CAPÍTULO 2
Barrio de Palomas (Madrid)
4 de marzo de 2016
En el barrio acomodado de Palomas, a las afueras de Madrid, Don miraba desde la oficina del estudio RD Arquitectos, un gran edificio rectangular minimalista, de espacios acristalados y ausencia de florituras. Un espacio de trabajo que aglutinaba más de ochenta empleados y que juntos formaban una de las firmas con más impacto internacional.
Sentado sobre una silla giratoria, podía ver la Puerta de Europa, las dos famosas torres inclinadas que vigilaban la ciudad. Atrás quedaban los días en Barcelona, el último escarceo de su yo más salvaje. Se arrepintió de no llevarse ningún objeto personal, ni siquiera algo con lo que guardar un bonito recuerdo. No podía, las reglas eran las reglas, como su madre le había dicho algún día. La policía tarde o temprano lo conectaría con él. La mayoría de asesinos siempre le arrebataban algo a sus víctimas, ya fuese un mechón de pelo o una seña de identidad. Coleccionar era el fetiche y la forma de guardar el historial de sus acciones. Por el contrario, Don no se consideraba uno de ellos. Esa idea, le repugnaba. A diferencia de lo que muchos pensaran sobre la ejecución de sus actos, tenía la conciencia tranquila. Él era el equilibrio que no existía entre la Ley y los que se aprovechaban de esta.
Sabía que Rupestres tenía demasiados enemigos y que la policía no tardaría en considerarlo un ajuste de cuentas. La chica, la última en verlo con vida, llevaría a las fuerzas del orden a un rompecabezas sin solución. Don había sido meticuloso, limpio y eficaz. Además, guardaba la coartada perfecta, no encontrarían nada.
Abandonó su oficina enfundado en un traje azul entallado de corte británico y caminó al exterior. La sala de la quinta planta era un invernadero de arquitectos e ingenieros que se devanaban los sesos frente a las pantallas de sus ordenadores. Se acercó a una primera fila del equipo que él mismo dirigía y puso su mirada sobre Marlena, una ingeniera de pelo azabache, cintura estrecha, ojos oscuros y profundos como el interior de una mina de carbón. Marlena no alcanzaba la treintena, aunque se había ganado su posición gracias a un intelecto que superaba al de muchos en ese edificio. Don lo sabía, tenía una gran habilidad para calar el talento entre sus trabajadores. A pesar de ello, debía de moverse con cuidado. La chica era ambiciosa y, por mucho talento que tuviese, no estaba preparada para soportar la presión de una posición más alta. Tan solo necesitaba ser paciente y trabajar duro, pero desconocía si ella estaba dispuesta a hacer tal esfuerzo.
—¿Cómo va el proyecto de Berlín? —Preguntó Don con una sonrisa abierta, dejando entrever su fingido buen humor. De cara a la galería, el arquitecto no tenía dificultades para transformarse en el ser más empático de la sala. Y menos todavía después de haber saciado su ansiedad—. Nos quedan dos semanas para presentarlo. No me falles, Marlena.
—Todo sigue acorde a las fechas marcadas, jefe —contestó la chica girando el rostro.
—No me llames jefe, por favor… —dijo él sacando el teléfono móvil de su bolsillo—. Ya sabéis que no me gusta.
—Perdona, Ricardo.
—¿Qué planes tenéis para el fin de semana? —Preguntó alzando la voz, asegurándose de que el resto del equipo lo escuchara—. No estaría de más que os diese un poco el aire…
Se escucharon algunas risas que pronto se desvanecieron. Marlena seguía atenta a su mirada. Algo le decía a Don que la chica estaba poniendo más que atención.
—¿Y tú, jefe? —Preguntó y sonrió. Él sabía que esa vez lo había hecho a propósito. Ella le suplicaba con la mirada que la invitara a cenar—. ¿Qué planes tienes?
Don pensó que Marlena era una chica muy bonita y con un corazón demasiado grande como para introducirla en su vida. Ambos conocían la tensión que existía cuando se encontraban cerca el uno del otro. Aunque le llevara seis años, no podía permitirse compartir su espacio con otra persona. Jamás lo entendería, pensaba él. Era parte del precio a pagar para sobrellevar una vida, aparentemente, normal. Las reglas eran las reglas y Marlena, una mujer noble y dispuesta a preocuparse por él, solo le causaría problemas innecesarios.
—Estaré fuera de la ciudad —respondió cerrando la conversación y observando la pantalla de su teléfono—. Nos vemos el lunes, ¿entendido?
—Entendido, Ricardo… —murmuró desairada, con cierto sabor a derrota en su expresión.
Abandonó la silenciosa sala con el taconeo de sus zapatos negros, se introdujo en el ascensor, bajó hasta la primera planta y se despidió de las recepcionistas y los trabajadores que encontró por el camino, deseándoles un cálido fin de semana.
A la salida del edificio, un Audi A8 de color negro le esperaba con el motor encendido. Don abrió la puerta trasera y se metió en el interior.
Al volante, un hombre vestido con traje de color azul marino oscuro, bigote fino y cabello de color ceniza a causa de las canas, miraba atento por el espejo retrovisor bajo el cristal de sus Rayban Wayfarer negras.
—¿A casa, señor? —Preguntó con una sonrisa mostrando los dientes. El bigote se arqueaba por encima del fino labio superior—. Es viernes.
—Así es, Mariano —respondió Don mirando por última vez a la entrada del edificio—. ¿Sabes? Esa chica…
—Marlena, su subordinada.
—Eres rápido…
—Lo he aprendido de usted, señor —contestó, puso primera y pisó el acelerador, ganando velocidad—. ¿Cuándo se dignará a pedirle una cita?
Don sonrió y buscó su mirada por el retrovisor. Ambos se encontraron. En su relación de empleado y jefe, separada por casi una treintena de años, el arquitecto se sentía cómodo hablando con él. Mariano era un buen hombre, leal y servicial y eso él lo sabía. Don lo había sacado del paro, dándole un salario a cambio de llevarlo a donde le dijera y empezar una nueva vida. La trágica historia de Mariano no era diferente a la suya, por eso, con pocas palabras les bastaba para entenderse. Tanto el conductor como él, habían perdido a sus seres más queridos, de diferente forma aunque con un mismo final. No obstante, lo que jamás esperaría el arquitecto era que se convirtiera en su confidente, su siervo leal.
—Los hombres como nosotros —explicó el arquitecto—, no pedimos lo que ansiamos. De hacerlo así, jamás nos lo darían.