CAPÍTULO 15

Barrio de Andrejsala (Riga)

18 de marzo de 2016

Los primeros rayos de sol de la mañana golpearon en su rostro con un fuerte quemazón. Don se encontraba aturdido, sediento y desorientado, como si tuviera la peor de las resacas. Un sol infernal recorría su cabeza de arriba abajo como un clavo incandescente. El porrazo lo había dejado inconsciente. Tenía frío y tal vez fiebre, pero no podía permitirse el lujo de cavilar cómo había llegado hasta allí. Despacio y con esfuerzo, levantó los párpados y se encontró tirado entre la maleza junto a una fábrica roja de ladrillos abandonada y manchada de espray. El cielo despejado permitía a la claridad rebotar contra el Daugava. Estaban cerca del río, aunque todavía no tenía muy claro dónde. A su lado y desaliñada, se encontraba Baiba, acurrucada como un pájaro desplumado y temblando de frío. Don se quitó la americana para cubrir el cuerpo de la chica. No fueron necesarias las preguntas para entender que los habían abandonado a la suerte, con la probabilidad de agarrar una buena hipotermia. Comprobó los bolsillos de su pantalón y todo parecía seguir en orden aunque, si habían permanecido tanto tiempo inconscientes, probablemente el ruso se habría tomado la molestia de hacer una copia del pasaporte y rastrear el teléfono móvil. Don sabía que era más que posible hacer eso. Él ya lo había hecho antes con una de sus víctimas y, a pesar de lo que las películas de Hollywood intentaran vender, rastrear un teléfono en el siglo XXI era tan fácil como instalar una aplicación en él. Un juego de niños.

—¿Dónde estamos? —Preguntó al chica mientras se despertaba—. ¿Qué ha sucedido?

—Levántate y salgamos de aquí —respondió él poniéndose de pie y espolvoreando los pantalones—. Este lugar no me gusta.

Al incorporar a la chica, encontró varias heridas en las rodillas. Baiba apenas podía caminar, lo que complicaba la salida. Un viejo tren de mercancías se aproximaba en paralelo. El arquitecto se fijó en los vagones, que tenían rótulos desgastados con palabras escritas en cirílico. Dedujo que, si el tren pasaba por allí, probablemente se encontraran en un área de carga. Y no le faltó razón. Tan solo tuvieron que dejar atrás las fábricas para descubrir una zona portuaria llena de botes y barcos de pesca. Por suerte para ellos, el área se encontraba desierta a aquellas horas, pero los trabajadores no tardarían en aparecer. No muy lejos de allí, Don vislumbró una garita con un vigía de mediana edad en su interior. Cuando se acercaron, el hombre de rostro arrugado levantó la mirada al comprobar el estado de la pareja. Don golpeó el cristal para que abriera la ventanilla, pero el desconocido hizo caso omiso.

—Dile que nos pida un taxi —ordenó el español.

Baiba golpeó de nuevo el cristal y exclamó algunas palabras en ruso y letón. El español solo llegó a entender la negativa del hombre, que se escudaba en el interior de su guarida.

—Nada, es imposible —dijo ella. Don indicó a la chica que se sujetara a la barra. Después se acercó a la garita por el interior y golpeó de una patada el cristal de la puerta. Se escuchó un fuerte estruendo. Los cristales diminutos inundaron el suelo. Furioso, el español agarró al hombre del cuello de la camisa y lo arrastró hacia la puerta. Sorprendido, el extraño no pudo hacer más que resistirse.

—¡Contesta de una puta vez! —Gritó el arquitecto en español y lo empujó de nuevo contra la caseta. La noche daba paso a la mañana y el amanecer terminaba por iluminar la ciudad. Posiblemente, aquel hombre supiera demasiado o alguien hubiese comprado su silencio, pero no era una razón para que el español tirase la toalla—. ¡Dile que llame a un maldito taxi!

Minutos más tarde, la pareja se encontraba en uno de los muchos vehículos de color verde pistacho que servía a los habitantes de la ciudad. El conductor se limitó a preguntar por la dirección y observaba de reojo el aspecto de la pareja. Sin duda, si querían pasar desapercibidos, no lo habían logrado. Se bajaron del coche frente a la puerta del hotel Radisson Blu, donde se hospedaba Don. A su paso, los clientes y empleados del lugar no podían obviar lo que veían.

