CAPÍTULO 21
Hotel Blu Radisson (Riga)
20 de marzo de 2016
La ciudad despertaba con el cielo despejado y un radiante sol que brillaba con timidez sobre los tejados. Vestido de traje, Don colocaba los últimos objetos personales en su maleta. El avión con destino a Madrid saldría en unas horas. Pensó en Baiba, que no lograría acompañarle, pero, sobre todo, pensó en Marlena, en su rostro delicado y en las ganas que tenía de hacerle el amor, aunque, después de todo, no quedase en más que una fantasía. Junto a su equipaje, una llave que abría la consigna de la estación de tren. Un compartimento en el que se encontraba la bolsa con el medio millón de euros.
Pese a todo lo que había sucedido, el arquitecto se encontraba relajado aunque le costara moverse con suavidad. Por suerte, el ardor de estómago había desaparecido y esa ansiedad tan ridícula que sufría se había marchado junto al ruso. Miró por la ventana y observó, por última vez, una ciudad bella y libre de malos pensamientos. Don reflexionó sobre la noche anterior. La vida no dejaba de sorprenderle, demostrándole una vez más que la sociedad no era muy diferente a la complexión de una cebolla, llena de capas que se ocultan entre ellas, yendo de lo superficial hacia lo más tenebroso e íntimo. También pensó en cómo alguien podía llevar una vida normal mientras su cuello se encontraba entre bandas mafiosas. No le sorprendió lo que había visto con Kopeikins y Bogdánov. Él no se encontraba allí para juzgar a nadie, sino para procesar al ya juzgado. El viejo letón había sido justo con él. Los hombres buenos también existían en los mundos oscuros del crimen. El bien y el mal eran dos términos ambiguos y poco objetivos. Don conocía esto de primera mano y, en su código moral, Kopeikins y él no eran tan diferentes.
Don abandonó la habitación arrastrando una pequeña maleta con ruedas. Bajó hasta la recepción donde entregó la llave y se subió a un taxi que lo llevó al aeropuerto. Allí, comprobó su vuelo, caminó hasta una cafetería de la planta inferior y pidió un expreso doble que lo reanimara.
—No pensaría en marcharse sin despedirse… —dijo una voz rasgada. Don no tardó en reconocer de quién se trataba. Al girar el rostro, encontró a Kopeikins vestido de traje y abrigo, con una larga sonrisa cargada de nostalgia por la marcha del arquitecto. No tardó en darse cuenta de que el viejo iba acompañado de dos secuaces que pululaban por los alrededores. Kopeikins pidió un café con leche y se acercó unos centímetros a Don—. Me ha sorprendido.
—Si le soy sincero —dijo el español mirando a su café—, no sé de qué me habla.
—Le entiendo… —respondió el letón echándose hacia atrás—. No se preocupe, todo quedará bien atado. Estoy en deuda con usted.
Don no respondió y se bebió el café de un trago. Después, introdujo la mano en el bolsillo, sacó una llave y la puso sobre la mesa.
—Hágame un favor… —murmuró—. Calle a quien tenga que callar y bríndele un final digno a la chica. El resto, entrégueselo a la familia que le quede… La pérdida de una hija siempre es irreparable.
—Ya veo… —dijo el letón guardando la llave en el bolsillo interior de su chaqueta—. Le dije que no se encaprichara con ella, no era de fiar… Sin embargo, no le discuto que no fuera una buena chica.
—¿Quiénes somos nosotros para juzgar a nadie? —Preguntó Don—. Solo el de allá arriba tiene la potestad de hacerlo. El resto, actuamos como consecuencia de sus decisiones…
—Interesante… —respondió Kopeikins—. No le hacía a usted creyente…
—A veces, es mejor que creer que perecer.
Kopeikins sopesó las palabras del español, que se concentraba más en su taza que en la presencia del letón. El viejo no tardó en comprender que su misión allí ya había concluido. Se levantó, dio una ligera palmada sobre el hombro del arquitecto y le regaló una última sonrisa.
—Que tenga un buen viaje, señor Donoso —dijo ya incorporado para luego dirigirse a sus acólitos.
Don dejó la taza, se puso en pie, contempló cómo se perdía el viejo por las escaleras mecánicas y se dirigió al control de seguridad.