CAPÍTULO 24

Barrio de Salamanca (Madrid)

23 de marzo de 2016

Sentado en el sofá, con los pies sobre una mesa en la que reposaba un vaso de whisky, escuchaba un compacto de Chet Baker en el estéreo. Junto a él, un tomo cerrado de Ulises de James Joyce y un ejemplar de la revista Forbes. Dubitativo, pensó en todo lo que estaba sucediendo en su vida. También recordó a su padre, en cómo había compartido final con Bogdánov. Le resultó de los más paradójico.

Se levantó del sofá en el pleno silencio de la madrugada y caminó hasta una habitación de invitados. Allí, un colchón, una cama minimalista blanca y un tablón en el que guardaba fotografías del pasado con su madre, momentos de la infancia que quedarían para siempre en el recuerdo. Se imaginó a sí mismo con Marlena en una postal de vacaciones, los dos juntos allí en ese mismo tablero aunque, por el momento, la estampa tendría que esperar.

Entonces escuchó el ligero desliz de algo que cruzó el umbral de su puerta. Una fuerte descarga le recorrió la columna y lo puso en alerta. Cruzó el pasillo hasta el salón y miró a su alrededor. La puerta se encontraba cerrada y el tocadiscos seguía sonando. Sigiloso, caminó hasta la entrada y encontró un sobre de color amarillo.

—¿Qué demonios? —Susurró en la soledad. Era demasiado tarde como para que alguien merodeara por allí.

El sobre no tenía remitente ni dirección. Destapó la solapa y puso su contenido sobre la mesa del salón. Recortes de periódico cayeron sobre el cristal. Don no entendía nada hasta que vio el último de los retales frente a sus ojos. Los trozos de papel pertenecían a diarios que habían informado del fallecimiento de sus víctimas: Rupestres, Bogdánov y su padre, entre otros. El último recorte era de una edición de 1995 en el que se mencionaba el accidente de un hombre en el barrio de Vallecas, que había perdido la vida con una sierra a causa de su embriaguez. Por primera vez en la vida, Don sintió el pánico hacerse con él. Respiró hondo, pero no era suficiente. Sintió un agudo dolor en el pecho. Caminó hasta el cuarto de baño presa de la ansiedad, sacó una bolsita de polvo blanco y esnifó una raya, pero los narcóticos no lograban calmarlo. El mal que había dejado en cada uno de los cadáveres de sus víctimas, le abrazaba el cuello asfixiándole. No podía creerlo, estaba sudando, se sentía vulnerable y el corazón le palpitaba como si fuera a explotar.

Guardar la calma no era suficiente.

El peor de sus secretos ya no le pertenecía.

Alguien conocía la verdad y se encontraba ahí fuera.