CAPÍTULO 1

Distrito del Ensanche (Barcelona)

5 de febrero de 2016

Una noche fría en la capital catalana, los taxis de color negro y amarillo bajaban la Diagonal a toda velocidad. En el cruce de la calle de Córcega y Muntaner, un grupo de tres hombres maduros entraba en el restaurante Paco Meralgo, un local de mesas altas, barras de madera, género fresco y buenos vinos. Al otro lado del cristal, un caballero rubio vestido de gabardina de color crema, de cabello ondulado repeinado hacia atrás, complexión atlética y rasgos marcados, caminaba acompañado de una joven morena, fina y bien vestida que, con tacones, se ponía a la altura de los pómulos de su acompañante. Con galantería, el hombre abrió la puerta y dejó pasar a la muchacha, un gesto que le propinó una sonrisa de la joven. Nada más entrar, el calor del establecimiento y las luces les produjo un bochorno repentino. Un hombre mayor con bigote y chaleco negro se acercó a la pareja.

—¿Tenían reserva? —Preguntó con amabilidad sujetando un bloc de notas.

La chica dejó la respuesta a manos de su acompañante. Este miró a la barra y sugirió un espacio libre donde se encontraban dos taburetes.

—Allí sería perfecto —respondió él.

El camarero sonrió con complicidad. No era la primera vez que trataba con alguien que intentaba impresionar a su cita. Lo último que deseaba, era sabotearla. A cambio, sabía que el cliente le dejaría una buena propina. Siempre sucedía.

—Adelante —respondió el hombre—. Están en su casa.

Se quitaron los abrigos, los colocaron bajo la barra y pidieron dos copas de vino tinto. Frente a sus ojos, un suculento surtido de mariscos crudos pidiendo ser ingeridos.

—¿Habías cenado aquí antes, Ricardo? —Preguntó la chica intrigada. A pesar de todo el glamour que pudiese desprender, no parecía salir mucho de casa.

—Sabes, Laura… —respondió él con una sonrisa cargada de seguridad—. Cada vez, me cuesta más sorprenderme a mí mismo… Supongo que con el tiempo lo entenderás.

Ella no supo qué responder. Aquello había minado la autoestima de la joven. No era la primera vez que Ricardo Gutiérrez Donoso pasaba la noche con una modelo que empezaba a despuntar en las portadas de Vogue. La fama repentina, una generación dominada por el estímulo rápido y la inmediatez. Comprendía cómo lidiar con eso, no era uno de sus grandes problemas. Además, sabía que ella se sentía atraída hacia él, no solo por su físico, sino también por su estatus social y una cuenta corriente cargada de ceros. Mientras la joven se emparejaba el pelo para obviar las muestras de fragilidad, Don, que era así como realmente le llamaban en sus círculos de confianza, observaba por encima del hombro al grupo de varones que se encontraba a varios metros de ellos.

—Hablas como mi padre —dijo ella riéndose como la joven veinteañera que habitaba en su cuerpo. Don agarró primero la copa de vino, después la suave mano de la chica y propuso un brindis. Una mirada de complicidad fue suficiente para apaciguar la tensión y generar así, las chispas de una llama que ardería más tarde en el hotel. Aquella bonita modelo desconocía al tipo que se sentaba frente a sus ojos. El rostro de un hombre que ocultaba demasiados secretos.

Siete meses, veinte días y cincuenta minutos habían pasado desde que Don decidiese llevar a cabo uno de sus impulsos más obsesivos de los últimos años. La razón: Oriol Rupestres, un catalán adinerado de Ampurdán y residente en Pedralbes, que había cosechado el éxito empresarial en la industria textil. A simple vista, un padre de familia con un estilo de vida cómodo y no exento de lujos. El modelo a seguir para muchos de los estudiantes de posgrado que escuchaban sus charlas inspiradoras en la ESADE de Barcelona. Sin embargo, como todos los seres humanos, Rupestres poseía una vía de escape. Don conocía cuáles eran sus pasatiempos para calmar la ansiedad que le corroía por dentro. Como a él, en ocasiones, resultaba difícil elegir entre lo personal y lo moral. De sobra eran conocidos los rumores de que a Rupestres le gustaban las prácticas sexuales poco convencionales. No obstante, lo que muy pocos conocían era su afición a la extorsión, al sufrimiento ajeno y a la humillación de los que él consideraba por debajo de su clase social. Una vida plagada de traumas y carambolas que los había cruzado en la línea que dictaba el destino.