—Señor Donoso —dijo en inglés la recepcionista. El español, que agarraba la muñeca de la letona, se detuvo al escuchar la voz femenina y giró el rostro—. Hay un mensaje para usted.

—Espera aquí —le dijo a Baiba junto al ascensor. Después dio varios pasos hasta la recepción—. ¿De qué se trata?

—¿Necesita ayuda, señor? —Preguntó la chica con la mirada preocupada—. Está llamando la atención del personal.

—Hemos tenido un ligero contratiempo —respondió con seriedad. Levantó la mirada y la clavó sobre los ojos de la chica como si la golpease con un martillo—. ¿Quién envía el mensaje?

La chica le entregó una nota de papel doblada.

Don la abrió. El mensaje era de Bogdánov y estaba escrito en inglés.

«Marlena Lafuente. Cuarenta y ocho horas para jugar a ser Dios».

Un flujo sanguíneo rápido y desquiciado recorrió el cuerpo del español. Ahora su vida no dependía solo de conseguir el dinero, sino que había puesto en peligro a Marlena. Don se maldijo a sí mismo, incluso sabiendo que no servía de nada hacerlo. El ruso lo había colocado en una situación crítica en la que solo existía un final: o su vida o la de Bogdánov. No estaba dispuesto a negociar.

Necesitaba una ducha de agua fría y algo de cocaína para volver a su estado normal. Ese mamarracho lo estaba desquiciando.

Cuarenta y ocho horas para jugar a ser Dios, se dijo.

Serían suficientes.

Delante de la recepcionista, arrugó la nota haciéndola una bola de papel y la guardó en el pantalón. Bajo la mirada de los hombres de seguridad y los empleados que por allí pasaban, Don se reunió de nuevo con Baiba frente al ascensor. Ella lo miró desesperada.

—Tranquila —respondió él—. Todo irá bien.

La chica no respondió.

Después se introdujeron en el elevador y salieron propulsados hacia arriba.

¿De dónde vamos a conseguir tanto dinero?, era la pregunta que más había repetido Baiba en las últimas horas. Las siguientes que Don y Baiba pasaron juntos en la habitación del lujoso hotel, ambos hicieron todo lo que estaba al alcance de sus manos para no reanimar la conversación pendiente que tenían. Don se dio una ducha fría y cambió de ropa, además de afeitarse y esnifar un par de rayas que lo devolvieran a su sitio. Los demonios internos del español afloraban a medida que el ruso sobrevolaba su cabeza. Lo que le había pedido no suponía un problema, tan solo era dinero. Sin embargo, no estaba dispuesto a marcharse de la ciudad dejando a ese canalla con vida. De hacerlo así, no solo torturaría a Baiba y a la familia de esta, sino que le daría la oportunidad de regresar a España en busca de venganza. O tal vez no, pensó. Qué sabía él. Jamás se le habían torcido los planes tanto como le estaba sucediendo. Se preguntó qué habría fallado. Normalmente, Don era metódico, pulcro y rápido. Puede que fuera la presencia de esa chica. Si ella no hubiese corrido hacia el interior del apartamento, quizá hubiera evitado todo aquello. Incluso la vida de ese hombre.

Impotente y un tanto desolado, dio un golpe contra el lavabo y maldijo en voz alta mientras podía escuchar cómo la chica acercaba su oído por el otro lado de la puerta.

—Piensa, joder… piensa —murmuró y rebuscó entre sus pertenencias.

—¿Estás bien? —Preguntó ella. El español se acercó y abrió la puerta. Por un instante, ella pareció olvidarse de todo cuando encontró al arquitecto con el torso desnudo y el pelo negro mojado y peinado hacia atrás. El cuerpo trabajado, de ancha espalda y pectoral fuerte, devolvió a la chica al presente para fundirse momentáneamente en una escena fantasiosa. Don, falto de tacto y con la imagen de Marlena entre sus ojos, la miró y sonrió como si ya hubiese visto antes esa mirada. Después comprobó que la ropa de la chica estaba destrozada. Necesitaba vestirse de otro modo si no quería llamar la atención—. Te prestaré dinero para que compres algo de ropa.

