construcciones. Una ciudad que se hacía a sí misma, recomponiéndose de la mala suerte sufrida y con cierto respeto por lo sucedido. Para Don era curioso que, a pesar del dolor, siguieran en pie los monumentos del pasado, un gesto que en la propia España se encargaba de derribar cada vez que el Gobierno cambiaba de políticos. Atravesaron el corazón de la capital, dejando a un lado una gran iglesia ortodoxa con una cúpula dorada y la gran Ópera nacional, hasta llegar a la calle Teātra, donde se encontraba la enorme fachada del Viesnīca Rīga, un simbólico hotel fruto de los primeros años soviéticos.

—Lo reconstruyeron sobre las ruinas del Hotel Roma… —dijo Baiba nostálgica, tras un largo viaje silencioso—. Cuenta la leyenda que un piloto soviético recibió la orden de bombardear el Monumento de la Libertad… Sin embargo, cuando vio la estatua de Milda desde lo alto, cambió de opinión.

Una imponente fachada de ladrillo y colores crema ocupaba gran parte de la calle. No obstante, el tiempo lo había convertido más en una reliquia del pasado que en un lugar donde hospedarse. El vehículo cruzó una de las perpendiculares para mostrar el bulevar de Brīvības a un lado, con su larga avenida de árboles y asfalto, hasta llevar a los dos hasta la puerta del hotel Radisson Blu, la torre más alta del centro de la ciudad.

—Vaya, no está mal —dijo Don al ver el largo y luminoso edificio. Junto a la mujer, caminó hasta la recepción. Tras entregar sus documentos y hacer los procedimientos de registro rudimentarios, Don se giró por última vez hacia la letona con gesto provocador, acotando el espacio vital entre los dos—. Muchas gracias… Supongo que a partir de aquí, voy yo solo.

—Mañana —respondió ella dando un paso hacia atrás, bajo la atenta mirada de la recepcionista—, pasaré a recogerle a las nueve de la mañana. El señor Kopeikins se reunirá con usted.

De pronto, Don volvió a limitar la distancia entre los dos y la agarró del antebrazo. En un gesto inconsciente, Baiba tensó su cuerpo.

—Una última pregunta… —susurró el español—. ¿Qué te dice el nombre de Andrey Bogdánov?

El rostro de la chica se arrugó. Don fue lo suficientemente rápido como para detectar un halo de miedo en su expresión. Después, movió su brazo y se deshizo de la mano del español, que perdía fuerza tras obtener lo que buscaba.

—Buenas noches, señor Donoso.

La chica caminó con la misma frialdad que guardaba su mirada y desapareció por la puerta principal del hotel, fundiéndose en la oscuridad de la noche para desaparecer con la brisa nocturna.