Don llevaba organizando su encuentro desde hacía tiempo. Sabía que no le iba a resultar fácil hacer de lo premeditado, algo casual, pero esa fuerza interior, producto del odio y de los episodios infantiles que había sufrido, no le daba más tregua. Tenía que poner fin a una voz que se apoderaba de sí mismo cada mañana desde hacía meses, impidiéndole llevar la vida convencional por la que tanto había trabajado para impresionar a su familia. Lo tenía todo planeado y estaba seguro de no dejar nada al azar. Solo era cuestión de tiempo. El león jamás atacaba a sus víctimas guiado por el ansia. Debía esperar, encontrar el momento perfecto y entonces, terminar el trabajo.

La conversación banal entre la chica y él derivó en un destape de vivencias personales a medida que la gamba roja y el vino calentaban la sangre. Don tenía habilidades suficientes para pasar desapercibido en cualquier ámbito social, ya fuese frente a una chica bonita o compartiendo mesa con un alto cargo de la política estatal. Desde un punto estratégico, no le quitó el ojo de encima a los movimientos de Rupestres y sus dos acompañantes. Estos bebían más y más vino, tomando una tez rojiza mientras alzaban el tono de sus voces. Estaban borrachos y eso excitaba a Don. Sacó su iPhone del bolsillo y comprobó la hora. Jamás utilizaba relojes de pulsera, a pesar de que el tiempo fuese un factor a tener en cuenta. Un objeto que le recordaba a su adolescencia y a su padre contando los segundos tras la puerta del salón, esperando a que su hijo regresara de la escuela.

—¿Te aburro? —Preguntó la chica—. Podemos hablar sobre ti, tu trabajo… Siempre he tenido curiosidad en los edificios.

—No, en absoluto —contestó de nuevo con una mueca—. Hagámonos una foto, ¿quieres? Me gustaría guardar este momento…

Ella accedió sin rechistar. Obvió la preguntas familiares, si estaba casado o tenía a alguien esperándole en Madrid. Posar frente a la cámara era un goce para ella. Tras la captura, Don se acercó a sus labios y le dio un ligero beso en las comisuras que avivó los sentidos de la chica. Fase completada, pensó él, mirando por el rabillo del ojo derecho al grupo de empresarios que abandonaba el restaurante.

—Pensé que nunca lo harías… —dijo ella, finalmente relajada—. Empezaba a pensar que te gustaban…

—¿Los hombres? —Preguntó él sorprendido y rio—. No, en absoluto… Y de ser así, también haría una excepción.

Don pidió la cuenta al camarero que los había atendido y siguió la ruta de aquellos tipos al otro lado del cristal.

—Te noto algo distraído —comentó ella—. ¿Es por mí?

Las inseguridades de la chica empezaban a resultarle molestas al arquitecto.

—Ha sido un día largo, lleno de reuniones, de aquí para allá —explicó Don revoloteándose el cabello—. Esta mañana he salido de Barajas y no he tenido tiempo para relajarme. Creo que tengo problemas para desconectar…

—Lo que necesitas es una copa, o tal vez dos —respondió ella con afán de animarlo—. Conozco algunos sitios de moda a los que podemos ir.

—Eso suena fenomenal —contestó, pagó con un golpe de tarjeta y dejó un billete de propia.