—¿Qué? —Respondió ella volviendo a la realidad.

—¿No te has visto en el espejo? —Dijo él en tono jocoso saliendo del baño—. Llama a recepción y di que te traigan unos vestidos. Cárgalos a mi cuenta.

La chica guardó silencio mientras Don agarraba su teléfono móvil y caminaba hacia la ventana. Tenía varios mensajes de Marlena que fue incapaz de leer. Se preguntó si sabría algo y no le gustó la idea de que Bogdánov hubiese podido meter las narices en su vida. Ni él, ni nadie. Estaba nervioso, así que cambió de planes y marcó el número de Mariano, el chófer.

—¿Sí? —Preguntó el hombre al otro lado—. ¿Cómo han ido las negociaciones, señor?

—Mariano, necesito tu ayuda —respondió con voz tensa—. He tenido un pequeño imprevisto.

—Lo que usted me diga, señor…

—Deja lo que estés haciendo en este momento —ordenó el arquitecto—, y realiza una transferencia de quinientos mil euros en mi cuenta personal.

Se escuchó un ligero murmullo al otro lado del altavoz.

—¿Todo en orden, señor?

—Ya te lo he dicho… —insistió Don—. Creo que he subestimado a este hijo de perra… Solo eso.

—Es mucho dinero lo que me pide.

—Será a buen recaudo —dijo sonriendo—. También necesito que me hagas un último recado…

—Usted dirá.

—Dile a Marlena que estoy bien, que las negociaciones han ido como esperábamos y que todo sigue en orden —dictó—. Sé conciso y usa un tono relajado…

—Así haré, señor.

—Por otro lado, si no regreso en tres días, no quiero que ni tú, ni ella, intentéis localizarme…

—Pero señor… —reprochó el hombre.

—Ya sabes lo que debes hacer, Mariano —interrumpió mirando a la puerta del baño. Baiba se había duchado y parecía otra mujer sin maquillaje, más bella y delicada a los ojos del español—. Es tan solo un recordatorio. Ahora tengo que dejarte, te llamaré más tarde.

—Que Dios le proteja —dijo el hombre con voz preocupada y colgó.

La chica iba envuelta en una toalla del mismo color que la de Don, lo único que la separaba de encontrarse desnuda por completo. En la distancia, el español encontró la dulzura de unas pecas que decoraban los laterales de su nariz y unos ojos claros que brillaban como el sol en el exterior de la habitación. Sin embargo, tras el inocente aspecto de una veinteañera se ocultaba el terror de una joven que había sufrido demasiado en las últimas horas. Desesperada, recortó la distancia entre los dos cuerpos dando varios pasos y se quedó paralizada antes de soltar la primera lágrima.

—¿Qué vamos a hacer, Ricardo?

—Vamos a conseguir el dinero —respondió el español—, hablar con Kopeikins y terminar con esto de una maldita vez.

—¿Qué planeas?

—No te lo puedo contar.

La respuesta no fue bien recibida.

—¿Cómo sé que puedo confiar en ti?

Frío como un bloque de hielo, se quedó observando a la chica.

—Soy tú única opción.

Sentado en el interior de una sucursal naranja del Swedbank, Baiba traducía las órdenes que Don le daba a un operario letón de cabello rubio y torso rígido. Con una bolsa de deporte azul oscura sobre la mesa, la sonrisa del chico se vio alterada en cuanto escuchó la suma que el español pronunció con sus labios.

Excuse me…

—Sí, ha escuchado bien —respondió Don en inglés—. Quinientos mil euros en efectivo.

Un soporífero sudor recorrió el traje y la camisa del chico. No parecía estar acostumbrado a recibir clientes extranjeros como el español y, todavía menos, que desearan extraer tal suma de dinero en efectivo. Para evitar que el Banco de España se alertara de la transacción, Don le había dado las órdenes concisas a Mariano para que operara sin error. Tras una ligera discusión con la letona en el idioma nativo, el chico se dirigió al arquitecto.

—¿Y el resto? —Preguntó Baiba extrañada.