Protegida en un abrigo de piel y enfundada en sus zapatos de tacón negro, la joven agarró por el brazo a su acompañante y se encendió un cigarrillo bajo la noche húmeda de las calles barcelonesas. El alcohol había hecho más mella en el escuálido cuerpo de la modelo que en las fuertes extremidades de Don. Caminaron por la calle de Córcega en dirección a la Rambla de Cataluña, guiados por el deseo de Laura y la intuición de él. Don sabía de sobra que Rupestres era un habitual del Dry Martini, un histórico y entonces renovado salón de cócteles al más puro estilo inglés con cuero, madera y latón, que se había colocado entre las mejores coctelerías del mundo, convirtiéndolo en uno de los bares más cotizados de la capital. Era cuestión de minutos que Laura, accidentalmente y debido a las personalidades que solían reunirse entre los sillones del establecimiento, propusiera parar allí. Don dejaría a la chica que fuese ella quien diese el primer paso, producto de la casualidad, para así acercarse un poco más a Rupestres, su más pura obsesión.

Y la pregunta no tardó en llegar.

Nada más entrar en el local, Don no tardó en atisbar la localización de los tres hombres. Oriol Rupestres reía, entonces acompañado de una joven rubia y delgada que tomaba una copa a su vera. Don pensó que pronto esa carcajada falsa y ruidosa desaparecería en el silencio de la eternidad. Los minutos de Rupestres estaban contados. Se acercaron a la barra y guio a la modelo hasta un rincón. De nuevo y decidido, tomó el asiento que le permitía ver a su objetivo. Laura pidió una ginebra Hendrick’s con tónica y varias rodajas de pepino. Don se limitó a seguir a la modelo, y cuando se dio cuenta, no tardó en retirar las rodajas de la hortaliza con los dedos.

—El pepino le da un toque ecléctico al sabor… —sugirió ella—. Deberías probarlo.

Don la miró con soberbia al escuchar semejante comentario. Pensó que era una estupidez y que, probablemente, la joven desconocía el significado del adjetivo. Por el contrario, sabía que un comentario a destiempo y la espantaría de sus narices. Debía mantenerse sereno, seguir el juego y complacer las impertinencias de la modelo. El arquitecto conocía que ese tipo de chicas no se andaban con rodeos, ni juegos psicológicos. Si seguía tratándola así, pronto encontraría a alguien que le riera las gracias. No podía permitírselo, ella formaba parte del plan.

Con un movimiento mecánico, Don alargó su mano y le acarició el rostro. Después tocó la punta de su nariz con el índice y le regaló una sonrisa.

—Eres un encanto —dijo él—. Me pregunto de dónde has salido.

—Eso se lo debes decir a todas —contestó ella sonrojada. Era una prueba—, cuando te quedas sin palabras. No eres muy hablador, ¿verdad?

—Digamos que soy un hombre de acciones —respondió manteniendo una mirada intensa sobre los ojos claros de la chica—, más que de oraciones.

—¿Qué tipo de acciones son esas? —Preguntó Laura—. ¿Sabes qué me gusta de ti? Que eres diferente, Ricardo. Normalmente, los tipos con los que salgo suelen hablar por los codos…

Alcanzaron la segunda copa, esta vez sin aliñados, cuando el grupo de hombres comenzó a disolverse como una aspirina efervescente. Finalmente, el catalán se quedaba a solas con su damisela. Para entonces, Don y Laura ya se habrían besado, acariciado y planeado una noche en el hotel en el que él se hospedaba. El trato estaba cerrado, ahora solo tenía que finiquitar la otra parte. Sacó el teléfono móvil y comprobó de nuevo la hora. Eran las dos de la madrugada, el local se encontraba infestado de treintañeros bebedores con ganas de comerse la noche.

Don entendió que Rupestres no tardaría en marcharse de allí antes de ser visto dándose arrumacos con la joven. Don no era el único que tenía interés en conocer su verdad. Desafortunadamente, también sabía que el destino de esa chica corría peligro. Tarde o temprano, el empresario descargaría su ira contra ella.

—¿Otra copa? —preguntó la acompañante del arquitecto.

Don observó cómo Oriol desenfundaba su teléfono.

—Será mejor que vayamos al hotel —contestó con deseo—. Después de la segunda, no soy persona.

Hace tiempo que había dejado de serlo.

El catalán se deshizo de la chica con un gesto brusco y la apartó hacia un lado del sofá. La joven lo miró con desdén, pero decidió insistir y ver qué hacía después. Rupestres se levantó y salió a la calle con el teléfono en la oreja.

—Espérame aquí —dijo Don y puso su iPhone sobre la barra. La chica lo marcó con la vista. Él sabía que la geolocalización era una coartada. Escribió un mensaje por teléfono a la joven con una cara sonriente—. Voy al baño, después nos largamos.

La chica entendió el gesto como una muestra de confianza. Don no se marcharía sin su aparato, por tanto, no tenía por lo que temer.

Enfundado en su gabardina, el arquitecto siguió los pasos de Rupestres hasta la calle. El tránsito de los coches no ayudaría, pero contaba con ello. Don caminó hasta un callejón oscuro, se quitó el abrigo y le dio la vuelta. La gabardina reversible se convirtió en una chaqueta de color verde militar. A lo lejos y bajo la farola, quedaba el cuerpo del catalán con el teléfono en la oreja. Don se acercó sigilosamente, introdujo la mano en el bolsillo y palpó una bolsa hermética de plástico transparente. Se colocó los guantes de cuero, agarró una navaja de un solo filo y la empuñó con la otra mano. Tres zancadas y había alcanzado al catalán por la espalda.

—Si te mueves —susurró—, te agujereo los intestinos.

Rupestres se quedó en silencio tras el abordaje del arquitecto.

—¿Cuánto quieres? —preguntó tras varios segundos callado—. Te daré lo que quieras, si es dinero lo que buscas.

—Camina hacia ese callejón —ordenó en voz baja. Oriol no podía ver el rostro de Don. La gente se encontraba lo suficientemente ebria como para diferenciar un asalto de dos hombres que charlaban en la madrugada.

Caminaron hacia el interior del callejón. Una de las salidas de la cocina del bar daba a ese rincón. Don debía ser rápido, limpio y conciso.

—¿Quién eres? —preguntó nervioso. El empresario no parecía sentirse achantado.

—Tu peor pesadilla, hijo de puta —contestó Don—. No tenemos tiempo para explicaciones. Esta noche, esa chica volverá a creer en Dios cuando lea las portadas de mañana.

—¿De qué estás hablando? —dijo e intentó girarse para asaltar a su secuestrador, a pesar de sentir el filo de la navaja en su espalda. Pero fue un acto banal. Don agarró los extremos de la bolsa, encapuchó a su víctima y apretó con fuerza. En un primer momento, Rupestres intentó resistirse, meneándose en todas las direcciones. Don apretó con más fuerza. El cuello de aquel hombre se enrojecía. El arquitecto contaba mentalmente los segundos. Tres minutos era lo que necesitaba para dejarlo sin vida. Sintió una transfusión de electricidad que se desvanecía del cuerpo del catalán y penetraba en los brazos del arquitecto. Rupestres absorbía el aire de la bolsa, pero el oxígeno no entraba en ella. Segundos después, se rindió. Ese hombre se había encontrado con el destino y Don era su verdugo.

Una vez terminada la cuenta atrás, Don sintió el peso del cadáver de su víctima.

—Púdrete en el infierno, desgraciado —murmuró y dejó el cuerpo sin vida en el suelo. La mirada de Rupestre mostraba el rostro de un hombre muerto sin arrepentimiento. Don salió de allí, se puso unas gafas de vista y dio la vuelta a la manzana. Después entró en una sucursal bancaria con cajero automático, volvió a revertir la chaqueta y guardó las monturas en el interior de su abrigo. Cinco minutos y treinta y dos segundos después de su salida, Don regresaba al local de copas.

—¿Has llamado al taxi? —preguntó con una sonrisa. El corazón le bombeaba a doscientas pulsaciones por minuto. Él agarró de la mano a su compañera y miró a la chica del fondo, que parecía harta de esperar.

—La han dejado sola —dijo Laura cuando encontró a su acompañante observando a la joven—. Hay mucho cabrón suelto.

—Y que lo digas —respondió todavía acelerado—. Al final, a cada cerdo le llega su San Martín.

Con un gesto protector, Don se puso tras la joven y posó su mano en las caderas de esta. Después abrió la puerta del taxi que esperaba en la calle y se subieron en él.