—Es una gran cantidad de dinero —insistió el empleado—. Quizá desee los servicios de protección que podemos ofrecerle…

—Haga lo que le ha dicho la chica —respondió tajante el español—, que para eso le habla.

El joven tragó saliva y volvió a su ordenador. Don había dejado la responsabilidad en Baiba para trazar mentalmente el plan que llevaría a cabo. Tan pronto como el dinero estuviera en la bolsa, se encontrarían con Kopeikins de nuevo. Baiba necesitaba estar a salvo ya que, junto a él, no sería más que una carga.

Tal vez, pensó, si lograse deshacerse de ella, podría estudiar la forma de enfrentarse a Bogdánov por sí mismo. Algo en su interior le decía que, con cada paso que daba, el ruso seguía sacándole distancia, como si le observara desde lo más alto. La ciudad había pasado de ser un lugar hermoso a convertirse en un jardín monitorizado y sin salida. Pronto comprendió lo difícil que resultaba confiar en alguien y cómo el estigma de un pueblo castigado, seguía presente en una aparente sociedad libre y democrática.

Una vez fuera de la entidad bancaria y con el dinero en el interior de la bolsa, se dirigieron a la estación central de trenes, un complejo edificio poligonal conectado a un centro comercial que hacía de frontera con el barrio ruso de la ciudad. Junto a la gran construcción, se observaba un reloj analógico en una torre con el nombre de la ciudad iluminado. Tras él, la cúpula dorada de una gran iglesia ortodoxa. Entre aquel laberinto de personas y túneles infinitos; andenes y pasadizos subterráneos que llevaban a lugares oscuros y salidas inesperadas, el español caminaba con paso firme y la bolsa bien sujeta en su mano derecha. Se acercaron a una de las consignas que había junto al panel de horarios. Baiba sacó la llave de su bolso y abrió la taquilla. Don introdujo la bolsa, cerró el compartimento y sacó las llaves para echárselas al bolsillo. Frente a la sorpresa que Baiba expresó en su rostro, remató el movimiento con un ligero golpe.

—Mi dinero —contestó—, mis reglas.

Caminaron hasta uno de los laterales de la estación y entraron en un local Hesburger que no parecía muy concurrido, una cadena finlandesa de comida rápida que había sabido instalarse en los países bálticos y escandinavos, antes de que el gigante americano McDonald’s se hiciese dueño de la ciudad.

Los productos eran idénticos, aunque tenían otros nombres y los asientos eran sofás de color rojo y espuma que imitaban a los de piel. Sus perfiles desencajaban con los atuendos de los empleados que parecían indiferentes ante su presencia. Baiba pidió dos cafés para llevar y los llevó hasta la mesa en la que el español esperaba. Después se sentó junto a un cristal con vistas a una carretera gris y un oscuro túnel.

—¿Qué temes? —Preguntó él al encontrar su rostro preocupado frente al cristal—. Hay algo que te preocupa, lo noto.

—Lo he estado pensando —dijo ella—. Es mejor que yo guarde la llave.

—¿Has llegado tú sola a esa conclusión?

—Es lo más inteligente, Ricardo —insistió—. ¿Y si te pasa algo? ¿Y si alguien nos ha visto?

—No vuelvas a llamarme así, ¿entendido? —Ordenó el español—. A partir de ahora, soy Don. Y punto… ¿Por qué debería de confiar en ti?

—Soy tu única opción —dijo ella dando un sorbo al café y parafraseando a su acompañante—. No conoces a nadie más aquí.

—No, eso no es cierto —replicó con soberbia—. Parece mentira que, en el poco tiempo que llevo aquí, haya aprendido antes que tú a desconfiar de todos.

—Eso me incluye a mí.

Baiba tensó las comisuras de los labios.

—No lo tomes como algo personal —contestó él—. No suelo confiar en la gente, y tú tampoco has hecho mucho por ganarte mi confianza.

—Basta ya —reprochó cruzándose de brazos con la mirada llena de impotencia—. ¿Me vas a ayudar o no? Estoy harta de escuchar tus reproches, siempre mostrándote por encima de todos…

—No me conoces de nada —dijo Don—. Te he salvado el pellejo, no lo olvides.

—Y yo a ti —dijo ella—. De no ser por mí…

—Tu padre no estaría muerto.

La respuesta del español cayó sobre la chica como un rayo, pulverizando las ganas de continuar con la conversación. Esforzándose por no derramar una lágrima más, miró hacia el cristal para perderse con las ruedas de los vehículos y evitar la mirada fría y sin emociones del español.

—Lo mejor será que le pidamos ayuda a Kopeikins —dijo Don reanimando la conversación—. Estoy seguro de que nos podrá ayudar con el dinero que nos falta.

Las palabras del español avivaron la esperanza de la chica.

—¿Y si no lo hace?

—Lo hará —respondió él—. No creo que esté en posición de negociar nada.

—Puede que él también haya sido víctima de uno de los chantajes de Andrey.

Al español le resultaba cada vez más extraño que Baiba siguiera pronunciando el nombre de pila del mafioso. Sabía que las personas que se dirigían por el nombre en lugar del apellido, solían mantener un vínculo emocional con ellas, independientemente de que se conocieran o no. Así fue cómo había eliminado toda conexión con su propio padre.

—Eso nos podría dar algo de ventaja —dijo Don—, partiendo de que no nos traicione.

—No sé por qué lo haría —dijo ella—. Él todavía no ha perdido a su familia.

Don ignoró las últimas palabras de resentimiento de la chica, que se centraban todo el tiempo en el rapto de su madre y la pérdida de su progenitor. Levantó la mirada hacia el local y observó el rótulo que daba nombre a la cadena de restaurantes y recordó que había visto aquel logotipo antes, en algún lugar. Entonces metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó el recibo que había encontrado en el interior del coche robado. Pertenecía a un restaurante de la misma franquicia.

—¿Te dice algo? —Preguntó mostrándoselo a la chica. La letona agarró el papel arrugado y observó sin demasiado interés—. Lo encontré en el coche.

—No —respondió negando con el rostro—. Es un vale de una hamburguesa. ¿Qué importancia puede tener?

—Eso también lo sé yo —dijo él—. ¿Dónde se encuentra la calle Katoļu? ¿Te es familiar?

La chica frunció el ceño y desvió la mirada hacia la izquierda intentando recordar algo.

—Creo que ahí se encuentra la iglesia de San Francisco —explicó la chica—. Es una iglesia católica.

—Dudo que nuestro hombre estuviera haciendo una parada antes de ir a misa…

—Ahora que lo pienso… —dijo Baiba agitada, como si hubiera recordado algo importante—, existe una parada de tranvía que se llama así, en la calle Maskavas.

—Esa es la calle de Moscú —contestó el español—. No se encuentra muy lejos de aquí.

Pero la chica no parecía estar tan convencida como el español.

—Eso no significa nada —respondió ella—. Podría haberla comprado en cualquier otro sitio. Es una simple… casualidad.

Don quiso decirle que las casualidades no existían para él. El hecho de que el español se encontrara allí y no en un avión de vuelta a su casa, tampoco era una coincidencia.

—Tienes razón —dijo con la mentira bajo la lengua. La chica no iba a retroceder, pero Don no se quedaría sin dar respuesta a su intuición. Una vez se hubiera deshecho de ella, estaba dispuesto a peinar el distrito entero con tal de encontrar una pista—. Posiblemente sea fruto de la desesperación.

—El barrio ruso, por desgracia, no es más que un distrito turístico lleno de estereotipos —explicó la chica—, que se ha quedado reducido a nuevos apartamentos de clase media, bloques de hormigón y viviendas de madera en las que vive gente muy humilde con muchas necesidades…

—Como tus padres, antes de mudarse de barrio… —interrumpió el español—. ¿Me equivoco?

La chica se quedó sorprendida con las palabras del español. Parecía que había leído su mente.

—Puede que, unos años atrás, fuese el más peligroso de la ciudad, pero eso es historia… —prosiguió—. De todas formas, la calle Maskavas tiene más de quince kilómetros de longitud, comenzando desde el Mercado Central, hasta el final del distrito de Latgale… No querrás malgastar el poco tiempo que nos queda buscando respuestas en un lugar que no las tiene.

El español sopesó las palabras de la chica.

Algo no iba bien.

Las piezas no terminaban de encajar en su rompecabezas.